SÛRAT
QURÁISH
revelada en Meca, 4 versículos
bísmil-lâhi
r-rahmâni r-rahîmi
Con
el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm
1.
li-î:lâfi quráishin
¡Sea
por el pacto de los quraishíes,
2.
î:lâfihim ríhlata sh-shitâ:i wa s-sáif*
su
pacto para la caravana de invierno y la del verano!
3.
fal-yá‘budû rábba hâdzâ l-báiti
Que
reconozcan al Señor de esta Casa,
4.
l-ladzî: át‘amahum min ÿû‘in wa â:manahum min
jáuf*
el
que los ha alimentado en el hambre y les ha dado seguridad en el miedo.
Los
quraishíes (los quráish)
eran los miembros de la tribu árabe hegemónica en Meca. Con el tiempo, los
quraishíes habían conseguido transformar esa precaria aldea de nómadas trashumantes
en una pequeña pero pujante república mercantil. Entre los diferentes clanes
que componían la tribu estaba el de los Banû Hâshim, al que perteneció
Muhammad (s.a.s.).
Mucho
antes, Allah había ordenado a Abraham (Ibrâhim) -al
que la tradición musulmana llama también Jalîl,
el que ha intimado con Allah- que
construyera en medio del desierto de Arabia una Casa (Báit). Ese
edificio -al que también se conoce con el nombre de Kaaba (al-Ka‘ba), por
su forma cúbica- fue la simiente de Meca.
Desde
el principio, esa Casa fue un Harâm, un espacio
vedado o prohibido. Se trata de un espacio que Allah ‘se reservaba’. Es la
Casa de Allah (Baitullâh), donde sólo cabe Él, y está vacía. Se la llama también
al-Báit al-‘Atîq, la Casa Liberada, y a ella no llega la violencia ni la imposición,
porque es poderosa y repele con fuerza toda agresión a su inviolabilidad (Hurma).
La extensión que la rodea es Másÿid,
Mezquita, que significa lugar
de prosternación, pues todo lo que existe se rinde y lleva la frente al
suelo ante el Uno-Único, centro de la existencia. Esto hace de la Casa algo
misterioso en el que simbólica pero eficazmente reside un secreto
indescifrable: la Ulûhía, el carácter enigmático,
una profundidad insondable y doblegadora, un abismo perturbador, de Allah, el
Absoluto.
Esa
presencia de la Ulûhía inefable
confería a Meca -nombre del valle en el que se construyó la extraña Kaaba- un
aura de misterio e inviolabilidad. Esa era la Hurma del valle, algo que había en él, irrepresentable e
imponente, que lo hacía prohibido y reverenciable. El Corán enseña que cuando
Abraham acabó de levantar la Kaaba, invocó a Allah diciendo: “Señor,
haz de éste un país de paz y aprovisiona a su gente de frutos...”. La Hurma (inviolabilidad)
con la que fue investido el valle fue la respuesta de Allah a la invocación de
Abraham. La sûra anterior, la del Elefante, alude a ese carácter protegido de
la Kaaba.
Distintas
tribus beduinas fueron instalándose temporalmente en sus alrededores hasta que
finalmente los quraishíes se sedentarizaron y organizaron en su entorno la
ciudad de Meca. La temible Casa, que ocupa el centro, fue siempre respetada,
pero, siendo su secreto inaccesible, los árabes acabaron degenerando en una
grosera idolatría. No obstante mantuvieron los ritos de la peregrinación a la
Kaaba, instituidos por su antepasado, Abraham.
Allah
ordenó a Abraham construir Su Casa en medio de la desolación del desierto, y
confirió Hurma, es decir, respetabilidad
e inviolabilidad, a esa Casa, de modo
que los árabes sintieron siempre hacia ella un temor reverencial profundo. Eso
procuró prestigio a los habitantes de Meca, un prestigio del que arranca la
fama de aristócratas de la que les revistió el ser vecinos de la Casa.
Las
‘gentes de Meca’ siempre fueron objeto de un gran respeto y consideración,
y viajaban por el país de los árabes con seguridad. Es oportuno recordar que
las distintas tribus casi siempre estaban envueltas en guerras endémicas y eran
frecuentes los asaltos a las caravanas: los quraishíes gozaban de un especial
privilegio que les permitía recorrer los caminos sin ser molestados. Por otro
lado, la importancia de la Kaaba obligaba a los árabes a visitarla con
frecuencia, permitiendo a los habitantes de Meca hacerse con ingresos
importantes que les permitían vivir desahogadamente en una zona inhóspita como
es el valle en el que está la Kaaba. Ésta fue la respuesta de Allah a la
invocación de Abraham, que había dicho: “Señor, haz de éste un país de paz y aprovisiona a su gente de frutos...”.
Gracias
a la Hurma de Allah, Meca y
sus alrededores (el Harâm, o País
Prohibido), a pesar de su naturaleza inhóspita, fue un lugar de paz y
abundancia cuando lo normal hubiesen sido la inseguridad y el hambre. La Kaaba,
por su carácter mítico, y aún estando vacía, ofrecía paz (ante el miedo) y
prosperidad (frente al hambre). Para los musulmanes es el equivalente del Corazón,
en el que sólo está Allah y desde el que es regado el cuerpo. El corazón, en
cada criatura, es la Kaaba, la Casa de
Allah (Baitullâh), el pulso de su existencia, su eje y el origen de su
estremecimiento. El corazón es la Presencia indefinible, ambigua, misteriosa y
eficaz de Allah, imponente en Su Trono Polar en el centro de cada ser. En ese
centro habita la paz y es desde donde se desborda la Generosidad, y es el núcleo
al que todo retorna, al igual que los musulmanes acuden en peregrinación a
Meca.
Gracias
a la inviolabilidad (Hurma)
de la Casa (Báit), tan enraizada en el espíritu de los árabes ya en época
preislámica, los quraishíes podían hacer algo a lo que casi nadie más se
arriesgaba: organizar caravanas mercantiles a través de las inseguras rutas de
la península árabe. A ello es a lo que se refiere el Corán en esta sûra
cuando dice: li-î:lâfi quráishin î:lâfihim
ríhlata sh-shitâ:i wa s-sáif, ¡sea
por el pacto de los quraishíes, su pacto para la caravana de invierno y la de
verano! La palabra îlâf, pacto,
alianza, viene de la idea de ulfa,
concordia. La paz y seguridad en las
que vivían y a las que se acostumbraron les permitía ponerse de acuerdo, implícitamente,
para organizar grandes viajes comerciales
(rihla, que aquí sirve para
designar concretamente a las caravanas), una en invierno
(shitâ) al Yemen y otra en verano
(sáif) a Siria.
En
medio de un desierto estéril, lleno de sombras acechantes ¿qué era sino la
grandeza del Secreto Inefable que residía en la Kaaba lo que les protegía y
allanaba el camino de la fortuna ante ellos? Era por la Kaaba, por el misterio
del que estaba rodeada, por lo que los árabes respetaban a los quraishíes.
Condenados por el entorno al hambre y la inseguridad, lo irrepresentable de la
Verdad Creadora que se manifestaba desde la Kaaba obraba en la desolación del
medio en el que los quraishíes vivían un prodigio único, del que eran
conscientes. Aquí el Corán se lo recuerda, apelando al pudor: ¡sea por el
pacto implícito que permite a los quraishíes moverse en paz y recoger frutos
que les vienen sin que los busquen! ¡Sea por él, por esa concordia que les ha
sido obsequiada, y sientan pudor ante la Inmensidad que ocupa el centro de su
ciudad, y abandonen por eso la idolatría y se rindan ante el Señor de la
Casa!: fal-yá‘budû rábba hâdzâ l-báiti
l-ladzî: át‘amahum min ÿû‘in wa
â:manahum min jáuf, que reconozcan
al Señor de esta Casa, el que los ha alimentado en el hambre y les ha dado
seguridad en el miedo.
Los
quraishíes eran vecinos de lo Inabarcable: estaba a su alcance, en el mismo
corazón de su ciudad. Y disfrutaban de la irradiación de su poder apabullante,
una irradiación que los había hecho ser considerados como nobles entre los
beduinos. Sin embargo, en lugar de reconocer como su Único y Verdadero Señor (‘ábada-yá‘bud,
reconocer como Señor) a ese Secreto Reductor, adoraban ídolos que
tallaban con sus manos, y depositaban sus esperanzas en ficciones, todo por
sentirse desbordados ante la Verdad que realmente reinaba y que presentían en
la Casa Soberana.
Ése
es el despropósito que el Corán censura: en lugar de buscar sustitutos, el ser
humano debe perder miedo a las profundidades que adivina en su corazón, y
sumergirse en el océano de sus intuiciones más desafiantes. Que las gentes,
pues, reconozcan sin prevenciones al Señor (Rabb) de la Casa
(Báit), el que se manifiesta desde el Corazón, el que los alimenta
realmente desde las profundidades de su Verdad abrumadora (át‘ama-yút‘im,
alimentar), que reconozcan y se rindan
al imperio de Aquél en el que está la verdadera paz, el que confiere seguridad
(âmana-yûmin, dar paz), y se
conviertan ante Él en mûminîn, en buscadores
de paz, en criaturas abiertas a la paz
de Allah. Éste es el requerimiento que se hacía a los quraishíes, que
eran alimentados cuando era de esperar el hambre
(ÿû‘), y vivían en seguridad
cuando era de esperar que estuvieran sumidos en el miedo
(jáuf).
Es
Allah Uno-Único el que anima la vida, el que la despliega, el que la rige desde
su Trono en los corazones. Por eso lo llamamos Rabb,
Señor de la Casa y Señor de los Mundos.
La
Sûra de los Quraishíes pretende despertar recuerdos. Evoca verdades que
invitan al pudor y al sonrojo. Al igual que los quraishíes no ignoraban el
valor de la Casa y su influencia en la inviolabilidad de la que disfrutaban
acudiendo a Ella, y sólo a Ella, en los momentos de aflicción y desgracia-,
todos los seres humanos son quraishíes -criaturas ennoblecidas por su Señor-
en cuyos corazones está la Casa de Allah.
Por su tema y estilo, la Sûra de los Quraishíes -metáfora de la creación entera y de la posición central del ser humano en ella, y del corazón, a su vez, en medio del hombre- es la continuación natural de la Sûra del Elefante. Sin embargo, los relatos tradicionales (las riwâyât) enseñan que otros nueve capítulos fueron revelados entre medias.