SÛRAT
AL-M‘ÛN
revelada en Meca, 7 versículos
bísmil-lâhi
r-rahmâni r-rahîmi
Con
el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm
1.
a râ:ita l-ladzî yukádzdzibu bid-dîni
¿Has
visto al que declara falso el Dîn?
2.
fa-dzâlika l-ladzî yadú‘‘u l-yatîma
Ése
es el que rechaza violentamente al huérfano
3.
wa lâ yahúddu ‘alà ta‘âmi l-miskîn*
y
no anima a alimentar al necesitado.
4.
fa-wáilun lil-musallîna
¡Ay
de los que hacen el Salât
5.
l-ladzîna hum ‘an salâtihim sâhûna
y
en su Salât son distraídos,
6.
l-ladzîna hum yurâ:ûna
los
que lo hacen para ser vistos
7.
wa yamna‘ûna l-mâ‘ûn*
y
niegan la ayuda!
Para
algunos comentaristas del Corán, que se basan para ello en diferentes fuentes
y relatos tradicionales (riwâyât),
esta sûra fue proclamada íntegramente en Meca, pero para otros autores sólo
los tres primeros versículos deben ser considerados pertenecientes a esa
primera fase de la Revelación mientras que los cuatro restantes habrían sido
enunciados en Medina. Esta opinión, preferida por algunos (incluso hay exegetas
que piensan que toda la sûra es del periodo de Medina), se funda en que el tema
al que se alude en esos últimos cuatro versículos es el de la hipocresía (nifâq),
problema que no existía en Meca.
El
carácter prácticamente clandestino del Islam en sus principios determinaba que
aquellos que se acercaban a él lo hicieran con sinceridad, no buscando
prestigio ni teniendo otros intereses que los propios de un corazón abierto a
Allah. Hacerse musulmán entonces era exponerse a un peligro, o en cualquier
caso al descrédito y la marginalidad, mientras que en Medina el Islam adquirió
una preeminencia que hizo que muchos se ampararan en él por motivaciones no
siempre desinteresadas.
Recordemos
que los especialistas en exégesis dividen los textos coránicos en ‘revelados
en Meca’ -es decir, durante la primera época, que duró unos trece años y en
la que el Islam era minoritario y estaba amenazado- y en ‘revelados en
Medina’ -es decir, después de la Hégira (la Hiÿra)
cuando los musulmanes organizaron una comunidad independiente que fue
progresivamente aumentando en fuerza e influencia a lo largo de otros diez años-.
El
Corán fue siendo revelado durante esos veintitrés años aproximados y ordenado
finalmente por el Profeta, no en función de la cronología de los textos sino
según le era inspirado. Es posible, por tanto, que en este caso pusiera a la
cabeza de este capítulo tres versículos de Meca y lo acabara con otros cuatro
que le fueron revelados más tarde en Medina. A pesar de estar compuesta de
textos probablemente alejados en el tiempo y el espacio y deberse a condiciones
distintas, esta sûra ofrece una unidad temática perfecta.
Esta
sûra de siete versículos trata de una realidad enorme y grandiosa que trastoca
del todo el concepto que predomina sobre lo que son la apertura
hacia lo trascendente (el Îmân) y
el rechazo a ese asomo a lo profundo (el Kufr).
El
Islam es ‘Aqîda (una percepción
unitaria de la existencia en la que se descubre que la existencia entera, sin
excepción, está conjugada por una Única Verdad -Allah-) y es Sharî‘a
(actividad y camino que encauzan al ser humano hacia la reconciliación con su
Señor, es decir, con el Uno que conjuga la existencia y subyace bajo la
apariencia múltiple de la realidad).
Ambos
aspectos -enraizados en el Îmân, en
la apertura del corazón hacia Allah-
corresponden a la sensibilidad interior y la acción exterior del musulmán, y
están estrechamente interrelacionados: la ‘Aqîda
da sentido y forma a la Sharî‘a y
la Sharî‘a hace crecer la
intensidad y la capacidad de la ‘Aqîda.
La una y la otra se compensan y alimentan: la Sharî‘a
evita que la ‘Aqîda sea una simple
filosofía o vana especulación estéril e ineficaz, y, a su vez, la ‘Aqîda
impide que la Sharî‘a degenere en
ritualismo o rutina. La sûra subraya el carácter indisoluble de estos dos
aspectos básicos del Islam.
El
Islam es Dîn, es la coincidencia de
esos dos polos: el del sentir interior y el de la acción exterior. Uno
manifiesta al otro. Esto es lo que significa la palabra Dîn.
Según un hadîz, el Dîn es
sensibilidad, acción y orientación (Îmân,
Islâm e Ihsân). Por otro lado, el Dîn es la conciencia que tiene el ser humano de que ha surgido de
la acción creadora de Allah y que a Él tendrá que retornar tras la muerte.
Esta inquietud es la que le hace convertir su vida en una Senda (Dîn) hacia Allah,
una camino que le prepara para ese reencuentro.
La
habitual traducción de la palabra Dîn
por religión falsea el significado y
alcance del concepto islámico. El Dîn
es la armonía entre el percibir y el hacer; y el Dîn
es Islam cuando tiene como base la Unidad y Unicidad de la Fuente de la que todo
brota y a la que todo retorna. Existen muchos adyân (plural de dîn),
muchos intentos de armonía,... pero el Islam es, según lo anterior, el Dîn
por antonomasia porque es conjunción en la Unidad misma que da estructura a la
existencia.
En
nuestro Dîn -el Islam- carecen de
importancia y mérito los actos formales si no emanan de una intuición y una
intención auténticas enraizadas en la ‘Aqîda, y de igual modo la ‘Aqîda
-la concepción unitaria de la existencia
que se deriva del Îmân- no tiene
peso si no es traducida por acciones generosas y llenas de sabiduría. Ese
conjunto es lo que Allah valora.
Ahora
bien: nadie puede sustituir a Allah, nadie puede juzgar la sinceridad de los
otros. Consideramos musulmanes a quienes se declaran como tales, pues sólo
Allah ve lo que hay en los corazones. No puede haber en el Islam ningún tipo de
Inquisición que indague para descubrir las intenciones y los secretos. Para
quien reconoce los ‘derechos’ de Allah ese propósito es una aberración.
El
corazón es espacio exclusivo de Allah, sólo Él sabe lo que ahí se fragua, y
es Allah el que enseña a los musulmanes para que estén avisados acerca de sí
mismos y sepan desentrañar los signos que les sirvan para su propio crecimiento
espiritual. De ahí que una de las grandes enseñanzas del Profeta (s.a.s.) fue
el que no tomara medidas contra los hipócritas aun sabiendo quiénes eran y
siendo consciente del peligro que entrañaban para el Islam. Él supo
abandonarse en Allah antes de cometer cualquier injusticia o lo que pudiera ser
entendido como arbitrariedad.
En
la comunidad constituida por los musulmanes en Medina había quienes eran de su
número sólo formalmente: afirmaban tener el corazón abierto y realizaban los
actos de reconocimiento del Señorío de Allah (las ‘Ibâdas,
la más importante de las cuales es el Salât
en la mezquita, al menos cinco veces al día, y con el que se reorienta el ser
hacia Allah y se espera de Él). Fueron aceptados, pero sus espíritus estaban
vacíos y sus actos eran fingimiento. Son los munâfiqîn
(los hipócritas).
Esta
sûra enseña que los actos comunes son importantes, pero fáciles, y no son el
Islam en su totalidad. El verdadero Islam es el de aquél cuya ‘Aqîda
es traducida tanto por el reconocimiento del Señorío de Allah como por la
generosidad. Ésta es más difícil y comprometida, pero es la clave. Es la
solidaridad y la nobleza en el comportamiento lo que no deben descuidar los
sinceros: son lo que respalda su intención por agradar a su Señor y llegar a
Él a través del rigor de la ‘Ibâda.
La
Sharî‘a del Islam, la ley
y el camino, no es sólo ‘Ibâda,
o actos de espiritualidad, sino también
Mu‘âmala, trato
justo con los demás, Ajlâq, comportamientos nobles y generosos,
y Ádab, cortesía y reconocimiento,
estando todo esto indisolublemente interrelacionado, y siendo cada aspecto
alimento imprescindible de los demás.
La ‘Ibâda
es profundización en la ‘Aqîda,
pulimentación de la sensibilidad, y es intimidad con Allah y deseo de llegar a
Él y ser abarcados por su abundancia, creciendo en esa inmensidad. Pero la ‘Ibâda
consiste en actos fáciles de reproducir,... pero el fingimiento no sustituye a
la autenticidad. Lo que es indicio de su eficacia es que despierte en el ánimo
la nobleza y la generosidad para con los demás. Esta es la medida que muestra a
los musulmanes cómo encauzar sus esfuerzos estando alertas a los signos.
Se
impone aquí aclarar una idea. El Îmân escapa a la voluntad del hombre. Es Allah el que lo propicia
y abre esa puerta. Ahora bien, se puede declarar la intención de sumarse al número
de los mûminîn imitando sus actos.
Esta imitación es buena y provechosa y Allah atiende a ella, de ahí que el
esfuerzo sea importante. Lo perverso es el fingimiento con el que se pretende
confundir a los demás. La imitación de lo bueno, incluso rivalizar por
superarse, desencadena el que lo mejor surja finalmente con espontaneidad porque
ese esfuerzo expresa un anhelo al que Allah responde. Imitar a los excelentes y
acompañarlos es actuar sobre el nervio que despierta la sensibilidad del Îmân.
Ese nervio es el de la aspiración (himma),
muy distinta del fingimiento (riyâ).
Cuando
el corazón se abre realmente hacia Allah, obliga al cuerpo a moverse también
en esa dirección (Qibla).
Allah es Pura Unidad que impone esa armonía, y es también Puro
Desbordamiento (Rahma),
determinando esta Cualidad suya que los actos que realice el cuerpo de quien se
encuentra con la Verdad de Allah sean actos de magnanimidad y extroversión.
El
Dîn del Islam es esa síntesis, que
sólo es falseada por quien rompe el equilibrio: a
râ:ita l-ladzî yukádzdzibu bid-dîn, ¿has
visto al que declara falso el Dîn? Es decir: ¿sabes quién es el que hace
ser falso al Dîn? El verbo kádzdzaba-yukádzdzib
significa declarar algo falso, desmentir,
considerar que algo sea una mentira. Pero en realidad el verbo significa falsear
algo, hacerlo ser una mentira. El Takdzîb
es un desmentido que convierte al
Islam -el Dîn por antonomasia- en
una patraña. Eso es lo que consigue el hipócrita
(munâfiq).
El
Islam es puro bien, pero en manos del hipócrita se convierte en una mentira más,
en otro de sus engaños. El hipócrita, en la esencia de su actitud, es un mukádzdzib,
un desmentidor del Islam, alguien que
lo desvirtúa por completo al convertirlo en una falsedad, como todo lo suyo.
Por tanto, el munâfiq es un kâdzib,
un mentiroso, pues hace que lo bueno aparezca como algo malo. Sólo el sincero
(el sâdiq) hace que resplandezca su verdad. Es el sincero el que
muestra la autenticidad del Islam (sáddaqa-yusáddiq,
declarar o mostrar la verdad de algo, confirmarlo). Es un musáddiq,
un confirmador de la bondad del Islam.
Según
lo anterior, los que niegan y rechazan el Islam no son sólo los kâfirîn,
los idólatras, sino también, y
sobretodo, los munâfiqîn, los hipócritas.
Para comprobar en uno mismo que no se es del número de los hipócritas -que
aparentemente son musulmanes- el sincero debe buscar los signos del auténtico
Islam, los signos de que el corazón, inadvertidamente, no se haya desviado por
los retorcimientos de la hipocresía (nifâq).
Esta
cuestión es trascendental, pues no basta considerarse musulmán. Por ello,
Allah habla al Profeta (s.a.s.) y le pregunta: ¿Has visto -es decir, sabes
quién es (del verbo raà-yarà, ver, y también saber)-
el que rechaza y considera falso el Islam? Y a continuación, en lugar de
responder que es el kâfir, el no-musulmán, que hubiera sido la respuesta más fácil, Allah dice:
fa-dzâlika l-ladzî yadú‘‘u l-yatîm,
ése es el que rechaza violentamente al huérfano.
El
Islam no es negado sólo por el que lo declara falso abiertamente, como hace el kâfir,
sino también por el que, siendo formalmente musulmán, en su corazón no existe
el bien que el Islam suscita. Se trata del hipócrita, el que es musulmán en
apariencia pero que, en su fondo, carece de lo que acompaña al Islam verdadero:
rendición incondicionada a Allah, generosidad y abandono del egoísmo y el
interés personal. El kâfir declara
falso el Islam; el munâfiq, con su
actitud, hace ser falso el Islam,... es, por tanto, el mayor embustero. Por
ello, el Corán es más duro en las censuras que dirige a los munâfiqîn.
Desmiente
la autenticidad del Islam todo el que rechaza (da‘‘a-yadú‘‘u, alejar de sí
con violencia, crueldad o dureza) al huérfano
(yatîm). Ser sincero (sâdiq)
en el Islam es sinónimo de ser noble y generoso, en especial hacia los
desprotegidos, porque la sinceridad
(el sidq) no es sólo decir la
verdad sino descubrir lo verdadero y auténtico, y lo verdadero y auténtico es
Allah Creador y Dador de Vida. Ese descubrimiento tiene necesarias repercusiones
en el ánimo, y lo hace ser desprendido y hospitalario pues queda sumido en la
Abundancia de su Señor.
El
acogimiento amable que el musulmán dispensa al indefenso es Tasdîq,
confirmación del Islam y verdadera
declaración de sinceridad. Los huérfanos, en una sociedad tribal como la
preislámica en la que la familia lo era todo, eran objeto fácil para la agresión
y la injusticia. Su soledad les exponía al arbitrio de todo el mundo. Allah
impone a los musulmanes ofrecer abrigo y protección a los huérfanos y los
desfavorecidos. Es importante recordar en este contexto que Muhammad (s.a.s.)
era huérfano, y fue recogido por Allah, siendo este hecho enormemente
significante y esclarecedor.
El
Corán sigue describiendo al que desmiente el Islam, y dice: wa
lâ yahúddu ‘alà ta‘âmi l-miskîn, y
no anima a alimentar al necesitado. Otra cualidad del hipócrita, además de
su crueldad, es que ni tan siquiera anima a los demás (hadda-yahúdd,
animar) a dar alimento (ta‘âm)
al necesitado (miskîn).
Los
huérfanos y los pobres conformaban el grueso de la marginalidad en la sociedad
árabe preislámica. El Islam los integró en su comunidad: Allah impone a los
musulmanes un porcentaje sobre sus riquezas (el Çakât) que pertenece en toda regla a los que lo necesiten. El Çakât
es considerado una ‘Ibâda, y su
pago es uno de los pilares del Islam. No es un acto de caridad sino una obligación
regulada cuyo cumplimiento se exige.
En
la interpretación de los sufíes, que no niega lo anterior sino que profundiza
en sus connotaciones, el huérfano (yatîm), el
solitario,... es el que se ha quedado sin dioses: éste es el que tiene cabida
en el Islam, el preparado para recibir la enseñanza de la Unidad; por otra
parte, el necesitado (miskîn)
es alguien que ya no tiene ni espera nada del mundo, el desengañado por las
ilusiones y las apariencias, es el que busca sinceramente a Allah, al Verdadero,
y debe ser alimentado generosamente con los saberes que lo conduzcan a Él.
Además,
el huérfano-necesitado, entre los sufíes, es por antonomasia Muhammad (s.a.s.),
que está en una caverna en las profundidades del corazón de cada ser humano, y
donde espera la Revelación. Su orfandad y necesidad son precisamente su
grandeza que lo abre a su Señor y propicia que se derrame sobre él la Rahma,
la Misericordia de Allah. La soledad y
la pobreza son la invocación del buscador sincero y la ofrenda que presenta
ante su Señor, porque son su verdad, su ser, lo único que es suyo.
Sincero
es el que descubre, reconoce y acoge su propia orfandad y mendicidad y las
satisface en Allah. Sólo el hipócrita, que desprecia a los huérfanos y a los
necesitados ignorando que él mismo es un huérfano sin dioses y un necesitado
de su Señor, vuelve la espalda a las realidades y se aísla en su egoísmo y en
su desvinculación de todo, incluido él.
Juntando
los dos enfoques, diríamos que el Îmân
es la sensibilidad capaz de reunificarlo todo,... es inmensidad de espíritu que
cobija al universo entero, del que a su vez el mûmin
es reflejo en su intimidad más privada. El mûmin
se ve y se pierde en la integralidad del ser. Su solidaridad no es caridad: es,
más bien, integración. Su acto exterior y su acto interior coinciden porque su
meta es el Uno-Único. La orfandad y la mendicidad del mundo es también su
orfandad y su mendicidad, y sólo encuentra a su Señor en la síntesis que sitúa
la existencia entera ante Allah.
A
su vez, todo ello cobra sentido pleno y queda polarizado en el Mensajero, en
Muhammad (s.a.s.), que es el Hombre-Uno orientado hacia Allah. Acoger a Muhammad
cuya voz resuena en el corazón de cada ser, acoger a los huérfanos y a los
necesitados que repiten con sus carencias las verdades íntimas, acogerse a sí
mismo, es la hospitalidad que esta sûra ordena. Y sólo el auténtico, el
verdaderamente sincero, el reunificado, está habilitado para llevar a sus últimas
consecuencias el significado de la ‘Aqîda
del Tawhîd, la percepción
unitaria de la existencia.
Retomando
el hilo, esta sûra comienza con una pregunta dirigida a quien pueda ver con el
ojo del corazón: “¿Has visto al que declara falso el Islam?”, y Allah responde señalando
en una dirección inesperada: no se trata del enemigo declarado del Islam, sino
que quien de verdad lo niega y desmiente es “el que rechaza violentamente al huérfano y no anima a los demás a dar
de comer al pobre”.
En
Medina, recordémoslo, los musulmanes estaban en guerra con los kuffâr de Meca. Ésos eran sus enemigos, los que los habían
expulsado de sus casas, los que los habían perseguido y despreciado por ser
musulmanes. Pero aquí el Corán les enseña que quienes realmente están en el
polo opuesto del Islam son los insolidarios, los que no acogen a los
desprotegidos, los que no alimentan a los necesitados.
El Îmân,
la apertura hacia Allah -origen de la ‘Aqîda
(la visión unitaria de la existencia) y la Sharî‘a (la Ley y el Camino)-,
no es algo que se diga con la lengua sino algo que se instala en el corazón y
mueve el cuerpo (y también la
lengua), pero es eso que habita en lo más profundo, el Îmân,
lo realmente valioso y eficaz. Las palabras, las declaraciones altisonantes, si
no son una traducción honesta y síntoma verdadero del Îmân, son como polvo suspendido en el aire, algo sin valor ni
consistencia.
Lo
mismo sucede con la ‘Ibâda, los gestos con
los que el musulmán quiere acercarse y complacer a su Señor tendiendo hacia Él
el puente de su aspiración: esos gestos son ineficaces espiritualmente si no
vienen respaldados por una apertura sincera hacia el universo de Allah y si no
nos sumergen totalmente en el Recuerdo transformador, es decir, si no son una
evocación de la Unidad que todo lo integra.
Así,
el Salât -el ejercicio más
importante de ‘Ibâda, con el que
el musulmán, al menos cinco veces al día, se pone ante su Señor y se doblega
ante Él- es un simple movimiento irrelevante si no va acompañado del
doblegamiento del corazón ante la Verdad Creadora. Y ese doblegamiento, si es
sincero, inmediatamente se pone en acción y se hace creador y posibilitador de
vida, manifestándose como generosidad y nobleza hacia todo lo que existe. Estos
son los resultados en los que el interesado puede ver la eficacia real de sus
esfuerzos. Si no es así, debe redoblarlos -nunca abandonarlos-.
El Salât
interacciona con el Îmân, y ése es
su mérito. El Îmân lo motiva y lo
fecunda, y, por su lado, el Salât
acrecienta la fuerza de su motor interior, y de esa interacción solidaria entre
el sentir y el hacer surge la bondad desbordante: el Dîn. Si no hay Îmân,
el Salât es fingimiento, engaño
y perjuicio: fa-wáilun lil-musallîna
l-ladzîna hum ‘an salâtihim sâhûn,
¡ay de los que hacen el Salât y
en su Salât son distraídos!
Estas
palabras amenazadoras avisan de algo terrible que espera a los que hacen el Salât (los musallîn, plural de musalli)
pero en su Salât son distraídos (sâhûn,
plural de sâhî, distraído,
descuidado, negligente). El Salât debe ser realizado con rigor, en
su momento estricto, con presencia absoluta de corazón y rendición
incondicionada a Allah, sin olvidos ni descuidos, para que ese acto actúe
eficazmente sobre el corazón y lo despierte y aumente.
El sáhu,
el olvido, la omisión, el descuido, la distracción,
durante el Salât, es
extremadamente grave, al ser indicio de falta de consideración y respeto hacia
Allah. Ante Allah Uno-Único el ser humano debe estar despierto, ser atento y
vigilante, y estar alimentando en sí mismo la vigilia y la conciencia frente a
su Señor Viviente. De lo contrario, con la rutina, es como si estuviera
queriendo engañar a Allah y a los musulmanes.
Por
ello la amenaza es terrible: la interjección wáilun
li- ¡ay de...!, originalmente
significa: ‘el Wáil es para... los musallîn
que en su Salât son distraídos’,
y Wáil es el nombre de un río
de fuego en el que serán abrasados (según algunos relatos tradicionales).
El Salât de los sâhûn,
los distraídos, es una maldición que
provocan contra ellos mismos. Esa distracción o descuido es indicio de falta de
atención, de fingimiento. El Profeta (s.a.s.) dijo: “En el Fuego de Yahánnam hay un río (o valle) del que Yahánnam mismo
se espanta y pide a Allah cobijo y auxilio contra él cuatrocientas veces al día.
Ese río ha sido preparado para los fingidores en el seno de la Nación de
Muhammad”.
Por
fortuna, la terrible amenaza pronunciada en las palabras anteriores es matizada
a continuación. Es difícil evitar algún sáhu,
distracción, durante el Salât. El Salat sin sáhu es
algo perfecto que se tiene que alcanzar con la práctica, pues exige de una
concentración que sólo alcanzan los que presienten directamente a Allah. El Salât
que es una maldición contra el que lo realiza es el de
al-ladzîna hum yurâ:ûna wa
yamna‘ûna l-mâ‘ûn, los que lo
hacen para ser vistos y niegan la ayuda. Es decir, es el Salât de
los hipócritas y no el de los que tienen un simple descuido. No obstante, el
que la amenaza vaya por delante sugiere con la intensidad de su advertencia que
es necesario el esfuerzo que se proponga evitar la desatención durante el
momento en que el ser humano enfoca a Allah en el Salât.
Hipócritas
son los que hacen el Salât para ser vistos (râà-yurâi, actuar fingidamente)
y ser considerados por ello musulmanes o para obtener algún privilegio o favor,
y ese fingimiento (riyâ)
lo delata el que después niegan (mána‘a-yámna‘, negar, impedir)
su ayuda (mâ‘ûn) a los que la necesitan. El concepto de Ma‘ûn, la ayuda, es
extraordinariamente amplio: abarca todo aquello con lo que alguien pueda
solucionar algún problema a un prójimo, por liviano que parezca, hasta
prestarle un cubo si le hace falta, o una cuchara, o cualquier cosa
insignificante. Todo eso es Ma‘ûn
que un musulmán no puede negar o, de lo contrario, estaría a punto de ser
incluido en el versículo.
El
hipócrita es un fingidor (murâi, alguien que actúa
para ser visto), y su falta de sinceridad se nota en que, después del Salât,
a la hora de la verdad, se echa atrás cuando se le pide cualquier ayuda. El hipócrita
simplemente se ha sumado a los musulmanes por interés, y su lucha no es por
alcanzar a Allah, sino que es por asemejarse externamente a los mûminîn con la intención de hacerse pasar por uno de ellos.
Hipócritas
(munâfiqîn) son los que hacen el Salât,
aparentando muchas veces gravedad durante su ejecución para ocultar el disimulo
y el distraimiento esenciales. Esas veces sus movimientos son exactos, sus
invocaciones son correctas, pero sus corazones están completamente ausentes,
pues si lo estuvieran saldrían del Salât
mejorados como personas, crecidos espiritualmente, más ricos y abundantes. Han
cometido el mayor de los olvidos: ese sáhu
es el que es imperdonable.
La
presencia de la intención sincera en el Salât
es el requisito fundamental. Pero los corazones de los munâfiqîn
no están en el Salât ni se
han reunido con Allah, sino que están pendientes de las miradas de las gentes.
Ése es el sáhu que desata el Wáil,
el río de fuego de la Ira de Allah. Es de notar que en el Corán no se
ordene ‘hacer el Salât’ sino ‘establecerlo, hacerlo derecho, erguirlo (la
Iqâma)’, es decir, enderezarse con
él, y no retorcerse ni hacer de él un embuste.
Las
últimas palabras de la sûra retoman lo dicho desde el principio: los hipócritas
son los que hacen el Salât pero después niegan el mâ‘ûn, la asistencia y
la ayuda a quienes la necesitan. Los
hipócritas, ni cumplen los derechos de Allah ni los de las gentes.
El último versículo: wa yamna‘ûna l-mâ‘ûn, y niegan la ayuda, es el que da homogeneidad definitiva a la sûra. Dijimos al principio que las tres primeras frases de la sûra puede que hayan sido reveladas en Meca, con lo que se estaría describiendo con ellas a los kâfirîn. Las tres siguientes se refieren sin duda a los hipócritas, que con la cuarta, gracias al cruce de referencias, quedan homologados a los anteriores. El nifâq, la hipocresía, es, en el fondo, kufr, negación y rechazo.