EL PROFETA DEL ISLAM
SU VIDA Y OBRA
La
unificación de Meca y Medina
De vuelta a Medina, sobrevino otro incidente en relación con la
extradición de importantes consecuencias: un tal Abû Sair, perseguido en Meca,
se escapó de la prisión y se reunió con el Profeta en ruta. Dos mequíes se
dirigieron rápidamente al campo musulmán para pedir la restitución del
fugitivo. El Profeta aceptó. En el camino de vuelta, Abû Sair se apoderó por
la fuerza de la espada de uno de los guardias, y le cortó la cabeza, mientras
que el otro huyó ante Muhammad. También Abû Sair se dirigió al campo islámico,
pero el Profeta, fiel a su palabra, no pudo tampoco esta vez darle asilo. Ante
esta situación, Abû Busair dejó el ejército musulmán y se escapó mientras
que su guardián mequí debió volver solo a Meca para contar allí su
desgracia. El Profeta señaló a sus compañeros: “¡Que persona más audaz!.
¡Si tuviera algunos compañeros con él!”. Abû Busair se instaló en el
bosque de al-‘Is (en Dhu’l-Marwa, cerca de Badr), en la ruta de las
caravanas, fuera del territorio musulmán, y se dedicó al saqueo de las
caravanas mequíes que pasaban por este lugar. La noticia de estos atentados no
pudo dejar de suscitar distintas reacciones en Meca; Si bien los paganos no sabían
como desembarazarse de él, los musulmanes perseguidos en Meca encontraron en Abû
Busair un lugar donde reunirse para vengarse. Se dice que rápidamente toda una
banda de musulmanes mequíes se reunió alrededor de Abû Busair. Los saqueos
fueron sin duda grandes, porque muy pronto una delegación oficial mequí se
dirigió a Medina para negociar una enmienda al pacto: la anulación de la cláusula
de extradición y que el Profeta llamara a Abû Busair y a sus camaradas a
Medina. Lo cual se hizo inmediatamente.
Un año después de la tregua, el Profeta salió, como había convenido
con sus compañeros, para visitar Meca. La visita a la Kaaba fuera de la época
tradicional se llama “peregrinación menor”. Los mequíes evacuaron su
ciudad y se instalaron en las montañas a la llegada de los musulmanes. Para un
político materialista y menos escrupuloso que el Profeta, hubiera sido muy fácil
perpetuar la ocupación después de la duración estipulada: Había llegado con
un poderoso ejército; Los mequíes habían dejado todos sus bienes en sus
casas; y en caso de contra ataque después de esta ocupación, la defensa era más
fácil para los musulmanes que para los mequíes, pero el Profeta Muhammad no
tenía la ambición de dominar los cuerpos; él tenía la misión de ganar los
corazones y de transformar las costumbres. Nadie tocó las casas de los mequíes;
no hubo provocación alguna que pudiera herir en lo que fueran los sentimientos
de los habitantes de la ciudad. El Profeta Muhammad buscó incluso estrechar
relaciones amigables con los mequíes. En efecto, al cabo de los tres días
estipulados, una pequeña delegación mequí se dirigió a la ciudad, para pedir
a los musulmanes que abandonasen la región, Muhammad la recibió con cortesía
y le propuso de organizar una fiesta, en la que todos los mequíes asistieran
como invitados. Ante su rechazo, el Profeta abandonó la ciudad.
Todo esto debió haber impactado fuertemente la imaginación de los mequíes.
Pronto Jalid ibn al-Walid –comandante hereditario de la caballería mequí, y
único responsable del desastre de los musulmanes en Uhud después de un éxito
inicial- se dirigió voluntariamente a Medina para abrazar el Islam. Muhammad se
puso tan contento que le confirió el título honorífico de (Saif Allah)
“Espada de Allah”, Jalid es reconocido como uno de los más grandes genios
militares del mundo. Otro jefe mequí, ‘Amr ibn al-‘As, se alió al mismo
tiempo al Islam. Conquistaría más tarde Egipto y fue uno de los más grandes
diplomáticos árabes.
La religión islámica se extendía rápidamente, pero las inquietudes
del Estado islámico no eran menos grandes: un vasallo bizantino había
asesinado al embajador del Profeta, y las relaciones entre Medina y Bizancio
eran muy tirantes en ese momento. Precisamente entonces Meca hizo defección.
Recordemos que Banû Bakr y Juza’a se habían adherido a la tregua de
Hundaibiya, una del lado de los coraichíes y otra del de los musulmanes. La
enemistad entre estos pueblos, que databa desde mucho antes del Islam,
desembocaba frecuentemente en guerra. Baladhuri nos cuenta que un día un juza’í
oyó a un bakrí hablar injuriosamente del Profeta Muhammad. Una verdadera
guerra estalló entre las dos tribus. Algunos días después, vemos a una
delegación juza’í dirigirse a Medina y quejarse ante el Profeta. El jefe de
la delegación recitó un poema que había compuesto para la ocasión, del cual
vemos algunas líneas:
“Oh
Allah, yo adjuro Muhammad (de acordarse)
La
alianza entre nuestro padre y su padre...
Ayúdanos,
Allah te va a guiar,
Y
llama a los adoradores de Allah, que vendrán en tu auxilio
En
verdad los coraichíes han roto el pacto...
Nos
han atacado de noche cerca de Watir,
Y
nos han matado de rodillas y cuando estábamos prosternados
La última línea muestra que el Islam había penetrado al menos
parcialmente en la región. La línea seis hace alusión al hecho que los mequíes
habían no solo provisto de armas a los bakríes, sino también participado
activamente en la matanza. Una amenaza de invasión ghassanida (bizantina)
pesaba sobre los musulmanes de Medina, y es impensable que fueran a buscar en
momentos tan delicados problemas con Meca. Por otra parte la culpabilidad mequí
se probó por el hecho de que algunos días más tarde Abû Sufyan se dirigió a
Medina, a fin de renovar el pacto de Hudaibiya. No habló de la violación, pero
sostuvo que él estaba ausente cuando la tregua de Hudaibiya. El Profeta había
despedido a los juza’íes prometiéndoles socorrer a las víctimas, la llegada
de Abû Sufyan confirmó sus acusaciones.
Abû Sufyan contaba sobre todo conque su hija estaba desposada con
Muhammad. Al llegar de Meca se dirigió directamente a casa de su hija. Ésta,
Umm Habiba volvió rápidamente la cama del Profeta, único lugar, en su pequeña
habitación, donde podía sentarse convenientemente. Habiéndole preguntado su
padre la razón, ella respondió: “Tú eres un pagano, no debes ensuciar la
cama del venerado enviado de Allah”. Furioso murmuró: “Hijita ¡qué mala
te has vuelto!. “Después se dirigió a la mezquita para ver al Profeta que le
dijo: Si no habéis cambiado nada, nada tendréis que temer de nosotros”. Abû
Sufyan volvió a Meca, donde nadie sabía qué hacer; Seguir su costumbre,
Muhammad hizo sus preparativos en completo secreto: prohibió cualquier viaje, y
nadie pudo salir de la región mediní. Pidió a la población que se preparara
para una expedición, sin precisar la dirección; envió igualmente emisarios a
las tribus aliadas, los Aslam, los Ghifas y otros para que se preparasen para
una campaña y les dijo que no fueran a Medina sino que se quedaran en sus
poblaciones.
Los musulmanes acababan de sufrir un descalabro en Mu’tah contra los
bizantinos; la enemistad con los Banû Sulaim, al este de Medina, había causado
un gran derramamiento de sangre. No nos asombremos pues si Abû Bakr interrogó
un día a su hija ‘Aicha esposa del Profeta, sobre las intenciones de su
esposo, y ella le dijo: “No sé, quizás se esté apuntando a los Banû Sulaim,
quizás a los Thaqif, quizás a los Hawazin”. Un musulmán, ingenuo él, Hatib
ibn Abi Balta’a, creyó su deber escribir a los mequíes para advertirles, a
fin de ganar su amistad; su carta fue interceptada, pero el Profeta le perdonó
considerando su simplicidad.
Los preparativos estaban acabados y el Profeta salió de Medina; en ruta
pasó por las distintas tribus aliadas, cuyos contingentes debían aumentas sus
fuerzas. Esto le obligó a describir un camino circular, y debió acrecentar la
incertidumbre del ejército en cuanto al verdadero objetivo; esto era
precisamente lo que quería el Profeta. Tenía ya diez mil hombres cuando decidió
acampar detrás de las montañas de Meca. Entonces mando que cada combatiente
encendiera un fuego. Los mequíes no sabían nada con precisión de los
movimientos de Muhammad: Temían siempre un ataque. Como de costumbre, Abû
Sufyan salió de la ciudad para hacer un reconocimiento, subió a una colina, y,
mirando hacia Medina y viendo diez mil fuegos, creyó que allí había varias
veces mil combatientes preparando la comida. Un explorador musulmán que lo había
encontrado, lo convenció de dirigirse al Profeta para solicitarle una amnistía.
Para añadir zozobra a los mequíes, Muhammad retuvo a Abû Sufyan en el campo y
no lo dejó salir hasta el día siguiente cuando el ejército musulmán había
ya franqueado el último desfiladero y comenzaba a entrar en la ciudad por
diferentes lados.
Meca estaba en plena confusión, ya que hasta entonces nadie había
tenido la menor duda respecto a su superioridad; el jefe supremo, Abû Sufyan,
había desaparecido misteriosamente; poderosos destacamentos musulmanes habían
ya ocupado los caminos de las afueras de la ciudad, avanzando hacia el centro
urbano. Heraldos musulmanes proclamaban por todas partes: “Quien quiera que se
encierre en su casa, o entregue sus armas, o se refugie en el santuario de la
Kaaba, o entre en la casa de Abû Sufyan, será salvo”. La última de las
alternativas de esta proclamación tenía, desde el punto de vista de la guerra
psicológica, la ventaja de aumentar la confusión entre los mequíes: “¿Acaso
Abû Sufyan también nos ha traicionado? ¿Acaso él también ha abrazado el
Islam?. Más tarde después de la ocupación completa de la ciudad, entró también
Abû Sufyan y aseguró a sus compatriotas que toda resistencia era inútil. Los
mequíes se resignaron a someterse sin combatir. Los destacamentos musulmanes
entraron sin encontrar ninguna oposición, salvo el que mandaba Jalid Espada del
Allah: marchaba a la cabeza de un destacamento, y pasaba por el bario de su
propia tribu; allí, su primo ‘Ikrima Ibn Abi Yahl, comandante adjunto de la
caballería mequí, quiso pararle, por una razón que está aún sin saberse;
hubo una pequeña escaramuza, y varios hombres (incluso una mujer) encontraron
la muerte; cuando el Profeta tuvo conocimiento de la noticia ordenó el cese
inmediato de toda persecución y sobre todo del derramamiento de sangre de
mujeres, niños y los demás no combatientes.
Muhammad autorizó a los juza’íes a vengarse de los bakaríes; pero
viendo los excesos cometidos, intervino inmediatamente, y proclamó la paz
general.
El Profeta se trasladó piadosamente al santuario de la Kaaba, su primera
preocupación fue evidentemente apartar de allí a los ídolos que rodeaban la
Casa de Allah. Luego envió a alguien dentro del edificio, para borrar las
pinturas de los muros. Estas, según Bujari, representaban a ángeles y a Abrahán
e Ismael consultando a unos oráculos; También estaba la imagen de María.
Azraqui relata que el Profeta entró en la Kaaba y ordenó borrar todos los
frescos, diciendo: “Salvo lo que se encuentra bajo mis manos”, bajo sus
manos estaba la imagen de la Virgen con el niño Jesús. Pero Maqrizi dice por
el contrario, que el que había enviado había protegido él mismo el retrato de
Abrahán, después de haber borrado todos los demás frescos; pero el Profeta
ordenó borrar también este retrato. El Islam no tiene necesidad de ninguna
representación: ni imágenes ni ídolos.
Toda la población de la ciudad se reunió en el patio del santuario,
donde el Profeta debía dirigirles la palabra después del oficio. Desde trece años
antes de la Hégira, y ocho años después, o sea 21 años Muhammad sufría
injustamente por causa de los habitantes de esta ciudad, que lo habían
perseguido a él y a sus discípulos, habían confiscado sus bienes, perseguido
hasta la muerte a muchos otros fieles, invadido su refugio de Medina, habían
hecho todo lo posible para asfixiar la reforma, y, por último habían violado
la tregua tan solemnemente pactada. Y este oprimido había entrado triunfalmente
en la ciudad como un conquistador. Nada le impedía ordenar una masacre, hacer
botín de todos los demás hombres, pero, como mensajero de Allah, tenía la
misión y el deber de comportarse de tal manera que fuera la regla de conducta
de sus fieles para siempre después de él.
En su entrada triunfal, los heraldos corrían delante de él, proclamando
la paz y la seguridad. Los que lo vieron entrar, observaron que durante todo el
tiempo, en lugar de mostrar una actitud orgullosa, se prosternaba sobre la
espalda de su montura (una camella) en señal de modestia y de agradecimiento a
Allah. Un musulmán le sugirió que se instalara en su antigua casa, pero él lo
rechazó diciendo que el derecho de “postliminium” no podía aplicarse a
unos bienes de esta naturaleza; (Cuando la Hégira su vivienda había sido
ocupada. En el patio de la Kaaba, después del oficio, se volvió hacia sus
enemigos y antiguos compatriotas, y les preguntó: ¿Qué esperáis?, y
respondieron : “Tú eres un noble hijo de un noble padre”. Ahora viene la
respuesta, propia de un enviado de Allah: “Ningún reproche os será hecho
hoy; Podéis iros, sois libres”.
Veamos un ejemplo del efecto psicológico de estas palabras: antes del
salat, Bilal, el negro, cantó la llamada habitual; y esta vez lo hizo subiendo
al techo de la Kaaba. ‘Attâb ibn Asid, un Umeya, pariente próximo de Abû
Sufyan, que se encontraba entre los espectadores, entró en cólera y dijo: “¡Gracias
a Dios que mi padre está ya muerto! ¡Al menos no tiene que ver esta
ignominia!”. Unos instantes después, cuando el Profeta proclamó la amnistía
general, este mismo ‘Attab avanzó espontáneamente para convertirse allí
mismo. Entonces el Profeta no solo le perdonó, sino que también lo nombró
inmediatamente gobernador de Meca. (Según nuestras fuentes Muhammad le fijó un
salario de un dirham diario; según otras: 40 uqiya, es decir 1600 dirhams por años)
‘Attab no fue solo el que abrazó el Islam: algunos días más tarde, cuando
Muhammad tomó el camino de Hunaim, dos mil mequíes se sumaron voluntariamente
a sus fuerzas. El gobernador tenía el deber no solo de dirigir el salat como
imam, sino también de ocuparse de la enseñanza pública; Para ayudarle en esta
última tarea, el Profeta nombró a Abû Musa al-Ach’ari y Mu’adh ibn Yabal,
como dice Maqrizi (Imta, 1, 432).
Es verdad que a la entrada de Meca, Muhammad había dado orden de matar a
una decena de personas concretas, donde quiera que se las encontrara. Se trataba
de criminales de guerra, culpables incluso ante las leyes civiles. Siempre que
se anunció al Profeta el arresto de una de ellas, y al mismo tiempo su
arrepentimiento por la conversión, el Profeta consintió en perdonarles; pero
cuando se ejecutaba la orden sin decirle nada –hubo tres casos solamente- el
Profeta no pudo hacer nada, y no se puede hacer ningún reproche a la
generosidad del conquistador.
Recordemos el caso de ‘Ikrima: era uno de los dos comandantes de la
caballería mequí en la batalla de Uhud; fue también él solo el que opuso una
resistencia a la entrada pacífica del Profeta en Meca. Creyendo pues que no podía
esperar clemencia del conquistador, tomó la huída y se refugió en Abisinia.
Después de la proclamación de la amnistía, su mujer se dirigió al Profeta
para pedir gracia para su marido. El Profeta se la concedió sin vacilación.
Después de varios días de persecución ella encontró a su marido cuando iba a
embarcarse en un puerto de Yemen. ‘Ikrima se distinguió luego en las guerras
contra los renegados cuando era califa Abû Bakr.
Al día siguiente de la amnistía, fue muerto en Meca un pagano de la
tribu de Hudhail, como cumplimiento de una antigua venganza. El Profeta reprendió
severamente al matador, y ordenó la entrega de 100 camellos, precio de sangre
acostumbrado, a los parientes de la víctima.
Safwân ibn Umeya, uno de los enemigos más arraigados del Islam, se
presentó ante el Profeta, y le dijo: “Me han dicho que has otorgado una
amnistía”. “Sí”, dijo el Profeta. Safwân respondió: “Pero yo no
quiero abrazar el Islam; dame dos meses para reflexionar”. El Profeta respondió:
“te concedo 4 meses”. En el tesoro de ofrendas a la Kaaba, Muhammad encontró
70.000 onzas de oro; pero él no lo tocó nunca.
La continuidad de tales gestos creó un espíritu de tregua. Algunos días
más tarde, en la expedición de Hunain este mismo Safwân prestó al Profeta
100 cotas de malla con todos sus accesorios. “El Profeta pidió prestado a
Safwân 50.000 dirhams, a ‘Abdallah ibn Abi Rabi’ah 40.000 y a Huwaitib ibn
‘Abd al ‘Uzza 40.000 para la causa del Islam y se los devolvió después de
la batalla de Hunain”. Después de la batalla de Hunain, Safwân recibió como
regalo un gran número de carneros que habían sido tomados al enemigo como botín
por el Profeta. Safwân, muy conmovido, decidió ese mismo día convertirse al
Islam”.
No nos asombremos pues que dos años después, cuando el Profeta murió,
y la deserción castigó ciertas regiones de Arabia, Meca se había convertido
en uno de los más seguros pilares del Islam y restableció el orden en la Península.
Fue en el mes de Ramadán del año 8 H. Dejó la administración de Meca un mequí convertido al Islam en ese mismo momento, como ya hemos visto, y sin dejar un solo soldado mediní para asegurar la ocupación, el Profeta volvió algunas semanas después a Medina. Dos meses después se celebró en Meca la peregrinación anual. Había entonces muchos musulmanes y también muchos paganos entre los peregrinos en el mismo santuario, pidiendo cada cual según sus ritos.