EL PROFETA DEL ISLAM

SU VIDA Y OBRA

 

Traducción: 'Abdullah Tous y Naÿat Labrador

 

 

índice

 

 

La reconciliación

 

         Apenas si se puede llamar “guerras” a las escaramuzas entre musulmanes y mequíes paganos. Veremos por otra parte un esfuerzo creciente por parte del Profeta, para disminuir el derramamiento de sangre humana, a medida del crecimiento de su propio poder militar.

         La batalla del Foso fue la más importante en cuanto a número de combatientes de los dos lados, pero la cifra de 6 musulmanes y 8 enemigos muertos nos indica que esta batalla no decidió tampoco la suerte de los dos poderes. Los mequíes se retiraron militarmente intactos, pero la supresión de sus caravanas por el norte (Siria, Egipto e Irak) debió ciertamente debilitar su situación económica. Además una gran carestía les esperaba ese año (5 H.).

         La situación no era más brillante tampoco para los musulmanes: en el sur, Meca, siempre hostil, continuaba amenazando la tranquilidad del joven Estado musulmán y de la joven religión islámica; en el norte, a los Ghatafàn y a los Fazârah, saqueadores profesionales, se añadía el poderoso centro judío de Jaibar, cuya primera tentativa había acabado en la batalla del Foso, pero que no garantizaba a Medina seguridad alguna en el futuro. El gran jurista clásico, Sarajsi, nos informa de alarmantes proyectos: “Había un pacto entre los habitantes de Meca y los de Jaibar: en el caso en que el Mensajero de Allah fuera hacia uno de estos dos pueblos, el otro debía invadir Medina. Luego el Profeta debió firmar una tregua con los mequíes para asegurar su neutralidad en caso de una marcha contra JAIBAR.”

       Era necesario desembarazarse de los dos enemigos, pero el musulmán no era bastante fuerte en esta época para emprender acciones simultáneas contra Meca y contra Jaibar. El buen sentido exigía la paz con uno de estos dos enemigos, mas la elección no era fácil. Las amistosas relaciones entre Meca y Jaibar eran demasiado estrechas para esperar que fueran fáciles de romper, pero era necesario intentarlo.

        Las tribus Ghatafan y Fazarah estaban compuestas de bandidos sin escrúpulos ni principios: mercenarios a sueldo de los jaibaríes, estaban puestos a venderse a los musulmanes durante la batalla del Foso. No podía tenerse confianza alguna en estos beduinos.

        En cuanto a Jaibar, se trataba aquí de judíos que diferían mucho de los árabes por su cultura y raza. Los Banû’un Nadir, que acababan de ser expulsados de Medina, y formaban la clase dirigente; a menos de la restitución de su estatus quo ante, nada hubiera podido contentarlos. Eran demasiado ricos para ser ganados con algunos presentes. Según el testimonio del Corán, los judíos de entonces no se creían obligados por sus pactos con los gentiles. Hábiles comerciantes, no se consideraban guerreros. En fin puede ser que  riqueza hubiera añadido un cierto atractivo a la idea de atacarlos.

         En cuanto a Meca, merecía mucha más atención: el Profeta y un gran número de dirigentes musulmanes eran de origen mequí; y el Islam había escogido la Kaaba en Meca como su centro religioso (por los oficios cotidianos y por la peregrinación). La reconciliación con Meca parecía al Estado Musulmán preferible a su destrucción, incluso sin tener en cuenta los lazos de sangre; ya que ella gozaba de un inmenso prestigio en toda Arabia, no solo a causa de la venerable Kaaba, sino también a causa de sus relaciones económicas, de las que hablaremos más tarde. Culturalmente, era mucho más avanzada que muchas otras regiones de Arabia; y en lugar de ser un grupo de nómadas, tenía los cimientos de una Ciudad-Estado bien organizada. Los mequíes daban una gran importancia a la palabra dada; su perseverancia era conocida, y eran lo bastante evolucionados como para subordinar sus intereses particulares al interés común. Se encuentra entre ellos el gusto por los viajes, y dones literarios e intelectuales que les proporcionaba capacidad de organización. También se puede pensar que después de la batalla del foso, ellos mismos deseaban la paz con los musulmanes: la ruptura de sus comunicaciones caravaneras así como la guerra de desgaste con Medina pesaban fuertemente sobre ellos. Una paz honorable que salvará la apariencia, parecía que debía ser aceptada por ellos. La carestía e incluso el hambre amenazaban Meca ese año. Los caminos hacia Siria, Egipto e Irak estaban ya cortados. Yamamah, en Nady, era el granero de Arabia, y, precisamente en ese momento, un poderoso jefe de esta región, Thumâmah ibn Uthâl, abrazó el Islam y prohibió todas las exportaciones hacia Meca. Esto agravó la situación alimenticia. Algunos mequíes dirigieron un mensaje al Profeta, apelando a su generosidad así como a sus lazos de parentesco, para pedirle que levantara esta prohibición; lo que Muhammad hizo inmediatamente; envió además la considerable suma de 500 dinâres (piezas de oro) para ser distribuidas a los pobres de Meca. Abû Sufyan murmuró: “Muhammad quiere así alucinar a nuestra juventud”. Muhammad que conocía la sicología de sus antiguos conciudadanos, envió una cantidad considerable de dátiles de Medina a Abû Sufyan, proponiéndole cambiarlas por pieles, objetos de exportación mequí que se pudrían en los depósitos de Abû Sufyan y que este no podía más que cambiarla por víveres en períodos de hambre. Es posible e incluso probable que con el mismo objeto de búsqueda de la tregua, el Profeta hubiera autorizado atravesar con toda tranquilidad el territorio islámico, para ir con una caravana de comercio a Siria y Palestina. El indicio de esto es que en la tregua de Hundaibiyah, Abû Sufyan estaba ausente de Meca, y que fue Suhail ibn ‘Amz quien concluyó el tratado “en nombre de los mequíes” (cf. Sarajsi, Mabsût, 30/169). Poniendo el colmo a los esfuerzos de reconciliación, el Profeta se casó al mismo tiempo con la hija de Abû Saufyan, refugiada musulmana en Abisinia, cuyo esposo acababa de morir; el matrimonio in absentia fue celebrado por el Negus, y Umm Habibah volvió pronto a Medina.

         Ibn Habib encontró eco en todos estos actos de reconciliación en el versículo coránico: “Es posible que Allah haga surgir el amor entre vosotros y aquellos con los que ahora estáis enemistados”. El Profeta tomó seguidamente la iniciativa en el camino hacia la paz: anunció públicamente su intención de ir en peregrinación a Meca y cuidó de informarse bien de la reacción mequí a este anuncio enviando agentes secretos a Meca. No solo el honor dispensado a su templo (Kaaba) por el Islam debía satisfacer a los mequíes, sino también el  aflujo de este “tráfico turístico” inesperado debía ser, en el fondo agradable a los habitantes de Meca. Sin embargo los musulmanes no se esperaban una acogida favorable, y, para evitar toda sospecha de mala intención, Muhammad escogió el período de Tregua Religiosa.

         En la batalla del Foso, los musulmanes disponían de 3000 hombres; ibn Is’haq no contabiliza el número de los que tomaron parte en este viaje del Hayy más que 700; los 1400 del relato de Yabir, parece incluir a los beduinos de regiones lejanas. Parece ser que una guarnición importante había quedado en medina para protegerla contra toda eventualidad. El profeta había dejado en medina sus armas, para probar que no llevaba verdaderamente intención alguna de guerra; pero por el camino,  por opinión de su concejo, hizo traer el depósito oficial de armas que quedó guardado por centinelas. No se equivocó de proveerse así: por el camino le llevaron la noticia de la movilización de los mequíes, y de una gran efervescencia entre los Ahabich, aliados de los mequíes. Según Bujari el Profeta reunió su concejo para saber si no sería conveniente castigar a los Ahabich por su hostilidad no provocada por parte de los musulmanes. Pero la opinión de Abû Bakr prevaleció: no tomar ninguna ofensiva contra las personas, y limitarse a la sola defensa en caso de necesidad. La perplejidad debió ser grande en Meca: no se podía ni acoger a los musulmanes, ni perseguirlos, cuando venían para cumplir el santo oficio de la peregrinación. Entonces los mequíes se reunieron en la frontera de su ciudad, en Hudaibiyah, a unos quince Kilómetros al oeste de Meca, en el camino de Yidda, punto estratégico que protege la ruta hacia Meca por altas montañas y un paso estrecho. Los musulmanes hicieron alto allí y enseguida comenzó la actividad diplomática.

         Era la época en la que la secular guerra entre Bizancio e Irán acababa de despuntar en la brillante victoria de Heraclio sobre los iraníes de Nínive. Por la conversión de Thumâmah ibn Uthâl, la región de Yarnâmah era ya aliada del Islam, que se había convertido así vecino de Irán, o sea de sus posesiones de Arabia oriental. Para liberar a los árabes de las posesiones iraníes de Arabia el momento era adecuado, y una reconciliación con Meca era tanto más deseable. Quizás no lo sabia entonces, pero el Profeta había ido para concluir la paz con los mequíes al precio que fuera; ibn Hichân nos trae estas palabras del Profeta Muhammad: “Los coraichíes pueden pedirme lo que sea en nombre de la caridad, que yo se lo concederá hoy”. Esta frase implicaba al mismo tiempo el fin de la alianza entre Meca y Jaibar, alianza amenazante para el Islam.

         No nos asombremos guardarse su sangre fría a pesar de las repetidas provocaciones como las que siguen: Los coraichíes enviaron un destacamento de 40 a 50 hombres, para hostigar a los musulmanes; se les hizo prisioneros y los llevaron ante el Profeta; éste les perdonó y los dejó partir, habían arrojado flechas y piedras contra el campamento musulmán. Otra provocación: una tras otra vinieron varias delegaciones mequíes a informarse sobre el objeto de la expedición musulmana; pero estas delegaciones no parecían estar autorizadas para negocias la paz; el Profeta decidió enviar una delegación a Meca; escogió al Juzai’ Jirâch ibn Umaiya (cuyos padres estaban aliados con los coraichíes); ‘Ikrima ibn Abî Yahl le cortó los jarretes a su camello, y él mismo escapó por poco de ser asesinado. El Profeta insistió en su tentativa de negociación: primeramente quiso enviar a ‘Umar (embajador hereditario en la oligarquía mequí antes del Islam), pero ante su rechazo, encargó a ‘Uthman la misión, pensando en su parentesco con Abû Sufyan. Pero el caos reinaba entonces en Meca: Abû Sufyan estaba de viaje en Siria, y los otros jefes no sabían qué hacer; ‘Uthman, enviado del Profeta, fue encarcelado en meca, corriendo el rumor en el campo musulmán que había sido asesinado.

         Abrumado, el Profeta se sentó bajo un árbol cuyo recuerdo ha llegado hasta nosotros con el emplazamiento de una bella mezquita en Chumaisi (Hudaibiya) y obtiene de cada uno de sus compañeros la promesa de combatir hasta la muerte. Los mequíes, conscientes de la gravedad de la situación, envían una gran delegación dirigida por Suhail ibn ‘Amr con amplios poderes de negociación, ante Muhammad. Antes de negociar, aseguran ‘Uthmân no estaba muerto. Los mequíes exigen los puntos siguientes:

 

1)     Los musulmanes entrarían en Medina sin visitar la Kaaba, pero se les permitiría un año después, por una duración de tres días.

2)     No se extraditarían a los musulmanes mediníes que se refugiaran en Meca, pero Muhammad debería extraditar a todo mequí que fuera a Medina, a la petición del superior de este mequí (amo para los esclavos, o padre de familia);

3)     Se impondría una tregua de diez años entre los dos países y los aliados respectivos; esta tregua abriría el territorio de cada una de las partes a la jurisdicción del otro para un tránsito pacífico, sobreentendiendo la neutralidad en caso de guerra con terceras partes.

 

         El Profeta aceptó todo esto. La redacción en términos precisos de estos principios reservaba algunas dificultades todavía: Los mequíes exigían, lógicamente por otra parte, que la fórmula “Muhammad enviado de Allah” fuera reemplazada por la de “Muhammad hijo de ‘Abdallah”. Otra exigencia era que el texto comenzara por la fórmula habitual “con el nombre de TÍ, OH Dios”, y no por la que el Profeta usaba, a saber “Con el nombre de Allah, el Clemente, el Misericordioso”. Pero el Profeta Muhammad concedió todo esto. Puede ser que la cláusula de neutralidad fuera dictada por el Profeta.

         La vuelta sin cumplir la peregrinación, la extradición unilateral, el rechazo del título divino del Profeta. Por pequeña que hubieran sido estas concesiones, pareció excesiva a los musulmanes, que tenían confianza en su poder militar. Hubo incluso un personaje importante, ‘Umar, que no pudo ocultar su indignación ante esta “cobardía”, que osó (y él mismo se asombrará luego de ello) dirigirse al Profeta para exponerle las siguientes cuestiones: “¿Acaso no estamos nosotros en el verdadero camino y los paganos en el falso?. Si esto es así, ¿Por qué la verdad debe sufrir una humillación semejante?” (cf. Bujâri, 65/48/5/4). Pero la disciplina, entre los compañeros del Profeta Muhammad había alcanzado tal nivel, que nadie osó murmurar palabra alguna después que el Profeta dijese que Allah había ordenado que se actuara así. La revelación en esta época, del capítulo 48 del Corán, debió asombrar a todos cuando calificó de “revés” “victoria manifiesta” “éxito atronador”. ¿No era por el contrario, una victoria para el enemigo?. No; el Profeta tenía razón. He aquí por qué:

         Muhammad parece haber emprendido la expedición principalmente con el objeto de neutralizar a los mequíes, en caso de una acción militar contra Jaibar. Para alcanzar este objetivo, estaba dispuesto a cualquier concesión política, pero no podía divulgarlo incluso entre sus fieles hubiera hecho cambiar al enemigo sobre su decisión. No era necesario tampoco avisar a los judíos de Jaibar con antelación. Es por eso que la cláusula de neutralidad fue insertada en términos sutiles, cuyo alcance real no fue quizás exigido por los mequíes: “Que los pechos de cada uno de nosotros se cierren (a todo mal proyecto); que nadie desenvaine su espada ni traicione en secreto”. Analicemos estas “concesiones”: la vuelta sin cumplir la peregrinación no tenía ninguna importancia, ya que según el Corán la peregrinación no se imponía más que aquellos que encontraran el camino; ahora bien cerrado, ocupado por el enemigo liberaba a los musulmanes de toda obligación religiosa a este respecto; en cuanto a la extradición unilateral, el Profeta dio una explicación: “Uno de nosotros refugiados en Meca no sería más que un apóstata, y nosotros no tenemos necesidad de tales traidores; y un mequí que venga a nosotros no sería más que un nuevo convertido al Islam, y si él sufre persecuciones por los paganos, Allah lo recompensará”. Ni que decir tiene que tales oprimidos constituyeron una verdadera “quinta columna” en favor del Islam, y pronto veremos sus consecuencias. En cuanto a la tregua de diez años los musulmanes la buscaban por varias razones: era el medio de asegurar la neutralidad de un enemigo para tener las manos libres contra los otros; frecuentes encuentros pacíficos entre los mequíes y los musulmanes hicieron desaparecer malos entendidos y prejuicios contra el Islam; el tránsito de las caravanas mequíes por el territorio islámico activaría también el comercio musulmán. En cuanto a la fórmula “con el nombre de TÍ, OH Dios” no había en ello nada de pagano o de politeísta; las exigencias mequíes no eran más que puerilidades. Queda el rechazo del título enviado de Allah; ésto no cambia nada la realidad de las cosas; no se había admitido tampoco que Muhammad no fuera enviado de Allah; su nombre, sin títulos no implicaba nada, ni a favor ni en contra de la tesis islámica. El delegado mequí tenía razón: “si no te reconocemos como tal, no te combatiremos”.

         Lejos de ser un fracaso, esta tregua, que aisló Jaibar de sus poderosos amigos, fue contrariamente una verdadera obra de arte diplomática, una “victoria manifiesta”, un “éxito estruendoso”.

         De vuelta a Medina con las manos libres. El Profeta liquidó definitivamente el problema de Jaibar. Al mismo tiempo se puso en contacto con las colonias iraníes de Arabia; y en algunas semanas, la región de Bahrain (al-Hasa’= al-Ahsâ) se separó de la corona sassaní para aliarse con el Islam. En ese momento Muhammad no reinaba más que sobre algunos miles de Kilómetros de territorio; pero cuatro años después de su muerte, el Estado islámico se extendía ya no solo por toda la Península Arábiga (tres millones de Kilómetros cuadrados) sino también sobre algunas regiones de Palestina del Sur (Ailah, Yarba’, Adhruh más allá de Ma’an) y en Irak del Sur. El Islam se convirtió incluso en cabeza de los poderes mediterráneos.

         De acuerdo con un artículo de la tregua de Hudaibiya, “cualquier tribu podría adherirse a esta convención, lo que les otorgaría los mismos derechos y obligaciones que los de las partes principales”. Dicen los cronistas que los Banû Bakr se pusieron del lado de los coraichíes, y los Juza’a se aliaron con los musulmanes.

         Se prepararon dos ejemplares del acuerdo. Según la costumbre, asistieron no solo los dos principales negociadores, (el Profeta y Suhail ibn ‘Amr) sino que también cierto número de altos personajes por las dos partes estuvieron presentes como testigos. Cada parte guardó uno de los dos ejemplares sellados.

         El Profeta retuvo en su campo a los enviados mequíes y no los dejó partir hasta que volvió su enviado, ‘Uthmân, prisionero en Meca. Hay que señalar que entre los testigos musulmanes de la tregua, había un hijo de Suhail (plenipotenciario mequí). En el momento de la negociación, otro de sus hijos se presentó ante el Profeta y le pidió asilo, al haberse escapado de la prisión en que lo tenía su padre. Suhail exigió que fuera entregado su hijo, sino el acuerdo quedaría roto. Entonces el joven comenzó a llorar y a quejarse a los musulmanes de la persecución de su padre. En interés general, el Profeta, con dolor de su corazón, ordenó la entrega del refugiado. Dos jóvenes mujeres se pasaron también al campo musulmán; y esta vez el Profeta interpretó la cláusula de extradición, para decir que no era de aplicación más que a los hombres, con exclusión de las mujeres. Después de algunas discusiones y vacilaciones los mequíes aceptaron. Muhammad confió las mujeres a los parientes próximos que estas tenían en el campo islámico. En cuanto a las ceremonias de peregrinación que los musulmanes debían cumplir en Meca, fueron celebradas a título excepcional en la misma Hadaibiya: el Profeta mismo tomó en ello la iniciativa y los fieles no pudieron hacer otra cosa que seguirle.

         De vuelta a Medina, el Profeta envió varias cartas, entre otros a Heraclio,a Chosroes, al Negus y a Muqaquis (jefe de los Coptos de Egipto) exhortándolos a que abrazaran el Islam; de ello hablaremos en capítulos posteriores.

 

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