Periodo de Meca
570-622
La
Revelación
(año
610)
Rodeado
de afecto y apreciado por todos, Muhammad (s.a.s.), alcanzó la edad madura
(cuarenta años). No le satisfacía la vida cotidiana de sus conciudadanos, la
cual era regida por la rutina y la monotonía en todos los aspectos. Comenzó a
rehuir la compañía de los hombres, buscando el aislamiento en el desierto,
respondiendo con ello a una poderosa llamada interior.
En el silencio de sus retiros contemplativos, se olvidaba de sí mismo en
medio de profundas meditaciones. Seguía con esto una tradición muy antigua, la
de los hanîfes, ascetas árabes
disidentes de la idolatría y que buscaban recuperar la esencia de la senda de
Abraham, el camino del Tawhîd,
el de la Unidad de Allah. Muhammad (s.a.s.)
se quedaba varios días consecutivos sumergido en la contemplación, casi sin
comer ni beber. Una imperiosa necesidad de recogimiento parecía dominar en él.
Pudiera ser que fuera enmudecido por la fuerza irresistible de la Presencia de
Allah, el Remoto, pero muy Próximo siempre a quienes le buscan con corazón
abierto.
Muhammad (s.a.s.), tenía la costumbre de hacer esos retiros en una pequeña caverna situada en una montaña a algunos kilómetros al noroeste de Makka. En ese lugar, llamado “Cueva de Hira”, meditó y se sumergió en el nombre de Allah, el Señor de Abraham, hasta que fue iluminado por la Verdad que lo convocaba, la misma Realidad que había ido conduciendo sus pasos a lo largo de toda su vida y que ahora lo invitaba a un encuentro en las profundidades de sí mismo en el interior de una cueva apartada.
La necesidad que sentía Rasûlullâh (s.a.s.) de tener momentos solitarios en los que apartarse de la rutina en la que vive el común de la gente, es un signo importante y de impacto profundo en la vida de los musulmanes en general. En el Islam se entiende que no es suficiente con acumular virtudes y cumplir rigurosamente las prácticas con las que nos acercamos a Allah (las ‘Ibâdas). Es necesario también aislarse de vez en cuando y a ser posible de forma regular, para retornar siempre a los orígenes, al sentido de sí mismo y a la contemplación calmada de los secretos de la existencia, y el alcance insondable de la Unidad de Allah. Este deber incumbe a la generalidad de los musulmanes y con mayor razón a quienes sienten una especial inquietud espiritual, es decir, aquellos a los que Allah atrae hacia sí con intensa fuerza. Además, muchos defectos del ego solo son corregidos por la soledad y el retiro; como la vanidad, la arrogancia, los celos, la hipocresía, el materialismo, y todas aquellas actitudes que amenazan el progreso en el Islam, incluso en las personas de voluntad más poderosa. En el aislamiento, el ser humano toma conciencia de sí, de sus dimensiones, de sus posibilidades, descubriendo su propia identidad espiritual y su necesidad acuciante de Allah, la Verdad Absoluta, para sumergir su insignificancia, su soledad, su orfandad y su precariedad en el Océano de su Señor, bebiendo entonces del Manantial Creador. En ese retiro, el hombre se purifica y recobra energías en la sensatez de una reflexión a la que nada molesta ni es enturbiada por la agitación. Es en la soledad donde el musulmán se llena de Allah, vaciándose primero para que en él quepa la inmensidad de su Señor Infinito. El musulmán, en su retiro, pronuncia el Nombre de Allah y se sumerge en su significación hasta que en él estalla la luz y es revestido por la existencia entera. Ahora bien, el retiro no es una huida de la realidad sino un momento en el que inspirarse para tomar conciencia. Rasûlullâh (s.a.s.) salió del mundo para adquirir lucidez con la que gobernar su vida.
Una noche del mes lunar de Ramadân
(posiblemente la vigésimo séptima), que coincidía con finales del año 610,
Muhammad (s.a.s.) estaba realizando uno de sus acostumbrados retiros en la
soledad de la cueva de Hira. Esa noche, llamada Noche del Destino o el Poder
(Láilat al-Qadr), sería el origen
de algo transformador que no sólo cambiaría a Muhammad sino que desbordaría
el desierto para derramarse sobre el mundo. Fue una Noche fecunda, y por ello
misteriosa y llena de visiones. Adormecido, Muhammad (s.a.s.) sintió una fuerza
irresistible que se abalanzaba sobre él. Muhammad (s.a.s.) contó después lo
que sintió y vio en ese momento:
“Yo estaba dormido en la cueva de Hira, cuando un ser de luz llamado Yibril
se me mostró y me dijo: Alégrate oh
Muhammad, yo soy Yibril y tu eres el Mensajero de Allâh (Rasûlullâh).
Después me dijo: Lee. Y yo le respondí
que no sabía leer, y entonces me agarró con tal violencia que mi respiración
quedo suspendida, después me soltó y me ordenó de nuevo que leyera, y yo volví
a responderle que no sabía leer. Me abrazó otra vez, me soltó, y por tercera
vez me repitió su orden, y yo le dije: ¿Qué
tengo que leer?. Y me dijo: Lee con el
nombre de tu Señor que ha creado, que ha creado al ser humano a partir de un coágulo.
Lee, pues tu Señor es el más generoso, el que ha enseñado al ser humano con
el cálamo, ha enseñado al ser humano lo que no sabía.”
Muhammad
(s.a.s.) repitió esos versículos. Sobrecogido por lo que le estaba sucediendo, todos los detalles quedaron definitivamente grabados en su
memoria. Corrió de vuelta hacia Makka espantado y creyendo que había sido poseído
por algún espíritu maligno. Al entrar en su casa, con el cuerpo estremecido
por temblores, gritó: “¡Tapadme!”.
E inmediatamente lo cubrieron con una manta.
Cuando se sintió algo más aliviado, contó a Jadiÿa lo que le había
sucedido. Le confesó su miedo a estar perdiendo la razón. Pero Jadiÿa le
respondió: “Lo que me cuentas me llena
de alegría, pues lo que te ha sucedido es un presagio feliz. Allah jamás te
afligiría a ti. Eres noble hacia los tuyos, proteges a los débiles, eres
generoso con los necesitados, socorres a las víctimas de la injusticia,
...”. Por estas palabras se considera que Jadîÿa fue la primera musulmana,
la primera persona en intuir el alcance de lo que estaba empezando a remover
cielo y tierra.
Jadiÿa, cuando se hubo recobrado Muhammad (s.a.s.), lo llevó a casa de
uno de sus primos, Wáraqa ibn Náufal, que era versado en las escrituras de los
judíos y de los cristianos. Confirmó a Jadiÿa en su opinión y aseguró a
Muhammad (s.a.s.) que sería el Enviado a los árabes, y le dijo: “Yibril es el Confidente que habla desde Allah. Es el mismo que reveló
la Torá a Moisés”, y después añadió: “Ojalá
yo fuera joven. Ojalá tuviera fuerzas cuando tus compatriotas te expulsen”.
Alarmado, Muhammad (s.a.s.) le preguntó: “¿Cómo?
¿Me expulsarán?”. Wáraqa le contestó: “Te
expulsarán sin duda, pues todo el que trae las noticias que tu traes suscita la
hostilidad de sus semejantes. Ojalá, cuando llegue tu día, yo esté vivo pues
te ayudaría con todas mis fuerzas”.
Los meses fueron pasando y las revelaciones se fueron sucediendo tras una
breve interrupción al principio. Poco a poco Muhammad (s.a.s.) se fue
acostumbrando. Caía en estado de trance, como arrebatado por el vértigo, los
ojos se le iluminaban y la frente derramaba un sudor frío.
Así fue como comenzó el Wahy,
la Revelación del Qur-ân. El Qur-ân fue siendo revelado a Muhammad (s.a.s.)
fragmento a fragmento, reordenándolo él mismo al final de su vida, quedando
establecido un texto que nos ha llegado tal como lo comunicó el Nabí (s.a.s.)
a sus Compañeros (Sahâba) que lo fueron memorizando y anotando.
¿Qué significa el término Wahy,
revelación? Significa que Muhammad (s.a.s.)
no es el autor del Qur-ân (el Corán). Cada fragmento le era dictado por Yibril,
el ser de luz que le comunicaba palabras que venían de Allah mismo, el Creador
de los cielos y de la tierra. Esto es de la máxima importancia, pues si el Qur-ân
fuera obra de un ser humano no nos comprometería en lo más mínimo. Sin
embargo, sí nos atañe lo que venga del Secreto más profundo que sostiene
nuestro ser, y eso es en sí el Qur-ân, que es la voz de la Raíz de las cosas.
En esto radica su absoluta relevancia. El Qur-ân es un advertencia que nos
llega –a través de Muhammad (s.a.s.)- desde nuestros mismos cimientos, y tal
como lo vivió Muhammad (s.a.s.) en su momento lo revive cada musulmán al
releer el libro que ha llegado hasta él atravesando los siglos.
Si analizamos el texto del relato que nos cuenta cómo tuvo lugar la
primera revelación, descubriremos que todos los elementos subrayan lo que
acabamos de decir. La revelación fue una gran sorpresa para Muhammad (s.a.s.).
Él no esperaba nada parecido y lo primero que pensó es lo que más tarde se
pensaría de él, que se había vuelto loco. Él tuvo una reacción normal ante
el acontecimiento que le había sobrevenido. Si el Qur-ân hubiera sido el
producto de su reflexión en la Cueva de Hira o el resultado de una enajenación
mental, no le hubieran causado ni sorpresa ni repulsión. Después vino un
periodo de calma en el que las revelaciones se interrumpieron (la Fatra),
para que Muhammad (s.a.s.) recuperara la calma, como si la revelación estuviese
siendo objeto de una sabia dosificación.
Los espasmos que acompañaban a cada revelación han hecho pensar a
algunos que Muhammad (s.a.s.) sufría ataques de epilepsia. Pero si algo
caracteriza al Rasûl Muhammad (s.a.s.) era su magnifica memoria que es
fuertemente debilitada por la epilepsia. Por otro lado, la coherencia, sabiduría
y prudencia del Qur-ân demuestran que no es el fruto de ninguna perturbación
mental.
Un día mientras caminaba, escuchó una voz que le llegaba del cielo. Alzó la cabeza y vio a Yibril bajo la forma majestuosa en que se le había aparecido en la cueva de Hira, ocupando todo el horizonte comprendido entre el cielo y la tierra. Asustado, Muhammad (s.a.s.) volvió a su casa y gritó: “¡Tapadme, tapadme!”, y se quedó dormido. Tras un largo sueño se levantó de golpe sobresaltado y bañado en sudor. En sus sueños había vuelto a ver a Yibril portando un nuevo mensaje: “Oh tú que te ocultas tras tus vestimentas. Levántate y advierte, y proclama la grandeza de tu Señor. Purifica tus vestidos y apártate de los ídolos. No te vanaglories por tus acciones, y tus méritos crecerán. Y se constante para tu Señor”.
Es como si las primeras revelaciones le hubieran ido siendo suministradas gradualmente, preparando sabiamente su ánimo para abordar una misión de trascendencia universal. Muhammad (s.a.s.) sufrió un proceso cuyos resultados empezarían a vislumbrarse desde la revelación del texto que acabamos de citar. A partir de entonces, para Muhammad (s.a.s.) la revelación adquiría un carácter natural, esa voz que se le manifestaba le empujó a transmitir a los demás lo que les iba a ser enseñado. El fruto de todo aquello que les era comunicado, el Islam. Este segundo paso, el de la invitación de las gentes a orientarse hacia Allah -la Verdad absoluta- y abandonar los ídolos, también siguió pasos graduales. Para realizar esa invitación (Da‘wa), Muhammad -inspirado siempre por el Qur-ân- empezaría primero por sus familiares y gentes allegadas a su círculo más personal, después iría más allá, de forma tímida al principio, hasta que llegara el momento de hacer público el Islam y comunicarlo a los árabes en general, para que desde allí se extienda y resuene en todo el mundo, contagiándose de pueblo en pueblo. Esos pasos demuestran que no fue una mente enfermiza la que comunicó a los makkíes una revelación que cambiaría para siempre la historia de muchas naciones. Todo lo contrario, hay en esa sucesión de acontecimientos la expresión de una gran lucidez. Pero aún hay mucho más: las repercusiones extraordinarias que tendrían en pocos años las palabras y enseñanzas de Muhammad (s.a.s.) están fuera de lo que un hombre, por inteligente que fuera, pudiera haber conseguido.
La autenticidad de Muhammad (s.a.s.) está en sus frutos. Lo mismo que Allah es intuido por el corazón gracias a la fuerza de su Presencia, el Rasûl (s.a.s.) es aceptado por su misma contundencia, por lo irrefutable de su presencia. La fuerza de Muhammad (s.a.s.) fue portentosa, como iremos viendo. Esa fuerza no es la de un hombre común, sino la de alguien que ha sintonizado con el Poder que mueve los cielos y la tierra. Y eso es un Nabí, un Profeta,... como lo fueron Noé, Abraham, Moisés o Jesús. Además, en Muhammad (s.a.s.) -sello que cierra el círculo- recuperamos precisamente la autenticidad de todos los mensajeros...