Historias de sufíes

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10- Se cuenta que ‘Abd al-Wâhid ibn Zayd dijo:

 

         Una noche, le pedí a Allah que me mostrara quién iba a ser mi compañero en el Paraíso (Yanna). Una voz, durante el salat, me dijo: “Tu compañera en el Paraíso será Maymûna la Negra”. Le pregunté a esa voz: “¿Dónde puedo encontrarla, pues me gustaría conocerla?”. Y la voz me dijo: “En el desierto”.

         Salí de viaje, con la intención de conocerla, hasta que llegué a las puertas del desierto y pregunté por ella. Me dijeron: “Es una vieja loca que guarda rebaños insignificantes”. “Quiero verla”, le dije, y me indicaron dónde podía encontrarla. Crucé los huertos de la ciudad hasta que llegué a los eriales, y la vi de pie, haciendo el salat, apoyada en un bastón y vistiendo una túnica remendada de lana en la que estaba escrito: “Ni se compra ni se vende”. Y también vi que sus ovejas estaban con los lobos, pastando sin miedo.

         ‘Abd al-Wâhid ibn Zayd dijo: Cuando se dio cuenta de mi presencia, se apresuró a acabar su salat, y me dijo: “Vuelve sobre tus pasos, ‘Abd al-Wâhid, nuestra cita no es aquí”. Yo le dije: “Allah se apiade de ti, ¿quién te ha dicho mi nombre?”. Ella me respondió: “¿Es que aún no sabes que los espíritus se encuentran y se desencuentran en el Mundo de Allah? Los que se reconocen entre sí en ese Mundo, aquí se reconocen; y los que se rechazan entre sí ahí, aquí son enemigos”. Yo le dije: “¡Sé mi maestra!”. Y ella me respondió: “¿Maestra de un maestro? Además, Allah me arrebataría entonces el amor a la soledad”. Y luego recitó estos versos: “Un maestro, que exige cuentas, que censura, que prohíbe a los demás, que aparta a las gentes del mal,... y él está enfermo. Antes de buscar discípulos, procura tu propia salud. Si no tuvieras defectos, pronto encontrarías lo que buscas”.

         Sus palabras me dejaron desconcertado, y no sabía que decir ni quería apartarme de ella. Entonces volví a darme cuenta de que los corderos y los lobos estaban juntos: ni los corderos tenían miedo, ni los lobos atacaban a los corderos.  Le pregunté por ello, y ella me respondió: “Apártate de mí, diletante. Yo estoy en paz con mi Señor y Él ha puesto paz entre mis ovejas y mis lobos”.

         ‘Abd al-Wâhid ibn Zayd dijo: Entonces, me di cuenta de que no tenía más remedio que irme de ahí, y esperar el encuentro con ella más allá de esta vida. Y me dije: “Quien obedece a Allah, Allah hace que todas las cosas le obedezcan”. Que Allah nos beneficie con las bendiciones de esa mujer, que nos proporcione de su “báraka” y nos trasmita sus “secretos”. Así sea.

 

        

11- Se cuenta que ‘Abd as-Samad dijo:

 

         Compré un joven esclavo para mi servicio. Al llegar la noche lo busqué para que me sirviera la cena pero no pude encontrarlo. Las puertas estaban cerradas por dentro, tal como estaban todas las noches. Me quedé sorprendido, pero no pude hacer nada.

         Al día siguiente, el joven apareció y me entregó un dirham de oro sobre el que estaban escritas algunas palabras del Corán, con una pericia tal que parecían labradas por los malaikas. Le dije: “Muchacho, ¿de dónde has sacado esto?”. Y me respondió: “Señor, te daré cada día una moneda como esta a condición de que me dispenses de todo servicio a partir del momento en que se ponga el sol”. Lo autoricé a ello, y cada tarde desaparecía para regresar al amanecer, trayéndome una moneda de oro puro.

         Así pasó un tiempo, hasta que cierto día vinieron a visitarme algunos compañeros míos, y entre las cosas que me contaron una me dejó perplejo y ensombreció mi ánimo. Al parecer, alguien se dedicaba a saquear el cementerio para robar a los muertos. Inmediatamente, sospeché de mi esclavo, y decidí seguirlo esa noche y descubrir sus fechorías.

         Al acercarse la puesta del sol, me escondí cerca de la puerta, para ver lo que hacía el esclavo. Como siempre a esa hora, la puerta estaba bien atrancada, pero he aquí que llegó el joven y simplemente levantó la mano y la puerta se abrió ante él. Salió afuera, y, aprovechando la oscuridad, lo seguí sin que se diera cuenta. Salió de la ciudad hasta llegar a un paraje desolado. Ahí, se quitó la ropa y vistió una túnica de lana, y se puso a hacer el salat hasta que llegó el momento en que el sol estaba a punto de salir. Entonces, levantó la mirada hacia el cielo, y dijo: “Oh, mi Gran Señor, dame el sueldo de mi señor menor”. Y entonces cayó del cielo una moneda de oro. Él recogió el dirham y se lo guardó mientras yo quedaba completamente pasmado. En ese momento, yo mismo hice mis abluciones e hice el salat del amanecer, pedí perdón a Allah por mis sospechas y tomé la decisión de liberar al esclavo. Lo busqué, pero él ya no estaba ahí.

         Me di cuenta entonces de que no sabía dónde me encontraba. Miré a mi alrededor y no reconocí nada que me resultara familiar. Me sentí perdido, pero he aquí de repente que un jinete empezó a acercarse al lugar en el que me encontraba y pensé que había llegado mi salvación. El jinete paró junto a mí, y pronunciando mi nombre, me dijo: “Abd as-Samad, ¿qué haces aquí sentado?”. Le conté mi historia, que no le sorprendió, y luego me dijo: “No te asustes, Abd as-Samad. El país del que vienes está a una distancia de dos años para un jinete que vaya deprisa y no descanse nunca”. El pánico y la angustia se apoderaron de mí, y le pregunté qué podía hacer. Entonces me dijo: “No abandones este lugar, y espera a la noche, cuando vuelva tu esclavo”.

         Ahí me quedé todo el día, hasta que oscureció. El cansancio me había vencido y el sueño se apoderó de mí. Al poco, desperté, y vi junto a mí a mi joven esclavo, que había extendido una alfombra y había dispuesto sobre ella la cena con toda suerte de alimentos exquisitos. Cenamos, y cuando acabamos, él volvió la mirada hacia el cielo, y dijo: “Oh, mi Gran Señor, dame el sueldo de mi señor menor”, y sobre nosotros cayó una moneda de oro, que me entregó. Se levantó, hizo el salat del amanecer, y después me cogió de la mano, dio unos pocos pasos y he aquí que teníamos enfrente la puerta de mi casa. El muchacho se volvió hacia mí, y me dijo: “Señor, tenías la intención de liberarme”. Y yo le respondí: “Sí. Desde este momento eres libre”.

         La puerta estaba cerrada por dentro, atrancada con una enorme piedra. El joven me dijo: “Señor, sea para ti la piedra que hay detrás de la puerta en pago por mi libertad”. Cuando conseguimos entrar, he aquí que la piedra era de oro puro. Era tal mi estado, que salí corriendo, y fui a casa de mis amigos, y les conté cuanto había sucedido.

         Mientras tanto, mi hija había escuchado el ruido, y salió a ver qué pasaba. Descubrió al joven junto a la puerta, y le gritó: “Maldito esclavo, ¿dónde está mi padre? Tú lo has matado porque te descubrió saqueando tumbas”. Y se lanzó contra él y lo golpeó con un hierro que llevaba, y lo hizo con tal fiereza que le arrancó un ojo.

         Cuando volví a mi casa, encontré al joven en ese estado. Supe que había sido mi hija, y la busqué hasta encontrarla y le corté las manos. Luego, la presenté ante el muchacho y le pedí perdón por lo que había sucedido. Pero él se levantó, cogió el ojo y lo puso en su cuenca y miró hacia el cielo. Cuando se volvió hacia mí, su ojo resplandecía, más bello que nunca. Luego cogió las manos de mi hija y se las puso en lo muñones y escupió sobre ellos, y he aquí que había sanado. Y yo grité entonces: “Tú no eres un saqueador de tumbas, eres un saqueador de luz”.

         El joven abandonó mi casa, y no sé a dónde fue ni nunca más tuve noticias de él.

 

 

12- Uno de los compañeros de Sari as-Saqati contó:

 

         Sari as-Saqati tenía una discípula que era una de los íntimos de Allah (waliya). A su vez, ella tenía un hijo que iba a la escuela. En cierta ocasión, el maestro mandó al niño a por un recado cerca del Tigris. El niño se puso a jugar y cayó al agua, y se ahogó. El miedo se apoderó del maestro cuando supo lo que había sucedido. Acudió ante Sari as-Saqati y lo puso al corriente del accidente, y le pidió que intercediera a su favor ante la madre del niño. Sari se entristeció y dijo: “Levantaos todos. Vayamos junto a la madre”. Y con él fue Ŷunayd, que a la sazón era también discípulo de Sari as-Saqati, y que más tarde sería el maestro de todos los maestros del sufismo que vinieron después.

         Entraron en la casa de la mujer, y Sari se puso a hablarle de la paciencia y la resignación como grados espirituales en los que el aspirante a los más altos rangos debe afianzarse. Ella intuyó que había pasado algo grave y le preguntó a su maestro: “Sari, ¿qué estás queriendo decirme?”.

         Entonces, Sari le contó que su hijo había muerto ahogado en el Tigris. La mujer se puso de pie y dijo: “Allah no ha hecho eso”. Todos quedaron boquiabiertos ante la reacción de la mujer, y ella les ordenó que se pusieran de pie y la condujeran al río, y le mostraran el lugar en el que el niño había caído al río.

         Cuando le enseñaron el sitio, ella gritó: “¡Hijo mío!”. Y desde las profundidades del río, el niño respondió: “A tus órdenes, madre”. Ella bajó a la orilla y metió la mano en el agua, y sacó a su hijo vivo del agua, y se lo llevó a su casa.

         Sari as-Saqati se volvió hacia su discípulo Ŷunayd, y le interrogó: “¿Qué es lo que crees que ha pasado?”. Ŷunayd respondió: “Ella es una mujer atenta a los designios de Allah. Tanto ha centrado su corazón en lo que Allah quiere que sabe todo lo que Él hace. Nada ocurre sin que ella lo sepa. Aunque su hijo cayó en el río y para todos nosotros él había muerto ahogado, ella sabía que no podía morir, pues Allah no había decretado su muerte. Todo ello, gracias a su sinceridad para con Allah”.

        Allah nos la haga de provecho en esta vida y en la Otra Vida, y nos proporcione del bien que hay en su fuente.

 

 

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