Historias de sufíes

 

La iluminación de Sidi Abdelaziz ad-Dabbag

 

 

Tres días tras la muerte de mi maestro Sidi Omar, me sobrevino la iluminación. Ocurrió un jueves del mes de raŷab del año 1125 después de la hégira, en Fez. Ese día salí de mi casa, y Allah me proveyó a manos de un hombre generoso, que me dio una limosna. Compré pescado y volví a casa. Mi mujer me dijo: “Ve a Sidi Harazem, y tráeme aceite para freír el pescado”.

         Salí y fui en dirección a Sidi Harazem, en las afueras de Fez. Pero cuando llegué a Bab Ftuh, sentí un intenso escalofrío, y me puse a temblar violentamente. Mi carne hormigueaba. Seguí andando en ese estado, y su fuerza iba en aumento, hasta que llegué cerca de la tumba del wali Sidi Yahya ibn Allal. Ahí, los espasmos que sufría ya eran exagerados. Mi pecho temblaba con tal fuerza que mis costillas me golpeaban en la barbilla. Me dije: “Esto es la muerte, no hay duda”.

         Entonces, salió de mí algo que se asemeja al vapor del cus-cus, y sentí como si mi cuerpo se estirara y creciera en altura hasta hacerme más alto que cualquier otra persona de gran estatura. Las cosas que me rodeaban empezaron a mostrárseme tal como son en sus secretos íntimos. Parecía como si las tuviera entre mis manos. Después, desde mi altura, vi todos los pueblos, todas las ciudades y todas las aldeas. Vi todo lo que hay sobre la tierra, y vi a la nazarena amamantando al niño que tenía en su regazo. Y vi todos los mares, y las siete tierras y todas las bestias y criaturas que contienen. Y vi el cielo, y es como si yo estuviera por encima y mirara lo que hay en ellos.

         En ese momento, se me apreció una luz enorme como si fuera un relámpago que raptara la visión, y esa luz me llegaba desde arriba y desde abajo, por la derecha y por la izquierda, desde delante y desde detrás. Sentí mucho frío, llegando a pensar que yo había muerto. Me apresuré a tumbarme, volviendo la cara hacia el suelo para no mirar hacia esa luz. Pero mientras estaba echado, me veía a mí mismo: todo mi cuerpo se había convertido en ojos. Mi ojo veía, mi cabeza veía, mi pie veía, y todos mis miembros veían. Observé la túnica que llevaba puesta y descubrí que no me impedía ver a través de ella, y yo era una mirada que partía de todo mi ser. Me di cuenta de que estaba tumbado, con la cara hundida en el polvo, pero era como estar de pie.

         Así seguí durante una hora. Y, de repente, todas esas sensaciones se interrumpieron. Me encontré igual a como estaba al principio. Volví a Fez sin haber llegado a Sidi Harazem. Temía que lo que me había pasado fuera algo malo, y me puse a llorar. De nuevo, todo lo que había sentido en el camino a Sidi Harazem volvió a repetírseme, y a la hora se me cortó, y así varias veces mientras mi mundo interior se iba acostumbrando. Me venía en algún momento del día, y otra vez por la noche, hasta que pasó a ser un estado permanente.

         Pero Allah se apiadó de mí, y me reunió con algunos sabios de aquellos que han intimado con Él. Así, el día siguiente al de mi iluminación, fui a visitar el mausoleo de Mawlai Idris -¡Allah nos lo haga ser de provecho!-. En sus aledaños me encontré con el jurista Sidi Ahmad al-Grandi, que era el Imam en la mezquita de Mawlai Idris. Le mencioné lo que me había pasado, y entonces me dijo: “Ven conmigo a mi casa”. Fui con él a su casa, que está cerca de la acequia, en el barrio de los lavanderos. Entró y entré con él, y se sentó sobre un pollete que había en el interior de la vivienda. Me senté junto a él, y me pidió que volviera a contarle la visión que había tenido. Mientras se lo repetía vi cómo lloraba, y al final me dijo: “¡No hay más verdad que Allah! Hace cuatrocientos años que no se oye lo que cuentas”, y me dio muchas monedas.

         En otra ocasión, me dio otra limosna y me dijo: “Toma estos cinco mizcales y haz tus compras. Cuando se te acaben, no le pidas nada a nadie. Vuelve aquí y yo te entregaré cuanto necesites. Pero, ahora es imprescindible que vayas a la mezquita de Sidi Abdallah Tawdi, porque encontrarás algo que te será de provecho”. Salí de su casa y no volví a verlo. Enfermó un día y murió, Allah se apiade de él.

         Pero yo cumplí su consejo. Me dirigí hacia la mezquita de Sidi Abdallah Tawdi, y cuando llegue cerca de la puerta de Bab al-Guisa, en la muralla al norte de Fez, me encontré a un hombre negro en la parte exterior de la puerta. No dejaba de mirarme con descaro, y yo me preguntaba: “¿Qué querrá este?”. Cuando pasé a su lado, me cogió de la mano y me saludó, y yo le devolví el saludo. Me dijo: “Quisiera que me acompañaras a la mezquita”, refiriéndose a la mezquita que está en Bab al-Guisa. “Podríamos sentarnos un rato y hablar”. Le respondí: “Por supuesto”. Nos pusimos en marcha y entramos en la mezquita, nos sentamos y se puso a contarme que había estado enfermo, y que los síntomas de su enfermedad habían sido tales y tales, y que le habían provocado tales y tales visiones, y que le había sucedido tal y tal otra cosa, y me estaba contando exactamente lo que me había sucedido a mí. Sus palabras me produjeron una gran calma y desapareció la presión que sentía en mi pecho. Instintivamente supe que ese hombre era uno de los awliya de Allah. Me dijo que se llamaba Abdallah al-Barnawi, de Barnu, al sur del Sáhara, y que había venido a Fez únicamente por mí. Me alegré, y también aprecié la sabiduría de Sidi Ahmad al-Grandi que me había enviado a él. Sin duda, también Sidi Ahmad al-Grandi era uno de esos awliya que intuyen las cosas por la sabiduría que Allah deposita en sus corazones.

         Seguí como discípulo de Sidi Abdallah al-Barnawi, y él me aconsejaba, me guiaba, me corregía, me fortalecía, y borraba el miedo de mi corazón. Estuve con él poco más de cinco meses, al cabo de los cuales tuve la visión del Señor de la Existencia, Muhammad -¡Allah lo bendiga y salude con la paz!-. Cuando lo supo Sidi Abdallah al-Barnawi me dijo: “Sidi Abdelaziz, antes de hoy temía por ti. Pero hoy que Allah te ha reunido por su misericordia con el Señor de la Existencia, mi corazón se tranquiliza y mi mente reposa. Te dejo, y te confío a Allah”. Y fue a su país, y me dejó. Descubrí que me había acompañado hasta entonces con la intención de preservarme de las tinieblas que pudieran enturbiar mi iluminación, pues ello puede ocurrir en el periodo de tiempo que va de la primera iluminación al momento en que se contempla al Profeta. A partir de ese momento, ya nada hay que temer por aquél que ha sido abierto. Sólo hay que tener cuidado antes de la visión del Señor de la Existencia, pues se está cerca de la locura.

         Más adelante, uno de mis discípulos se sorprendió de que le contara muchas cosas de Sidi Abdallah al-Barnawi, el mayor de todos mis maestros. Me dijo: “Nos cuentas que fuiste con él a tal sitio, que hablasteis sobre tales temas, que siempre estabais juntos y que no os separabais nunca. Pero, por lo que cuentas, todo eso ha sucedido después de que se marchara a su país”. Yo le respondí: “Entre los awliya no hay distancias, por lejos que estén sus residencias una de otra. Un wali en el Magreb no tiene dificultades para hablar con otro que estuviera en Sudán o en Iraq. Lo verás hablando a solas, como si estuviera con otra persona. Y si quisiera introducir un tercer interlocutor, o un cuarto, podría hacerlo. Un grupo entero de awliya pueden encontrarse entre ellos, estando cada uno en un país distinto, hablando entre ellos como lo hacen los camaradas que están en un mismo lugar”.

         Tras la muerte de Sidi Abdallah al-Barnawi heredé todo su secreto...[1]


 

[1] Sidi Ahmad ibn al-Mubârak, al-Ibrîz, al-Maktaba al-‘Ilmiyya, Beirut (s.f.)

 

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