LA CERCANÍA A ALLAH (II)
La gradación de los awliyâ
Con los
primeros autores sufíes ya aparece la idea de una clasificación y
orden en la Wilâya, en función
del grado de Proximidad a Allah. Se trata de una especie de jerarquía
espiritual -que jamás se materializa en una institución formal- que va desde
el simple principiante (el murîd) pasando por los abdâl
hasta alcanzar las cumbres en el Qutb,
el Gáuz y el Siddîq. Reservamos para más adelante hablar detenidamente
de estos tres últimos términos, pero aquí debemos aclarar el concepto de bádal
(en plural, abdâl).
Como ya se ha
señalado, todos los musulmanes son awliyâ,
están dentro del círculo de aquellos que han emprendido un Camino
(Tarîq) hacia Allah. La práctica
llana del Islam es de sí todo un método en el que el comportamiento y la
personalidad se van refinando y el corazón se purifica en un proceso por el que
se avanza siendo su comienzo la obediencia hasta que esta se transforma en amor.
La intimidad con Allah provocada por el amor es el siguiente paso con el que se
entra en la Wilâya particular. Hasta
ese momento, el saber y la práctica se han ido recogiendo de la Revelación (el
Corán y la Sunna), es decir, el musulmán se ha atenido al Mandato
de Allah (el Amr). Pero a partir del
instante en que el amor lo sumerge en su Señor, su inspiración la recoge de la
Acción de Allah (Fi‘l), es decir, ya no solo escucha lo que Allah le ordena sino
que se entrega por completo y fluye con
Allah. La Ley le ha servido para acercarse, y ahora la Sharî‘a se convierte en su voluntad misma.
Se trata de una sustitución que da origen al término bádal. Ha tenido lugar una trasformación
(bádal), palabra que sirve de nombre
a quien tiene lugar en su seno ese cambio y avanza con un espíritu nuevo hacia
Allah. Es el que ha dejado de forcejear consigo mismo y ha encontrado la paz en
su seguimiento del Islam.
El bádal
ha entrado en la privacidad, habiendo dejado atrás al peregrino que había sido
hasta entonces. Es un wâsil, alguien
que ha llegado y ha comunicado con su Señor. Ha llegado a un punto en el
que su voluntad (irâda) ha
sintonizado con la Voluntad (Irâda), y su existencia es otra,
él es otra persona (matices todos
ellos concentrados en el término bádal,
que ha suscitado interpretaciones místicas como la de que el bádal
es el que ha cambiado de forma y ha dejado su sitio a otro semejante a él,
etc.): “Ha amanecido, y ya no tengo mis antiguas esperanzas y deseos. Espero,
pero ya no aguardo nada prometido”.
Esta sustitución
de su voluntad en el principiante va acompañada de rupturas sorprendentes con
la vida habitual. En los textos sufíes se nos dice que el bádal lo es a partir del momento en que la tierra se pliega bajo
sus pies y puede recorrer distancias enormes en poco tiempo. Es el Tay
al-Ard, el repliegue del mundo formal ante el que lo ha trascendido.
El Imâm al-Yîlânî dijo: “La tierra
entera está bajo mi juicio, está en mi puño como un polluelo de paloma. Cubro
con un paso la distancia que separa el nacimiento del sol de su lugar de ocaso.
La salida del sol en el remoto horizonte y luego su puesta, son para mí el
instante de un paso, y son como una pelota con la que juego sobre la palma de mi
mano. Voy con ellos, cubriéndolos en un solo parpadeo”.
Estos signos
acompañan necesariamente al que sumerge su ser en la plenitud de lo infinito.
Es más, su ausencia indicaría lo contrario, pues quien se ha trasformado vive
la trasformación del mundo en su propio ser. Lo que antes era penoso, se torna
sencillo; lo que antes exigía esfuerzo, ahora está sumido en la
instantaneidad.
En medio de
este mundo, los abdâl están inmensamente lejos de la severa rigidez de la
naturaleza de las cosas. Han retirado el velo de la causalidad para contemplar
el Poder Creador, para el que no hay leyes. Son singulares entre el común de la
gente, que se afana en una cotidianidad de la que los abdâl solo participan aparentemente. Sus cuerpos siguen entre las
gentes, pero sus corazones nadan en un universo cuyo ritmo es la Libertad de
Allah. Los prodigios que realizan (las
karâmât), como recorrer distancias
en poco tiempo, volar, ser invisibles, amansar fieras, sanar a enfermos, son
dones que les son hechos que acompañan sus propias experiencias.
La Karâma
Karâma
viene de Káram, generosidad. Se trata de una dignidad conferida por Allah al wali,
el que se ha acercado a Él, con el que honra su esmero. Se traduce en carismas,
milagros y prodigios que tienen lugar a manos de los awliyâ.
El concepto de Karâma puede ser
analizado a diversos niveles. Para empezar, es una distinción con la que el wali
se sabe respaldado por Allah. Por otro lado, es el concomitante necesario de su
propia trasformación. Su equivalente en un profeta es la mú‘yiça,
el milagro con el que un enviado desafía
a su pueblo y lo obliga a aceptarle. Pero mientras la mú‘yiça
cumple una función social y entra dentro de la historia de los profetas como
actos que demuestran su sinceridad, la karâma
del wali pertenece al ámbito de su
intimidad y su relación con Allah. Con la mú‘yiça
de un profeta, Allah se ofrece a la humanidad; con la karâma del wali, Allah
acompaña el proceso del que se acerca a Él.
Mientras la
gente duerme, el sufí pasa las noches en vela consagrado a la meditación y
adorando a su Señor. Mientras la gente come, el sufí ayuna para sumergirse en
la contemplación de su Señor. Todos sus pasos han ido dirigidos hacia Allah, y
ello lo ha sacado definitivamente del mundo del común de los hombres. Se ha
purificado más de lo que ha hecho el resto de los musulmanes, y ello lo ha
introducido en un espacio reservado a aquellos que avanzan hasta quedarse a
solar, gracias a su resolución, con la Verdad que genera todas las cosas. Y ahí
es donde esa orientación da un fruto que es la karâma,
según un hadiz en el que Allah mismo dice: “Aquél
que se me acerca con actos de su voluntad más allá de lo que Yo he ordenado a
todos, hace que Yo me acerque a él. El que me ama
hace que Yo le ame. Y aquél al que amo, me convierto en el ojo con el
que ve, el oído con el que oye, la mano con la que toca, el pie con el que
camina”. En otro hadiz, Allah añade: “...y
se convierte en un servidor señorial que, cuando dice a algo ‘sé’, esa
cosa es”.
El Imâm al-Yîlânî
definió la karâma así: “La karâma es
el resultado de la proyección de la luz de la verdad sobre el corazón del
wali, una luz que proviene del manantial de la Luz Universal mediada por un
desbordamiento trascendente. Se materializa al margen de la voluntad del wali.
Con esa luz con la que refuerza su corazón, Allah realiza, por medio de los
awliyâ, prodigios y milagros”.
Las karâmât
aparecen al poco de iniciarse el sufí en la severidad del Camino. Cuando rompe
decididamente con el mundo formal, crece la fuerza de su corazón y el poder de
su aspiración (himma), que lo está trasformando personalmente, revierte sobre lo
que le rodea y comienza a obrar prodigios que van creciendo en intensidad. Pero
tal vez aún no esté preparado para asumir el verdadero significado de la karâma
y ésta, en lugar de ser un signo, se convierte en un peligro que amenaza su
avance. Efectivamente, la soberbia puede apoderarse del principiante y
desviarle, y vuelve al mundo revestido de un poder del que pretenda sacar
provecho personal. En realidad, en esa fase, la karâma
no es tal, sino que ha sido una prueba
(istidrây) en la que ha fracasado.
En los primeros instantes es imprescindible la asistencia del maestro que
reoriente al discípulo, obligándole a ocultar e incluso volver la espalda a lo
que le sucede y pueda así continuar su camino.
Todos los
maestros sufíes coinciden en recomendar mantener en secreto la karâma
de la que disfrute algún discípulo. Es más, enseñan que al igual que Allah
ha ordenado a los profetas hacer milagros en público, a los awliyâ les ha ordenado guardar los suyos en secreto. En definitiva,
el mayor de los obsequios que Allah hace a los suyos, la mayor de las karâma-s
es la rectitud (istiqâma), y así se dice que la mejor karâma es la istiqâma,
que consiste en actuar conforme al canon del Profeta. Shantufi y Yâfi‘î
cuentan que en cierta ocasión el Imâm al-Yîlânî contó que había venido
hasta él un joven volando en el aire con la intención de arrepentirse de sus
faltas; alguien que estaba oyendo las palabras del Imâm se quejó diciendo que
de qué podía arrepentirse alguien que pudiera volar como fruto de su devoción,
y el Imâm le respondía: “Vino a
arrepentirse de volar”.
En cualquier
caso, la karâma, bien entendida, es
un obsequio de Allah con el que respalda al sincero, afirmándolo en su rango
haciéndole estar al margen de las reglas que rigen el universo. La karâma
es un signo positivo cuando recompensa los esfuerzos del wali, el cual ha debido cumplir rigurosamente con las órdenes dadas
por Allah a través de la Revelación, es decir, ha seguido estrictamente la Sharî‘a,
profundizando con severidad en ella hasta que esta le ha abierto las puertas de
otro mundo.
El Taklîf
La palabra Taklîf
significa encomienda. Allah ha
ordenado a toda persona adulta en uso de
sus facultades racionales (el mukállaf)
obedecer al Corán y a la Sunna (la Sharî‘a,
la Ley). Todo mukállaf, por tanto, tiene la obligación de someterse a la Sharî‘a.
El Taklîf, la orden de ajustarse
a la Ley pesa sobre todos los musulmanes adultos en posesión de sus
facultades racionales, sin excepción. Ahora bien, pues la Sharî‘a es un camino, ¿se mantiene el Taklîf una vez que se haya alcanzado la meta, que no es otra que la
Presencia de Allah?
Con mucha
frecuencia se ha acusado a los sufíes de haber sostenido que el Taklîf
desaparece una vez el aspirante haya conquistado a su Señor, quedando entonces
abolida la Sharî‘a para él, pero
esto es falso. El Imâm al-Yîlânî dijo: “Las
prescripciones no son anuladas en ningún caso”. Así, pues, todo lo
contrario, los maestros coinciden en señalar que el ajustamiento a la Ley se
hace aún más intenso a partir del momento en que el sincero se pone ante
Allah.
Lo que sí es
cierto es que los sufíes enseñan que la Sharî‘a
cambia de función. Mientras que para el principiante es un camino en el que
debe domeñar sus inclinaciones hasta conformarlas a la Voluntad de Allah,
superando los estados de negligencia, pereza y comodidad, haciendo un constante
esfuerzo por mantenerse recto sobre la Ley, la Sharî‘a,
para el que ha alcanzado la meta, se trasforma en un don de Allah sobre el que
reposa. Por ello, el Profeta (s.a.s.) enseñó que el Salât, para él, era
fuente de alegría, descanso y ‘frescor para sus ojos’. Mientras que el
principiante debe hacer un esfuerzo y estar atento a las normas, el wâsil, el que ha
llegado hasta Allah, disfruta directamente de las bendiciones que emanan de
cada orden de la Ley. En realidad, eso es a lo que se llama wusûl:
a lo que llega el sufí es a la bondad contenida en aquello que al principio
requiere de un esfuerzo. Alcanza el fruto tras haber trepado por el árbol.
El Taklîf,
la orden dada por Allah para que toda persona adulta en uso de sus facultades
mentales se mantenga ajustado a la Ley, tiene, por tanto, una vigencia absoluta
en todo momento y en toda circunstancia. Es más, el que está inmerso en la
contemplación de la Verdad debe interrumpir su retiro para cumplir con las
demandas de la Sharî‘a, que
consiste en hacer justicia a las exigencias de cada realidad. No sólo el espíritu
debe ser alimentado con el paladeo de las esencias, sino que el cuerpo tiene
derechos que hay que atender, así como a los seres que rodean al sufí.
Desatender esos derechos sería una negligencia que anularía el sentido de unidad
que debe regir todas las aspiraciones del sufí. A esto se le llama Hifz
al-Hudûd, la atención que
debe ser prestada a los límites. Todo tiene un límite que debe ser
observado, y la Ley es la que marca los derechos y los deberes.
A pesar de
estar todo lo anterior claro en las enseñanzas de los sufíes, las
extravagancias de algunos han hecho suponer que los maestros sostenían la Suspensión
de la Ley (Isqât at-Taklîf).
Efectivamente, la inmersión en el Fanâ
(la muerte del yo en la Verdad de Allah)
provoca a veces una enajenación que no permite atender a las exigencias de la Sharî‘a.
Se trata del caso del loco de Allah
(el maÿdzûb) que
pierde el discernimiento en medio de la pasión. Pero el maÿdzûb
queda eximido del cumplimiento de la Ley por su misma condición al haber
perdido el dominio sobre su razón. No obstante, el maÿdzûb
no es nunca maestro y no formula un pensamiento coherente. Perdido en la Unidad
Esencial, no tiene contacto ya con el mundo formal por designio de Allah mismo,
que ha decidido quedarse con él. Es un ser bendito al margen del universo, pero
no representa al Camino. Fuera de estos casos excepcionales, el sufí está
obligado a mantener los límites y respetar las formalidades de la Ley, siendo
el estado de quien reúne en su ser la Esencia y la ley el más completo de
todos, y es el caso de los Perfectos (Kúmmal),
a semejanza del Profeta (s.a.s.).
Los excesos de
los maÿdzûb,
sin embargo, han servido de pretexto a los que acusan a los sufíes de zándaqa,
es decir, de abolición de la Ley. Es
falsa esa acusación, pero ha perseguido a muchos maestros cuyas enseñanzas han
sido confundidas al no tener en cuenta el nivel al que hablaban o los casos a
los que se referían. Pero una análisis atento y justo demuestra con facilidad
que jamás negaron la vigencia perpetua del Taklîf;
es más, tal como hemos visto, sostuvieron que conforme se avanza en el Camino
la asunción de la Ley se intensifica.
Wilâya y Nubuwwa
La Wilâya,
junto a su definición y estimación de su rango en el conjunto de la comunidad
musulmana, ha sido objeto de estudios pormenorizados en los tratados sufíes.
Consiste en una estrecha intimidad con la Verdad que alza espiritualmente al
hombre por encima del común de sus contemporáneos. La Wilâya es un mundo misterioso que rompe con lo que resulta familiar
a las personas comunes. El wali, el
que ha entrado en el terreno de la Wilâya,
es un sabio cuya presencia bendice la tierra. Está rodeado de secretos, si visión
penetrante recoge lo que hay de esencial en las cosas, su aspiración abate obstáculos,
y es venerado por los que reconocen los signos de la Wilâya.
Con frecuencia, el wali se rodea de
discípulos, crea escuela y su nombre atraviesa el tiempo. Su tumba es un lugar
de reuniones, y su magisterio se mantiene incluso después de muerto. Pero lo más
importante, es la razón de la Wilâya,
la clave de su existencia. La Wilâya
es un compromiso que vincula entre sí al hombre concreto con el Señor de los
Mundos, y lo rescata de la ignorancia, la idolatría y la dejadez. Es, por
tanto, un trastrocamiento absoluto que deja al descubierto aquello de lo que es
capaz el ser humano en su profundidad más abismal.
Por su parte,
el Nabí, un profeta,
es aquél al que Allah ha elegido para trasmitir un mensaje entorno al que nace
una nación. Se dirige a su pueblo, o a la humanidad entera (como en el caso de
Sidnâ Muhammad -s.a.s.-), y es jefe de una comunidad que atiende a todas las
necesidades de la vida del hombre. La Nubuwwa,
la profecía, cumple una función
social, aparentemente de rango inferior a la de la Wilâya.
Pero esto es así solamente en apariencia, y esto ha llevado a confusiones que
son origen de otras acusaciones vertidas contra el sufismo que vendría a enseñar
que el grado de la Wilâya es
superior al de la Nubuwwa. Pero en
realidad -y en ello también coinciden todos los maestros-, el grado de la Nubuwwa
es infinitamente superior al de la Wilâya.
Para empezar,
la Wilâya está subordinada a la Nubuwwa.
Un Nabí sirve de iniciador para toda
la gente, y proporciona un mensaje que, leído según el nivel de cada cual,
ofrece respuestas para cada necesidad concreta. El que está destinado a la Wilâya
encuentra en la enseñanza del profeta las claves que desencadenarán su evolución
espiritual, al igual que aquél que sólo aspira a una reconciliación con su Señor
halla en las palabras del profeta consuelo y una vía sencilla. Pero, en
cualquier caso, la Wilâya surge en
el seno de un mensaje profético anterior. Es más, la Wilâya
es el espíritu que el profeta lega a su comunidad, para aquellos que deben
alcanzarla. Podría decirse que la Wilâya
es la parte interior de la Nubuwwa,
la cual es lo que da cuerpo a ese espíritu y lo hace posible. Por tanto, cada wali
es deudor del profeta que lo haya inspirado.
Muy por encima
del sufismo y la Wilâya, los anbiyâ (profetas)
son arquetipos para los awliyâ, y
con ello surge la noción de Qádam,
el Pie del Profeta. En su progreso espiritual, un sufí perfecciona una
virtud en concreto que tiene su cumbre en la experiencia espiritual de alguno de
los profetas. Se dice entonces que pone su pie sobre el Pie de un profeta,
alcanzando la cumbre de esa perfección. Con ello, ese sufí se hace Qutb,
el Polo o Eje de una Virtud.
Así, la Generosidad era el secreto de Abraham, la Satisfacción era el secreto
de Isaac, la Paciencia era el de Job, la Alusión era el de Zacarías, el Exilio
era el de José, la Lana era la virtud de Juan, el Desapego era el secreto de
Jesús y la Pobreza era la virtud de Muhammad (s.a.s.). Por ello, en la
literatura sufí encontramos expresiones como la de que tal era ‘isawi o tal
otro tiene tuvo una espiritualidad yûsufí, etc., en referencia al profeta
modelo de su conquista espiritual, habiéndose asentado sobre su Pie. La
plenitud absoluta está en el Pie Muhammadiano, que corresponde al Polo
de los Polos (el Gauz).
El espíritu de
cada profeta, por tanto, es un arquetipo para el sufí, estando ese nivel por
encima del rango de la Wilâya. La Nubuwwa tiene
un valor ejemplar que la sitúa en el horizonte de aquello a lo que aspira el
sufí, pero además la Nubuwwa tiene
otras dos características que la hacen singular y definitivamente la diferencia
de la Wilâya.
Para empezar,
el Nabí ha sido elegido por Allah.
Mientras que la Wilâya puede ser
alcanzada por el esfuerzo humano, la Nubuwwa es un don que depende de la liberalidad de Allah. La Wilâya
es una recompensa, pero la Nubuwwa es
puro desbordamiento de la Verdad, y lo que Allah da es mejor que lo que el ser
humano puede ganar.
A ello hay que
sumarle otra característica que hace de la Nubuwwa
algo especial. La Nubuwwa va acompañada
de ‘Isma, una especial
protección que hace de los profetas hombres infalibles. Efectivamente, para
poder cumplir su misión, un profeta no puede equivocarse ni cometer deslices,
pues cada uno de sus actos es ejemplo para su nación. Para ello, Allah lo
resguarda de un modo que lo pone a salvo de cualquier error o torpeza. Cada
profeta es un Ma‘sûm,
alguien inhabilitado para el error y la torpeza. Tal característica no es
necesaria en un wali, cuya perfección
es un asunto personal. Ciertamente, el wali
goza de una protección, el Hifz,
con la que Allah lo protege hasta cierto punto, pero que no lo pone a salvo del
error y la torpeza de modo definitivo, quedando así distinguidos los dos
rangos, el del walí y el del nabí.