JUTBAS
Primera
Parte
El
sentir del musulmán, lo que lo hace ser, lo que lo motiva, todo ello se fragua
en la ‘Ibâda, en el reconocimiento de Allah como su Único Señor, en su
recogimiento ante Él, en su fluir con la Verdad que lo ha creado y sostiene, es
decir, en su Salât, su Dzikr, su recitación del Corán, en su ayuno, en sus
noches de entrega a su Dueño,... El Islam no es sólo la ‘Ibâda. Es, sin
duda, mucho más. Pero la ‘Ibâda es su punto de arranque, algo que jamás
debe ser desatendido y por ello nunca se insiste lo suficiente sobre su
importancia.
A
primera vista puede parecer que damos demasiada importancia a unas formalidades
de las que podría desentenderse quien estuviera ‘evolucionado
espiritualmente’, pero en realidad estamos poniendo el acento simplemente en
lo esencial, en lo que no puede ser resumido en palabras porque es el detonante
de todo. Además, nadie alcanza unas cúspides definitivas que lo eximan de un
avance, por lo que la ‘Ibâda es una necesidad que acompaña a cada ser humano
hasta su muerte. El Corán nos dice: “Sométete a tu Señor hasta que te
llegue la certeza”, y los comentaristas están de acuerdo en que la certeza,
el yaqîn, es la muerte, por lo que el llevar la frente al suelo ante
Allah debe hacerse hasta el último momento. Allah está en lo infinito y la
vida no es suficiente para alcanzar su fondo, y por ello tenemos que olvidar la
excusa de una ‘evolución espiritual’ que nos exima del esfuerzo. No es más
que una justificación para la pereza y signo precisamente de que queda mucho
por hacer.
Rasûlullâh
(s.a.s.) dijo en cierta ocasión que la tierra entera había sido convertida
para él en mezquita. El universo en su totalidad es un espacio inefable para el
musulmán, un lugar puro en el que reconocer a Allah. Ya no hay lugares sagrados
y lugares profanos, lugares mejores o peores, lugares preferentes o
de segunda categoría, todo ha sido igualado por la Revelación del Corán.
Con el Islam ya no hay una jerarquía en el espacio. Puede haber sitios más
densos en su espiritualidad, más radiantes de Báraka, como Meca y Medina y las
mezquitas, y también algunos pocos -que dependen de circunstancias determinadas
porque produzcan dispersión en el ánimo- en los que se recomienda que el
musulmán no realice en ellos sus recogimientos, pero en general, el universo
entero es una mezquita para la ‘Ibâda, un lugar apropiado para reconocer la
Presencia Abrumadora de Allah, el Señor de los Mundos, de todos los Mundos.
Las
mezquitas como tales son edificios señalados para el encuentro entre los
musulmanes. Son lugares en los que se construye algo esencial: la comunidad,
la ÿamâ‘a de los musulmanes. En las mezquitas es donde se da forma y
consistencia al Islam, son lugares en los que el Islam toma cuerpo y se hace
real, donde deja de ser una simple vocación personal para adoptar una
envergadura en la que el individuo es capaz de ver más allá de sí mismo y
compartir su sumisión a Allah y con ella crear un mundo mejor. Siempre ha sido
de las mezquitas de donde ha surgido un espíritu vivificante que ha renovado
las energías de los musulmanes.
Las
mezquitas formales son el complemento imprescindible de cada musulmán, son su
prolongación, su contacto con la verdadera dimensión de su propio Islam, que
no es una cosa limitada a su persona sino algo que se le compromete, le desborda
y congrega a la humanidad entera y la aúna bajo los auspicios de una
sensibilidad común. El musulmán se expande con la mezquita, se agiganta en
ella y deja atrás todo aislamiento nocivo para su verdadero progreso. Por
supuesto, de los roces saltan chispas y toda comunidad tiene sus más y sus
menos, sus momentos altos y sus momentos bajos, pero evitar enfrentarse a la
realidad no es más que enclaustrarse en las fronteras de una búsqueda egoísta
de la autosatisfacción espiritual, muy desaconsejada en el Islam porque no es
real ni se verifica en la Rahma, en la Misericordia Creadora.
El
acento que ponía Rasûlullâh (s.a.s.) en la necesidad de realizar los
principales actos del Islam -las ‘Ibâdas- en comunidad es una demostración
suficiente sobre el papel esencial que desempeña el contacto con los demás
para que realmente tengan sentido y eficacia esas prácticas. El retraimiento no
es indicio de rigor y seriedad, sino de todo lo contrario, es una huida de la
confrontación y de la posibilidad de conocerse a sí mismo y conocer las
limitaciones de cada uno. La frustración que nos puede crear el encuentro con
algunos no es excusa válida para desatender un principio básico del Islam como
es que sólo en el intercambio se crece.
Rasûlullâh
(s.a.s.) dijo que el musulmán es hermano del musulmán, para que haya una
relación de fraternidad entre nosotros; pero sobre todo dijo que el musulmán
es espejo del musulmán, pues nos reconocemos en nuestros semejantes. Si huimos
de ellos, huimos de nosotros, y no vamos a ninguna parte. Es cuando tenemos la
ocasión de envidiar, de sentir celos, de odiar, de ser avaros, de
derrumbarnos,... es entonces cuando podemos corregirnos, pero si simplemente lo
almacenamos jamás seremos capaces de sanar nuestro corazón, donde seguirán
anidando esos venenos y esas debilidades. Pero para darnos cuenta de esas
miserias necesitamos también de lucidez, porque tendemos a acusar a los demás
para no ver nuestros defectos. Y esa lucidez la obtendremos prestando atención,
siendo sinceros con nosotros mismos, aprendiendo de maestros,... El Islam, al
insistir en que los musulmanes creen una comunidad, posibilita el marco en que
ello sea posible. Y las mezquitas simbolizan perfectamente esa aspiración.
Por
ello es enormemente meritorio participar en la construcción de las mezquitas,
en su mantenimiento, en su limpieza, y es obligado ser cortés y amable en
ellas, no levantar la voz, no molestar a nadie, no impedir el paso,... al
contrario, es obligado recogerse con la intensidad que exige el estar en un
lugar de una importancia tremenda. Las mezquitas son nuestras, de los
musulmanes, y en ellas está la simiente de nuestra comunidad, de nuestro
futuro. No son de ninguna institución, no pertenecen a ninguna organización,
no las debe gobernar ninguna casta. Son de Allah, son Buyûtullâh, Casas
de Allah, de todos los musulmanes. Si las abandonamos caerán en manos de
desaprensivos sin escrúpulos.
En
el Islam todos somos iguales y debemos participar en él para erigirlo. De otro
modo, delegaremos en otros lo que nos atañe. Dar vida a las mezquitas es
esencial, y su vida somos nosotros, nuestra presencia y nuestra atención. Sólo
así evitaremos que nazca en el Islam una Iglesia que nos sustituya, una
institución que nos anule y nos domine. El Islam nos ha sido obsequiado por
Allah y no podemos rechazar su don ni relegarlo, sino disfrutarlo y comunicarlo.
Así lo han entendido siempre los musulmanes, y sólo hoy empezamos a olvidar
esto, que es esencial.
Es
necesario que recuperemos las mezquitas y todo lo que implican. Tenemos que
hacerlas lugares vivos en los que se cumpla la ‘Ibâda, en los que se estudie,
en los que se descanse, en los que se esté a gusto, en los que se reúnan los
musulmanes para decidir sobre sus asuntos comunes, en los que brille la Luz de
Allah... Es nuestra responsabilidad.
al-hámdu
lillâh...
du‘â ...