SHAIJ 'ALI AS-SANHAJI
El shaij 'Ali as Sanhaji era conocido con el nombre de
'el vagabundo', término que puede entenderse tanto en sentido físico como
espiritual. Para la gente de Fez su santidad era tan evidente como el lucero del
alba. Era un loco de allah en el sentido de los malamatiyya (los que
intencionadamente atraen sobre sí las críticas de los demás) y se hallaba
constantemente en el estado de atracción divina. No tenía hogar ni familia. Con
su capacidad para revelar lo oculto, podía ver las intenciones de las personas
que encontraba. No le preocupaban las alabanzas ni las censuras. Así, a veces
entraba en las casas de los meriníes, donde las mujeres y los niños se agolpaban
a su alrededor para besarle las manos y los pies, sin prestar atención a nadie.
Le regalaban costosos vestidos y joyas, y el propio sultán le daba vestidos
lujosos. Pero él, apenas salía, regalaba todo lo que había recibido y, con su
vestido lujoso, pasaba rozando las tiendas de los comerciantes de aceite para
que su vestido se manchara. Durante su constante vagabundeo invocaba sin cesar
el nombre de allah. Nadie sabía donde vivía. Cuando murió, la gente acudió en
masa a su funeral y se repartió las tablas de su féretro, su estera de salá y
sus vestidos. Murió en el año 950 de la Hégira y fue enterrado en el exterior de
la puerta de al-Futuh. Incluso el sultán y los doctores estuvieron presentes en
su entierro.
Entre las hazañas que la gente le atribuye se cuenta el siguiente: un día se
detuvo frente a una casa, sostuvo el dintel de la puerta con la mano y gritó:
“¡oh habitantes de esta casa, salid, salid!”. Cuando todos los que estaban
dentro hubieron salido, él retiró la mano y la pared se derrumbó.
En una ocasión entró de pronto en el patio interior de una casa, donde había una
mujer completamente desnuda que lavaba su ropa. Pero él extendió los brazos y
cogió al vuelo a un niño que en aquel momento cayó del tejado. “por eso he
entrado”, dijo a la asustada mujer, le dio el niño y se fue.
Una vez un comerciante de Fez, que entraba en la mezquita Qarawiyyin para hacer
la oración de la mañana, le vio sentado en el umbral de la mezquita comiendo
pepinos. Era día de mercado (jueves) y el comerciante, mientras hacía la
oración, consideraba cuánto podía ofrecer por un burro que deseaba comprar.
Cuando salió de la mezquita vio a ‘Ali as Sanhaji todavía sentado en el umbral
comiendo pepinos. El comerciante pensó para sí “sería mejor que, en vez de comer
pepinos, hiciera la oración”, a lo que el shaij respondió en voz alta: “es mejor
un desayuno de pepinos que una oración de burro”.
(salwat al-anfas)
MULAY AS SIDDIQ
Mulay as Siddiq, murió hacia 1939 y procedía de una
familia distinguida de Fez. De joven había iniciado una prometedora carrera de
abogado cuando conoció a un maestro que vagaba por el país como un ‘loco de
allah’. Se hizo discípulo suyo y adoptó el mismo modo de vida. Cuando se enteró
de que su hermano había hablado de él con rabia y disgusto, fue a su casa en un
momento en que no había nadie en ella y limpió el suelo de todas las
habitaciones con las manos. Desde aquel día, sus familiares le dejaron en paz.
La mayor parte del tiempo viajaba. Pero cuando visitaba Fez se instalaba en un
pequeño cementerio que lindaba con la casa en la que yo vivía en esa época. El
cementerio estaba completamente lleno de tumbas y lo rodeaba un muro. En un
rincón crecía una alta palmera solitaria y en uno de los lados había una hilera
de pilares medio en ruinas, ante la cual ese hombre extraño tendía una estera
para albergar a su mujer y sus hijos. En este marco, que me recordaba los
cuadros sobre la adoración de los Reyes Magos pintados por los antiguos, recibía
a sus discípulos, la mayoría de ellos gente pobre e inculta, pero a veces
también personas de las clases altas.
Todas las mañanas recorría los mercados con sus discípulos mas fieles cantando
‘la ilaha illa allah” y recibiendo limosnas. Llevaba un tasbih enorme, de
cuentas grandes como manzanas, que le daba dos vueltas alrededor de su cuello y
colgaba sobre su cuerpo redondo y pesado. Se apoyaba en un bastón. Su rostro
impenetrable, de rasgos algo mongoloides, estaba coronado por un imponente
turbante de color verde azulado. Detrás de él iba siempre un hijo del desierto,
hercúleo y tuerto, vestido con trozos de cuero mal cosidos que apenas cubrían su
cuerpo moreno y musculoso. Se le podría haber tomado por un salteador de caminos
de no ser por la mirada de niño, llena de bondad, de su ojo único. Él era el que
llevaba la bolsa de las limosnas.
A veces todo el grupo entraba en una casa en la que se celebraba una fiesta. Los
hombres se sentaban en circulo en el patio, y cuando, según la costumbre, el
dueño de la casa servia el té, Mulay as Siddiq cogía la bandeja de cobre usada
para llevar los vasos de te y el martillo que sirve para romper el azúcar y,
entonando una cancioncita utilizaba estos utensilios como instrumento para tocar
un acompañamiento ensordecedor. Sus discípulos se ponían de pie, se tomaban de
la mano y, recitando con el nombre de allah, empezaban a danzar. Yo misma
presencié en una ocasión como unos ancianos medio paraliticos que habían seguido
al extravagante maestro con grandes dificultades, arrojaban de pronto sus
muletas y, como si estuvieran en trance, se unian a la danza. Cuando finalmente
Mulay as Siddiq interrumpió la danza y todo el mundo se sentó, las mujeres que
habían contemplado la escena, lanzaron monedas y joyas con gritos de júbilo.
Cuando la bolsa de las limosnas estaba llena, compraban cuscus, carne y verduras
y, en el cementerio que el grupo utilizaba como lugar de reunión, se preparaba
una gran comida en un fuego al aire libre a las que estaban invitados todos los
pobres del barrio.
Mulay as Siddiq no aceptaba a ningún discípulo que no pusiera a su disposición
todo cuanto poseía. A veces el maestro le devolvía una parte para que pudiera
cumplir con sus obligaciones. Todo lo demás se lo daba a los pobres.
Este ‘loco de dios’ resultaba desconcertante para las gentes cultas, las clases
medias lo consideraban como una mezcla de benevolencia y diversión. Pero muchos
pobres, mozos de cuerda, jornaleros y arrieros, así como no pocos artesanos, e
incluso algunos hombres y mujeres cultos, sentían por él tal veneración que en
su presencia se comportaban como niños tímidos.