LOS SAHABA

radiallâhu ‘ánhum aÿma‘în

 

         Desde los comienzos de su vida como Mensajero que trasmitía a los seres humanos la Voluntad de su Señor, Sidnâ Muhammad (s.a.s.) estuvo rodeado de los mejores de entre sus conciudadanos. Fue seguido, aceptado y auxiliado por hombres y mujeres, incluso niños, que estuvieron a su lado, recogiendo con devoción sus palabras, cumpliendo sus órdenes y trasmitiéndolas a las generaciones posteriores. Son los Sahâba, los Compañeros de Muhammad (s.a.s.), la comunidad más noble que haya conocido la humanidad.

         Fueron Compañeros de Muhammad. Esta expresión llama nuestra atención. Jesús tuvo discípulos; era un rabino en torno al que se reunieron gentes con las que mantuvo las relaciones propias entre maestro y alumnos. Por supuesto, había algo más. Jesús (Sidnâ ‘Îsà, ‘aláihi s-salâm) era profeta, y sus seguidores constituyeron una comunidad llamada a ser la depositaria de sus enseñanzas, pero el entorno judío definía las formas de relación: él fue maestro que comunicaba las verdades de la Torah, reinterpretadas bajo la luz de su misión profética.

 

         En el caso de Sidnâ Muhammad (s.a.s.) nos encontramos con algo nuevo y radicalmente distinto. La relación que entablaba con sus partidarios era la Suhba, la Compañía. Esto implicaba que la comunicación del saber, la transmisión de la Revelación, se realizaba en otro tipo de contexto, en el que el elemento que vinculaba al Profeta y a los suyos era el de la mutua simpatía. Muhammad (s.a.s.) comunicaba por la fuerza de su espíritu, por la belleza de su presencia, a quienes sentían afinidad hacia él, y esto desde el principio. Realmente, él nunca dio “clases”, ni interpretaba una “ley” para discípulos, sino que hablaba a sus Compañeros, y no desde una cátedra, ni desde el rango de “maestro” -título que nunca se le ha dado en el Islam, aunque por supuesto fue “maestro” en el sentido más auténtico del término-, sino desde el sentido de comunidad. Es fácil darse cuenta de ello cuando recordamos el tono y el contexto de sus hadices.

 

Mientras que el cristianismo pronto estableció jerarquías al modo de la sinagoga, e incluso aún más férreas, el Islam se mantuvo fiel a ese modo de comunicación basado en la amistad más que en la subordinación a un maestro. La condición que cualquier maestro de espíritu en el Islam, por ejemplo, pone a sus discípulos es el Sidq, la sinceridad, la autenticidad, base para toda Compañía verdadera. Cuando una vez pregunté a un sufí cómo se conseguía esa virtud, la de la Sinceridad que permite aprender realmente el Islam, me respondió: “Acompañando a los sinceros, al igual que el perfume se le pega a todo el que entra en una perfumería”.

 

El propio Rasûlullâh (s.a.s.) se igualó a sus Compañeros (radiallâhu ‘anhum aÿma‘în), y los consideró, a cada uno de ellos, fuentes del Islam para las generaciones posteriores. Él mismo (s.a.s.) dijo: “Mis Compañeros son como estrellas. A cualquiera de ellos que sigas, estarás bien guiado (as-hâbî kan-nuyûm; bi-áyyihimu qtadáita htadáita)”. Estas palabras de Sidnâ Muhammad (s.a.s.) son de un resplandor especial, y quien tiene sensibilidad espiritual no deja de intuir la revolución que conllevan. Rompen con las jerarquías, con las verdades definitivas, con los caminos exclusivos. Sidnâ Muhammad (s.a.s.) no se nos presenta como un maestro celoso de su saber que clasifique a sus discípulos o ponga a uno de ellos a la cabeza de la escuela que funda. Consciente de su propia grandeza, sabía que todos aquellos que hubieran intimado con él participaban de su secreto, de la Verdad que palpitaba en él, pues la trasmitía no en medio de enseñanzas formales sino por la comunión de la simpatía, infinitamente más eficaz que cualquier otro sistema de transmisión.

 

         Los Sahâba, que fueron miles, son hombres y mujeres con nombres propios, y sus vidas fueron recogidas por las generaciones posteriores, pues junto al Profeta fueron protagonistas de los principios del Islam. Por su cercanía a Sidnâ Muhammad, aunque solo fuera por ello, estaban iluminados por la irradiación de su eficacia espiritual. Y pues el objetivo del Islam era y es hacer de cada persona un califa, una criatura singular, única y soberana, ellos son los exponentes del éxito de ese propósito. Es fácil rastrear y calibrar la fuerte personalidad de cada uno de ellos. Ninguno fue mezquino, y sostuvo con firmeza el carácter de su propia singularidad, y desde este enfoque hay que analizar incluso las divergencias que surgieron entre ellos. A pesar de sus diferencias, lo que vale de su ejemplo es precisamente la fortaleza excepcional de sus posiciones, y cada uno de ellos nos vale como ejemplo. Lo importante no es la opinión personal de cada uno de ellos, pues todas son válidas, sino el conjunto, en el que descubrimos lo que el Islam potencia: la disparidad de opiniones que hace del Islam un espacio de riqueza impresionante. Sólo quienes son incapaces de asumir esa riqueza se convierten en fanáticos partidarios de una sola opinión.

 

         El mismo Ibn Taymiyya, tan poco predispuesto a tolerar la diversidad dentro del Islam, tenía que reconocer en su profesión de fe musulmana que el Islam obliga a respetar las decisiones de los Sahâba, lo que nos lleva a integrar dentro de él posiciones opuestas. El hadiz del Profeta (s.a.s.) en el que compara a sus Compañeros con las estrellas ha servido para proteger el Islam del uniformismo. ¡Ojalá siga haciéndolo! Y por ello, las biografías ricas de los Sahâba, obligando a respetar lo diferente, deben seguir orientando las exposiciones del Islam. Son el testimonio de la grandeza del Islam.