Ibn ‘Arabi y Shayj al-‘Alawi:

La letra de la Revelación

 

            Unos siete siglos aproximadamente separan las trayectorias vitales de dos grandes maestros de la espiritualidad musulmana, el andalusí Ibn ‘Arabi (1165-1240) y el argelino Shayj al-‘Alawi (1869-1934); sin embargo, entre ambos extremos se extiende un hilo conductor sostenido sobre una tradición firmemente enraizada en el mundo musulmán que permite una continuidad que actualiza sus enseñanzas, tenidas a la vez por complejas y fundamentales. El primero, Ibn ‘Arabi, dada la monumentalidad de su obra, la fascinación que produce su personalidad y su pertenencia a una época dorada de la historia del Islam, ha gozado de un interés creciente entre los estudiosos y se le reconoce como uno de los genios de la humanidad en lo que se refiere al pensamiento y la experiencia mística.

 

Por su parte, el Shayj al-‘Alawi se preocupó más por revitalizar un Islam en franca decadencia y crear una escuela que perpetuara su labor dentro del espíritu de la tradición sufí norteafricana, sin dejar de lado tampoco una labor intelectual de gran calado. Son todavía pocos los estudios que se le han consagrado, si bien va siendo rescatado del olvido académico, gracias, sobre todo, a la monografía que le ha dedicado Martin Lings[1], que ha llamado poderosamente la atención sobre esta figura del sufismo contemporáneo, considerado por sus seguidores el máximo representante de la espiritualidad de su tiempo, por no decir la materialización de una predicción del Profeta, según la cual, cada cien años, debe surgir en el Islam una personalidad poderosa y singular capaz de insuflar nueva vida a la Revelación fundada por él: el Muÿaddid o Renovador que reconstruye lo que el inexorable paso del tiempo arroja al olvido. Esta función, que llega a tener -entre los sufíes- una dimensión “cósmica”, es atribuida a todos los maestros que se han destacado a lo largo de la historia del Islam.

 

A parte del interés académico que suscitan, es necesario señalar que ambas figuras han tenido y, en buena parte siguen teniendo, un gran renombre popular y una influencia en el Islam cotidiano, tanto por sí mismos como por el efecto de su labor. Sus mausoleos son objeto de visitas y el pueblo llano busca la bendición de su sostenida energía espiritual que supera la muerte física para convertirse en una presencia que es capaz aún de fecundar la vida y guiar hacia la realización de la plenitud. Existe una lectura popular del sufismo que lo ingresa en la vida positiva de las personas y las comunidades, con rasgos compartidos con la valoración universal de los íntimos de Allah. 

 

         A pesar de la distancia en el tiempo y en las circunstancias históricas, estos dos grandes nombres de la espiritualidad musulmana coinciden en su enraizamiento en una de las expresiones más genuinas del Islam, el sufismo, que no debemos confundir con un cúmulo de simples experiencias personales, pues su formidable irradiación sobre el entorno en el que el sufí vive le concede al fenómeno una dimensión social y cultural innegable. En los dos casos, la penetración en el mundo de los significados más profundos de la Revelación islámica fue un hecho consumado cuyo fruto fue una producción literaria sorprendente tanto en su extensión como en su calidad así como la instauración de líneas de transmisión de un saber que siguen teniendo vigencia, configurando muchos aspectos del Islam, visibilizándose en las relaciones sociales, en el arte, en el pensamiento, en el folclore, en las opciones personales.

 

         Al-Gazali y al-Yilani, y depués Ibn ‘Arabi de Murcia, supusieron algunos de los momentos más interesantes de la toma de cuerpo del sufismo. Al-Gazali le da carta de naturaleza y lo respalda con el enorme crédito de su privilegiada situación en el desarrollo de las ciencias islámicas; al-Yilani, por su lado, con la estricta fama de su ortodoxia, lo populariza y crea una escuela, la más difundida en el Islam, contando con millones de seguidores. Por su parte, Ibn ‘Arabi representa el fruto más notable de la concreción de esos pasos previos. Su obra, tremendamente compleja, es compilación y síntesis, pero de una originalidad y personalidad tales que sitúan a su autor muy por encima de cualquier otro, convirtiéndolo en una referencia inevitable que hace de él el Maestro Mayor, el ash-Shayj al-Akbar, Sello de la realidad muhammadiana, del que han de beber necesariamente quienes desean seguir la senda de la perfección interior en conformidad con el Islam. Un sin fin de maestros, a lo largo de los siglos, “participaron” en el sufismo tal como fue perfilado por esos hitos en el proceso de su institución, quienes a su vez remontan su cadena iniciática hasta llegar al Profeta.

 

En los medios tradicionales, el sufismo es inseparable del Islam; es más, es su esencia, tal como se expresa en una gran cantidad de definiciones del término. A principios ya del siglo XX, el Shayj al-‘Alawi fue receptor y heredero de buena parte de esa tradición, y puso su grano de arena al fundar un método para la realización espiritual, la Tariqa ‘Alawiyya, en la conciencia de que suponía un momento más, un renacer de esas enseñanzas espirituales que acompañan al Islam desde sus inicios.

 

         Queremos hablar aquí, de forma necesariamente esquemática, de uno de los aspectos más interesantes de la obra de Ibn ‘Arabi, muchas veces, sin embargo, considerado marginal en el conjunto de su obra y que hizo de él realmente la culminación de los pasos anteriores dados por los maestros que le precedieron en coincidencia también con la conclusión de otros procesos más generales en diferentes campos del pensamiento musulmán. Estos ajustes y encajes tendrán un éxito que acaban por definir al Islam tal como lo conocemos, y que volvemos a encontrar en la obra y en el horizonte espiritual del Shayj al-‘Alawi.

 

         Efectivamente, tras haber ya madurado lo esencial de su experiencia intelectual y espiritual, hay un momento en la vida de Ibn ‘Arabi en el que se interesa especialmente por el estudio del Hadiz[2]. Consideramos este episodio de enorme importancia, pues su inclinación hacia esos estudios lo va a mover de un lado para otro del mundo musulmán, al modo de los talaba, los buscadores del saber, que tiene su origen en la inquietud suscitada por el legado del Profeta. Esta preocupación lo pondrá en contacto con los grandes maestros en la materia de su momento, e Ibn ‘Arabi, a pesar de su rango, no duda en presentarse como discípulo para memorizar Hadices que le sean trasmitidos por fuentes fiables así como para consagrarse al estudio de sus genealogías y profundizar en las complicadas ciencias que acompañan a la crítica del Hadiz. Queremos llamar la atención sobre este interés de Ibn ‘Arabi por el Hadiz porque pensamos que va a ser decisivo a la hora de entender el tono último de su propia obra. La preocupación por el Hadiz, especialmente en su época, lo situaba dentro de una corriente concreta del pensamiento musulmán, que tiene su origen en el terreno de los estudios jurídicos pero que va a tener grandes y graves implicaciones.

 

         Ya en los comienzos del Islam, la necesidad de responder a las situaciones nuevas, ante todo de orden jurídico, creadas en buena medida por su rápida difusión, obligó a reflexionar seriamente sobre los criterios a seguir. La primacía del Corán como referencia para dar solución a los temas en discusión era aceptada unánimemente, pero cuando el Corán no era tajante sobre un tema o tan siquiera lo trataba, ponía a los musulmanes en un aprieto. Se confió en la opinión de los ulemas, los expertos en materia coránica capacitados para establecer analogías y deducir soluciones basadas en fuentes que pudieran ser aceptables para la comunidad, por ejemplo las prácticas consuetudinarias en Medina, que habían servido al Profeta. Abû Hanifa y Malik son ejemplos de esos primeros balbuceos del derecho musulmán, momentos en los que aún no se habían recogido ni criticado plenamente los Hadices. Ello daba margen a la opinión personal de los eruditos, que no contaban aún con ese material, y que sólo más tarde se convertiría definitivamente en la segunda fuente de derecho musulmán, ocupando el siguiente puesto inmediatamente después del Corán.

 

Hasta entonces, la Sunna era un término vago que aludía de modo general a las costumbres del Profeta, más bien a su “estilo”, pero pocas veces estaba respaldada por textos concretos, sino por costumbres consideradas las seguidas por el fundador del Islam. Con el Imam ash-Shâfi‘i ya encontramos un interés creciente por los Hadices, considerados textos claros que empezaban a narrar actuaciones concretas del Profeta, pero aún no había una crítica suficiente que despejara ese material de dudas sobre su autenticidad. Ash-Shâfi‘i será el primero en subrayar la importancia de ese material y comenzó a definir una ciencia para su crítica que no tardó en desarrollarse y ampliarse. Pero ya con Ahmad ibn Hanbal llegamos al final de los procesos de recensión, análisis y maduración, coincidiendo prácticamente en el tiempo los grandes muhaddizin como al-Bujari, Muslim, y las demás autoridades en la materia. Ahmad mismo sería el autor de una recopilación de Hadices debidamente autentificados que serviría de material para la elaboración de su derecho. Este progresivo paso al primer plano de los hadices implicaba el retroceso de las deducciones basadas en la analogía y la opinión personal de las autoridades como criterios a la hora de convencer a los musulmanes de la legitimidad de las prácticas, ya fueran de carácter espiritual o social.

 

         Pero además, también con Ahmad y como refuerzo de la tendencia, se iría imponiendo la necesidad de la interpretación literal, dejando cada vez menor margen para las especulaciones y los desarrollos personales, todo ello en la consideración de que lo único que verdaderamente obliga a un musulmán es lo que hayan dicho Dios o Su Profeta, quienes, por otra parte, han hablado claro. La claridad del mensaje revelado será un argumento constante contra las interpretaciones alegóricas y los alejamientos del sentido inmediato. Estos planteamientos alcanzan su extremo en el zahirismo de Ibn Hazm de Córdoba, que lo expresó en obras de carácter jurídico y en su teoría del lenguaje[3]. El zahirismo -término frecuentemente traducido por literalismo- fue la escuela de derecho a la que se adhirió Ibn ‘Arabi, y bajo su influencia empezó a interesarse por la ciencia del Hadiz; es más, llevó al ámbito de la espiritualidad sufí esos principios y los aplicó con una regularidad y eficacia que dan el tono definitivo al sufismo.

 

         El literalismo, aplicado a textos revelados, rescata su dimensión atemporal. Es un intento de depuración que quiere alcanzar el sentido sin más, sin el auxilio de interpretaciones y dejando al margen las opiniones personales. Si el que realiza tal análisis además cuenta con sensibilidad espiritual, descubre que su esfuerzo acaba por mostrarle la presencia de Allah en todo lo que existe, que no es más que la letra de Su Discurso universal, la forma de Su Voluntad y el signo de Su Sabiduría, sin necesidad de forzar las cosas, sin tener que separar el espíritu de la materia ni acudir a la fantasía; en definitiva, sin intermediaciones de ningún tipo. El literalismo, aplicado primero a los textos revelados en el Islam, acaba por ser un modo de entender la existencia y de interpretarla, forzando a encontrar toda la verdad en sus manifestaciones concretas, lo que da a cada realidad una profundidad inmediata sin desviaciones ni divagaciones. Estos serán los pasos que darán lo sufíes, por lo que serán acusados de panteísmo cuando lo que hacían eran agudizar sus sentidos hasta el extremo que habilitarlos para detectar la significación profunda de cada realidad, rindiéndose por completo al carácter envolvente de la presencia de Allah, fuera de lo cual no hay nada consistente.

 

         Los Ahl al-Hadiz, los partidarios del Hadiz, son toda una categoría que se ha caracterizado por su oposición acérrima a cuanto consideran ajeno a lo esencial del Islam. La escuela de Ahmad ibn Hanbal (y la de Ibn Hazm de Córdoba, aunque reducida, por su aparición tardía, a un carácter minoritario con influencia intelectual pero no popular) estará a la vanguardia de esa defensa a ultranza del Hadiz y del Islam de la época de los primeros musulmanes (el Salaf, de donde el nombre de salafíes para los “puristas” dentro del Islam). Pero, al contrario de lo que podría hacernos suponer la traducción de zahirismo por literalismo, no hay en los sistemas creados por este modo de interpretar el Islam nada de superficialidad ni pereza intelectual, ni fanatismo cerrado y opuesto a la creatividad. Aunque proyecciones sobre el pasado de situaciones actuales hacen pensar que la actitud del hanbalismo o de los Ahl al-Hadiz, era diametralmente opuesta al sufismo, en las escuelas literalistas se desarrollará una poderosa actitud crítica que encarna en un rigor intelectual y espiritual que dará frutos magníficos. Por ejemplo, ese literalismo, que no podemos calificar de estrecho, tendrá exponentes de la envergadura de al-Yilani en el dominio hanbali y a Ibn ‘Arabi en el zahirismo de Ibn Hazm. Y no podemos considerar como casuales estas adscripciones, sobre todo si recordamos la importancia de la práctica jurídica en el seno del Islam, que siempre está en el centro de las discusiones sobre el Islam. Por supuesto, al lado de autores geniales, podemos encontrar a otros de miras estrechas que utilizan el literalismo para frenar toda iniciativa original, pero normalmente esto sucede con independencia del nombre de los criterios que oficialmente se sigan a la hora de forjar métodos de análisis e interpretación.

 

         Con lo anterior queremos señalar que con tal término significamos una corriente dentro del Islam de importancia capital que se expresará de modos diferentes e incluso opuestos, yendo de un Ibn Taymiyya a un Ibn ‘Arabi, pero que busca en la Revelación una guía inequívoca para el musulmán, alejándolo de fantasías e interpretaciones arbitrarias, o soluciones que escamoteen la verdad. La Revelación es, para los literalistas, un dato que debe ser estudiado objetivamente, descartando las adherencias de origen exterior. El posicionamiento de Ibn ‘Arabi dentro de estas coordenadas es de especial importancia pues establece la conexión entre su función restauradora de lo esencial del Islam, convirtiéndose en heredero de la verdad profética, y su obra que es, tan solo en apariencia, un desbordado ejercicio de heterodoxia.

 

         Podemos resumir los grandes rasgos de esta corriente analizando los modos de exégesis empleados a la hora de interpretar los datos de la Revelación (el Corán y la Sunna, entendida esta en su concreción a través de los Hadices autentificados), y que sirven para fundamentar el saber musulmán y la práctica del Islam. Por un lado, tenemos el Tafsîr, que consiste en un análisis que busca fuentes en los tiempos del Profeta a la hora de explicar lo que el Corán o él mismo quisieron decir. Con ello empezaban a desecharse las interpretaciones posteriores a su tiempo y el comentarista se atiene a datos presumiblemente objetivos. Junto a esas informaciones, pasará a tener importancia el estudio de la lengua árabe como auxiliar para entender legítimamente lo que significa cada palabra y cada frase de la Revelación. Los estudios lingüísticos crecerán en importancia para servir a tal objetivo y descubrirán a los estudiosos nuevas posibilidades.

 

Otro sistema, que será el seguido por Ibn ‘Arabi, será el Tawil, que se traduce como interpretación espiritual cuando en realidad es la “restitución de cada palabra a su sentido original en una lengua árabe primordial”. Para los exegetas más rigurosos del Corán, entender el Libro Revelado en esa clave, es esencial[4]. Ayudan a ello las características singulares de la lengua árabe que, con su sistema de derivaciones, permite indagar por los sentidos originales de cada palabra. Así, lo que se busca con el Tawil no es contextualizar la información, sino todo lo contrario, descontextualizarla definitivamente para que emerja la significación más pura. Una vez obtenida esta, todas las derivaciones son iluminadas por la verdad inicial que da forma a un mensaje dirigido a la humanidad; es más, a la humanidad en su esencia. La significación fundamental pasa a ser el criterio para entender lo que las posteriores circunstancias implican en realidad[5].

 

Esa significación primera tiene siempre una profundidad insospechada. En efecto, en esas honduras se pierde casi del todo la inteligibilidad, y sólo la inspiración ayuda a explicar lo que el entendimiento intuye ahí[6]. Por eso, no debe extrañarnos que la aparente heterodoxia de Ibn ‘Arabi es el resultado de su agudeza, pues los demás autores literalistas no conseguían despojar el Islam de adherencias de diversa índole. Ibn ‘Arabi, siguiendo un proceso sufí, en el que se capacita al aspirante para hacerle acceder a la intimidad de las cosas, conseguía despojar cada palabra y cada expresión coránica de toda circunstancialidad para rescatar su significación más pura e íntima, su sentido en un universo espiritual previo a toda materialización. Muchos de los literalistas no lo podían entender precisamente porque él había llevado hasta su último extremo lo que ellos buscaban, el sentido más profundo de cada término en el Islam. Con Ibn ‘Arabi, el verdadero desciframiento de la Revelación exige un desnudamiento previo en el que se trasforma en “esencia” el sujeto mismo que emprende el desciframiento.

 

         Algo muy parecido encontramos en la obra del Shayj al-‘Alawi. Él llamará Fahm, entendimiento, al mismo método. El entendimiento es la capacidad para llegar a los significados más originales, a su corazón, donde está Allah mismo, despejando esos significados en el mismo proceso de desnudamiento al que se somete el sufí. Según avanza en el auto conocimiento, que consiste en desechar las convenciones en las que define su personalidad, la realidad del mundo -su secreto interior y básico- se le va mostrado, en coincidencia con las grandes verdades de una cosmovisión estrictamente ortodoxa. Esa peregrinación culmina en una estrecha vinculación con la realidad de Allah. En su libro más importante, al-Minah al-Quddûsiyya, al-‘Alawi anota las claves de un método de purificación del entendimiento basado en la literalidad de las enseñanzas del Islam al cabo del cual el aspirante queda habilitado para entender la implicación profunda de todos los pasos que se han dado:

 

Has de saber que los sufíes no comprenden lo que la creación les dice más que a partir de Allah mismo. Eso lo exige el rango en el que están asentados: no son ellos quienes interpretan. No te extrañe, hermano, que entiendan otro significado en el caso de una palabra empleada para algo restringido, pues la capacidad para ir a sus orígenes es para ellos haber alcanzado un grado noble en el entendimiento. Es más, es el más elevado de los grados, porque significa que entienden desde Allah... Eso es lo que les ha hecho oír algo más en todo aquello que se oye. Sacan su ciencia hasta de lo que es más insignificante a los ojos del común. No desprecian nada, porque para ellos todo lo que hay en la existencia señala hacia la Unicidad de Allah, y así es como lo que se considera vil es, a sus oídos, una alabanza… Si los sufíes son capaces de extraer significados serios a partir de expresiones jocosas, ¿cómo no entresacarían lo grave de entre lo severo? Al contrario, pueden hacerlo porque no se detienen en la significación común de los términos, sino que miran al significado profundo que determina el sentido. No prestan atención a la melodía ni a la sintaxis sino que recogen el sentido ahí donde se les muestra: sus miradas están fijas en aquello a lo que aluden las latencias sin volverse hacia lo que la lengua pronuncia. Los ves junto a Allah en cada circunstancia y cuestión, a pesar de que Él está cada momento en un asunto distinto. A causa de esa victoria, viven ausentes a los adornos, pues están ahogados en los océanos de la realización. Su dedicación está enteramente consagrada al Corazón, que es el espacio de Allah. Sus corazones se han hecho válidos para contemplar directamente a su Señor, y Allah se ha hecho cargo de ellos purificándolos[7].

 

Al-‘Alawi lleva este sistema al estudio del Islam en sus aspectos más importantes, y revela la significación de cada gesto del musulmán en el plano de la primordialidad en la que tiene origen. No se trata de disquisiciones, sino del resultado de un método aceptado tradicionalmente, en el que no se trata de una simple descripción, al modo de los juristas, sino del rescate de las significaciones primeras, revitalizando lo que el tiempo hace olvidar y lo sustituye por el ritualismo.

 

         Estas “lecturas” comienzan con el Corán y la Sunna, para proyectarse después sobre todo lo que existe, el Corán Mayor, que es la creación entera. La búsqueda del sentido original de cada cosa, conduce al sufí al descubrimiento de la Verdad Una y Única que lo conjuga todo bajo el imperio de Su realidad infinita. En ese océano de Unidad queda sumergido el corazón del peregrino, que ha encontrado la clave de la belleza eterna presente en cada hecho concreto. Lo evidente, la letra de cada realidad, su zahir, es la materialización de esa infinitud.

 

         Un ejemplo de ello lo tenemos en sus explicaciones sobre el significado de la Basmala, el primer versículo del Corán, la frase Con el Nombre de Allah, que todo musulmán enuncia antes de realizar cualquier acto. Según al-‘Alawi, la Basmala resume lo esencial de la doctrina del Islam, según la cual “todo es hecho por Allah”. Todo es creado y recreado por el Uno, cuya presencia es imprescindible para que cualquier cosa tenga contundencia y constancia, es decir, realidad. Al pronunciar la Basmala, cada musulmán reconoce al verdadero Autor de todo acontecimiento, y abre ante sí la posibilidad de distinguirlo en todo lo que sucede. Y, así, al cabo de esa experiencia está la contemplación a la que todos los objetos y acontecimientos sirven de soporte. Todas las formas le hablan de lo que no tiene forma, toda realidad concreta y limitada es receptáculo para lo eterno e infinito. Quien ha trasformado su visión hasta hacerla capaz de recoger la inmensidad presente en cada hecho ha agigantado su propia realidad.

 

         El poder de la presencia de lo infinito en cada hecho concreto, empezando por “su Revelación” como catalizador que atrae la atención y la veneración del ser humano, está perfectamente constatado en el arte musulmán. La salmodia del Corán, y la caligrafía son manifestaciones de esa sensibilidad. La modulación respetuosa con la que el lector del Libro convierte su lectura en un acto de adoración lo sumerge en la belleza de los sonidos originales, donde el tono es significante precisamente en su calidad más material. Igualmente, la escritura, convertida en arte, hace de cada palabra del Libro un objeto precioso comunicada por la materialidad de su letra al ojo que es capaz de penetrar hasta alcanzar la belleza que hay en toda forma. Ambas artes, la de la voz y la del cálamo, son constantes que han puesto el acento en el valor del sonido y de la letra como vehículos no de símbolos dados a las lucubraciones, sino para la contemplación directa, haciendo visibles los secretos infinitos que subyacen en la realidad, que dan forma y cuerpo a toda realidad.


 

[1] Lings, Martin, Un santo sufí del siglo XX, Taurus, Madrid, 1982.

[2] Ibn ‘Arabi fue autor de varias recensiones de Hadiz que, al parecer, están perdidas, debido sin duda a que sus obras directamente sufíes coparon la atención. Véase en la Encyclopedie del l’Islam la entrada dedicada a Ibn al-‘Arabî, vol. III.

[3] Véase Arnaldez, Roger, Grammaire et théologie chez Ibn Hazm de Cordoue, Vrin, París, 1956.

[4] Véase la defensa de este criterio en al-Alûsî, Rûh al-Ma‘ânî, Ihyâ’ at-Turat al-‘Arabî, 4ª ed. 1985, vol. I.

[5] De aquí la complementariedad del Tawil y el Tafsir. A los sufíes se les reprochará una supuesta preferencia por el Tawil que algunos interpretaron como negación de los sentidos entendidos como inmediatos en favor de interpretaciones espirituales subjetivas. La respuesta a tal objeción fue siempre la misma: el Tawil no desautoriza el Tafsir, sino que es su esencia, y lo que “entiende” cualquier musulmán está validado en las profundidades de los significados interiores.

[6] Tanto Ibn ‘Arabi como al-‘Alawi describen el acto de la escritura como una liberación ante el ímpetu de la inspiración, que satura de ideas sus mentes, consiguiendo alivio sólo con su ordenación por escrito.

[7] Al-‘Alawi, al-Minah al-Quddûsiyya, al-Matba‘a al-‘Alawiyya, Mostagenem, 2º ed., 1989.