Los cementerios en al-Andalus

 

        Al cementerio se le llamaba en Occidente en lengua arábiga maqbara, plural maqâbir. Su fundación constituía un acto generoso, grato a los ojos de Allah. El que la hacía gozaba de beneficios en la otra vida, lo mismo que si hubiera edificado una mezquita, excavado un pozo o reparado un puente. En Córdoba había varios cementerios debidos a la iniciativa de princesas y concubinas de los emires, conocidos por sus nombres. Casi siempre pertenecían a la renta de habices.

 

        El cadí (qâdî) y el almotacén (al-muhtasib) eran los encargados en cada ciudad de velar por los cementerios y disponer alguno o algunos nuevos en caso de acrecentamiento de población o epidemia; de demoler las construcciones levantadas abusivamente en su área y de cuidar que no se cometiesen en ellos actos inmorales e impropios a la debida cortesía del lugar. Ibn 'Abdún, refiriéndose a la Sevilla de hacia 1100, pedía que el al-muhtasib y sus ayudantes inspeccionasen a lo menos dos veces al día los cementerios de esa ciudad para evitar abusos.

 

        Lo primero con que el viajero tropezaba a1 llegar a las inmediaciones de una agrupación urbana islámica, era con la ciudad de los muertos. Pues, siguiendo la tradición romana, los cementerios musulmanes extendíanse fuera de muros, sin vallado alguno, junto a los caminos que conducían a las puertas principales de la cerca. Lo registra Cervantes, al referir que Crisóstomo, el pastor estudiante, «mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro». En las ciudades medievales cristianas, en cambio, muertos y vivos se amontonában dentro del recinto murado, al estar los cementerios, primero, en torno a las parroquias; más tarde, la España católica y hasta comienzos del siglo XIX, se enterró a las gentes en el interior de los templos.

 

        Al ser la ciudad populosa y permitirlo la topografía de su solar, eran varios los cementerios fuera de muros, en que recibían sepultura los vecinos de los barrios inmediatos a cada una de las puertas de la muralla en cuya proximidad estaban. Hay noticia de unos trece cementerios en Córdoba en los siglos XII y XII y de otros tantos en Ceuta a comienzos del XV. En la populosa Toledo, tan sólo había una, o tal vez dos necrópolis, en la Vega, extramuros de la Puerta de Bisagra. El hondo foso del Tajo, abierto entre murallas graníticas, impedía los sepelios en el resto de su perímetro. Lo mismo ocurría en Ronda.

 

        Parece que en algunas ciudades había cementerios especiales. En Badajoz se cita una maqbarat al-mardá (cementerio de los leprosos) en el año 392 (1002). lbn al-Jatib alude a un individuo sepultado en la maqbarat al-gurabâ' (cementerio de los extranjeros) de Granada en el año 707 (1307), en el arrabal situado junto al río, frente al Naÿd.

 

        Aparte de los cementerios generales, existían varios pequeños, intramuros unos y otros alejados del núcleo urbano. Todo alcázar regio solía tener también su rawda (jardín), es decir, su panteón, casi siempre en un jardín. La tuvieron los alcázares de Córdoba, en el siglo X; los de Sevilla, en los XI y XII; el de Valencia, poco antes de su conquista; la Alhambra de Granada, en los XIV y XV.

 

        Lo mismo en el interior de las ciudades que en sus alrededores y en pleno campo, abundaban las qubbas, pequeñas sepulturas, casi siempre de planta cuadrada, abiertas por uno o por sus cuatro lados, a las que cubría una cúpula o una armadura de madera. Albergaban el sepulcro de algún venerado sufi o asceta, en torno al cual solían enterrarse las gentes, atraídas por la baraka (beneficios espirituales) del lugar. Con el mismo objeto enterrábanse en las ermitas o rawâbit (plural de rábita), en las que, en el campo o en la ciudad, ermitaños o morabitos (rnurâbit), habían llevado vida ascética y guardaban sus restos. La qubba daba origen con frecuencia a una zawiya, edificio o grupo de edificios levantados casi siempre en torno a un sepulcro venerado, destinados, a albergar a los miembros de una escuela sufí, o como escuela coránica y hospedería gratuita, en los que solía haber un cementerio destinado a las personas que deseaban reposar definitivamente a la sombra de los restos del morabito.

 

        En circunstancias especiales, como el estar la ciudad asediada, era obligado el sepelio intramuros. Refiere Ibn Bashkuwál que en el año 415 (1024-1025) fue enterrado en la rahba (plaza) de 'Açiça de Córdoba, junto a la casa de Ibn Shuhayd, el sabio cordobés Ibn Bunnush, cuyos restos mortales no se atrevieron a llevar al cementerio por el terror que causaban las bandas de beréberes que merodeaban por los alrededores de la ciudad. El mismo autor alude a otra rahba de ella, la de Ibn Dirhamayn (el hijo de los dos Dirhames), en la que estaba la mezquita, recién construida, de Yusuf b. Basil, lugar del sepelio en el año 507 (1114) de Abû-l-Walid Mâlik b. 'Abd Allah as-Sahlî.

 

        El Repartimiento de Valencia cita en el interior de la ciudad un lugar ubi fécit sua sepultura Abinghaf. Sería el sepulcro del famoso cadí de esa ciudad Ibn Yahháf, quemado en sus afueras en mayo de 1095 por orden del Cid. Poco después, en los últimos años del siglo XI, asediada Valencia por el Campeador, hubieron de ser sepultados en las plazas los que morían dentro de sus muros, al no poder salir a los cementerios exteriores. En la cárcel de la misma ciudad, durante la rebelión de 'Abd al-Mâlik, en el año 547 (1152-1153), murió 'Asim b. Jalaf al-Tuÿibi, que fue enterrado en la muralla.

 

 

La vegetación en torno a las tumbas

 

        No se conocen alusiones a la existencia en los cementerios islámicos de la Península Ibérica de cipreses, árbol funerario por excelencia de las modernas necrópolis mediterráneas. El encontrarlo en algunas ciudades norteafricanas, como Tremecén, podría acreditar que embellecieran con sus agudas copas los cementerios de al-Andalus.

 

        Plantada de olivos encontró en 1494 el viajero alemán Münzer la parte antigua del cementerio de Granada, situado a la salida de la puerta de Elvira. En un cementerio de Córdoba, maqbara Naÿm, había una palmera. Las ramas espinosas de azufaifos silvestres protegían en Ceuta, en los primeros años del siglo XV, las tumbas de «los muertos caídos en el ÿihâd», lugar muy visitado por las personas en la maqbara al-Hâfa.

 

        Se ignora si el célebre parque cordobés medio público de al-Zaÿÿáli, en el que se veían juntas las tumbas de dos amigos íntimos, situado cerca de la bâb al-Yahûd (puerta de los judíos), estaba en el interior de la ciudad o fuera de ella.

 

        Seguramente no habría en al-Andalus ninguna necrópolis dionisíaca en la que las raíces de las vides se extendieran entre los despojos humanos, según deseaba Ibn Quzman para los suyos, al mismo tiempo que pedía una mortaja hecha con sus hojas y un turbante de pámpanos.

 

 

Nombres de los cementerios

 

        No era infrecuente que la puerta de la ciudad inmediata al cementerio tomara nombre de éste. Una oriental de Lisboa se llamaba Bâb al-Maqâbir. Ligeramente alterado -puerta de Almocóbar o Almocábar- lo conserva la puerta meridional de Ronda, levantada en e1 siglo XIII o XIV, único acceso fácil y llano a esa encumbrada ciudad. Así se nombrarían las puertas de la villa vieja de Algeciras y de Jaén, que las Crónicas castellanas llaman del Fonsario, verosímil traducción de su nombre árabe.

 

        Al estar el cementerio y la musallà o shari'a (oratorio al aire libre) en las afueras de la ciudad e inmediatos a sus ingresos, era frecuente que ocupasen emplazamientos próximos y la necrópolis se llamase -en Córdoba, Valencia, Málaga y Ceuta- Mabara al-Musallà.

 

        La puerta de la cerca de la ciudad más próxima al cementerio prestaba otras veces su nombre a éste. Así, había una maqbara bâb ash-Shâqra en Toledo; una maqbara bâb, al-Qibla en Zaragoza; una maqbara bâb Ilbîra en Granada; una maqbara bâb Baÿÿâna en Almería; una maqbara bâb al-Hanash en Valencia. Otro cementerio de Almería, maqbara al-Hawd, recibía denominación del barrio inmediato.

 

        Construcciones próximas servían también para distinguirlos. Un cementerio cordobés se llamaba al-Burÿ, por un torreón a cuyo pie se extendía. En Valencia había una maqbara al-fiyân (cementerio de las tiendas), probablemente por la existencia de éstas en el mismo lugar.

 

        No pocas veces los cementerios recibían el nombre de su fundador o fundadora -los de Umm Salama, Mut'a y Mu'ammara, primera esposa de Muhammad I, concubinas las otras dos de al-Hakam I y 'Abd r-Rahmân II, respectivamente, en Córdoba - o de un walí o íntimo de Allah, en él enterrado- en la misma ciudad los cementerios de Ibn Hâçim, de Ibn al-'Abbâs y de Abu-l Abbâs al-Waçîr.

 

 

Las tumbas

 

        En contraste con los cementerios romanos y de acuerdo con la austeridad y el sentido igualitario del Islam, en las necrópolis de al-Andalus no había grandes monumentos funerarios ni mausoleos ostentosos que perpetuasen la memoria de los en ellas enterrados, propios de la vanidad póstuma, la más pueril e injustificada de todas. Refiere al-Himÿarî que un soberano de Zaragoza quiso construir un mausoleo con una cúpula - qubba - sobre las sepulturas de dos ilustres tâbi'ûn (estudiantes) enterrados en el cementerio de la puerta Oriental -la maqbara bâb al­Qibla- de esa ciudad. Pero no llegó a realizar el proyecto, pues una mujer de acrisolada honradez le dijo habérsele aparecido en sueños ambos personajes para manifestar su deseo de que no se levantara construcción alguna sobre sus fosas. Sin embargo, era frecuente la existencia en los cementerios de una o más qubbas que albergaban los restos de ilustres letrados, ascetas, taumaturgos o varones señalados por sus conocimientos y vida dedicada al Islam, en torno a las cuales se enterraban las gentes para beneficiarse de la influencia espiritual que de ellos irradiaba. A las personas veneradas que yacían en dichas sepulturas se las tenía como protectores de la puerta próxima de la muralla, guardianes que impedían entrase por ella la malaventura o la desgracia.

 

        Una sala funeraria se cita a fines del siglo X en la maqbara ar-Rabad de Córdoba, en la que tuvo que refugiarse el cadí Ibn Zarb ante la hostilidad de la plebe. Junto a la tumba del imâm y cadí Abú 'Abd Allah al-Tanÿâlî, en el cementerio fuera de la puerta del arrabal de Funtanálla, en Málaga, elevaron sus vecinos una zawiya, por su vida austera y entregada al conocimiento de Allah, sobre la tumba de Muhammad b. Qâsim al-A'má Abû `Abd Allah, llamado Ibn al-Qatan, víctima de la peste del año 750 (1349­1350). Del cementerio musulmán de Valencia, en el que después de la conquista se estableció el mercado, escribió Teixidor que se encontraban «por sus cercanías tantas pequeñas Mezquitas que habitaban sus Santones i Morabitos para rogar por sus difuntos, invención del diablo que como mona quería que los suyos remedassen las Ermitas de los siervos de Jesús ».

 

        Las tumbas variaban de unas a otras ciudades y regiones. El estudio de sus diferentes tipos, comparados con los de Berbería y aun con las estelas de las comarcas del Oriente mediterráneo, revelaría probablemente relaciones e influencias mal conocidas. Las piedras sepulcrales de Mallorca, por ejemplo, son más semejantes a las de Ifriqiya que a las encontradas en el resto de la Península. La cantidad y calidad del material de los sepulcros, su mayor o menor excelencia epigráfica y artística, aportan datos para la historia económica de las ciudades. El gran número de mármoles sepulcrales, de excelente labra, de la Almería almorávide, mayor que el de los existentes en el resto de al-Andalus, expresa la riqueza de esa ciudad en la primera mitad del siglo XII.

 

        Los cadáveres se enterraban de costado, lo que permitía hacer fosas muy estrechas, con la cabeza a mediodía y el rostro hacia la ciudad de Meca. Las sepulturas de las gentes más humildes se hacían notar con una piedra tosca, sin labrar, hincada en la cabecera, sin letrero alguno. En dos cementerios en parte aún subsistentes a la salida de las dos puertas de la yerma ciudad de Vascos, en la jara toledana, cuatro hitos o pilares de granito sin desbastar, hincados en las esquinas, algo más altos los de la cabecera; marcan cada sepultura. Las limitan entre ellos toscos bordillos del mismo material que apenas sobresalen del suelo.

 

        Si se trataba de personas de algún relieve social o económico, las tumbas y la memoria de los que en ellas yacían, acostumbraba señalarse de varias formas:

    a) Por dos estelas, gruesas losas rectangulares de piedra o mármol hincadas verticalmente y orientadas teóricamente hacia la ciudad de Meca o la qibla, una a la cabecera y otra más pequeña a los pies, conforme al rito funerario que exige dos «testigos» limitando la sepultura del creyente.

 

    b) Por una estela muy alargada, de piedra o mármol, de poca altura y sección triangular, sobre un plinto más o menos elevado, rectangular, colocada en el eje longitudinal de la tumba, casi siempre sobre varias gradas o escalones de mampostería o ladrillo. Se las designa con el nombre dialectal marroquí de rnqâbriya.

 

    c) Por un cipo o fuste cilíndrico hincado en la cabecera de la tumba.

 

    d) Por una o dos pequeñas estelas discoidales de cerámica vidriada, clavadas a la cabecera y a los pies de la fosa.

 

        Hay, además, ejemplares esporádicos. Fuera de la clasificación quedan también las lápidas con escritura incisa, casi siempre toscas losas irregulares, de medios beréberes y rurales y formas muy variadas.

 

 

La vida en torno a las tumbas

 

        Ni tan mezclados con la vida urbana como los cementerios cristianos hasta los comienzos del siglo pasado, ni tan apartados de ella como los actuales -la civilización moderna huye de los muertos, los aleja y frecuenta lo menos posible-, los cementerios islámicos, situados extramuros y junto a las puertas de la ciudad, quedaban integrados en su flujo y reflujo cotidiano. El recuerdo de los desaparecidos permanecía siempre presente entre sus familiares y amigos.

 

        Esa situación de los cementerios era un obstáculo para el desarrollo de la ciudad y la formación de arrabales exteriores inmediatos. A veces su crecimiento desbordaba los límites de los fonsarios y alteraba el reposo de sus pobladores. En la Sevilla almorávide de hacia el año 1100, por ejemplo, en pleno crecimiento, letrinas y cloacas descubiertas y construcciones parásitas se habían instalado entre las tumbas, y la cercanía de los edificios permitía curiosear indiscretamente desde sus puertas y ventanas a las mujeres que acudían a los osarios con fines más o menos piadosos. Si estaban próximas las tenerías, como ocurría en la misma ciudad andaluza en la época citada, y en algún cementerio de Fez en otras mucho más recientes, curtidores y pergamineros aprovechaban las sepulturas para extender sobre ellas sus pieles u otros productos de la industria local.

 

        A veces se producía el hecho contrario: en barrios despoblados -en Almería, por ejemplo- se instalaban cementerios entre los restos de las viviendas en ruinas. E1 flujo y reflujo de la ciudad alcanzaba a los fonsarios, invadiéndolos unas veces, instalando otras las tumbas en los solares de los barrios deshabitados.

 

        Tras el sepelio de una persona venerada, por su rango, sabiduría o buenas obras, las gentes acudían con frecuencia a su sepulcro. Múltiples casos de estas visitas refieren los biógrafos andalusíes. Ibn Bashkuwâl cuenta que la muerte de 'Abû-l-'Abbâs de Elvira en los primeros años del siglo XI causó gran tristeza y los cordobeses iban en continua romería al cementerio del Arrabal (maqbara ar-Rabad) de esa ciudad, donde fue enterrado, para orar y bendecirlo.

 

        Los viernes, sobre todo después del salat al-yümu'a en la mezquita mayor, los caminos que conducían a los cementerios estaban concurridos por una muchedumbre de ambos sexos, que en ellos se mezclaban. Jóvenes elegantes entablaban conversación con las mujeres que iban solas, como -cuentan Ibn Hazm y Dabbi- hizo el poeta ar-Ramadi al encontrar a la hermosa doncella esclava Jalwa junto al mausoleo de los Banû Marwân. en el cementerio cordobés del Arrabal.

 

        Entre las tumbas se levantaban tiendas, en las que las mujeres permanecían largo rato con e1 pretexto de huir de las miradas indiscretas, buen incentivo para acrecentar el deseo y e1 vicio de conquistadores y libertinos que, en busca de buenas, fortunas, acostumbraban ir a las necrópolis para seducir a las mujeres que las frecuentaban. Esas tiendas, en la Sevilla almorávide, sobre todo en verano, cuando a la hora de la siesta estaban desiertos los caminos, se convertían en lupanares. Además de los mozos, estacionados los días de fiesta en los caminos, entre las tumbas, para acechar el paso de las mujeres, también acudían vendedores a contemplar los rostros descubiertos de las enlutadas, relatores de cuentos e historias, decidores de la buenaventura y músicos. Al-Jushani copia un relato de otro autor sobre un cadí de Córdoba que mandó hacer trizas un instrumento musical tocado por unos esclavos en la citada maqbara al-Rabad. A juzgar por las censuras de un severo tratadista de hisba como lbn `Abdûn, el abuso llegaba hasta beber vino sobre las tumbas.

 

        En suma, los cementerios de al-Andalus eran escenarios en los que rebosaba extramuros la vida, comprimida en las angosturas urbanas; la vida humana con su mezcla eterna de espiritualidad  y de concupiscencias y pasiones desbocadas. Junto a la tumba «que aguarda con sus fúnebres ramos» la carne tentaba «con sus frescos racimos».

 

        Münzer fue testigo en 1494, en la parte nueva del gran cementerio de la Puerta de Elvira de Granada, de una poética y bella escena, buen colofón de estas notas sobre el fluir de la vida cotidiana en la ciudad de los muertos. Terminado de enterrar un cadáver, se sentaron junto a su tumba un imâm (sic), que cantaba vuelta la cabeza hacia el mediodía, mientras siete mujeres vestidas de blanco esparcían ramos de oloroso arrayán sobre su reciente sepultura.

 

 

Los cementerios musulmanes

después de la conquista cristiana

 

        A1 conquistar los cristianos las ciudades musulmanas de la Península, los cementerios de casi todas ellas quedaron sin función. Excepcional es el caso del de Toledo, en el que siguieron recibiendo sepultura los moros mudéjares.

 

    La palabra maqbara se castellanizó bajo la forma «macáber» y al cementerio (al-maqbara), se le llamó «almacáber», «almocáber» o «almocóbar» con nombre más próximo al plural al­maqâbir que al singular; «almecora» y «almecoriella» en Aragón y «macabrán» en Loja.

 

        En, la gran cantidad de piedras labradas -estelas y bordillos de las fosas- y ladrillos de los cementerios islámicos, vieron los conquistadores providencial y económica cantera para levantar edificios, sobre todo iglesias, destinados a satisfacer nuevas necesidades.

 

        En septiembre de 1273 cedía Jaime I al convento de Predicadores (Santo Domingo) de Huesca las piedras existentes en el «fosal» de los sarracenos de esa ciudad para construir su iglesia.

 

        A consecuencia de la reclamación de los moros mudéjares, desde Murcia, el 6 de febrero del año siguiente, el monarca donaba a la aljama de Huesca dicho cementerio, en el que no debía de enterrarse desde algún tiempo atrás, pues dice se lo da «para que podáis hacer campo y trabajarlo y roturarlo para provecho de vuestra mezquita y lo que allí se críe sea para el servicio de ella». Por privilegio posterior, extendido en Alcira el 2 de marzo de 1275, Jaime I concedía las lápidas de la Almecora, «cementerio antiguo de los sarracenos», para la fábrica de la catedral, ad opus operis Ecclesie oscensis.

 

        El aprovechamiento de las piedras sepulcrales islámicas para nuevas construcciones religiosas debió de ser general. Ejemplo tardío ofrece Granada. Convertidos sus vecinos moros al catolicismo después del levantamiento de 1499, quedaron abandonados sus cementerios. Los Reyes Católicos, por cédula fechada en Sevilla el 14 de abril de 1500, concedieron a los frailes jerónimos el ladrillo y piedra que había en el «onsario de la puerta de Elvira para la obra de su monasterio. Por Real Cédula de 20 de septiembre del mismo año se clausuraron los cementerios islámicos de la ciudad, y por otra de 15 de octubre de 1501, promulgando las Ordenanzas de Granada, los Reyes Católicos cedieron para ejidos de la ciudad «todos los osarios en que se acostumbraban enterrar los moros». Como ya se dijo, en el primer tercio del siglo XVI se aprovecharon muchas piedras de esos cementerios en la construcción de las parroquias granadinas levantadas por entonces, entre ellas San Cristóbal y Santo Domingo, así como en el fortalecimiento de algunos muros en la Alhambra y en edificios civiles. Muchas de las estelas sepulcrales musulmanas ensalzando la gloria de Allah, y en solicitud de su infinita misericordia para el creyente enterrado bajo ellas, pasaron a servir de sillares en templos cristianos, mientras otras quedaban ocultas bajo tierra. Hoy se recogen para guardarlas celosamente en nuestros museos como testimonios de una civilización sin cuyo conocimiento es imposible comprender el presente ni preparar su futuro.