LOS EJÉRCITOS DEL ESPÍRITU

 

          El espíritu (h), el corazón (qalb), el sí mismo (nafs), la inteligencia (‘aql), son nombres prácticamente sinónimos para designar el centro de cada ser y su verdad más íntima. Esa sutileza polar (latîfa), que es el origen y el sentido de una cosa, gobierna la realidad que surge a partir de ella. Invisible en sí, es reconocida en el mundo que forja a su alrededor. Todo lo que aparece a partir de ese centro es manifestación de su poder, le está sometido, y cumple con su voluntad, a modo de ejército (ŷund) dispuesto a su servicio.

 

          En sentido absoluto, Allah es el Corazón de la existencia entera, el Señor de los mundos, el Creador de todas las cosas al que todas las cosas están sujetas y sometidas en una relación de absoluta dependencia. En Allah, el cosmos en su totalidad queda reunido, y tiene en Él su sentido y su plenitud. Ese todo es un conjunto perfecto unificado bajo el imperio de Allah, manifiesto en la obediencia inmediata con la que todas las criaturas dan testimonio de ese Corazón del universo.

 

          Esta imagen que resume la cosmovisión que el Islam ofrece, representa también un modelo para el ideal que se propone el musulmán en su propia existencia personal. La belleza y armonía del Todo son un arquetipo al que amoldar la vida, haciendo de ella el reflejo de la magnitud inmensa del universo y su trasfondo en un hecho concreto e individual.

 

          De igual modo, a otra escala, el ser humano es un todo en el que hay a disposición de su corazón un sin fin de servidores, a los que llamaremos ejércitos del corazón humano. Algunos de esos soldados son visibles, pero otros son invisibles. El corazón -es decir, el centro del ser humano, su secreto interior- es como un rey soberano en medio de su reino, y sus soldados son a modo de servidores y auxiliares al servicio de su fuerza y de su voluntad.

 

          Soldados visibles del corazón son la mano, el pie, el ojo, la oreja, la lengua y el resto de miembros y órganos del cuerpo, tanto exteriores como interiores. Todos están al servicio del corazón, son sus ramificaciones que realizan su voluntad. Han sido creados en la sujeción al centro de su ser: no pueden contrariarlo ni rebelarse contra el corazón. Si el corazón ordena el ojo abrirse, el ojo se abre; cuando ordena al pie ponerse en marcha, el pie anda; si manda a la lengua hablar, esta se pone a su servicio. Y así todo los miembros y órganos físicos del cuerpo.

 

          La disposición de esos soldados al servicio del corazón se parece a la sumisión de los ángeles a Allah, que carecen de arbitrio propio y sólo ejecutan lo que Él les ordena. Forma parte de sus naturalezas esa obediencia espontánea sin reparos. La única diferencia entre los órganos del cuerpo y los ángeles consiste en que los ángeles son conscientes de su sumisión y obediencia, mientras que el cuerpo realiza la voluntad del corazón de forma mecánica y sin conocimiento de sí mismo. Los párpados obedecen al corazón cuando les ordena abrirse o cerrarse a semejanza de una máquina que cumple con las exigencias de un mecanismo que lo gobierna pero desconocido para ella, pues carece de inteligencia propia.

 

          El corazón tiene necesidad de esos órganos y miembros, que son su ejército, pues el cuerpo es su nave cargada de provisiones para realizar el viaje para el que ha sido creado. Ese viaje es su peregrinación hasta Allah -destino de la existencia-, atravesando las etapas y estaciones necesarias. Al cabo de ese periplo tiene lugar el encuentro. Para ello ha sido creado el corazón, y a su servicio ha sido dispuesto el cuerpo con todos los soldados, servidores y auxiliares que lo componen. Allah ha dicho: “He creado a los hombres y a los genios para que me reconozcan”. La nave para ese viaje es el cuerpo y la provisión necesaria es la ciencia. Entre el cuerpo y la ciencia hay un puente, y ese puente es la acción correcta. La acción correcta permite al hombre aprovechar el bien que hay en la ciencia, y nutrirse así de lo que le da vida para realizar adecuadamente el viaje. Por otro lado, es imposible para el ser humano realizar el viaje si no habita en un cuerpo y si no atraviesa el mundo, pues no se alcanza la Última Morada sin pasar primero por la que está al comienzo del recorrido, y lo que hay más cercano al hombre es este mundo. Debe, pues, surcar el mar del mundo inmediato (Duniâ) para llegar finalmente a la Estación que está al final, a la que llamamos al-Âjira, el Universo de Allah.

 

          El cuerpo es, por tanto, la nave con la que alcanzar ese Mundo, por lo que lo primero y más urgente que incumbe al corazón es su cuidado para evitarle todo lo que pudiera destruirlo. Por ello, el corazón ha producido los mecanismos que le ayudan a ese fin. Por ejemplo, para alimentar al cuerpo ha desarrollado dos servidores, uno de ellos es invisible, y es el apetito (shahwa), y otro es la mano y los demás recursos con los que se hace con el alimento necesario. Tenemos en el corazón los deseos que necesita para mantener su propia existencia, y, exteriormente, las herramientas que le permite satisfacerlos, redundando todo ello en beneficio del cuerpo. Igualmente, por ejemplo, el corazón repele las agresiones que pudiera sufrir el cuerpo, y para ello desarrolla la existencia de otros dos servidores, uno interior que es la ira (dab) con la que aleja de sí lo que presiente amenazador, y otro que es exterior, como la mano o el pie que actúan bajo las órdenes de la ira, siendo sus armas.

 

Así es cómo el corazón preserva la existencia del cuerpo, ofreciéndole alimentos, y lo protege contra los peligros. A su vez, todo ello necesita de la existencia de criterios. Efectivamente, de nada sirven el apetito o la ira si no saben que les puede resultar de provecho o qué puede ser dañino. Ese necesario conocimiento (‘ilm) es la razón de la existencia de otros servidores, y unos son interiores, como el oído, la visión, el tacto, el gusto y el olfato, que son los cinco sentidos, y otros son exteriores, y son las herramientas de los cinco sentidos: la oreja, la nariz, el ojo, la lengua y la piel. Los sentidos y sus herramientas proporcionan al corazón un saber sobre el que basa sus elecciones y tiene criterios para el cuidado que requiere el cuerpo así como su protección.

 

          Sería muy extenso explicar en detalle la estructura humana en su totalidad, pero con lo dicho basta para esbozar la idea de la íntima interrelación entre todos los elementos que la constituyen, todos ellos al servicio de un bien supremo al que llamamos corazón del hombre, es decir, su esencia, su razón de ser, su secreto, coronado por el espíritu humano.

 

          En resumen, podemos clasificar los soldados que están al servicio del corazón en tres grupos. En primer lugar están los que pertenecen a un apartado que es el de los estímulos, que sirven para conseguir lo que apetece al apetito o para repeler lo que la ira declara detestable. Un nombre válido para este conjunto es el de voluntad.

 

          En un segundo apartado cabrían los soldados que movilizan a los miembros del cuerpo tras los objetivos que la voluntad marca. Son la fuerza que fluye por los órganos, la energía vital que reside especialmente en los músculos. Este es un conjunto al que podemos dar el nombre global de capacidad o poder.

 

          En un tercer apartado podemos clasificar los soldados que son a modo de espías en beneficio del corazón, y son las fuentes de la información con la cuenta y sobre los que construye sus apetitos y sus iras. Son los cinco sentidos con sus correspondientes servidores exteriores, que son los ojos, los oídos, la piel, la nariz, el gusto. A este conjunto podemos darle el nombre de percepción.

 

          Vemos, pues, que el corazón tiene auxiliares que son visibles, y son los órganos físicos, hechos de carne, hueso, sangre, nervios, etc. Y también servidores interiores e invisibles, que son las capacidades y energías subyacentes, que, sometidas al corazón a su vez son la razón y el sentido de los miembros materiales. Así, la violencia es un recurso de la ira que se materializa en los dedos, en los puños, en los dientes. La visión exige la existencia de ojos, y así con el resto de capacidades interiores. Cada función es razón de un órgano, y todo es para el bien y la empresa del corazón.

 

          La originalidad del hombre estriba fundamentalmente en lo complejo de su capacidad de percepción y la elaboración de pensamiento basado en la reflexión y el análisis. Esta capacidad es lo que lo sitúa en un nivel en el que queda diferenciado del resto de las criaturas. Por ello, esta capacidad es la que debe merecer nuestra mayor atención.

          El hombre, gracias a sus espías, es decir, los cinco sentidos, recoge una información del exterior, y es capaz después, cerrando los ojos y los oídos, de reproducir esa imagen. A ello lo llamamos imaginación (jayâl). Pero además, puede retener esa imagen, y eso es ya otra capacidad interior, otro soldado del corazón, al que llamamos memoria (hifz), que es su almacén privado. Y si algo es olvidado, haciendo un esfuerzo es capaz de volver a reproducirlo y renovar su presencia en la mente, y eso es el recuerdo (dzikr). Pero aún más, es capaz de asociar imágenes y hacer comparaciones y desencadenar deducciones, y eso es la reflexión (fikr). Se trata de grandes facultades y capacidades al servicio del ser humano, y están en el cerebro, de modo sutil e imperceptible pero eficaz y provechoso.

 

          Puesto que este último apartado -el de la reflexión- es el que da al ser humano su tono especial y lo sitúa por encima de la naturaleza común, por ello mismo es su servidor más íntimo y su consejero más eficaz. La ciencia, la sabiduría y la reflexión son los guías para la realización de lo más específico del ser humano. Con el conocimiento, el hombre guía su reino en ese viaje hacia el Señor de los Mundos. Con frecuencia, sin embargo, sucede que los instintos más primitivos se rebelan contra la preeminencia del rasgo esencial del ser humano, e intentan imponerse. Se produce entonces un conflicto y estalla una guerra en medio de tensiones debidas a las distintas tendencias en el seno mismo del ser humano, batalla de la que sale triunfante y puede entonces dirigir su ser hacia Allah o acaba derrotado perdiendo el sentido de su existencia.