En árabe, amor se dice hubb
o mahabba, y son términos que aparecen en el Corán para
designar dos cosas distintas: Un amor digno
de elogio (mahmûd) que es
el amor que Allah siente por las criaturas y las que estas sienten por Él y en
Él; y un amor censurable (madzmûm)
que es el apego insustancial a aquello ante lo que se inclinan los apetitos
mundanales (shahawât) y que
normalmente conducen a la ceguera
espiritual (dalâl). Los
sufíes hacen del primero de esos amores la base misma del método que siguen
hacia la Inmensidad de Allah, y condenan con severidad el segundo porque ata al
hombre al mundo perecedero (duniâ).
El amor a Allah es también amar en
Allah, y por Allah, es decir, con profundo sentido de la trascendencia,
llegando a la raíz de las cosas. Por su parte, el amor censurable, que es hawà,
capricho, frivolidad, inconsistencia,
es el afecto que despiertan las apariencias, las circunstancias transitorias y
las ilusiones que el hombre se crea a sí mismo en torno a todo ello.
El amor es uno de los sentimientos más fuertes e intensos, y consiste en
el sometimiento incondicional a algo que resulta atractivo y arrebatador. Muchas
cosas pueden seducir al hombre, y una de ellas es Allah, que conlleva un asomo a
su Realidad. El sufí aprovecha esa tendencia de su ánimo y la centra en Allah,
convirtiéndolo en el polo al que rinde todo su ser. El amor tiene la virtud de
apartar al amante de lo que no es lo amado, y por ello es la vía ideal para el
que busca al Absoluto.
¿Es posible amar a Allah? ¿Es posible amar algo que no se ve? No sólo
es posible, sino que es obligatorio (wâÿib),
y el que no sienta esa pasión, la más noble de todas, debe forzarla en sí,
pues es la puerta de la liberación. Es imprescindible animar ese sentimiento
hasta convertirlo en pasión. El amor a Allah corrige al ser humano, lo orienta
en la única dirección verdadera, y lo proyecta hacia el infinito abriéndolo a
su propia inmensidad. Sólo el amor retira el Velo que separa al hombre de su Señor,
porque es la clave de la intimidad y la intimidad se abre al digno de ella, al
cercano, al que lo ha dejado todo atrás para estar a solas con el objeto de sus
sentimientos más perturbadores. El amor es, también, deseo de unión,
necesidad de abismarse en el Amado, y con ello es la puerta hacia el
Conocimiento verdadero de lo que es Allah en sus honduras.
Se ama lo bello, lo bueno y lo poderoso, y Allah es ‘visible’ en toda
belleza, en toda bondad y en toda conmoción que sacude al hombre. Él es el
Creador y el Manifiesto en lo que embelesa al corazón. Por ello, no es cierto
que Allah sea ‘invisible’. Al contrario, es, según los musulmanes, el más
evidente: Él es Seductor en todo lo que genera pasión. Él es quien está en
las profundidades de todo aquello que seduce al ser humano. Suya es toda
belleza, toda bondad y todo poder, mientras que los soportes de esas cualidades
seductoras desaparecen con el tiempo. Es decir, todo lo bello, bueno y poderoso,
muestra a Allah, a la vez que esas cosas se desvanecen en su insustancialidad:
aparecen para mostrar a Allah y se extinguen. Son el fulgor de la Verdad. El ser
humano se ata a la imagen evanescente, incapaz de aliarse a su Raíz, y esa
desviación es la fuente de sus frustraciones y la causa de su desorientación.
El musulmán, el sufí, se enamora de Allah Bello y Majestuoso, y Allah
tiene para él un Rostro. Su Belleza y
su Majestad (Yamâl y Yalâl) son
ciertos, y no hay nada en lo que no se le muestren al atento. Su amor no es una
quimera; es más, es el más noble y el más real de los amores posibles.
El sufismo fue tomando cuerpo a lo largo de un proceso en el que se
ensayaron diversas vías: el ascetismo
en Kufa, el llanto en Basora, el hambre
en Siria, la caballerosidad y la negación
de sí en Jorasán y Balj, hasta que la idea del amor se apoderó de los sufíes.
Si
lo que movía a muchos era el temor y la esperanza (el temor al castigo de Allah
y la esperanza en su recompensa), el deseo de Allah por sí mismo acabó
sustituyendo esos estímulos que habían empujado a algunos a someterse a
severas disciplinas.
Realmente, el sufismo se convirtió en lo que es cuando los maestros
advirtieron que, en el fondo, más allá del temor y la esperanza, lo que anida
en el ser humano es un deseo infinito. Fue entonces cuando comenzó a explorarse
la esencia de ese sentimiento básico, misterioso y, a la vez, el más eficaz.
Esas reflexiones comenzaron de forma tímida hasta llegar a ocupar el
centro en todos los debates. Fueron mujeres las que introdujeron el tema: Hayyûna,
Sha‘wâna y ‘Ubáida de Basora, junto a otras muchas, se cuentan entre las
primeras maestras de la Vía del Amor. Pero será sobre todo otra mujer, Râbi‘a
al-‘Adawía la que aportará todo su ardor espiritual a esas meditaciones, con
tal energía que a partir de ella el sufismo es sobre todo una profunda vivencia
de una Amor Infinito. Râbi‘a al-‘Adawía “descorrió
los velos del temor y la esperanza y se presentó ante Allah con el simple deseo
de Él”. Su experiencia la expresó en frases sintéticas que han pasado a
la historia y especialmente en sus poemas (rubâ‘iyât,
cuartetos). Fue una gran maestra ante
la que acudieron infinidad de discípulos, pero no dejó nunca de ser
fundamentalmente alguien que se había vaciado por completo para Allah. Dijo en
verso: “Eres mi Confidente en el fondo
de mi corazón, mientras que mi cuerpo lo expongo a quien quiera oírme. Mi
cuerpo acompaña al discípulo, pero mi Amado, en mi corazón, es el que me
acompaña”.
Otro gran amante fue Samnûn ibn Hamza, llamado precisamente al-Muhibb,
el consagrado al amor, quien
consideraba el Amor un rango superior al del Conocimiento Supremo. Se cuenta que
hablaba con tal pasión del Amor que las lámparas de la mezquita se rompían y
los pájaros derramaban sangre.
El Amor fue también el Camino seguido por uno de los grandes maestros
del sufismo más antiguo, as-Sari as-Sáqati: “Era
el imâm de los bagdadíes y su maestro, el primero en hablar de los Secretos de
la Unidad y las esencias de los Rangos y las Experiencias, y fue el guía de la
mayor parte de los grandes maestros de la segunda generación”.
Efectivamente, as-Sari fue el Shayj de quien habría de ser el Maestro de
Maestros, el Imam al-Yunáid (de quien se dice que es el Shayj de todos los sufíes,
šayj at-tâifa). El
Imam al-Yunáid es el que dará carta de naturaleza definitiva a las reflexiones
sobre el Amor dentro del sufismo.
El Amor del que hablan los sufíes es la intensidad de la intuición del
común de los hombres. Esa poderosa intención, que está en los orígenes de
toda espiritualidad, los empuja a imaginar y desear a su Creador. Ahora bien,
esa emoción es sufí cuando es magnificada por las enseñanzas del Islam que
despejan y radicalizan hasta el infinito lo que el hombre puede imaginar y
desear de su Creador, la Verdad Infinita y Única que lo hace ser. Lo que el
Islam enseña acerca de Allah es demoledor, envolvente, un profundo desafío a
la capacidad de entrega del corazón humano. Se cuenta que un grupo de gente
preguntó al Imâm al-Yunáid por el Amor, y él respondió citando versículos
del Corán, hadices del Profeta e historias de amantes; pero en esto se presentó
su maestro, as-Sari, y le entregó un pequeño trozo de papel en el que había
unos versos, y le dijo: “Esto es mejor que setecientas historias”. En el
papel ponía: “Tú -que dices que Me
amas-, mientes. Veo la flaccidez de tus carnes, pero no hay Amor hasta que la
piel no se te pegue a las entrañas y te marchites, esperando que te convoque el
vocero del Amor. No amas hasta que de tu mismo amor no se agote y no quede de él
más que una pequeña llama que te haga llorar y clamar en la noche”.
A partir de al-Yunáid, los maestros sufíes rivalizaron
en la exposición del poder alquímico del Amor. Desde entonces, no hay obra sufí
que no dedique sus mejores capítulos a hablar del principal de los estímulos
que debe guiar al aspirante (murîd,
sâlik).
Convertido el Amor en un tema central dentro de las reflexiones sufíes,
tras basarlo con precisión en el Corán y en la Sunna, los maestros guiaban por
él hasta a Allah a sus discípulos según distintas consideraciones. Para al-Makki,
el Amor es uno de los Rangos de la Gente de la Firmeza. Para as-Sarrâÿ, el
Amor es el gusto que se adhiere al paladar de los que están cerca de Allah.
Para an-Nâbulusi, el Amor es el momento en que se separan lo evidente de lo
oculto: es el último momento de la Ciencia y el primero de la Gnosis. La
expresión más contundente es la de as-Súlami, quien dijo: “El
Amor es la razón por la que Allah ha creado a los sabios”, por tanto, el
Amor es la suprema realización de la existencia.
Sîdî ‘Abd al-Qâdir al-Yîlânî expuso su método sufí en una obra,
al-Gúnia, en la que enumeró los rangos que hemos expuesto en un
capítulo anterior, acabando con un estudio sobre el Sidq, la Sinceridad.
En ese libro no dedica ningún capítulo al Amor, porque éste está fuera de
todo método sistemático. Al-Gúnia
es un tratado de Sharî'a, en el
que se explican la formalidad de la
Senda y se enumeran los pasos que hay que dar y el modo de caminar por la Vía.
Es la Ley del Amor, pero no es el Amor en sí, cuya naturaleza pertenece al ámbito
de la Haqîqa, la Realidad
o Esencia. Sus reflexiones sobre el Amor hay que buscarlas en sus
poemas, en las respuestas que daba a sus discípulos, en sus confidencias, en
las anécdotas en las que se habla de él, es decir, en los momentos de
intimidad en los que expresa su sentimiento. Es decir, el sâlik o peregrino debe
estar al tanto de los detalles del
Camino (daqâiq) sabiendo que están
cimentados sobre emociones sutiles (raqâiq).
Para al-Yîlânî, el Amor (Mahabba)
no es solamente una experiencia (Hâl) o un Rango (Maqâm).
Más que esas emociones pasajeras o permanentes, el Amor es una señal,
un hito (‘alâma). La intensidad de esa pasión es un indicador, y su
momento culminante es el del paso al Qurb
(la cercanía) y el Wusûl
(la llegada o comunicación).
En la cima de la pasión se abre el mundo de las revelaciones en la que la
existencia entera pasa a manifestar la
Presencia de Allah (al-Hadra
al-Ilâhía). Ahí, el amor ya es pura trascendencia y fusión.
El Amor de Allah (Hubb Allah o Mahabbat
Allah) es, en palabras del Imâm, la inquietud arrebatadora que Allah
deposita en los corazones de modo que el mundo se torna insuficiente e
inapreciable y el afortunado en el que ese Amor se vierte contempla la
existencia como si fuera un cortejo fúnebre, pues todo le parece difuminarse
como dejando paso a la Verdad que sostiene todas las cosas. Sólo la aparición
de esa Verdad llenará de alegría su corazón, al que ya no seducen las
apariencias. Cuando el Amor se apodera del corazón lo sumerge en las
interioridades y el caminante se despoja de las sandalias, que son las dos
grandes dependencias (el amor al mundo y el amor a la otra vida, el materialismo
y la espiritualidad). Todas sus esperanzas se desvanecen, y lo único que ansía
es reunirse con la Fuente de esa poderosa emoción. El Shayj citaba un conocido
refrán: “El Loco sólo siente alegría
en Laila”, refiriéndose a un enamorado cuyo nombre ha sido olvidado y a
quien el amor por su amada (Laila) trastornó, y sólo vivía en su recuerdo o
compañía. En este sentido, el Shayj solía citar un hadiz en el que el Profeta
(s.a.s.) dijo: “Tu amor por algo te hace
ciego y sordo”, y es así como la virtud del Amor de Allah centra al ser
en el Infinito. Y, efectivamente, el Amor a Allah es lo que se apodera del
peregrino conforme avanza en el conocimiento de Allah. El Islam le enseña cosas
tremendas acerca de Allah, y la ‘Aqîda,
la Doctrina, cuanto más se profundiza en ella, deja adivinar la
Inmensidad que hay en la verdad de todo lo que existe.
El Amor, para el Imâm, es “ebriedad
tras la que no hay sobriedad, desasosiego tras la que ya no hay calma, y es
sinceridad infinita”. Ya hemos mencionado al Loco
por Laila (Maÿnûn
Laila), un
personaje emblemático en la literatura musulmana que representa el amor más
puro y apasionado. El loco anónimo que se deshace por Allah (Laila,
la Noche) es un tópico en el sufismo. De los sufíes, dijo al-Yîlânî:
“Son gentes
que han levantado sus tiendas en el campamento de Laila; y, por el amor que le
profesan, son capaces de sufrir padecimientos”.
Dando un paso más adelante, los sufíes comenzaron a
hablar, no ya de amor (Hubb o Mahabba)
sino de ‘Ishq, enamoramiento que raya en lo enfermizo, deseo, nostalgia, pasión
amorosa. Algunos autores censuraron esta expresión como inconveniente a la hora
de hablar de la relación con Allah. Especialmente fue duro Ibn al-Yawzi
(predecesor de Ibn Taimía), que desaconsejó su uso por tres razones: por sus
connotaciones sexuales, por que el Corán describe a Allah amando a los hombres
pero no sintiendo dicha pasión (el ‘Ishq)
por ellos, porque el ‘Ishq es una
pretensión indemostrable. Los escritos de al-Yîlânî permiten justificar el
uso del término ‘Ishq. Primero
porque no es cierto que tenga necesariamente connotaciones sexuales, como
indican los diccionarios (se señala más bien la idea de marchitarse,
consumirse de deseo). En segundo
lugar, los sufíes no usan el término para referirse a la relación de Allah
con los hombres, si no la de estos hacia Él. Por último, si el Amor es una
pretensión cuya sinceridad es demostrada por la práctica severa del Islam y la
obediencia en todo a Allah y a su Profeta, el ‘Ishq es demostrado por la pasión y la fuerza de los sentimientos
del sufí, tal como dijo al-Yîlânî: “Tengo
en mi favor cuatro testigos: mi pasión, mi emoción, mi languidez y mis lágrimas”.
Pero
volviendo al tema del amor, la literatura sufí enseña que tiene una serie de
concomitantes que son sus signos y que estudiaremos en las siguientes secciones.
Se trata de signos de la presencia del amor, pero para el que se inicia en esta
senda se convierten también en exigencias, en metas que se debe conquistar con
empeño. Estos temas, pues, cumplen una doble función: por una parte,
caracterizan al amor; por otra, son de sí una senda.
Amor y ascetismo
El amor auténtico exige una inclinación absoluta e
incondicionada hacia el Amado (Mahbûb,
Habîb). El amante
(muhibb) no se subordina nunca
a quien no sea su Amado. El amor a Allah libera definitivamente al ser humano,
lo alza por encima del estado de sujeción a las cosas y que son la rutina del
resto de los mortales. Cuando se produce este efecto, se puede hablar de sinceridad
(sidq) en el amor, y es porque
el que realmente desea y busca algo no se deja entretener ni desviar de su
objetivo. Por ejemplo, quien ha oído hablar del Yanna (el jardín prometido
a los justos, el Paraíso) y se
apodera de él el deseo de acceder a él tras la muerte, ocupa todo su tiempo en
cumplir las condiciones exigidas, vendiendo
su existencia a Allah, tal como proclama el Corán: “Allah compra las vidas y los bienes de los que se abren a Él pagando a
cambio como precio el Yanna”.
Si los musulmanes se entregan en cuerpo y alma por
obtener esa recompensa a la que llamamos Yanna,
y que ya es un principio de trascendencia por que les hace relativizar la
importancia del mundo inmediato (duniâ),
¿cómo no habrían de hacer un esfuerzo aún mayor por conquistar algo
infinitamente más valioso que el Paraíso? Eso que está por encima del Yanna,
es la Faz de Allah, la infinitud de la
Verdad Creadora. El rasgo principal de Allah, que nos da la clave del Camino
hacia Él, es su Unidad y su Soledad
(Wahda). La aproximación a esa Presencia se yergue sobre la
renuncia radical a toda dispersión, y esto es lo que nos pone en el umbral de
un concomitante necesario del amor: el Çuhd,
el ascetismo, la austeridad.
El Çuhd
consiste en abandonar los apegos y dependencias
(‘alâiq). Se trata de perderle el amor a lo que no es Allah (hablamos, por supuesto, del amor
censurable, aquél que no penetra en la esencia de las cosas). Es muy difícil
desprenderse de las dependencias, y, aun cuando el aspirante avanza en los
rangos espirituales, muchos de esos apegos siguen adheridos a él. Nos referimos
a la dependencia de la opinión de los demás, las necesidades irreales, los
miedos, las esperanzas, etc., a todo lo cual los sufíes lo llaman fantasmas.
La avidez, la envidia, el rencor, la cobardía,..., son signos de la permanencia
de esos afectos. Por tanto, al menor
signo, el aspirante debe combatir esas inclinaciones hasta arrasarlas. En un
hadiz, el Profeta (s.a.s.): “La renuncia
(Çuhd) al mundo hace descansar al corazón y al cuerpo”. Sólo el que está
descansado, el que está verdaderamente en paz, porque se ha vuelto
invulnerable, porque se hace inmutable, pasa a deleitarse en la compañía de la
Verdad.
Con frecuencia, el Imâm al-Yîlânî repetía esta
frase: “No hay más que creación y
Creador”, aludiendo con ello a los dos polos del Ser. Se trata de los dos
grandes contrarios, Allah y todo lo que no es Allah. Para llegar al Creador
Eterno (Jâliq) se debe abandonar y dejar muy atrás toda la creación
efímera (jalq). Por otra parte, el Profeta (s.a.s.) ya había dicho que en el
pecho de cada persona sólo hay un corazón, queriendo decir que cuando el corazón
se llena de amor ya no hay espacio en el ser humano para ninguna otra cosa.
Cuando el corazón del sufí se llena de amor hacia Allah, desaparece de delante
de él todo lo que no es el Creador. El universo entero se trasforma entonces en
un lugar de encuentros entre el sufí y su Dueño. Para entrar en el reino del
amor hay que ejercitarse en esa renuncia hasta que se convierta en amor
verdadero. Por todo ello, el aspirante debe seguir la senda de la austeridad
(Çuhd).
Allah Uno-Único es presentido en la desolación. El
maestro despoja a su discípulo de todo para enfrentarlo a la Unidad-Soledad de
quien lo ha creado y no deja de hacerle ser. El aspirante abandona el mundo
hasta que descubre en su vacío la Verdad que lo configura. El primer paso es la
renuncia al mundo; el segundo es la renuncia al Paraíso. En cierta ocasión, un
anciano asistió a una sesión de enseñanza
(máÿlis) presidida por el Imâm al-Yîlânî
que estaba hablando de los rangos de los comunicados con Allah y las
contemplaciones de los gnósticos, y entonces pasó por la mente de ese anciano
una pregunta reveladora del comienzo en él del amor: “Pero,
¿cómo llegar hasta Allah mismo?”. El Imâm interrumpió su discurso y,
volviéndose hacia el anciano le dijo: “Sólo
hay que dar dos pasos. Con el primero, debes dejar atrás el mundo. Con el
segundo, debes dejarte atrás a ti mismo. Entonces, he aquí que estarás frente
a tu Señor”. Es decir, se debe dejar atrás incluso la aspiración
espiritual para que sólo quede espacio al deseo de Allah, el anhelo radical de
encontrarlo y la sumisión absoluta a Él, sin ningún apego, sin ninguna otra
aspiración, sin dependencia alguna de lo que no sea Él en Sí.
Lo anterior recibe el nombre de desprenderse de las dos sandalias (jal‘ an-na‘láin). Cuando se entra en una mezquita, hay que
quitarse los zapatos, el del mundo y el del más allá, para caminar descalzo
sobre la alfombra de la intimidad, pues la mezquita es el espacio de la
exclusividad de Allah. Cuando el musulmán deja atrás, en un acto de noble
renuncia y de Çuhd elevado, todos
los mundos creados, el mundo de su presente, de su pasado y de su futuro, cuando
olvida lo que ha sido y lo que será, cuando él mismo muere ante sí y el todo
se desvanece, su corazón pasa a latir movido por su Señor. Ese corazón vacío
de mundo (duniâ) pasa a ser habitado por Allah, y en él, Él se muestra. Ese
corazón es el llamado Trono de Allah
(‘Arsh). El Profeta dijo que Allah
ha dicho: “No me abarcan ni los cielos
ni la tierra, pero sí me abarca el corazón del hombre que se abre a Mí”.
Y al-Yîlânî, el sultán de los amantes, dijo en verso: “Los ejércitos del amor ya han sido dominados por mi voluntad, y se me
someten de buen grado. Cada vez que me propongo a mi Señor, no se me resiste.
Ya no tengo esperanzas ni deseos; nada prometido espero”. Se refiere a la
desaparición de los velos, que son todas las ruindades que sujetan al hombre a
las miserias del mundo, creando en él apegos, esperanzas y miedos. El amor a
Allah es la superación de todos los amores censurables, tal como dijo el mismo
autor en otros versos: “He descorrido
todos los velos alzándome hacia el amor, y sigo ascendiendo conducido por mi
pasión”. El mundo y todo lo que contiene es un velo (hiÿâb) que
impide acceder al universo de Allah (al-Âjira),
donde esté el Yanna; y, a su vez, al-Âjira
es un velo corrido que impide acceder a Allah
en Sí (Dzât). Los deseos
mundanales, primero, y las ambiciones espirituales, después, impiden la
plenitud máxima y el deleite supremo. Al-Yîlânî dijo: “Todo
aquello junto a lo que te detengas es un velo. No vuelvas tu mirada más que a
la Verdad si es que quieres atravesar su puerta sobre los pies de tu secreto (lo
más profundo del corazón). A ello te llevará la corrección de tu austeridad,
que consiste en la renuncia a todo lo que no sea Él, desnudándote de todo”.
El Çuhd
-el ascetismo, la austeridad-,
no consiste en rechazar el mundo, ni alojarse en una caverna, ni renunciar al
trato con los demás. La renuncia no es rudeza. Los maestros enseñan que la
renuncia debe producirse en el corazón. Tal vez la necesidad empuje a alguno a
apartarse del mundo por un tiempo para ejercitarse en la austeridad, pero eso no
es el Çuhd verdadero. El Çuhd verdadero es el de quien
ha dejado de depender de las cosas sin que tenga que huir de ellas. Una
sabiduría sufí dice: “Pon el mundo en
tus manos, pero no lo pongas en tu corazón, y entonces no te causará ningún
daño”. El mundo es duniâ, es espejismo,
mientras ata; pero es ‘âlam, es signo
de Allah cuando enriquece al espirante, y ‘âlam
es el mundo del que busca al Creador de los Mundos: al-hámdu
lillâhi rabbi l-‘âlamîn, ¡alabanzas
a Allah, Señor de los Mundos! El Çuhd
consiste, por tanto, en hacer pasar el mundo de duniâ a ‘âlam, de
lugar de conflictos y tensiones a espacio infinito en el que se manifiesta lo
infinito. El musulmán renuncia al duniâ,
pero vive en el ‘âlam.
Pobreza (faqr) significa necesidad. Esa necesidad es un rango más elevado
que el de la austeridad. Consiste en necesitar realmente a Allah y no
necesitar nada que no sea Él. No es una simple renuncia o un desapego.
La pobreza, el Faqr,
está mucho más allá. Mientras que el Çuhd
es exterior, el Faqr resulta de la
sensibilidad más íntima y del entendimiento más puro. Al-Qalâinisi, otro de
los maestros que tuvo al-Yunáid, contó que en cierta ocasión visitó a unos
sufíes practicantes de la pobreza. Fue bien recibido por ellos y lo honraron y
lo agasajaron como debe hacerse con un huésped apreciado y distinguido. Pasaron
varios días, al cabo de los cuales al-Qalâinisi, buscando su túnica, preguntó:
“¿Dónde está mi içâr?”. A
partir de entonces, le perdieron la estima.
El faqîr,
el pobre, es indigente sólo ante
Allah. En el mundo es rico (ganí).
Al igual que el çâhid, el asceta, no posee nada ni es poseído por nada, pero su relación con
Allah es más estrecha hasta producirse una identificación con el objeto amado
en la que el hombre pierde su ser para dejar espacio únicamente a su Señor. Se
trata del objetivo mismo del amor. La realidad del pobre es un misterio que sólo puede ser definido por una descripción.
La descripción sirve para que quien no sea faqîr
no pueda engañar a nadie diciendo que lo es. Y así se ha dicho que el faqîr
es “de meditación constante y ágil, y es de naturaleza profunda en su
Recuerdo de Allah, hasta alcanzar la Esencia; no es obstinado, y no busca en la
Verdad más que la Verdad, y no sigue más senda que la de la sinceridad; su
pecho es ancho, capaz de soportar lo que nadie aguanta; es el de ego más
humilde; su risa es sonrisa y cuando pregunta es para aprender; despierta el
recuerdo en el olvidadizo, enseña al ignorante; no cae en nada ilícito y se
aparta de lo sospechoso; no revela secretos ni viola nada oculto; es amable
cuando es ignorado, paciente ante quien le hace daño; sus movimientos son
respetuosos y sus palabras son sorprendentes a causa de su sabiduría; habla
poco, se recoge constantemente en la práctica del Salât y el ayuno;
guarda su lengua, atesora en su corazón, mide sus palabras y su pensamiento
recorre los espacios de lo que ha sido y de lo que será”.
Pero la pobreza es un término con un significado aún más profundo, que
es su esencia misma. Es la quintaesencia del amor y su grado más avanzado, por
lo que va a ser dicho a continuación. Esa pobreza interior, esa necesidad
absoluta de Allah, atrae todas las
desgracias. El que acepta realmente a Allah, es puesto a prueba con fuego.
La sinceridad de esa pretensión tiene un precio elevado. Allah templa a quienes
le aman exponiéndolos a toda suerte de calamidades, arrasando su mundo. Esto,
que resulta tan terrible, es el secreto mismo de la pobreza. Ya es Allah el que
toma la iniciativa. Ya no es el hombre el que busca superar su mundo, sino Allah
mismo el que se hace cargo de afianzar la intimidad eliminando lo que pudiera
entretener la mente de su amado. Un beduino se acercó al Profeta (s.a.s.) y le
dijo: “Te amo”, y la respuesta de
Muhammad (s.a.s.) fue: “Prepárate
entonces para la pobreza”. Otro le dijo: “Amo a Allah”, y él (s.a.s.) le respondió: “Prepárate entonces para las calamidades”. Los sufíes han dicho:
“La desgracia y la lealtad van unidas y
dependen la una de la otra”. Al-Yîlânî dijo: “El amor al Profeta y a Allah va acompañado de la pobreza y el
padecimiento”.
Lo que sucede es que, en ese
progreso sobre la vía del amor, se ha entrado en el dominio del Celo de Allah (Gayra),
con el que protege del mundo y se reserva para Sí a los más cercanos a Él. En
cierta ocasión, el Profeta (s.a.s.) dijo: “Cuando
Allah ama a un hombre, le hace padecer toda suerte de pruebas. Cuando lo ama
mucho, lo arrasa”. Le preguntaron qué significaba esa última expresión,
y él (s.a.s.) dijo: “No le deja ni sus
bienes ni sus hijos”. Aquí, es Allah el que ama. Y eso es lo que hizo con
Abraham y con Jacob (sobre ambos sea la paz). Cuando esos profetas sintieron
inclinación hacia sus hijos, Allah ordenó a Abraham sacrificar al suyo e hizo
que Jacob perdiera a José. También le sucedió a nuestro Profeta (s.a.s.)
cuando sintió apego hacia sus nietos al-Hásan y al-Husáin; se
le presentó Gabriel, que le preguntó si los amaba, y cuando Muhammad (s.a.s.)
le dijo que así era, el Ángel le comunicó: “Pues
bien, el primero morirá envenenado, y el segundo será asesinado”. Con
ello, Allah confirma la condición precaria y pasajera del mundo, invitando a
los elegidos a retirarse definitivamente en Él. El corazón queda desengañado,
y ya sólo cabe en él lo infinito.
Podemos apreciar fácilmente la diferencia entre el uso que suele hacerse
del término faqîr en el ámbito
popular donde designa simplemente al mendigo,
y su empleo como término técnico dentro del sufismo. Al-Yîlânî lo expresa
con vehemencia: “El faqîr no es el que
carece de algo. Es el que tiene un imperativo en toda cosa. Es el que cuando le
dice a algo ¡sé!, esa cosa pasa a ser”, y el Imâm pone en relación
este rango espiritual con el amor al explicar que es la realización del hadiz
en el que el Profeta (s.a.s.) dijo que Allah dice: “El
hombre no deja de acercárseme con actos de su voluntad hasta que me hace
amarlo, y cuando lo amo me convierto en el pie con el que camina, el ojo con el
que ve, la lengua con la que habla...”, es decir, el hombre lo pierde
todo, para agigantarse en su Señor.
La muerte (Fanâ, extinción) corona
a la pobreza. Es la perfección y la plenitud del Faqr. Significa que el aspirante se ausenta de sí mismo para estar
presente en su Señor. Es... “la
ausencia del amante en el Amado cuando las luces de la proximidad no dejan
espacio para las tinieblas de los mundos formales; y, entonces, el amante, bajo
los resplandores de las irradiaciones de la Verdad, queda sumido en el
desconcierto más absoluto y su corazón se desvanece y su existencia se
disuelve como último resto tenebroso, trasformándose en existencia eterna”.
Esa muerte (Fanâ) es la puerta hacia la eternidad
(Baqâ) en la Presencia de Allah (al-Hadra
al-Ilâhía). Se trata de la culminación de todos los procesos. Allah dijo
a Moisés: “Te he hecho para Mí”.
Allah ha creado al ser humano para conducirlo a la inmensidad de la que estamos
hablando. Para ello, ordena a los hombres: “Recordadme
y os recordaré”. Con esto, impone a los seres humanos un Camino, el del Recuerdo
(Dzikr), sometiendo a su voluntad la realización de ese Destino,
implicándolos en él. Allah ha dicho en el Corán: “Él los ama y ellos lo aman”. Todo surge del Amor de Allah, que es
lo que nos ha creado. Con ese Amor hemos surgido, y pasamos a ser nosotros los
amantes en busca del Amado, hasta que lo recordamos y al recordarlo se
desencadena el proceso del amor. Con esto, tiene su culminación el Tawhîd,
la Reunificación del Ser.
El aspirante pretende convertirse en algo así como un recipiente vacío,
carente de voluntad propia y de pasiones. Vive en medio de la creación, pero ésta
no le afecta, no se apodera de su corazón. No se somete al mundo, preparándose
para el reencuentro con la Verdad Absoluta que lo hace ser. Cuando ha tenido la
intuición de su Señor, ya ninguna otra cosa puede satisfacerle, y eso es lo
que le hace ser único y singular en el universo, asemejándose a su Dueño,
confundiéndose con Él. Allah se manifestó a al-Yîlânî diciéndose: “¡Oh,
Supremo Gawz! Has de saber que el hombre que me resulta más amado es el que
tiene padre e hijo, pero su corazón está vacío de ellos. Si muere su padre,
no se entristece con su muerte. Si muere su hijo, esa muerte no le perturba.
Cuando el hombre alcanza este grado, es para Mí como si no tuviera padre ni
hijo, y no tuviera semejante”. Y esta es la descripción que el Corán
hace de Allah mismo: “...No ha engendrado ni ha sido engendrado, ni tiene equivalente alguno”.
Con el término Fanâ aludimos
al imperio definitivo de Allah en el hombre: “La
fuerza de Allah se impone en él de modo que lo mata al mundo, y la Orden de
Allah hace morir sus apetitos, y la Acción de Allah sustituye su voluntad”.
Cuando Allah mata así a alguien, después le devuelve la vida, pero trasformado
en una realidad señorial. El que había estado sometido al mundo pasa a ser dueño
de la creación. Y ese es el que vive en Allah.
El amor sitúa al hombre en la proximidad de Allah (Qurb). La proximidad es la existencia sin tiempo y sin espacio (el Sármad). La intimidad (Uns) del sufí se hace eternidad.