Al-Andalus, una nueva sociedad

en la Europa medieval

 

    La desaparición de la monarquía visigoda y la fulgurante expansión del Islam español a comienzos del siglo VIII representaron para los primeros cronistas cristianos una conmoción tan fuerte como si se hubiera hundido el mundo. Tales historiadores medievales prefirieron utilizar una visión apocalíptica, evitando así tener que enfrentarse a la cruda realidad histórica. Por ejemplo, en la Crónica mozárabe de 754, antes llamada de Isidoro Pacense, parágrafo 37, puede leerse: resulta imposible para la naturaleza humana pretender contar los desastres de España -en otro tiempo llena de atractivo, hoy miserable, antes experimentada en el honor y ahora en la ignominia-, cuya desgracia sólo es comparable con las grandes catástrofes de la humanidad desde Adán hasta hoy, tales como la caída de Troya, la destrucción de Jerusalén y de Babilonia o el saqueo de Roma.

 

        No se hundió el mundo con la llegada a la península ibérica de Táriq ibn Ziyád en la primavera del año 711 y de Músa ibn Nusayr al año siguiente. Se desintegró aquel mundo, se eclipsó para siempre el poder opresor de la aristocracia de origen germano, en medio del resentimiento popular y entre las querellas internas de la clase dominante.

 

    Para trazar el siguiente apunte histórico de al-Andalus me serviré ante todo de las fuentes árabes, interesantísimas por la variedad de información que proporcionan y por el realismo que inspira muchas de sus páginas. El primer dato que conviene subrayar es el mutuo desconocimiento entre árabes e hispanos antes de que aquellos cruzaran por vez primera el Estrecho de Gibraltar. En la crónica anónima Ajbar Maymú'a se percibe claramente la cautela del califa al-Walid ante los proyectos de conquista que le había comunicado su gobernador en Ifriqiya Músa ibn Nusayr. Es un prudente temor a penetrar en tierra ignorada. «Manda a ese país algunos destacamentos que lo exploren y tomen informes exactos, y no expongas a los musulmanes a los azares de un mar de revueltas olas» (traducción de Emilio Lafuente y Alcántara, p. 20). Pero, como suele ocurrir, lo diferente transfigurado en exótico atrajo en extremo a los primeros expedicionarios, según detalla Ibn al-Kardabús en su Historia de al­Andalus: sobre todo, la abundancia de riquezas, la belleza de sus mujeres, sus huertas, ríos y frutos. No es de extrañar tampoco que esa atracción cundiera en el propio califa al-Walid, quien estuvo a punto de perder ahogado a su hijo pequeño que cayó en una jofaina mientras él, completamente absorto, daba gracias a Allah tras recibir la noticia de la conquista de al-Andalus (edición de Felipe Maíllo, pp. 52 y 57).

 

    La sensación de lejanía debió perdurar, pues años más tarde el califa 'Umar II le pidió al recién nombrado gobernador de al­Andalus «que le escribiera acerca de la forma que tenía al-Andalus, y le diese noticias de sus ríos». Y añade muy significativamente el cronista anónimo: «Tenía el pensamiento de hacer salir a los musulmanes de ella, por lo muy separados que estaban de los demás» (Ajbar Maymú'a, p. 34).

 

    Entre la población peninsular se daba una ignorancia semejante respecto a los árabes y beréberes, como lo demuestran algunos divertidos testimonios históricos. Así, antes de la decisiva batalla de la laguna de la Janda, el espía que envió don Rodrigo al campamento musulmán, engañado por una estratagema de Táriq, volvió lleno de espanto convencido de hallarse ante unos salvajes antropófagos: «Ha llegado a ti una nación que come la carne de los muertos de los hijos de Adán» (Ibn al-Kardabús, op. cit., p. 62).

 

    Menos espantosa pero igual de sorprendente resultó la experiencia de los notables de Mérida que negociaban con Músa las condiciones de paz. «El primer día que vinieron a verle [a Musa], tenía el cabello y barba blancos, porque se le había ya caído el color con que acostumbraba teñirse. Nada pudieron concertar y cuando volvieron el día antes de la fiesta del Fitr, se había alheñado la barba y estaba roja como las brasas. Admiráronse de esto y cuando vinieron de nuevo el día de la fiesta del Fitr, ya tenía la barba negra. Con esto creció su asombro, porque no conocían la costumbre de teñirse, y dijeron a sus paisanos: "estamos combatiendo a profetas que se transforman como quieren y toman la figura que les place. Su rey era viejo y se ha vuelto joven, por lo cual creemos que debe concedérsele lo que pida, pues no tenemos medio de contrarrestarle" (testimonio de Ibn Hayyán en al-Maqqari, edición de Gayangos, vol. I, p. 171).

 

    La variedad racial de las tropas musulmanas contribuyó, sin duda, a aumentar la sorpresa de los hispanos, como podemos deducir de los intentos de algunos cristianos cordobeses que, en un episodio de la toma de la ciudad, se esforzaron en vano por blanquear la piel de un negro al que hicieron prisionero. «Los de la iglesia le vieron... y andaban temerosos y extrañando la naturaleza de aquel hombre, pues nunca habían visto ningún negro, por lo cual le rodearon y movióse entre ellos gran alboroto y admiración, creyendo que estaba teñido o cubierto de alguna sustancia negra. Desnudáronle en medio de todos, y, llevándole junto a la cañería por donde venía el agua, comenzaron a lavarle y frotarle con cuerdas ásperas, hasta que le hicieron brotar la sangre y le lastimaron. Él les rogó que le dejasen, indicándoles que aquello era en él natural y obra del Creador (sea glorificado). Comprendiendo ellos sus señas, dejaron de lavarle y se aumentó su terror» (al-Maqqari, p. 165).

 

    Lo que todavía produce perplejidad es la rapidez con que se hundió la monarquía visigoda, como fulminada por un rayo. Tras la única batalla digna de tal nombre en la laguna de la Janda, los 12.000 musulmanes al mando de Táriq, «la mayor parte beréberes y libertos, pues había poquísimos árabes», se adueñaron de buena parte de la Península en pocos meses, casi a la velocidad que le permitían los cascos de los caballos. (Una fuente árabe nos da el detalle de que «los musulmanes montaban ya los caballos del ejército cristiano y no había quedado ningún infante y aún habían sobrado caballos». La capital del reino, Toledo, se rindió sin ofrecer resistencia. Más que de una campaña de guerra propiamente dicha, podríamos hablar de un paseo militar.

 

    En el 712, Musa cruzó el Estrecho con un ejército de 18.000 hombres, la mayor parte árabes. Siguiendo un itinerario diferente y tras reunirse en Toledo con Táriq, ultimaron ambos el control efectivo de la casi totalidad de la península, extendiéndose dichas fuerzas expedicionarias por la meseta superior y el valle del Ebro. El año 714 estos dos generales abandonan el suelo peninsular con destino a Damasco, dando por cumplido con creces su objetivo político-militar.

 

    Todo indica la suma debilidad del Estado visigodo antes incluso de su desaparición. Bastó con que fuera derrotada una parte del ejército (pues otra bien considerable ni siquiera presentó batalla sino que pactó), para que la organización político­administrativa se hundiera como castillo de arena. De nada le sirvió tampoco la aparente cohesión social propiciada por el cristianismo desde la constitución de este en religión de Estado con Recaredo. A diferencia de la renombrada argamasa de las murallas de Mérida, la monarquía visigoda carecía de solidez.

 

    ¿Puede calificarse de conquista la fulminante expansión del Islam en la Península? ¿Cómo se explicaría entonces que unos miles de musulmanes llegaran a dominar sin apenas violencia a una población hispano-romana estimada en unos cinco millones de habitantes? Aquí, como en otros casos, creo que no debe importar tanto la calificación genérica cuanto el haber comprendido la génesis del hecho histórico, siendo capaces de analizar su compleja realidad. La nula resistencia popular a las tropas musulmanas, el apoyo entusiasta de los campesinos pobres de la comarca de Écija a Táriq, el pacto con los hijos de Witiza (refrendado posteriormente en la sede oriental del califato y en virtud del cual aquellos nobles visigodos conservaron sus inmensas propiedades agrarias) y el tratado con Teodomiro, señor de Murcia, indican a las claras que representaría un grave error interpretar en términos puramente militares el nacimiento de al-Andalus. Según cuenta en su Historia Ibn 'Abd al-Hakam, el propio Musa lo entendió así al escribirle al califa al-Walid diciéndole «que no había sido conquista sino agregación». Uno de nuestros más innovadores arabistas ha sintetizado de este modo su posición: «Realmente no se puede afirmar que España fuese conquistada sino que habría que hablar más bien de entrega mediante capitulaciones. Lo general de la rendición viene refrendado por cierto pasaje de la Crónica profética, redactada en 883, otro de la Crónica de Alfonso III, y, sobre todo, por Ajbár Maymú'a. En líneas generales, tendremos que al-Andalus no fue conquistada, sino que capituló».

 

    Por otra parte, llama la atención la decidida colaboración de los judíos con las tropas musulmanas. Todas las fuentes árabes coinciden en este punto. En un estilo casi telegráfico informa el Ajbár Maymú'a: «Reunió [el primer gobernador musulmán] en Córdoba a los judíos a quienes encomendó la guarda de la ciudad, distribuyó en ella a sus soldados y se aposentó él en el palacio» (p. 27). Musa hizo lo mismo en Sevilla -como escribe al-Maqqari-, dejando esta ciudad bajo la guarda de los judíos junto a algunos soldados en la alcazaba. Y en Granada ocurrió otro tanto, según una más detallada explicación del cronista árabe: «Sitiaron Granada, capital de aquel distrito y la conquistaron por la fuerza de las armas, reuniendo todos los judíos en la fortaleza, que era la costumbre que seguían en todas las ciudades que conquistaban; juntaban a los judíos en la fortaleza, con algunos pocos musulmanes, y les encargaban la guarda de la ciudad, continuando las demás tropas su marcha a otro punto» (al-Maqqari, p. 166). Actuando así, la comunidad judía intentó acabar con la opresión impuesta por la monarquía visigoda y de cuyo dramatismo puede dar idea el decreto del XVII Concilio de Toledo que condenaba a la esclavitud a todos los judíos que no se convirtieran al cristianismo. Con su política de tolerancia hacia los judíos, el Islam andalusí se aseguró el apoyo de este influyente grupo social urbano, especializado en el comercio.

 

    También se beneficiaron de esa tolerancia los cristianos, quienes pasaron a ser, junto con los judíos, «protegidos» o dzimmíes a cambio de un impuesto. Cristianos y judíos, como nos recuerda Ribera, gozaban incluso en al-Andalus de «sus autoridades judiciales propias», al margen de la jurisdicción general islámica. Pero el espíritu igualitario del Islam, del que da testimonio un conocido hadiz ("los hombres son tan iguales como las púas de un peine"), y su profundo sentido de la fraternidad humana («el hombre es hermano del hombre, quiera o no», dice otro bien significativo) hubieron de ejercer una poderosa atracción sobre el sector de la población hispano-romana más explotado en la monarquía visigoda, los siervos de la gleba. La denuncia de la injusticia social que aparece con cierta frecuencia en las páginas del Corán (por ejemplo, en X, 44-45: «ciertamente, Allah no oprime en absoluto a los hombres, pero los propios hombres son los que se oprimen»), ampliada por el conjunto de las tradiciones islámicas (véase la extrema dureza de este dicho del Profeta: «han sido aniquilados quienes os precedieron porque, cuando robaba el noble, le dejaban y, cuando lo hacía el pobre, lo condenaban»), causaría verdadera conmoción en el medio rural.

 

    Esa probable simpatía de fondo, así como las evidentes mejoras jurídicas y económicas que traía consigo la cultura islámica para aquellas masas de míseros campesinos, explicarían la irresistible adhesión al Islam de la mayor parte de la población hispana. «Cuando la época de la conquista, la España visigoda era eminentemente agrícola. (...) La condición social de los trabajadores de la tierra no era nada grata, pues estaban, por la mayor parte, adscritos a la gleba. Con los musulmanes mejoró la suerte de esta clase, y eso fue, seguramente, una de las causas de la rápida islamización de la Península: el musulmán, por ley, no puede ser esclavo, sino hombre libre. Por lo tanto, al convertirse los españoles al islamismo pasaban a ser hombres libres, y estaban exentos, además, del impuesto de capitación que habían de pagar los dzimmíes o sometidos». El Islam en al-Andalus significó, por tanto, una liberación política para todos los judíos y una liberación política y social para la mayoría de la población de origen cristiano.

 

    Desde otra perspectiva, la formación de al-Andalus se basó en un original mosaico de razas. A lo largo del siglo VIII se instalaron en la Península aproximadamente 50.000 árabes y unos 200.000 beréberes, si bien esta última cifra es menos segura. La principal novedad ya desde el momento inicial de la conquista reside en que la expansión del Islam no recae fundamentalmente en el pueblo árabe sino en las tribus beréberes del Magrib, recién islamizadas y no sin dificultad. Debemos a Pierre Guichard el haber sabido destacar este aspecto, antes oscurecido, con testimonios históricos fidedignos e hipótesis sugestivas. Fundándose, ante todo, en que el ejército se estructuró sobre una base tribal hasta mediados del siglo X, y en que el sistema de reparto de tierras entre los conquistadores se asemejó a dicha organización militar, Guichard ha iluminado con originalidad la huella histórica de los beréberes en los primeros siglos de al-Andalus. Su principal conclusión me parece razonable: «Hemos constatado (...) que, al menos durante toda la época del emirato, un hecho extraño a la realidad indígena, el hecho tribal, había desempeñado en la vida social, política y mental de al-Andalus un importante papel».

 

    El hecho central desde el punto de vista de la población es, sin embargo, el siguiente: la mayoría abrumadora de los habitantes de al-Andalus, conversos o no, muladíes o mozárabes, eran de origen hispano-romano, y al cabo de varias generaciones de mezcla racial los diversos elementos exógenos acabaron fundiéndose en el crisol andalusí. Este mestizaje demostró en la práctica su eficacia cultural, como ya advirtiera Ibn Rushd (Averroes) en su Comentario a los «Meteorológicos» con un punto de orgullo andaluz: «Esto es lo que ha sucedido en la tierra de al-Andalus con los descendientes de los árabes y beréberes, que la naturaleza [tras la mezcla de sangre] los ha igualado con los naturales de aquella tierra y por esto se han multiplicado entre ellos las ciencias». Julián Ribera, en un contexto lingüístico certeramente analizado (El cancionero de Abencuzmán), enfatizó tanto la hegemonía social de la raza hispana que llegó a reducir la herencia árabe a «una pequeña cantidad de anilina roja [que] es suficiente para enrojecer las aguas de un estanque, sin que la composición química de las mismas se llegue a alterar sensiblemente». Considero desafortunado tal símil porque desenfoca el proceso de fusión étnica, trivializando la importancia del legado cultural musulmán.

 

    Los historiadores han sabido ver en la época de esplendor del califato el paradigma de integración racial en al-Andalus. R. Dozy en su Historia de los musulmanes de España (tomo II, p. 276) juzgó como uno de los grandes logros políticos de `Abd al-Rahmán III al-Násir "la fusión de todas las razas de la península en una nación verdaderamente una". E. Lévi Provenzal, con su talento característico, imaginó así la impresión que esa mezcla racial produciría en unos viajeros de Bagdad o Qayrawán: «Aunque no se sintieran demasiado ajenos en un ambiente que reservaba para el arabismo un lugar de preferencia, que hacía de la cultura oriental un ideal indiscutible y que concedía a la lengua del Alcorán la primacía sobre las hablas locales, es evidente que se hallarían sorprendidos de ver cómo se codeaban en las calles y en los zocos de las ciudades gentes de aspecto tan poco uniforme, rubios y morenos, blancos, mestizos y negros, que se hablaban más en romance que en árabe y que vivían en una simbiosis al parecer armónica con numerosos dzimmíes cristianos y judíos, también casi siempre vasallos leales del régimen».

 

    Desde el siglo VIII hasta la constitución del reino nazarí de Granada en 1232, en un repliegue que hacía presagiar lo peor para el Islam (R. Arié anota muy oportunamente que «el reino de Granada sólo pudo existir como vasallo de los cristianos», España Musulmana, p. 37), al-Andalus aparece como una sociedad en continua evolución. La primera etapa se extiende hasta el año 756, en que el primer príncipe omeya toma el poder en Córdoba, y viene marcada por la inestabilidad política. El proceso de consolidación del Islam se vio frenado por las luchas entre árabes y beréberes en las que predomina el espíritu de clan. Con un Estado débil y falto de cohesión, el ejército adopta lógicamente una organización tribal. Se rompe con el protofeudalismo de la monarquía visigoda, pero la vida rural sigue imponiéndose aún en el ámbito económico-social.

 

    Con el primer emir omeya de Córdoba, 'Abd al-Rahmán I (que gobernó entre los años 756-788) asistimos al intento histórico de encauzar la fermentación social anterior con el objetivo de impulsar un Estado fuerte y centralizado. En esa dirección se orientan sus dos principales iniciativas: la creación de un ejército profesional y la articulación de una clase política nucleada en torno a la aristocracia siria próxima a los omeyas. Pero el mérito principal en la puesta en pie del nuevo Estado corresponde a  'Abd al-Rahmán II (822-852). Se insiste habitualmente en que copió el modelo de Estado `abbásí en la esfera administrativa, lo cual es cierto. Pero creo que no se ha subrayado lo suficiente su innovadora visión estatal. A1 fundar la vida pública no ya sobre la aristocracia árabe, ni siquiera sobre el espíritu tribal, sino sobre el crisol étnico propio de al-Andalus que traslucía una clara heterogeneidad social, inició un camino nuevo, moderno en su raíz aunque no exento de riesgos. E1 espíritu de cohesión social, la 'asabiyya en que tanto insiste Ibn Jaldún, no debería buscarse más en los lazos de sangre: la universalidad del nuevo Estado abierto a todos podría cimentar una original y más fecunda `asabiyya. Dentro de este marco general hay que insertar su fomento de los intercambios económicos, las medidas de política monetaria y, de modo especial, su enérgico apoyo al desarrollo urbano de al-Andalus. La época de mayor número de fundaciones [de ciudades] va desde el reinado de 'Abd al-Rahmán II hasta la muerte del tercero de igual nombre (822-961). Un primer paso en la misma dirección me parece verlo en la reconstrucción del puente de Córdoba, «imposible de vadear durante todo el invierno», con la piedra de las murallas occidentales de la ciudad que estaban derruidas, hecho que tuvo lugar durante el mandato del gobernador al-Samh, autorizado para ello por el califa de Damasco (Ajbár Maymú'a, p. 35). Es decir, se prefirió ya en el año 720 facilitar el comercio y la vida ciudadana de Córdoba a expensas de su defensa militar. (Más tarde se arreglarían con ladrillo las murallas.) Más de dos siglos después, exactamente en el año 971, en pleno califato de Córdoba, se terminó una importante obra de restauración del mismo puente. Las palabras con las que el cronista lo elogia aclaran por sí solas el valor social que se le otorgaba: el puente de Córdoba «es la madre que amamanta a la ciudad, el punto de confluencia de sus diferentes caminos, el lugar de reunión de sus variados aprovisionamientos, el collar que adorna su garganta y la gloria de sus monumentos insuperables».

 

    De esta vocación urbana del Islam andalusí dan fe todavía algunas de las ciudades fundadas en esos siglos, como Almería (que llegaría a ser el primer puerto de al-Andalus), Murcia, Badajoz, Lérida (reconstruida sobre sus ruinas romanas), Úbeda, Calatayud, Tudela, Gibraltar y Madrid (la única capital europea de nombre árabe, Maÿrit). El máximo desarrollo urbano correspondió, como es sabido, a la capital del califato, que llegó a ocupar el primer puesto entre las grandes ciudades de Europa. «Córdoba, con su medio millón de habitantes, sus tres mil mezquitas, sus soberbios palacios, sus ciento trece mil casas, sus trescientos baños y sus veintiocho arrabales, no cedía en extensión, ni en riqueza, más que a Bagdad, ciudad con la cual sus habitantes gustaban de compararla».

 

    En el ámbito jurídico, el Estado omeya se distinguió por su adhesión al málikismo (sobre el que volveremos más adelante) y por la independencia política de sus cadíes o jueces. Por fortuna, se ha conservado la Historia de los jueces de Córdoba de al-Jusani, crónica sin pretensiones literarias que, por el realismo con que describe la vida de la magistratura y su entorno social, logra como muy pocas páginas históricas sumergirnos en la atmósfera vital de aquella sociedad cordobesa. El maestro Ribera, que tan buen olfato histórico tenía, supo destacar la original aportación de estos jueces andalusíes. «La mayoría de ellos fueron popularísimos por la valentía de su equitativo criterio en la administración de justicia y su enérgica resolución; de modo que, por la constancia y firmeza de carácter de los que ocuparon esa dignidad, convirtiéronse en principios políticos de aplicación práctica las normas de igualdad social establecidas por la ley islámica: los jueces daban ejemplo con su resuelta actitud contra las demasías y aun actos depredatorios de la despótica nobleza de Coraix, contra palaciegos y cortesanos y, en ocasiones célebres, contra los monarcas mismos, los cuales tuvieron que aceptar como criterio de gobierno esas normas democráticas o igualitarias».

 

    Un botón de muestra. En cierta ocasión, unos campesinos entablaron pleito contra el aristócrata que les había quitado violentamente un cortijo. El emir al-Hakam I, a solicitud del demandado con quien tenía amistad, pidió al juez que se inhibiese en el pleito, recibiendo la siguiente respuesta: «(...) como han probado el derecho que les asiste en su demanda, yo no puedo dejar de entender en el asunto hasta dictar sentencia». Volvió a insistir el emir ante el juez, enviándole con un paje este aviso: «es preciso que te abstengas de intervenir en ese pleito; quiero ser yo personalmente el juez que decidan. Esta vez el cadí ordenó al paje que se sentara; mientras, se dio prisa en dictar sentencia a favor de los campesinos que recuperaban así su cortijo, cumpliendo después todos los trámites legales para que aquella fuera firme. Sólo entonces autorizó al enviado real a que volviera a palacio para comunicar la sentencia, por si el propio emir quería derogarla. Al-Hakam I se irritó al conocer la decisión del juez y, tras calmarse algo, se desahogó diciendo: «¡Cuán vil es aquel que tiene que sufrir que la pluma del juez le pegue en el rostro!». Y al-Jusani comenta al término del relato: «El soberano se portó luego con él como si nada de esto hubiera ocurrido; no le opuso ninguna dificultad, y el juez pudo ejecutar su sentencia» (Historia de los jueces de Córdoba, pp. 220-225). Pienso que esta superioridad del derecho sobre el monarca, tan rara ayer como hoy, no constituye motivo de crítica al Estado omeya. Por el contrario, demuestra que el principio de universalidad de la ley no era mera retórica en la Córdoba islámica, sino pieza básica de su ordenamiento jurídico.

 

    La consolidación del nuevo Estado y su época de mayor apogeo tienen lugar en el siglo X. Símbolo de tal esplendor es la figura política del califa 'Abd al-Rahmán III, en cuyo reinado, pacificada por fin la tierra de al-Andalus, se desarrolla el comercio exterior y se multiplican las relaciones diplomáticas. Me parece acertado el juicio que sobre este gran califa cordobés dejó escrito el arabista R. Dozy: «Este hombre delicado y sagaz que centraliza, que funda la unidad de la nación y la del poder, que con sus alianzas establece una especie de equilibrio político y que con amplia tolerancia llama a sus consejos a hombres de otra religión, es más bien un rey de los tiempos modernos que un califa de la Edad Media» (Historia de los musulmanes de Es­paña, tomo III, p. 88).

 

    Pero esa brillante era de prosperidad del califato de Córdoba se vería pronto afectada por la humana fugacidad a que nos tiene acostumbrados la historia. Con Ibn Abi 'Amir (el legendario Almanzor del romancero), excepcional militar y hábil estadista, comienza a gestarse de forma paradójica la decadencia. En efecto, la incorporación masiva de tropas beréberes al poderoso ejército, la suplantación en el poder del legítimo califa y su alineación personal con el ala más conservadora del sector teológico-jurídico encerraban en sí el germen de la futura disgregación de al-Andalus. Con la muerte de Almanzor a comienzos del siglo XI (año 1002), ese proceso larvado saldrá a la luz de forma dramática.

 

    Enclavada en el extremo occidental de Europa, la sociedad que vemos desplegarse en al-Andalus es lo menos occidental que pueda imaginarse. El incipiente feudalismo visigodo quedó congelado por el espíritu igualitario del Islam, y en su lugar apareció, llena de fuerza y no exenta de tensiones, una nueva sociedad. En ella, la creencia hegemónica no ahogará un efectivo pluralismo cultural; un poder judicial excepcionalmente íntegro y autónomo frenó los abusos del poder; el inicial choque de razas y tribus no eliminó la diversidad étnica, sino que se transformó en fecundo mestizaje; el modo de vida rural, y la 'asabiyya basada en los lazos de sangre, evolucionó hacia la formación de un Estado de estructura urbana cuya cohesión social perdió en solidez lo que ganó en solidaridad libremente fundada.

 

    Pero, al mismo tiempo, al-Andalus emerge como el menos oriental de los países islámicos. Aquí, la lengua romance siguió usándose hasta en presencia del califa. Los árabes de raza formaban un reducidísimo estrato de la población. A los judíos se les reconocía una indudable influencia, incluso en la esfera pública. Las costumbres populares impregnaron de su falta de rigidez hasta a personalidades distinguidas por su ortodoxia: por ejemplo, Almanzor, «columna del Islam», instituyó el domingo como día de descanso para todos sus soldados, y bebió vino toda su vida, a excepción de los dos últimos años, según informa al-Maqqari.

 

    Esta original síntesis de Oriente y Occidente no debería dibujarse, sin embargo, como si se tratara de un idílico cuadro al margen de la historia. En tormentosas condiciones políticas, en medio de frecuentes luchas tribales e incluso de algunas revueltas de carácter social, fue creciendo la civilización andalusí.

 

    El cada vez más agobiante asedio militar de los reinos cristianos por el Norte, unido a la presión creciente de las tribus beréberes por el Sur, acabaron estrangulando aquella singular trayectoria histórica que llamamos al-Andalus. Tan cortos se le antojaron a algunos sus ocho siglos de existencia, que no han vacilado en recordarla con cierta melancolía como una estrella fugaz que atravesó en los tiempos medios el cielo de nuestra Península.