LA
PROFECÍA DE MUHAMMAD
El envío de profetas como puro favor a los hombres
Para un mu‘tazilí, el envío de los profetas forma parte de esas
“gracias” que Allah -como consecuencia de su absoluta justicia- está
obligado a dispensar a la humanidad. Por su parte, los miembros de la rama
ŷubbâi del mu‘tazilismo dicen que nada obliga a Allah a imponer a los
hombres una Ley; pero desde el momento en que lo hace, se crea a sí mismo la
obligación de proporcionarles todos los medios para seguirla, y,
principalmente, hacérsela conocer, lo que implica el envío de un
“Enviado”. Para el Imâm al-Ash‘ari, el envío de los profetas es también
una “gracia”; pero conocemos el sentido que él daba a este término. La
palabra “gracia” (lutf) conserva en él el sentido original, el de
“favor puro” (tafaddul) que Allah puede conceder o negar a su libre
arbitrio, sin que haya en el caso de que lo niegue ninguna injusticia. Para el
Imâm al-Ash‘ari, en consecuencia, Allah no está obligado a enviar profetas
por la razón general de que no está sujeto a ninguna obligación. Pero también
por otra razón más específica: no se debe excluir que Allah tiene la facultad
de hacer comprender a los hombres directamente lo que quiera hacerles saber, sin
pasar por el intermediario de los profetas. Enviar profetas, no enviarlos,
utilizar otro medio, todo ello es posible, y la elección corresponde en
exclusiva a Allah.
Allah envía esos profetas a todos los hombres sin excepción. Algunos mu‘tazilíes
tenían por inconcebible que Allah enviara profetas a gentes de los que sabe en
toda la eternidad que no los aceptarán ni obedecerán la orden que les
comunican; veían en ello un “acto vano” y, en tanto que tal, “malo”.
Al-Ash‘ari responde que admitir eso no es más absurdo que admitir -lo cual
hacen los mu‘tazilíes- que Allah ha creado a esas mismas gentes sabiendo
parejamente que serán infieles y desobedientes. Añade que, si es posible que
Allah dé órdenes a tales gentes por la vía de la razón (a lo que los mu‘tazilíes
llaman taklîf ‘aqlí, y son los imperativos morales naturales),
sabiendo que no los obedecerán, también es posible que se las dé, en las
mismas condiciones en el intermedio de sus enviados.
El envío de profetas (irsâl ar-rúsul), dice aún al-Ash‘ari, siempre
tiene una utilidad, sean quienes sean los receptores. Para aquellos de los que
Allah sabe que le obedecerán, es un acto salvífico. En cuanto a aquellos de
los que sabe que no obedecerán, Allah quiere con ello confirmarlos en su
descreimiento y su orgullo. Los profetas sólo están para anunciar a los que
Allah ama que les ama y que les brindará su favor, y a los que detesta que les
detesta y que les hará sufrir su Justicia. Esta forma de legitimar la profecía
tiene su explicación en las enseñanzas de al-Ash‘ari sobre la predestinación.
Al igual que Allah no está obligado a enviar profetas, igualmente no está
obligado en cuanto a las modalidades de ese envío. Aunque lo haya hecho, nada
le obliga a enviar varios profetas uno después de otros (tal como afirman los
mu‘tazilíes, deseosos de justificar cada acto de Allah); podría
perfectamente haberse contentado con enviar uno sólo. Es paralelamente
concebible que Allah envíe a cada pueblo un profeta que le sea propio, o que
envíe un mismo profeta al conjunto de las naciones humanas.
Diferencia entre nabí y rasûl
Los términos usados en árabe para profeta son dos: nabí
(en plural nabiyîn o anbiyâ) y rasûl ( en plural rúsul).
Para al-Ash‘ari, rasûl es un equivalente de múrsal, enviado
(en plural mursalîn). En cuanto a nabí, al-Ash‘ari propone las
dos explicaciones tradicionales: o bien la palabra deriva de nába, que
significa noticia, información (nába es sinónimo de jábar),
en cuyo caso el nabí es llamado así porque “informa” acerca de
Allah de un modo determinado; o bien la palabra viene de nabwa, sinónimo
de rif‘a, elevación, en cuyo caso el nabí debe su
nombre a que ocupa un rango elevado.
Por otra parte, al-Ash‘arî admite la distinción que los exegetas del
Corán ya hacían entre los dos términos. Rasûl se dice de aquel al que
Allah ha enviado a sus criaturas para comunicarles un mensaje (risâla):
las prácticas espirituales que les impone, la recompensa que les promete, el
castigo con el que le amenaza; los hombres deben obediencia a ese “Enviado”.
Por otra parte, Nabí es simplemente un personaje al que distinguen
ciertos hechos milagrosos que lo colocan por encima de los demás hombres. Es
por lo que, según al-Ash‘ari, “todo rasûl ha sido nabí,
mientras que no todo nabí ha sido rasûl”. Al-Ash‘ari no fue
el primero en pensar así, pero hay que tener en cuenta que ese punto de vista
no fue admitido por todos los mutakallimîn: los mu‘tazilíes en especial
rechazan expresamente tal distinción y consideran que nabí y rasûl
son puros y simples sinónimos. Algunos sucesores de al-Ash‘ari parecen haber
pensado de igual manera (Bâqillânî, Ŷuwaynî, Abû Ya‘là), pues
emplean los dos términos indiferentemente. Al-Ash‘ari estimaba ver la
confirmación de su tesis, de una forma inesperada, en la relación que establecía
entre un versículo coránico en el que Allah dice : “Hemos enviado antes de
ti a hombres (es decir, varones)” y un hadiz en el que se dice que entre las
mujeres hubo cuatro nabíât (Eva; la madre de Moisés, Asia la mujer de Faraón;
y María). Estos dos textos, según al-Ash‘ari, no pueden ser conciliados más
que distinguiendo entre nabí y rasûl.
Las cualidades propias de un profeta
Un profeta es un hombre como el resto de los hombres (Corán, 17/93,
18/110, 41/6), y pudo haber sido cualquiera. Al-Ash‘ari exige que cumpla las
siguientes condiciones: ser varón (en el caso del rasûl), libre y que no tenga
menguadas las facultades del oído y la visión. Según al-Ash‘ari, esas
condiciones son indispensables para que lleve a buen puerto su misión, que es
la de comunicar una Ley y gobernar una comunidad. Pero por encima de esas
condiciones, un profeta debe ser más perfecto (ákmal) que todos
aquellos a los que es enviado, tanto en inteligencia y ciencia como en virtud,
castidad, audacia, generosidad y ascetismo. Allah ha elegido a sus profetas
entre los mejores, tal como dice el Corán (44/32).
Un profeta no es solamente superior intrínsecamente a los otros hombres.
Puesto que Allah lo ha elegido, por ello ocupa junto a Él el rango más
eminente, por encima incluso que el de los ángeles. En el debate que oponía
ritualmente a los mutakallimîn en cuanto a saber si los ángeles son superiores
a los profetas o a la inversa, al-Ash‘ari opta por la segunda solución, como
la casi totalidad de las Gentes del Hadiz, mientras que los mu‘tazilíes, por
su parte, elegían la segunda.
Esa superioridad del profeta sobre los demás hombres es, sin embargo, de
carácter estrictamente personal, y no está ligada a ningún linaje. La profecía
no se hereda; un profeta puede haber sido hijo de un infiel, y puede tener por
hijo un infiel, de todo lo cual hay ejemplos en los relatos que cuenta el Corán.
Por otra parte (y en esto, a primera vista, parece haber una
incoherencia), cuales quiera que sean los méritos del elegido, la investidura
profética no debe ser jamás entendida como una recompensa a esos méritos. Al-Ash‘ari
enseña que la profecía “no es retribución por un acto ni recompensa por una
obediencia. Es un favor que Allah reserva espontáneamente para tal o tal, y Él
podría, si quisiera, acordarlo a un individuo en el momento mismo en que
alcanzara la mayoría de edad sin que hubiera tenido tiempo (por tanto) para
cumplir el menor acto conciente de obediencia”. La profecía es “puro favor
espontáneo”, que Él concede a quien quiere. En favor de ello, al-Ash‘ari
invoca el versículo del Corán en el que se dice: “Él da la sabiduría a
quien quiere” (2/269), siendo sabiduría (hikma), aquí,
un equivalente, según la interpretación de Ibn Mas‘ûd, de nubuwwa y risâla
(profecía). Con ello, al-Ash‘ari permanece fiel a su principio según
el cual una criatura no merece por sí ninguna recompensa, y toda bondad de la
que pudiera disfrutar proveniente de Allah es estrictamente gratuita. Al mismo
respecto, los mu‘tazilíes sostenían puntos de vista enfrentados entre sí.
Algunos, como ‘Abbâd ibn Sulaymân, consideraban que la profecía es
necesariamente “recompensa por una acción”. Otros, como Ŷubbâi, admitían
que pudiera ser un “favor espontáneo”.
Una cuestión conexa -pero, en realidad, la más abundantemente debatida-
es la de saber si un profeta es susceptible de pecar. La posición ŷubbâî
a partir de Abû Hâshim es que incluso antes de su misión un profeta no puede
cometer faltas graves (kabâir), si bien sí puede cometer faltas
ligeras (sagâir), a excepción, no obstante, de las
susceptibles de suscitar la aversión de aquellos a los que es enviado haciendo
así ineficaz su predicación. Ŷubbâi mismo excluía radicalmente toda
posibilidad de falta intencional, incluso ligera, una vez que el profeta es
investido de su misión; en revancha, admitía que, con anterioridad a ella, ese
mismo profeta ha podido ser culpable de faltas graves (esta posición es
atribuida igualmente a Abû l-Hudzail). En cuanto a los hanbalíes y otras gentes
del hadiz (a los que algunos autores llaman hashwiyya) no veían
inconveniente en admitir para los profetas la posibilidad de faltas graves,
incluso durante el tiempo de su misión, tal como atesta el Corán: son los
casos de Adán, José, David, Moisés, etc. La posición de al-Ash‘ari sobre
esta cuestión es, en lo esencial, la de Ŷubbâi: Con anterioridad a su
misión (qabla n-nubuwwa), los profetas son pecables, y susceptibles
incluso de cometer faltas graves; una vez devenidos profetas (ba‘da
n-nubuwwa), se benefician, como los ángeles, de esa gracia permanente que
es la impecabilidad (‘isma). Si Adán pecó efectivamente, como
dice el Corán: “Adán desobedeció a su Señor y estuvo en el error”
(20/121), lo hizo antes de ser profeta; efectivamente, Allah lo invistió con la
profecía una vez fuera del Jardín
del Edén. Lo mismo debe decirse acerca de la mentira de Abraham, el deseo de
José, la falta de David, o de Muhammad mismo (47/19): todas esas faltas fueron
cometidas antes que sus autores hubiesen accedido al rango de “Enviados”.
El milagro, prueba de la profecía
Un punto evidentemente capital es el de saber qué signos permiten
reconocer a un profeta como tal, cuáles son las pruebas de su “veracidad”.
Se ha dicho que al-Ash‘ari consideraba que la autenticidad de un profeta puede
sernos conocida de cuatro modos: o bien Allah que se manifiesten en él milagros
(mu‘ŷiçât) que vengan a confirmar sus dichos; o bien su cualidad
de profeta es atestada por algún otro personaje cuya veracidad haya sido también
probada por milagros; o bien aquellos a los que ha sido enviado lo reconocen
como profeta por “ciencia obligada en ellos”; o bien, finalmente, los
profetas anteriores han anunciado su venida, y lo han descrito muy exactamente y
lo han nombrado. De hecho, estos diversos modos de identificación
no pueden ser puestos en el mismo plano. Que un profeta pueda ser
conocido intuitivamente como tal no parece haber sido la hipótesis esencial
dentro de la escuela ash‘ari, y nadie entre sus autores más eminentes ha
sostenido tal punto de vista. En cuanto a su anuncio por profetas anteriores, es
un argumento ciertamente utilizado, en particular en favor de Muhammad. Pero la
prueba decisiva es el milagro (mú‘ŷiça), el cual da fe de
la cualidad de profeta de aquél a través del cual se produce.
¿Qué es un milagro? En principio, es un hecho contrario a la norma, al
orden habitual de las cosas, a la “costumbre” (‘âda)
ordinariamente observada por Allah. Una definición ash‘arí de milagro es
la siguiente: “acontecimiento que se produce en contradicción con la
costumbre anterior”. Pero esto no es suficiente. Un milagro tiene como única
finalidad probar que un profeta dice la verdad al afirmar tal cosa; por tanto,
debe producirse en el momento en que éste reivindica expresamente su cualidad
de Enviado de Allah. Tiene que estar precedido de un desafío (tahaddî)
lanzado por el profeta a aquellos a los que ha sido enviado, y que proponga como
desafío la producción de un acto semejante.
El milagro es llamado mu‘ŷiç, que, como observa al-Ash‘ari,
significa “aquel que produce impotencia”, al igual que muqdir
significa “aquel que produce potencia”, muhyî “aquel
que produce vida”, mumît “aquel que produce muerte”,
etc. Dicho de otro modo, en sentido propio, mu‘ŷiç sólo es
aplicable a Allah. Pero el uso ha querido que se llame mu‘ŷiç no
sólo a un agente, sino a un acto, para significar que el que es desafiado a
producir uno semejante se encuentra a sí mismo impotente ante ello. Después,
por una extensión de sentido aún más audaz, se ha designado con ese término
un acto por el que aquellos a los que se dirige el desafío no son sólo
impotentes de responder a él reproduciendo uno semejante, sino que para ellos
es, simplemente y en todas las circunstancias, imposible. Para al-Ash‘ari el término
impotencia se aplica cuando existe la capacidad pero algo impide su realización.
En el rigor de los términos, en consecuencia, no se puede decir que el ser
humano es impotente para producir la vida o la muerte, devolver el oído
a un sordo o la vista a un ciego, por que son cosas para las que en ningún caso
existe la capacidad en el ser humano. Si empleamos el término mu‘ŷiç
es por analogía con el caso o, al contrario, se trata de actos sobre los que el
hombre tiene potencia en cuanto a su género.
De ello resulta que, por el contrario, para reconocer un milagro hay que
saber primero qué son la potencia y la impotencia, lo que resulta de la
potencia humano y lo que no. A continuación hay que saber -puesto que el
milagro es definido como contrario al curso habitual de las cosas- “lo que
viene al ser como acto de Allah habitualmente o excepcionalmente; lo que se
produce habitualmente en ciertos momentos, excepcionalmente en otros;... lo que
es habitual en tal país, en tal época, en tal lugar, y lo que no lo es”. Es
en estas condiciones -y el punto es de extrema importancia- donde se podrá
distinguir lo que es un milagro auténtico de lo que es simplemente sugestión
(sha‘wadza), ilusionismo (majraqa), prestidigitación
(jiffat al-yad), truco (hîla), etc.
Un truco de mano se aprende, se puede descubrir el procedimiento,
reproducirlo a voluntad; por su parte, el milagro es incomprensible incluso para
el que lo produce, el cual, cualesquiera que sean sus esfuerzos, no podría
renovarlo por sí mismo.
El milagro tiene por finalidad atestar la veracidad (sidq)
de aquél a través del cual se produce, siendo la prueba de que es un profeta
auténtico. De ello se concluye que los milagros se manifiestan únicamente en
provecho de los profetas verdaderos, y no de los impostores. No obstante, los
profetas no son los únicos a través de los cuales Allah produce fenómenos
contrarios a la norma. Al-Ash‘ari admite tal posibilidad en favor de los “santos”
(awliyâ) -el término suele
designar a los maestros sufíes-, atestando así la autenticidad de sus “estados”
(ahwâl) y de sus “estaciones” (maqâmât).
Simplemente, no se hablará aquí de mu‘ŷiça, sino de karâma
-que, convencionalmente, se traduce como prodigio, en oposición a milagro
stricto sensu. La denominación no es la única diferencia: el milagro es público
y el profeta lo muestra ostensiblemente, desafiando a la gente a hacer algo
parecido, reivindicando en todo ello su condición de profeta; el “santo” no
reivindica nada, esconde su prodigio y consideraría una falta exhibirlo.
Hay diversas categorías de milagros. Al-Ash‘ari considera que un
milagro puede producirse como resultado de que aquel a través del cual se
manifiesta disponga de una cantidad de potencias superior a la normal en un ser
de su talla y de su conformación, o, al contrario, resulte del hecho de que
falten en él las potencias de las que debería disponer normalmente; y, aún más,
y paralelamente, que resulte del hecho de un aumento anormal de su ciencia, o,
al contrario, de una falta anormal de ciencia. Una cantidad de potencias
superior a la normal es, por ejemplo, lo que permite a un profeta hacer que se
desplacen montañas. Un aumento anormal de ciencia es, por ejemplo, lo que
permite a un hombre sin instrucción, como era el caso de Muhammad, comunicar el
Corán. En cuanto al milagro resultante de la ausencia de potencias habituales,
hay que entender por ello el hecho de que Allah haga al profeta incapaz de
cumplir un acto para el que tiene potencia (como la mudez temporal de Zacarías,
3/41; 19/10).
Los milagros de Muhammad
En consecuencia, también en el caso de Muhammad, la autenticidad de su
profecía es probada por sus milagros. Estos son de dos tipos: por una parte, el
Corán, y por otra, todos los milagros de diversa naturaleza que la tradición
cuenta.
Lo milagroso en el Corán no es el Corán en sí mismo en tanto que
palabra de Allah, sino la lectura (qirâa) que hace Muhammad, es
decir, la manera en que él ha expresado esa palabra (en virtud de la distinción
entre la palabra propiamente dicha, que es una entidad informulada, y los
sonidos que la manifiestan). La palabra de Allah es eterna, y lo que es eterno
no es un milagro (no es un suceso). Pero la lectura que se hace de
esa palabra -que es otra cosa aparte de ella, distinta de lo leído (gayr
al-maqrû), y que consiste en ciertas letras puestas en un cierto orden
(hurûf majsûsa ‘alà nazm majsûs)-,
se convierte en suceso advenido. Como todo acto humano voluntario, según al-Ash‘ari,
la lectura del Corán es creación de Allah y “adquisición” del hombre.
Las razones por las cuales el Corán debe ser considerado un milagro son
las siguientes. El Corán es un milagro, primero, a causa de la perfección
inigualable de su estilo, de su elocuencia (fasâha),
de la feliz combinación y engarce de letras de las que está hecho. Pero también
es un milagro por la justeza de sus ideas. También lo es porque en él se
encuentra la información sobre las cosas ocultas (guyûb), las
cuales pueden ser de dos tipos: o bien se trata de relatos antiguos, que el
Profeta pasa a conocer sin haber sido informado antes, ya que no sabía leer ni
escribir ni había frecuentado a los historiadores; o bien se trata de
acontecimientos futuros que el Corán ha anunciado y que después se produjeron
tal como los anunció.
Naturalmente, el Corán ha sido un milagro sólo en la boca de Muhammad,
porque nadie antes de él jamás ha pronunciado tales palabras; dicho de otro
modo, fue un milagro cuando fue leído por primera vez, no cuando a
continuación ha sido repetido. pero ello no impide que incluso repetido
-retomando las cosas desde otro punto de vista- el Corán no deja de ser un
milagro, como resultado de su diferencia respecto a toda otra palabra: cuanto más
se le escucha, más se aprecia su dulzor y más significaciones son reveladas.
Una cuestión que suele aparecer en los libros que tratan estos temas es
la de saber a partir de qué cantidad de letras o palabras el Corán debe ser
considerado un milagro. El punto de vista de al-Ash‘ari es que cada una de las
suras, en tanto que tales, es un milagro, incluso reducida a la dimensión de la
más corta (la sura 108, al-Káwzar). Como consecuencia, todo versículo coránico,
ene l momento en que alcanza la dimensión de la más corta de las suras, debe
ser considerado paralelamente un milagro. Por debajo de esa cantidad, por el
contrario, no se puede hablar de I‘ŷâç.
De todas las escrituras reveladas, únicamente el Corán tiene ese carácter
de milagro. Ni Moisés ni Jesús, ni ningún otro profeta, han reivindicado su
profecía de la manera en que lo hizo Muhammad basándola en la elocuencia única
y el poder de su mensaje.
En cuanto a los demás milagros de Muhammad, son todos aquellos que la
tradición relata y que, según al-Ash‘ari, deben ser tenidos obligatoriamente
como auténticos, pues ningún musulmán jamás los ha negado, habiendo
existido, por tanto, un consenso que garantiza su autenticidad. Existen varias
listas de esos milagros: el Profeta sació a una gran cantidad de gente con un
poco de comida; de sus dedos fluyó agua, en tal cantidad que el grupo que lo
acompañaba pudo satisfacer su sed y realizar las abluciones; la historia del
lobo que habló; la luna partida en dos; la historia del árbol que, llamado por
el Profeta, fue hacia él, y después volvió a su sitio; el lamento del tronco
de palmera cuando el Profeta dejó de utilizarlo como almimbar; los guijarros
que, en sus manos, proclamaban la alabanza de Allah; etc.
La profecía de Muhammad no es probada sólo por esos milagros. Fue
anunciada también por los profetas que le precedieron. Los profetas anteriores
anunciaron su venida, dijeron en qué lugar y en qué tiempo aparecería, y
dieron de él una descripción precisa.
Es así, someramente, como es establecida la autenticidad de la profecía
de Muhammad, Pero para un musulmán, Muhammad es más que un Enviado entre los
demás: es el último de ellos y el mejor, “el más elevado en mérito en
todas las variedades posibles de méritos”. Los “privilegios” (jasâis)
de los que disfrutaron sus predecesores, pero de manera dispersa, él los ha
reunido en su persona: ha sido el Amigo de Allah como Abraham, Allah le ha
hablado sin intermediario como a Moisés,... Y sólo él ha visto a Allah
en vida. Él será el primero ante quien la tierra se abra el Día de la
Resurrección, y, finalmente, le será dado un poder de intercesión (shafâ‘a)
del que los miembros de su Nación podrán beneficiarse.