Chatila, la vida extraterrestre

Santiago Alba Rico

        El viaje al campo de refugiados de Chatila, en Líbano, cuando se cumplen veinte años de la brutal matanza de palestinos a manos de la milicia cristiana libanesa y el liderazgo de Sharon, se convierte en un canto al horror, al horror diario, mientras las esperanzas de regresar a casa se diluye en medio de la miseria cotidiana. Atrapados, como señala el autor, en un anillo dentro de un anillo más amplio.

 

        Un municipio filantrópico del Estado español ofrece algunas donaciones a una ONG palestina en el campo de Chatila. «¿Queréis una ambulancia?». No. «¿Queréis equipamiento escolar?». No. «¿Queréis ayuda alimenticia?». «No», dice mansamente su interlocutor, «queremos un jardín». El pequeño y generoso edil se muestra perplejo. «¿Un parque de juegos, con columpios y bancos?». «No», insiste el palestino con naturalidad, «un jardín... con un árbol». De los cuadriláteros asfixiantes de Nahr Al-Barid, de Burj-Al-Barajneh, de Chatila, no saldrá nunca, al contrario que de los arrabales de Buenos Aires o de las favelas de Río, un genio del balón. Después de levantar palacios y trazar amplias avenidas, en París y en Nueva York y en el Beirut blanco de la plaza de los Mártires, Alá ha dejado caer en estas cajas, y amontona día a día, todas las piedras y cascotes, todos los trozos de casa, que han sobrado en otras partes; y miles y miles de hombres, mujeres y niños, se mueven bajo el montón, por las rendijas, en estrechos y tortuosos desfiladeros ideales para perseguirse y matarse, en broma o de veras, hasta tal punto alejados del sol que sus habitantes tienen que encender velas en pleno mediodía, cada vez que se corta la electricidad, para poder saber dónde están y hasta quiénes son. Regalar una ambulancia a quien no tiene hospitales es como regalar guantes a un manco. Un árbol. Un árbol es una forma de pedir modestamente lo imposible. Un árbol es una forma de señalar, con una pizca de ironía que subraya y suaviza la tragedia, aquello que realmente falta en Chatila: el cielo.

        A causa de la guerra, del desprecio del gobierno libanés y de la progresiva retirada de la UNRWA, la situación en los campos palestinos en el Líbano, con pequeñas diferencias, se ha degradado en picado en los últimos veinte años: 60% de pobreza, 45% de paro, desasistencia médica, falta de escolarización, aumento de enfermedades ligadas a las insalubres condiciones del medio (falta de luz, de ventilación, problemas de alcantarillado, mala calidad del agua, dificultades en el suministro eléctrico). Pero no es la miseria lo que oprime el corazón de este modo cuando se pasea por las angosturas de los campos. En Calcuta, en El Cairo, en Ciudad de México, incluso en Nueva York, mucha gente vive en condiciones semejantes, o peores, privada además de esa cohesión social que protege aquí a los hombres de la ley de la selva, el victimismo y la degradación personal. No, no es la miseria. Se trata de algo invisible, como un aura o tenebroso ceñidor que sólo se deja aprehender desde fuera, cada vez que se vuelve, cuya densidad, entre la pesadumbre y el miedo, no pueden registrar las estadísticas ni aliviar las ONGs.

 

        La cuestión de los límites, es verdad, cuenta. Incrustados en territorio libanés, como oasis al revés sin posibilidad de ampliación, los campos sólo pueden crecer en espesor, en concentración, apretándose contra los lados y hacia arriba al borde ya del reventón, en el interior de estos cuadraditos (a veces de tan sólo 1 km2) donde se amontonan 12.000, 18.000, hasta 30.000 personas. Todas las medidas disuasorias del gobierno libanés ­incluida la prohibición de introducir materiales de construcción­ choca contra la realidad de un crecimiento demográfico explosivo: entre seis y ocho hijos por familia, porque cuando no se puede ni trabajar ni divertirse, uno tiene que fabricar y jugar con su propio cuerpo; y porque la obsesión por el Número refleja, al mismo tiempo, la resistencia instintiva a la amenaza de extinción (y una especie de potlach con la Muerte) y una política premeditada, quizás descabellada, de reconquista de Palestina. Pero importan menos los límites de los campos que las fuerzas que los limitan. «Incluso dentro de un tonel», decía Hamlet, «mi reino sería infinito si no fuese por estos malos sueños que tengo». El vago terror que se cierne sobre los campos, la atmósfera crispada, sofocante, que los oprime, sólo se explica si se inscribe su pequeñez ­entre cuyos bordes los palestinos, de todos modos, beben té, disputan y ríen­ en el marco del mal sueño de la Región, en esa pesadilla sin fin que vuelca el Mundo dentro de sus muros.

 

        En el centro de todos estos círculos, el más pequeño y el más vulnerable, como al fondo de un embudo que se los tragará sin remedio, están los campos. Todo el peso gigantesco, monstruoso, de estos sucesivos estratos gravita sobre Chatila, como los siete cielos y las siete tierras sobre la cabeza de Hut. ¿Dónde viven, dónde están, a qué especie pertenecen los refugiados? ¿Bípedos, aéreos, anfibios? Estas gentes pisan suelo pero no tierra; y si pisan todavía suelo es porque no se ha inventado la forma de alojar los cuerpos en figuras geométricas, cuadrados, rectángulos, rombos, que pudiesen señalarse en el mapa y fuesen, sin embargo, inextensos sobre el territorio. Estos jodidos y olvidados palestinos parece que pisan, pero en realidad ya levitan, a unos pocos centímetros del suelo, como en un castigo griego, estirando en vano las puntas de los pies para alcanzar el cemento.

 

        Americanos, europeos, israelíes, árabes, incluso la propia Autoridad Palestina, todos querrían verlos desaparecer en el aire. Esta negación universal, este acuerdo universal para obviar su existencia, es lo que marca de negro, mucho más que la miseria o las apreturas, su presencia en el mundo; es lo que pone esa sombra obscura detrás de sus cuerpos, lo que les hace vivir en un medio ni sólido ni líquido, entre la piedra y el agua, inaprehensible para las estadísticas, inabordable para las ONGs, sin más protección que su cabezonería y sus soldaduras. El limbo es un puré. El miedo es un puré. Los hombres sin tierra tienen miedo, los hombres sin tierra, extraterrestres bajo la luna, transmiten miedo. Tierra, sí, es cualquier sitio desde el que se ve el cielo. Pero tierra es también, sobre todo, cualquier sitio al que se puede volver. No el sitio donde se duerme, se cocina y se acaricia al hombre o la mujer amada; no, «tierra» es el sitio en el que no se piensa, que no se echa de menos, el sitio que, como en el cuento de Chesterton, se puede dejar atrás con desapego porque, en un planeta esférico, siempre estará delante de nosotros. «Tierra» es el sitio al que se puede volver porque de él hemos podido salir. La prisión, el campo de concentración, el alcoholismo, la dependencia amorosa, no son «tierra», por mucho que se trate también de una forma de vivir. La casa, el abrazo libre, el vaso de vino son «tierra» porque trabajamos, pensamos, nos cansamos fuera. Tierra es el sitio desde el que se ve el cielo; tierra es el sitio que vemos desde el exterior de la cerca, con la puerta abierta.

 

        ¿Tierra? El plan Dalet desde 1947, la brutal ofensiva de la Haganah en 1948 contra unos ejércitos árabes mal armados, desunidos y pendientes ya ­ como siempre ­ de otra cosa, abrieron la herida desde la que Israel y EEUU, a poco que les dejemos, van a desgarrar el mundo. Abu Hicham, secretario del Comité Popular del campo de Nahr El-Barid; Hassan Faris, que ve inalcanzable Palestina, a 17 kilómetros, desde el campamento de Al-Rachidiya; el viejo Al-Hussein, que llevó la luz eléctrica a Chatila, salieron de Jalil (la Galilea hoy israelí) siendo adolescentes, perseguidos por los aviones israelíes que los empujaban desde el aire hacia la frontera.

 

        Como ellos, otros 110.000 palestinos (de los 800.000 expulsados hace ahora 54 años) abandonaron sus casas y sus tierras para refugiarse en el Líbano convencidos de que en pocos meses volverían a su país. Ellos, y después sus hijos, y después sus nietos, esperando siempre el siempre postergado retorno, vivieron primero en tiendas, después en chabolas, más tarde en cajas de cerillas de hormigón; pinzados en el juego de los anillos, a manos de unos o de otros, fueron masacrados y expulsados de Nabatiyeh, de Tal-El-Zaatar, de Jisr-El-Basha; cuarteados, eviscerados y decapitados en Sabra y Chatila en 1982; asediados por hambre y cañoneados entre 1988 y 1985; bombardeados desde el aire en Qanah en 1996. Hoy son 400.000 y el Estado libanés les prohíbe poseer una casa, abrir un negocio, invertir, comerciar, ejercer 72 profesiones, estudiar, sanar de sus enfermedades y salir del país; y los que se atreven a pasear por Beirut lo hacen, como los judíos alemanes a finales de los años treinta, disimulando su acento palestino y ocultando con angustia su origen.

 

 

Santiago Alba Rico es profesor y escritor.