¿Están tratando las potencias
occidentales de acabar con las obligaciones implícitas en el
Derecho Internacional? Esa es la pregunta que planteó
el ministro ruso de Exteriores, Serguei Lavrov, en la
Conferencia de Moscú sobre la Seguridad Internacional [1].
Durante los últimos años, Washington
ha promovido el concepto de «unilateralismo». El Derecho
Internacional y las Naciones Unidas deberían ceder el paso a
la fuerza de Estados Unidos.
Esta concepción de la vida política
proviene de la historia misma de Estados Unidos: los colonos que
llegaban a América pretendían vivir allí a su antojo y hacer
fortuna. Cada comunidad elaboraba sus propias leyes y rechazaba
la intervención del gobierno central en sus asuntos locales.
El presidente y el Congreso federal se encargan de la Defensa y
de las Relaciones Exteriores, pero –al igual que los ciudadanos–
no aceptan una autoridad superior a la suya.
El presidente estadounidense Bill
Clinton atacó Yugoslavia violando alegremente el Derecho
Internacional. George Bush hijo hizo lo mismo contra Irak y
Barack Obama también lo hizo al agredir sucesivamente Libia y
Siria. Donald Trump, por su parte, nunca ha escondido su
desconfianza hacia las reglas supranacionales.
En alusión a la doctrina Cebrowski-Barnett [2],
Serguei Lavrov declaró:
«Tenemos claramente la impresión
de que los estadounidenses tratan de mantener un estado de
caos controlado en ese inmenso espacio geopolítico [el Medio
Oriente], con la esperanza de utilizarlo para justificar la
presencia militar de Estados Unidos en esa región sin límite
de tiempo para promover su propia agenda.»
El Reino Unido es otro país que se ha
tomado libertades en materia de Derecho. El mes pasado, Londres
acusó a Moscú, sin presentar la menor prueba, en el «caso
Skripal» y trató de reunir una mayoría en el Asamblea
General de la ONU para excluir a Rusia del Consejo de Seguridad.
Por supuesto, para los anglosajones resultaría mucho más fácil
reescribir unilateralmente el Derecho sin tener que tomar
en cuenta las opiniones de quienes se atreven a enfrentárseles.
En Moscú no creen que Londres haya
sido capaz de emprender esa iniciativa y consideran que sigue
siendo Washington quien dirige la orquesta.
La «globalización», o sea la «mundialización
de los valores anglosajones», ha creado entre los Estados
una sociedad clasista. Pero no hay que confundir este nuevo
problema con la existencia del derecho de veto. Es verdad que
la ONU, aunque proclama la igualdad entre los Estados
–independientemente de su extensión geográfica–, reconoce en el
Consejo de Seguridad 5 miembros permanentes con derecho de veto.
La existencia de ese directorio, conformado por los principales
vencedores de la Segunda Guerra Mundial, es necesaria para que
esos mismos Estados acepten el principio mismo de un Derecho
supranacional. Pero cuando ese directorio no logra pronunciarse
sobre la manera de aplicar ese Derecho, la Asamblea General
puede hacerlo en su lugar… al menos teóricamente ya que los
Estados pequeños que se atreven a votar contra una potencia
saben que van a ser objeto de represalias.
La «mundialización de los valores
anglosajones» deja de lado el honor y valoriza la ganancia,
de manera que lo único que determina hoy el peso de las
proposiciones de un Estado es su nivel de desarrollo económico.
Pero 3 Estados han logrado en los últimos años hacer oír
sus voces gracias al contenido de sus proposiciones y
no en función de sus economías. Esos 3 Estados son el Irán de
Mahmud Ahmadineyad (actualmente bajo detención domiciliaria en
su propio país), la Venezuela de Hugo Chávez y la Santa Sede.
La confusión engendrada por los
valores anglosajones ha conducido a financiar organizaciones
intergubernamentales con dinero privado. Como una cosa lleva a
la otra, en la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT),
por ejemplo, los Estados han ido abandonando poco a poco su
poder de proposición… en beneficio de los operadores privados de
telecomunicaciones, reunidos en un Comité «de consulta».
La «comunicación», nueva manera
de llamar lo que antes se denominaba «propaganda»,
se impone en el campo de las relaciones internacionales. Desde
el secretario de Estado estadounidense agitando ante el Consejo
de Seguridad de la ONU una probeta con falso ántrax hasta el
ministro británico de Exteriores mintiendo sobre el origen del
novichok de Salisbury, la mentira ha sustituido al respeto,
dejando espacio a la desconfianza.
En los primeros años de su creación,
la ONU trataba de prohibir la «propaganda de guerra» pero
hoy en día son precisamente varios miembros permanentes del
Consejo de Seguridad quienes se dedican a ese tipo
de propaganda.
Lo peor ha sido lo sucedido en 2012,
cuando Washington logró imponer a uno de sus peores halcones,
Jeffrey Feltman, como número 2 de la ONU [3].
Desde aquel momento, las guerras se organizan en Nueva York,
precisamente en la sede de la institución que debería evitarlas.
Rusia se interroga en este momento
sobre la posible voluntad de las potencias occidentales de
bloquear las Naciones Unidas. En ese caso, podría crear una
institución alternativa pero ya no habría un foro donde los
dos bloques pudieran sentarse a conversar.
Una sociedad sin Derecho se convierte
en un caos donde el hombre vuelve a ser el lobo del hombre.
Exactamente de la misma manera, el mundo se convertirá en un
campo de batalla si abandona el Derecho Internacional.