LA NECESIDAD DE SOPORTES

MITOS Y LEYENDAS, ECOS DE LA PROFECÍA

 

Muchos musulmanes se preguntan hoy ¿por qué si tenemos un Libro revelado por el Creador del universo, inalterado y que contiene toda la sabiduría que el hombre necesita para atravesar esta existencia sin conflictos y en conformidad con su fitrah, debemos leer otros textos o escribir otros libros?

Sin duda se trata de una legítima pregunta a la que estaríamos tentados de responder, en un primer momento, de forma negativa: “Por supuesto que no hace falta ningún otro libro.” Sin embargo, seguimos escribiendo y seguimos leyendo otros textos que el texto coránico.

Aquí llegamos a lo que podríamos llamar: “Necesidad de un soporte.” Si tratáramos de explicar el color verde a alguien que nunca ha visto tal color, seguramente nos encontraríamos con enormes dificultades para hacerlo; sin embargo, bastaría con mostrarle un objeto cualquiera en el que se hubiera manifestado este color -digamos una hoja o una mesa pintada de verde- para que al instante entendiese de qué estábamos hablando En este caso, la hoja o la mesa actuarían como soportes transportadores del color verde.

Y lo mismo que sucede con los colores, sucede con los conceptos. Si hablamos de libertad, justicia, amor… nos será difícil explicarnos o describir con palabras, con definiciones, qué entendemos por conceptos tan generales. Necesitaremos soportes en los que “descargar” dichos conceptos. Con más razón aún necesitaremos estos soportes cuando tratamos de entender y de explicar algo como –No hay dios sino Allah; o Ajirah, o Kitab, o muchos otros conceptos tremendamente abstractos y elevados.

Por eso seguimos escribiendo, hablando, explicando… a través de soportes en los que se puedan manifestar todos estos conceptos.

Y ha sido en la homeopatía donde hemos encontrado uno de estos soportes, un soporte sólido en el que descargar gran parte de la espiritualidad.

De momento, nos ocuparemos de dos conceptos básicos en esta ciencia médica: –Del centro a la superficie– y –Las representaciones.

En el primer caso, se trata de un concepto sumamente importante, ya que lo vemos manifestado en todos los aspectos de la existencia. A nivel médico significa que la enfermedad está siempre ubicada en el interior de la persona; en un lugar y en una forma –o sustancia– totalmente desconocidos e imposibles de aprehender para el hombre. Sin embargo, sabemos que está “ahí” por los síntomas que produce y que proyecta al exterior. Aquí, obviamente, reside el error de la medicina oficial –confunden los síntomas con la enfermedad en sí. De esta manera nos recetan cremas para los eczemas o analgésicos para el dolor de cabeza. La homeopatía, en cambio, no trata los síntomas sino la enfermedad que los ha provocado, pues sabe que todo movimiento va del centro a la superficie y no al revés. Y lo mismo sucede con la salud; el cuerpo proyecta su vigor saludable hacia el exterior de modo que veamos y entendamos esa salud a través de una piel tersa y otros síntomas reveladores de un estado interior de salud. La salud no puede penetrar del exterior y curar un interior enfermo. La medicina homeopática actúa en el interior, sana el interior y, después, ese interior proyectará su salud al exterior curando todo tejido enfermo que encuentre a su paso.

Detengámonos en este punto un instante. Si el movimiento de la enfermedad ha seguido el camino que lleva del centro a la superficie, habrá tenido, necesariamente, que pasar por varios otros lugares produciendo otros síntomas que los que vemos en la parte más externa del cuerpo. Ello hará que la medicina homeopática reviva y manifieste esos síntomas siguiendo el camino inverso hasta llegar a ese centro en el que se originó la enfermedad. Así lo entendió Hering y así lo vemos manifestarse en los pacientes y en otros muchos aspectos de la existencia humana.

Lo verdaderamente importante de este concepto –Del centro a la superficie– es que proyecta una ley o, aún mejor, una plantilla que superponer sobre, por ejemplo, la historia. En efecto, el estudio de la historia sin leyes con las que ir abriéndonos paso en tan intrincada selva de datos, conceptos e interpretaciones, acabará siendo una tarea agotadora e infructuosa.

Si partimos en cambio de esta plantilla –Del centro a la superficie–abandonaremos el vaivén interpretativo de las civilizaciones al que nos tienen acostumbrados los “investigadores” occidentales. Si no hay centro, estaremos en la misma posición que los médicos oficiales –confundiendo los síntomas con la enfermedad. En un principio, partimos del supuesto –incuestionable– que la civilización surgió en Egipto, pero unas décadas más tarde –y siempre con la misma incuestionabilidad- la civilización surgió en Mesopotamia, o quizás en algún lugar de África oriental. Pero la civilización es un síntoma, es la expresión externa del Centro, de lo interior.

Si nos referimos a las plantas, a los animales o a la especie humana, no hallaremos un centro, sino que todo ello habrá surgido por doquier de la madre tierra, dispersándose aún más a lo largo de los milenios. Pero cuando la especie humana –el “Bashar”– sufre una reorganización y una puesta al día convirtiéndose en “Insan”, es entonces cuando surge el Centro, un lugar específico donde este Insan, el hombre, va a crecer y a desarrollarse a través del sistema profético –en un principio y hasta Nuh por medio de los ángeles (Malaikah), y después, y hasta Muhammad (s.a.s), por medio de hombres. Y serán estos Malaikah los que le vayan enseñando al hombre, al Insan, la agricultura, la metalurgia, la construcción, la comprensión del mapa celeste y un sinfín de otras ciencias, técnicas y artes que irá desarrollando y sirviéndose de ellas a lo largo de las diferentes época y estadios por los que ira pasando este nuevo humano, este sucesor, provisto ahora de lenguaje conceptual y de consciencia. Y del Centro, se propagará ese conocimiento y esa espiritualidad a los siguientes centros, cada vez más alejados, siguiendo una expansión muy parecida a la que siguen las ondas que provoca una piedra al ser lanzada al agua. Y a pesar de ese alejamiento, siempre habrá un vínculo inseparable que unirá al Centro con el resto del mundo; y este vínculo se manifestará en los mitos y leyendas de todos los pueblos de la tierra; y esos mitos y leyendas –en muchos casos tomados literalmente– serán los síntomas más externos del Centro civilizador.

Y lo mismo ocurrirá con las lenguas. La diversidad de idiomas que hoy existe en el mundo no se debió a la Torre de Babel, sino al proceso homeopático representado en la norma –Del centro a la superficie. De una sola lengua fueron surgiendo sus dialectos hasta que algunos de ellos se convirtieron en lenguas propias que a su vez generaron otros dialectos, diversificándose en el entramado lingüístico que hoy contemplamos alrededor del mundo.

En el Qur-an, Allah el Altísimo nos habla de este Centro y de la escritura que se desarrolló en él:

Nun. ¡Por el Cálamo y lo que rayan!

Qur-an 68:1

 

El verbo “satara” – سَطَرَ–  que se utiliza en esta aleya significa rayar, hacer líneas. Cuando observamos las primeras escrituras, los primeros abecedarios, vemos que estaban formados por rayas que más tarde se irán redondeando y delimitando con elementos explicativos, como los puntos diacríticos y las tildes de la vocalización. Y es lógico que así fuera, pues lo básico, lo esencial, lo más abstracto, es siempre lo primero, lo más perfecto y, por lo tanto, esa era la escritura del Centro. Con el paso del tiempo, sin embargo, esta escritura se fue complicando a medida que el hombre perdía su capacidad abstracta para comprender conceptos, formas, símbolos, representaciones, en su forma más elemental, más esencial. Hoy vemos cómo una biblioteca entera de libros está almacenada en un flash que sólo contiene rayas, líneas. Y esa, sin duda, es la forma en la que están todas las cosas registradas en el Libro Universal; Libro cuyo reflejo más cercano encontramos en el Centro.

Y no hay ciudad que no vayamos a destruir o a castigarla con furia antes del Día del Resurgimiento. Así está registrado en el Libro rayado.

Qur-an 17:58

El exceso de información indica degeneración, insuficiencia, pérdida. El hombre va perdiendo atención, reflejos, percepción directa, comprensión… y necesita paliar esta pérdida con datos, con paneles llamativos rodeados de luces intermitentes que le avisan –cien metros antes- que hay un agujero, con voces que le recuerdan que ha llegado a ésta o a aquella estación. Y es esa pérdida, esa insuficiencia crónica, lo que nos obliga a añadir constantemente más y más elementos a la escritura, más información, más datos: punto, coma, punto y coma, dos puntos, guión, comillas, tildes, marcas de interrogación y exclamación… para al cabo no entender gran parte de los textos que leemos.

Por lo tanto, cuanto más nos acerquemos al Centro, más simplificación hallaremos, menos datos, más abstracción y esencialización de los conceptos.

Que nadie piense que seguimos a la homeopatía, o que ésta se ha convertido en nuestro Din; antes bien la poseemos, nos apropiamos de ella –hack. Lo que nos interesa es el color verde y, por lo tanto, utilizaremos cualquier soporte en el que éste se pueda manifestar debidamente.

En cuanto al segundo caso –el de las representaciones– la homeopatía propone, a través de su propio funcionamiento, un interesante método para aproximarnos a la historia y a la posición existencial que en cada momento podamos observar en la gente. Veamos primero este funcionamiento. Antes de pasar al tratamiento, la homeopatía ha desarrollado lo que se ha dado en llamar “Materia Médica”; es decir, una completa imagen de las características caracterológicas y patológicas que corresponden a los medicamentos. El proceso para llegar a estas imágenes es el siguiente: Se diluye la substancia que podría llegar a ser una medicina –por ejemplo el veneno de una serpiente determinada– y se le da a una persona completamente sana. Esta persona comenzará inmediatamente a escribir los síntomas que vayan apareciendo, tanto a nivel corporal como psíquico y anímico. A esta substancia le daremos un nombre y la incluiremos en la Materia Médica. Podría suceder que al cabo de unos días se presentase en la consulta de un médico homeópata un paciente con todos o parte de los síntomas que esa persona sana registró después de haber ingerido aquel veneno de serpiente. En este caso veremos cómo la imagen de los síntomas corresponde exactamente con la imagen del medicamento. Y será esta coincidencia, esta correspondencia, la que nos indicará que ese medicamente es, precisamente, el adecuado para ese paciente.

Este método es sumamente importante a la hora de acercarnos a la historia, ya que sin una imagen clara de la profecía, nos resultarán tremendamente confusos y caóticos los elementos que conforman el relato humano. Pero la profecía, como sistema, refleja necesariamente su contrario –el chamanismo. Aquí tenemos ya las dos escarpias dentro del armario llavero donde ir colgando los acontecimientos históricos. Pero para ello, para realizar esta tarea con precisión, deberemos tener una clara imagen de estos dos elementos –la profecía y el chamanismo.

Veamos un ejemplo. Hephaestus es un dios griego que, como todos esos dioses, carece de un verdadero sentido. Cuando leemos su historia no recibimos sino informaciones caóticas y muchas veces contradictorias. Ello lleva a los expertos a interpretar esos datos de manera aún más confusa. Pero si incluimos a Hephaestus en la imagen de la profecía, muchas de esas ambigüedades se transformarán en claras indicaciones. En primer lugar vemos la gran cantidad de epítetos que ha recibido a lo largo de la historia y su representación, con nombres diferentes, en un gran número de mitologías. En Roma, por ejemplo, es adorado bajo el nombre de Volcano. Es natural que así sea, pues los elementos proféticos, humanos o materiales, forman parte esencial de la narrativa humana –el Hayy, la Casa, el Tawaf (la circunvalación a la Casa)… estarán presentes de una forma u otra en todos los mitos y leyendas. En la tradición Ugarítica aparece como el dios artesano Kothar-wa-Khasis; y como el dios Ptah en Egipto. En la mitología nórdica, se ha transformado en Weyland el herrero.

De forma general, Hephaestus es el gran maestro orfebre que trabaja el hierro, el oro y la plata; pero también un experto herrero que forja las armas para los otros dioses. Se cuenta en muchas de sus narraciones que en sus trabajos era asistido por enormes ciclopes. Se le atribuye la fabricación de autómatas que, como los ciclopes, le servían y le ayudaban en sus trabajos, y dada su gran habilidad como herrero, fue el encargado de fabricar los tronos para los dioses del Olimpo. En la mitología griega y en los poemas homéricos se le representa como escultor de grandes estatuas, de templos, y conocedor del movimiento que otorgaba a algunas de sus obras. En otra narración, Hephaestus se venga de Hera por haberle rechazado fabricando para ella un trono mágico que al sentarse en él, le impedía levantarse. Los epítetos y sobrenombres con los que los poetas aluden a Hephaestus hacen referencia a su habilidad en la orfebrería y herrería, y a su discapacidad física que le obligaba a caminar con un bastón. Los griegos solían colocar junto a sus chimeneas pequeñas estatuas como de enanos representando a Hephaestus, y estas figuras son sus más antiguas representaciones. A veces, se representaba a Hephaestus como a un hombre vigoroso con barba y llevando en la mano un martillo.

Si ahora con esta imagen de Hephaestus vamos a la imagen de la profecía, veremos que se trata de uno de sus elementos constitutivos. La historia de Hephaestus coincide con la historia que de Suleyman se relata en el Qur-an. Allah el Altísimo le sometió a los yins y shayatines que trabajaban para él “construyendo estatuas, palacios y enormes marmitas.” (los ciclopes y autómatas no eran tales sino yines y shayatines que en algunos casos tomarían formas monstruosas). Buceaban para él y le traían perlas y corales y otras piedras preciosas. Daud, y seguramente también su hijo Suleyman, no sólo era un experto herrero, sino que Allah le enseñó la orfebrería y con ese conocimiento fabricaba cotas de malla y vestidos de algún tipo de filigrana. Sabemos que antes de morir se apoyaba en un bastón, quizás debido a esa deficiencia física de la que se hace mención en el mito y la leyenda de Hephaestus. En cuanto al trono de Hera, es una clara alusión al trono de la reina de Saba cuyo relato aparece en el Qur-an. Por supuesto, la historia de Hephaestus está llena de elementos no proféticos, añadidos a lo largo de los siglos y que enturbian la verdadera narración; sin embargo, hay suficientes elementos como para poder extraer de ese laberíntico relato la verdadera identidad de Hephaestus. La historia de Hephaestus nos lleva a otra de las representaciones de Daud y Suleyman: Odín y su hijo Zhor (a quien se le representa siempre con un martillo).

La profecía es el input que activa las capacidades cognoscitivas del hombre y le da los elementos para comprender la psicología humana y su patología. Si seguimos el método homeopático, si construimos una clara imagen de la profecía, nos será muy fácil entender la historia y su parte más esotérica –Los mitos y las leyendas.