CINCO
MOMENTOS ANTE ALLAH
fa-subhâna llâhi hîna tumsûna wa hîna
tusbihûna wa láhu l-hámdu fi s-samâwâti wa l-árdi
wa ‘ashíyan wa hîna túzhirûn
Cada uno de esos
momentos indica un cambio importante en la sucesión del tiempo, y por ello es
espejo de la intervención de Allah, un espejo que proyecta la imagen del
Poder Único con el que Allah actúa en la existencia. Es en la transformación
de las cosas donde se puede intuir la fuerza que gobierna el universo, la
energía que subyace en todo y que se expresa con claridad cuando lo altera.
Por eso se nos ha
ordenado hacer el Salat en esas horas. ¿Qué es el Salat? El Salat
es intensificar el Tasbîh y el Ta‘zîm. Y ambos términos
significan ‘inmensificar’ a Allah. Disculpa que invente esta palabra: con
ella quiero decir que el musulmán debe proponerse abarcar la inmensidad de su
Señor -aun a sabiendas de que es imposible- esforzándose por
asomarse a ese infinito que lleva dentro y que sirve de base a su existencia.
Dirigiendo su mirada hacia Allah tiene que hacerla cada vez más capaz de
abarcar cosas que no tienen medida. Y así, Allah irá creciendo ante él.
Para conocer a Allah, debe engrandecerse conforme se va ampliando la imagen de
su Señor en el horizonte de su Qibla como resultado del esfuerzo e inquietud
con los que indaga.
Efectivamente, ya
sabes que Allah es Grande, pero no te arrojas a esa grandeza por temor a su
abismo sin fondo. Ese vacío causa vértigo a la imaginación. Pues bien, el
Corán te ordena hacerlo al menos cinco veces al día, coincidiendo con
momentos enérgicos en el universo, para que esos momentos que quiebran la
linealidad del tiempo sirvan de soporte para tu reflexión sobre lo inasible
de la Verdad.
Son horas para el Hamd,
la Alabanza, y el Shukr, la gratitud. Estos dos últimos términos aluden a
ti. Con el Tasbîh y el Ta‘zîm te abandonas en Allah, flotas
en su grandeza sin orillas, pero con el Hamd y el Shukr te reconoces
ante Él como deudor de eso infinito que te hace ser. Con el Hamd y el
Shukr debes llenar también el espacio que va de Salat a Salat
porque son tu vida.
Estas inmerso en la
Majestad, existes en medio del Océano del Misterio, y frente a ti está el
Rey Eternamente Bello, bajo velos que lo ocultan a las miradas indignas. Tasbîh,
Ta‘zîm, Hamd y Shukr son Taqdîs, imaginar al que está
oculto bajo los velos de su Poder. Al
Taqdîs se llega siguiendo los pasos anteriores: dando cada uno de ellos se
afila el cuchillo de la visión interior hasta que con ella es rasgada la
cortina que esconde el Tesoro guardado en la hornacina de la Qibla, en el
nicho de tu orientación sincera hacia Él. Hay está la Belleza bajo los
ropajes de la Majestad reductora de todas las realidades.
Tus frases: Allahu
Ákbar,
al-Hámdu lillâh, Subhâna llâh,... todas ellas son llaves
para las cerraduras del cofre. Y también son semillas. Semilla en árabe es Habb
y el fruto que da es el amor, Hubb. Sepulta esos embriones en la tierra
del corazón y riégalas con el agua fecunda del Corán, y verás florecer la
sabiduría interior que proporcionará calma a tu universo íntimo y alimentará
tu cuerpo guiándolo rectamente. Esta es la alquimia de la felicidad. Y porque
su fruto es abundante, se te ha ordenado también repetirlas treinta y tres
veces después de cada Salat, para insistir en sus propiedades y precipitar
sus consecuencias.
El Salat es
una ‘Ibâda, una práctica fundamental en el Islam, un pilar. ‘Ibâda
significa ‘llevar por amor la frente al suelo en Presencia del Rey’. Es el
reconocimiento de la Belleza en la Majestad que gobierna el universo. La
Belleza te hace amar, la Majestad te doblega, y el resultado es tu doble
movimiento, el de tu corazón y el de tu cuerpo que se pliegan ante el Uno en
el que hay Poder y Hermosura. El amor es inclinación. A eso se le llama ‘Ibâda.
Y al conjunto se le llama Rahma de Allah, pues Él es el que lo
propicia todo.
Ahí está tú, en
esos cinco momentos, ante el Rey, el Poderoso, el Irreductible, y en Él
descubres al Bello, al Amante, al Vivificante. Y tú eres la nada ante la
Inmensidad que todo lo colma con su inquietante Presencia.
Allah te ha hecho y
te mantiene, a ti y a todo lo que existe, y Él es tu Destino. Su Señorío en
las cosas, su Poder reductor, exigen tu dependencia. Y su Hermosura y su
Pureza exigen que proclames su trascendencia. Cada vez que dices:
astághfirullâh,
estás buscando en Él lo perfecto frente a lo inconsistente, lo vulnerable y
efímero. Estas son las implicaciones de los dos aspectos de la Verdad -la
Majestad y la Belleza-: tenlas en cuenta porque son los elementos que
estructuran el Salat. Junto a esto tendrás también presente la
Capacidad de Allah, su Amplitud, que es lo que te obliga a buscar refugio en
el Salat. Confíate por completo a Allah: sea Él donde apoyas tu
existencia, pues sólo Él puede satisfacer tus demandas, sólo Él es
Efectivo porque no existe más que su Poder y su Presencia.
Ante tu Señor estás
tú, con todas tus incoherencias: no te avergüence mostrar tu necesidad y
exhibir tu pobreza. Él es el Rahmân, el Propiciador. Tú eres tú
ante la Verdad, y el Salat es el instante de la intimidad y el
acercamiento puros. Olvida los mundos cuando te sumerjas en el Océano del
Misterio: abandónate en él con el corazón, navega por sus profundidades
distendidamente dejando atrás tus reparos, tus recelos, tus contradicciones,
tus apegos, tus presupuestos. Aprovecha el instante y haz de él un encuentro
con lo insondable. Sea tu Salat una hora seria en la que descubras
tanto la grandeza de tu Dueño como la pequeñez de tu circunstancia y tu
condición.
Así, el Salat
es la coincidencia en unos momentos señalados de lo que es Allah y lo que es
el ser humano. Es una reunión entre esencias, un tropiezo entre verdades, el
Bárçaj que reúne y separa entre dos contrarios, el istmo entre los dos
mares, el corazón del ser humano y el Corazón del Ser.
Ahora voy a hablarte
de los cinco momentos, los Awqât en los que debe ser establecido el Salat
y erigido como un edificio sólido. En el Corán se nos dice que en la sucesión
de las noches y de los días hay signos para los atentos. Efectivamente, todo
está en todo, y en un día con su noche está resumido el tiempo entero.
En primer lugar está
el Faÿr, el amanecer, al que acompaña la salida del sol. Es el Principio de
la vida, su primavera. Es el momento en que el feto sale a la luz y a la vida.
El instante mágico del primer destello de luz que desgarra las tinieblas de
la nada es un secreto que sólo puede ser dicho al oído, pues lo concentra
todo. Es fuerza inconmensurable, estallido demoledor que lo inunda todo con
una luz inexplicable.
En segundo lugar está
el Zuhr, el mediodía, que equivale al verano, a la juventud de las
criaturas, a la energía de lo creado, a su alegría. Es el sentido de la luz
del amanecer, su cumplimiento más pleno, su realización perfecta. Es la
intensidad de la Rahma posibilitadora, la hora de su plenitud.
En tercer lugar está
el ‘Asr, la media tarde, semejante al otoño y a la madurez. Es la
edad de los profetas, el momento de la sabiduría. Es la época (‘asr)
del Sello Muhammadiano (s.a.s.), la ruptura con los ídolos, el abandono de
las quimeras, el instante en el que se afronta lo Real.
En cuarto lugar está
el Magrib, la puesta del sol, el fin del día, el signo de la muerte que se
apodera de todo, el momento en el que se entra en la tumba. Es un anuncio, y
por eso tiene un momento estricto. Antes de la definitiva desaparición de la
luz, hay una oportunidad para el despertar al sentido profundo de la
aniquilación. Es un momento radical, último, es una ruptura.
En quinto lugar está
el ‘Ishâ, la aparición de las estrellas en la oscuridad de la noche. La
oscuridad es un sudario negro. Pero la noche tiene que ver con el invierno,
que es un sudario blanco de nieve y estrellas. Es el repliegue de todo lo que
existe ante Allah, el Rey. Es el Poder Reductor, la soledad de la tumba. Y es
la parte del tiempo que delata ante el ser humano su necesidad de Allah, por
eso la noche es recogimiento ante el Señor de los Mundos.
Después viene el
seno de la noche, en el que se realiza el Taháÿÿud, la recitación
concentrada del Corán, para iluminar las tinieblas de la tumba con las
estrellas de sus versículos, preparando un nuevo amanecer.
Cada uno de esos
momentos es un principio y un trastrocamiento: se suceden a lo largo de cada día
y noche, y a lo largo de la vida, y con cada vida y cada muerte, y a lo largo
de la creación desde su inicio a su fin. Es el Tiempo en el que existimos, el
despliegue de la Acción de Allah. En cada uno de esos instantes hay un signo
que alude a algo grandioso que se nos escapa y que sólo es asequible al
Recuerdo en la intimidad del Salat bien hecho.
El Salat recto
es aquél que tiene su trasfondo y su explicación en la sed insaciable de la
Fitra, tu naturaleza esencial: la expresa en palabras y gestos, la
traduce en hechos definitivos. Y se manifiesta en esas palabras, gestos y
hechos definitivos la supeditación de nuestro universo a su Creador, la
dependencia de cada momento de Aquél que lo hace ser, la sujeción de todo al
Uno Indiferenciable.
Por su constitución,
el ser humano es débil, aunque su desesperación, su dolor y su tristeza son
infinitos. Es incapaz de afrontar grandes retos, sin embargo, son muchos sus
enemigos y las calamidades que lo acechan. Es muy pobre y son pocos sus
recursos, no obstante, sus necesidades no tienen límite. Ama con intensidad y
odia con energía, pero lo que ama y lo que odia están condenados a la
extinción. Pero su aspiración no tienen horizontes a pesar de que sus brazos
sean cortos y su vida sea breve. Su capacidad, su poder, todo en él es pequeño,
y sin embargo su imaginación se desborda con una facilidad asombrosa. Por
ello, en su amanecer, en su Faÿr, llama a las puertas del Inmenso.
Y en su mediodía, en
su Zuhr, necesita de un respiro. Y a la media tarde, en su ‘Asr,
necesita de sabiduría. Y a la apuesta del sol, en su Magrib, necesita de un
despertar que lo prepare para la muerte. Y en la noche, en su ‘Ishâ,
necesita la Rahma de Allah y realiza así su viaje nocturno, al igual
que lo hizo Sidnâ Muhammad (s.a.s.).
En esos momentos de
su vida, en esas horas repetidas a diario en el Salat, prefiguración mágica
de las edades, el musulmán se para junto a la Puerta del Infinito, y la abre
con la Llave, con la Fâtiha, para que sobre él se derrame la
abundancia del Creador Inagotable de los Cielos y de la Tierra. Efectivamente,
a su vez, en cada Salat se junta todo, y en su momento, todo es recordado,
porque junto a Allah no hay tiempo, ni espacio, ni edades, ni nada.
Con cada Salat
vuelves tu rostro, es decir, todo tu ser, hacia el Trono de la Inmensidad, que
es el Sin-Principio y el Sin-Final que rige cuanto existe, y con la voz que Él
te ha dado dices: Allâhu Ákbar, y esas palabras poderosas hacen añicos el
tiempo y el espacio ‘todo se desvanece salvo lo que nunca ha dejado de
ser’, y ante su perfección y plenitud dices: al-Hámdu lillâh, y
ante su Belleza dices: ar-Rahmân ar-Rahîm, y entonces te
rindes por completo diciendo: Iyyâka ná‘budu wa iyyâka nasta‘în, ‘no
hay señor, ni rey, ni vida, ni fuerza, salvo Allah’. Y ante su poder se
doblega tu cuerpo, y contigo el universo, y todo se pliega para su Señor, y
ya no hay dioses ni mentiras, ni engaños ni falsificaciones: Subhâna
rábbi l-‘azîm, ‘mi Señor el Inmenso es el que queda cuando todo
muere’. Por eso a continuación echas el cuerpo a tierra y llevas la frente
al suelo: Subhâna rábbi l-a‘la`, ‘por encima de todas las cosas
se alza mi Señor Inextinguible, mi Verdad Suprema’: sólo hay tierra, y
sobre ella el cielo, y ya no soy más que tierra sobre la que reina el Uno, el
Señor de los Mundos. Ha desaparecido lo que estaba destinado a desaparecer y
se manifiesta lo que nunca ha dejado de ser. Ese es el mediodía de Allah, y
en su nadir está la criatura. Entonces ésta se sienta sintiéndose en paz, y
da testimonio de su Señor con el Tashahhud, y dirige su paz hacia todos los
lados: as-salâmu ‘aláikum wa ráhmatullah.