CAPÍTULO 74: EL ENVUELTO
SÛRAT
AL-MUDDAZIR
revelada
en Meca, 56 versículos
bísmil-lâhi
r-rahmâni r-rahîmi
Con
el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm.
1.
yâ: ayyuhâ l-múddaziru
¡Tú,
el envuelto en un manto!
2.
qum fa-ándzir*
Levántate
y advierte.
3.
wa rábbaka fa-kábbir*
A
tu Señor, exáltalo.
4.
wa ziyâbaka fa-táhhir*
Tu
túnica, purifícala.
5.
wa r-ríyça fá-hyur*
La
abominación, abandónala.
6.
wa lâ támnun tástakzir*
No
des pareciéndote mucho.
7.
wa li-rábbika fá-sbir*
En
tu Señor, persevera.
8.
fa-idzâ núqira fî n-nâqûri
Cuando
se sople en la Trompeta,
9.
fa-dzâlika yaumáidzin yáumun ‘asîrun
ése
será, entonces, un día difícil,
10.
‘alà l-kâfirîna gáiru yasîr*
para
los negadores nada fácil...
El
Capítulo del Envuelto (Sûrat al-Múddazir)
suele ser considerado como el segundo texto del Corán en ser revelado, tras el
que hace el número noventa y seis, el Capítulo
del Coágulo (Sûrat al-‘Álaq).
Pertenece, pues, a la etapa de las primeras revelaciones, en Meca, y tiene
cincuenta y seis versículos (âyât),
cada uno de los cuales es un signo, un
prodigio (aya) que
intentaremos ir desgranando a lo largo de los siguientes comentarios. Los versículos
que componen esta sûra son breves, rápidos, y de una rima, a veces,
precipitada y cambiante, según la escena que describa. Comenzamos con las
primeras siete frases que conforman un fragmento independiente, si bien, como
siempre sucede el Corán, íntimamente vinculado al resto del capítulo.
En
la soledad de la Cueva de Hirâ, el Profeta (s.a.s.) había recibido la
visita de Yibrîl, el Ángel de la Revelación, que le comunicó en medio de una
escena angustiosa, las primeras palabras del Corán: “Lee, con el Nombre de tu Señor que ha creado, que ha creado al ser
humano a partir de un coágulo...”. Después, el Ángel desapareció y
Sidnâ Muhammad (s.a.s.), fuertemente conmocionado, abandonó la cueva con el
corazón hecho añicos, creyendo que había sido objeto de una alucinación o
que había sido poseído por algún tipo de demonio, el que se apodera de los
hombres convirtiéndolos en poetas errantes. Fue reconfortado por su mujer, que
lo llevó a casa de un sabio -Wáraqa ibn Náwfal- que le explicó lo que le había
sucedido: se le había mostrado Yibrîl, el Ángel de la Revelación, al igual
que había pasado con Moisés.
Pasó
el tiempo, un periodo vacío (fatra),
en el que Muhammad se sintió abandonado. Tremendamente afectado, con su mundo
anterior destruido por esa aparición, parece ser que lo que le vino a la mente
fue la de matarse arrojándose al vacío, pero fue detenido por una nueva imagen
aterradora del Ángel cubriendo todo el espacio que le rodeaba. El Ángel se le
presentó: era Yibrîl, Gabriel, el que trasmite la Palabra de Allah, el
Revelador. Y Yibrîl añadió: “Y tú
eres Muhammad, el Mensajero de Allah”. Se presentó a sí mismo y le dijo
a Muhammad quién era él. Éste volvió, trastornado por lo que le estaba
pasando, a su casa, donde fue recibido por su esposa, Jadîya. Temblando y
sudando, le pidió a su mujer que lo envolviera en un manto y echara sobre él
agua fría...
Si
analizamos los elementos de este relato encontraremos claves esenciales para
entender lo que es el Islam. En la Cueva de Hirâ, en Yábal
an-Nûr, la Montaña de la Luz
-donde Muhammad (s.a.s.) se había acostumbrado a retirarse durante el noveno
mes del año lunar (el mes de Ramadán) en busca de intimidad con su Señor,
abandonando la frivolidad y la inconsistencia de la fe de su pueblo- le fue
anunciado algo demoledor. Ahí, en lo profundo de esa estrechez (que es lo que significa la palabra Hirâ, que da
nombre a la gruta), le fue comunicado el Tawhîd,
la Unidad-Unicidad de Allah.
En
esa grieta en lo alto de una montaña y en la cumbre de su renuncia a la mentira
y el engaño, le fue dicho que su Señor
(Rabb), la Verdad que lo ha creado y
la que lo sostiene, es Uno-Único (Wâhid-Áhad). El Ángel le enseñó que debía leer, es decir, que
a partir de ese instante lo aprendiera todo de Allah, de Quien lo había creado
a él y a todas las criaturas, abandonando definitivamente las maquinaciones y
los embustes del hombre.
¿Qué
significa el Tawhîd? ¿Qué
connotaciones prácticas tiene? ¿Cuál es su alcance y cuáles son sus
exigencias? Para empezar, como ya hemos dicho, el Tawhîd
es demoledor. No es una afirmación monoteísta, no es el enunciado de una
doctrina en la que creer o un dogma al que aferrarse. El Tawhîd es la revelación de la estructura de la existencia.
El Tawhîd es la luz que
muestra la verdad de cuanto existe, y bajo los efectos de esa luz desaparece el
Ídolo. Muhammad mismo (s.a.s.) fue derribado por el rayo de esa verdad y su
mundo se diluyó para dejar paso sólo a Allah... El Tawhîd es la piedra filosofal, el elixir que mata la
mentira, y emerge entonces lo esencial.
Otros
relatos cuentan que, tras la primera Revelación, Muhammad contó a sus
allegados lo que le había sucedido en la cueva y, en una reunión de notables
de su tribu, se le acusó de locura o de practicar la magia. Esto le entristeció
enormemente y se retiró a su casa para esconderse bajo un manto. Este dato
puede ser fácilmente reconciliado con el anterior. Durante la fatra
(el periodo que siguió a la primera
aparición del Ángel), Muhammad tuvo que sufrir el desamparo que supuso la
interrupción de la Revelación y, por otro lado, las burlas de sus
conciudadanos, y ambos factores lo condujeron de nuevo a la montaña, donde
tendría lugar la siguiente revelación de Yibrîl. Muhammad, asustado de nuevo,
volvió a su casa y le pidió a su esposa, Jadîya, que lo arropara.
La
sûra comienza con una llamada dirigida a Muhammad y que le viene de lo más
profundo para orientarlo hacia una empresa inmensa. Se trata de una serie de
imperativos que lo urgen a despertar. A Muhammad se le ha aparecido un Ángel (Málak) -Yibrîl-
la Cueva de Hirâ (Gâr
Hirâ), y le ha hablado de Allah, el Creador y Soporte de todas las
criaturas. Después, el Ángel se reveló a sí mismo y le explicó al propio
Muhammad quién era y su función en el universo: “Yo
soy Gabriel y tú eres Muhammad, el Mensajero de Allah”. Esa aparición
sumió al Profeta en el miedo y el desconcierto, y lo primero que hizo fue huir
hacia su cosa, para esconderse bajo un manto protector. Ahora, el Corán ordena
a Muhammad purificarse y extender esa noticia a la humanidad entera.
Cuando
Muhammad (s.a.s.) comenzó a retirarse a la Cueva de Hirâ lo hizo
conducido por una inquietud espiritual que le obligaba a abandonar la banalidad
de la gente de su tiempo. La humanidad vivía desatendiendo del todo la realidad
de la existencia, como si no hubiera otra cosa que hacer que rivalizar por cosas
intrascendentes. A esa forma de vida, se la designa dentro del Islam con el término
‘Isyân, rudeza
de carácter. El ‘Isyân (también
se dice ma‘sía) es el
refugio del hombre que le permite desatender el yugo que pesa sobre su cuello.
Ese yugo es su conciencia. El ser humano sabe, en su naturaleza
más profunda -su Fitra- que su
existencia pende de un hilo, pero sustituye ese malestar con comportamientos
innobles. Lo hace porque intuye que ese presentimiento en realidad lo orienta
hacia Allah, hacia su Sostenedor, pero Éste consiste en un desafío terrible.
Para no tener que afrontar la demanda de la Verdad, el hombre recurre al ‘Isyân,
entreteniéndose en sus rivalidades. Por eso, el ‘Isyân
es, en el fondo, la rebeldía del
hombre.
Muhammad
(s.a.s.) huyó del ‘Isyân y del
mundo que el ‘Isyân construye,
volcándose en su contrario, la Tâ‘a,
la obediencia a Allah. La Tâ‘a
consiste en aceptar el yugo; es volver a ser consciente de la precariedad de la
existencia, sujeta por siempre a su Señor. Con la Tâ‘a,
el ser humano se reconcilia con su Creador, acepta su desafío y se sumerge en
la eternidad que está en sus orígenes. Pero la Tâ‘a, siendo obediencia
a Allah, es renuncia y rebeldía. Supone romper con el mundo del ‘Isyân,
y es una ruptura más amarga que la que supone abandonar a Allah. La Tâ‘a
supone ir en contracorriente de los hombres. En ello está la clave de su
grandeza, porque quien surge al cabo de ese proceso es el Singular.
Esta
sûra comienza con una llamada: yâ:
ayyuhâ l-múddazir, ¡tú, el
envuelto en un manto!... La aparición del Ángel (ya sea la primera, en la
Cueva de Hirâ, o bien la segunda aparición tras el periodo de fatra, según la versión del relato que se escoja) Muhammad,
aterrorizado, buscó refugio tapándose con un manto (dizâr). Se arropó
encogiéndose como quien no quiere enfrentarse con lo que le está sucediendo.
Ese gesto, el del múddazir, el
que se envuelve en un manto, da nombre a este capítulo.
Allah
habla al que se ha envuelto en un manto, escondiéndose aterrado, para ordenarle
que se levante y advierta a su pueblo: qum
fa-ándzir, levántate y advierte...
Si recordamos las dos versiones del relato que explican estos versículos,
observaremos que el miedo de Muhammad provenía de dos cosas: el ser depositario
de una Revelación y el recelo que ello provocaba entre su gente. Ambos factores
lo indujeron a buscar cobijo bajo un manto. Pero Allah le ordena salir de su
escondrijo: ¡qum, levántate!
(del verbo qâma-yaqûm, levantarse, erguirse).
Efectivamente, Muhammad había sido escogido como receptor de una Revelación
(el Corán), pero no tenía derecho a reservársela. Su misión consistía en
enfrentarse a su segundo miedo: su pueblo, y, con ellos, a todo el mundo. Pero
primero Muhammad debía erguirse ante su Señor, ser recto ante Él.
El
segundo imperativo -¡ándzir, advierte!
(del verbo ándzara-yúndizr, advertir, avisar)-
le ordena dirigirse a su gente, y hacerlo con la fuerza de quien comunica una
terrible amenaza. Muhammad (s.a.s.) debía convertirse en un Múndzir,
alguien que advierte sobre el peligro
que corre la humanidad. El ‘Isyân,
esa rebelión en la que vive la gente,
conduce al ser humano a la ruina. La existencia al margen de Allah es rivalidad
y miseria adquieren su verdadera magnitud tras la muerte, en el Fuego de al-Âjira.
Por ello, la Revelación es, ante todo, un Indzâr,
una advertencia contra ese destino.
Con ello, la Revelación es una manifestación de Rahma, de Misericordia
de Allah hacia los hombres.
El
‘Isyân en el que vive el
ser humano es el origen de todos los males. La rivalidad que enfrenta entre sí
a la gente -a causa de haber olvidado a Allah- es la causa de la envidia, los
rencores y las injusticias. Constantemente inventa nuevas perversidades hasta
que el ser humano se encuentra en medio de un denso velo cegador. Ya no ve, ni
oye, ni siente, aislado en el seno del torbellino del ‘Isyân. Se ha rebelado contra Allah y existe en la guerra.
Y esa es la realidad en la que se debate el hombre. Contra ese mal y sus
consecuencias en lo infinito, aparece el Corán. Y de ahí su tono amenazador,
su insistencia en el Castigo que aguarda a los que se entregan al ‘Isyân.
Sólo el rigor de un Discurso poderoso puede hacer avivar la luz que queda en
los corazones.
Enfrentarse
al ‘Isyân es una empresa es
un reto colosal. Significa atacar el mundo en el que vive el común de la gente.
Y esa era la misión que debía afrontar Muhammad (s.a.s.). Debía ser el
Portavoz de la Advertencia (al-Múndzir)
y encarar las reacciones. Y el Corán señala al Profeta la fuente de la que
sorber las fuerzas que necesita para responder al mundo que lo va a tachar de
loco y que, después, lo perseguirá intentando destruirlo: wa
rábbaka fa-kábbir, a tu Señor, exáltalo...
El Corán señala hacia Allah, el Señor (Rabb) de
Muhammad. Es decir, Muhammad debía inspirarse en su Señor, su Motor, el que lo
hace ser, aquél del que depende y de nadie más depende.
El
Corán le recuerda a Muhammad, con ese versículo, todo lo que debe saber acerca
de Allah. Él es su Señor (Rabb), su Dueño, su Soporte, y no tiene ningún otro. Él es su
Creador, el trasfondo de su existencia, y su Destino. Por tanto, debe perder el
miedo a Allah,... y a los hombres. Ellos no son sus señores, su vida no depende
de ellos, su Destino no será fijado por ellos. Es con estas enseñanzas cómo
el Islam emancipó a Sidnâ Muhammad (s.a.s.) e hizo de él un hombre libre y
singular. Y Sidnâ Muhammad (s.a.s.) su inocencia respecto al mundo y su sujeción
a Allah. Y he aquí que su Señor le ordenaba encarar el mundo bajo esa luz. El
tercer imperativo es: ¡kábbir, exalta
a tu señor!, del verbo kábbara-yukábbir, declarar que algo
es grande, glorificar algo, exaltarlo.
Y la expresión Allâhu Ákbar, Allah es Más Grande, se ha convertido, por ello, en una de las
consignas del Islam.
¿Qué significa, en
boca de un musulmán, que Allah es Grande
(Kabîr), que es Más Grande
(Ákbar) que toda cosa? Se trata de
una afirmación demoledora que pulveriza todas las pretensiones humanas. Al lado
de Allah, todas las cosas son pequeñas, insignificantes: el poder de los
poderosos, la riqueza de los ricos, la verdad de los fanáticos, la habilidad de
los tramposos,... El universo entero pierde su colosal dimensión para quedar
reducido a nada. Todo se esfuma ante quien sabe que sólo Allah es Grande. La
Grandeza de Allah es una puerta por la que salir de la cortedad del hombre común
hacia la desmesura del Tawhîd.
Es la clave para la reconciliación con la Verdad.
El Takbîr
consiste, por tanto, en la proclamación
de la grandeza de Allah. No basta con saber que Allah es Grande, que es Más
Grande que todo lo que podamos imaginar. Es necesario proclamarlo, darle forma,
para que influya en el mundo y no quede reducido al campo de las convicciones
interiores que poco o nada tienen que ver con la realidad. Por ello, el Corán
ordena a Muhammad que pronuncie el Takbîr,
cuya fórmula es Allâhu Ákbar, que
también está al principio del Salât, de modo que el musulmán se recoge ante
su Señor diciendo en voz alta que Allah
es Más Grande que toda cosa.
Esa es la fuente de
la que el Profeta sacaría las fuerzas necesarias para enfrentarse al ‘Isyân,
la rebelión del mundo, y el Kufr,
la ignorancia del hombre. Pero aún no ha acabado la serie de
imperativos que encabeza esta sûra: wa
ziyâbaka fa-táhhir, tu túnica,
purifícala... El término túnica
(ziyâb) aquí, según los
comentaristas, es el corazón (y también el comportamiento y la acción). Así,
pues, Allah ordena a su Mensajero que purifique
(táhhara-yutáhhir) su fuero interno, para que también sean puros su
comportamiento y toda su acción. Curiosamente, el Corán ordena a Muhammad
(s.a.s.) que limpie su ropa, que es lo más exterior de sí mismo, pero para que
lo último, lo que está en la superficie, sea puro debe estar precedido por la
descontaminación interior. Sólo así la túnica (las acciones) es trasparente.
Por ello, los lexicógrafos dicen que, en árabe, son idénticos la túnica y el
corazón.
La Tahâra,
la pureza, es el estado conveniente
para recibir lo que viene de Allah y lo que el hombre dirige hacia el mundo. En
el Islam se pretende que la pureza sea doble: una pureza espiritual que consiste
en despojarse de todas las conductas innobles sustituyéndolas por
comportamientos nobles, y una pureza física que la traduzca en limpieza del
cuerpo y de la ropa. Así es como el ser humano se descontamina y recupera su
sencillez original, que es belleza.
El destinado
a convocar a las gentes, el Dâ‘î
Supremo -Sidnâ Muhammad (s.a.s.)-, modelo para todo musulmán, siendo puro en sí,
se purificó para mostrar el camino a seguir. Esa Purificación tiene su cumbre
en el cumplimiento de lo que manda el siguiente versículo: wa
r-ríyça fá-hyur, la abominación,
abandónala... Todo el esfuerzo de purificación tiene como objetivo la
realización de este versículo, el abandono de la abominación. La abominación
(riyç) es el ‘Isyân, el estado de rebelión
en el que vive el ser humano, el Širk,
la idolatría en la que está inmerso,
el Kufr, la ignorancia espiritual que lo ciega. En realidad, riyç
es el dolor, el castigo, el tormento de la existencia humana, pero se usa más
para dar nombre a las causas de los males del hombre.
El Corán ordena a
Sidnâ Muhammad (s.a.s.) abandonar y dejar atrás (háyara-yáhyur)
el riyç, la abominación,
que consiste en desconocer a Allah y someterse a dioses. El verbo que se emplea
para dar la orden fue premonitorio. Más tarde, los musulmanes abandonaron y
dejaron atrás Meca, produciéndose la Emigración
(Hiyra, la Hégira), momento que
marcaría el inicio verdadero del Islam. Por tanto, Allah ordenó primero una
emigración espiritual, que luego se concretó físicamente.
Pero el rechazo al
mundo del ‘Isyân, el repudio a los dioses de los hombres, la Pureza, la
Emigración, todo ello quedaría completamente anulado si desencadena la
arrogancia espiritual de los iluminados. El Mann es el vicio de quienes valoran sus esfuerzos, una soberbia
espiritual que frustra la consecución de la gran victoria, que es Allah mismo.
Por ello, el siguiente imperativo tiene que ver con eso: wa lâ támnun tástakzir, no
des pareciéndote mucho... Sidnâ Muhammad (s.a.s.) iba a dar mucho, iba a
tener que superar muchos escollos. A partir del momento en que se levanta y se
desprende del manto bajo el que se había arropado, su existencia será una
continua lucha. Nada de ello debía parecerle excesivo. El Corán se lo ordena: lâ
tamnun, no des de ti a los demás, tastákzir,
creyendo que es mucho. No eches nada
en cara, ni a Allah ni a los hombres. Al contrario, tú eres el favorecido.
Tú -¡oh, Muhammad!-
has sido el favorecido. Es a ti a quien Allah ha elegido entre todos los
hombres, y te ha hecho el último de sus enviados. Ha elevado tu rango, y ha
hecho que tu nombre sea pronunciado por los musulmanes con veneración. Tú eres
el que en todo momento es bendecido por tu Señor, y por ello eres el señor de
la existencia. -¿Cómo podría haber pensado Sidnâ Muhammad (s.a.s.) que se le
exigía demasiado o que hacía demasiado? Al contrario, lo único que deseó fue
ser un esclavo agradecido. Su corazón
estaba inmerso en la pronunciación del Nombre de su Señor a la vez que su
existencia era favorecida y bendecida por Él. Nunca fue soberbio ni arrogante,
sino que cumplió con lo que Allah le revelaba, sin dejarse ofuscar por sus
esfuerzos por ni sus éxitos.
El Mann,
ese vicio del espíritu cuando trasciende el mundo y a los hombres, no afeó a
Muhammad (s.a.s.). El cumplimiento con este imperativo lo agrandó
definitivamente. Habiendo adoptado lo que se ha dicho desde el principio, el
profeta estaba preparado para afrontar sumisión: Muhammad (s.a.s.) se levantó
y lanzó la advertencia, declaró la Grandeza de su Señor, se purificó
enteramente y abandonó la abominación, y todos sus esfuerzos y los obstáculos
que tendría que superar no engendrarían en él ninguna soberbia. Sólo le
faltaba cumplir el último imperativo: wa
li-rábbika fá-sbir, en tu Señor,
persevera...
Constantemente, el
Corán recuerda a los musulmanes la necesidad de afrontar la existencia y todos
los retos con la asunción de la mayor de las virtudes, que es el Sabr,
la paciencia, la constancia, la imperturbabilidad.
Frente a la voluntad del hombre se alzan infinitos escollos y trampas, y para
superar todo ese cúmulo de obstáculos es necesario el arte de la paciencia.
Allah ordena a Muhammad tener paciencia
(sábara-yásbir), anunciándole con ello que el camino que tenía
ante sí nunca sería fácil. El cumplimiento estricto de todas las exigencias
enumeradas hasta aquí no es una tarea sencilla. Al contrario, se requiere una
perseverancia que afronte la variedad infinita de barreras, complicaciones,
inconvenientes, frustraciones y tropiezos.
Una vez finalizada la
secuencia de los imperativos, los versículos que la siguen son un ejemplo del Indzâr, de la advertencia
que debe proclamar el Profeta: fa-idzâ núqira
fî n-nâqûr, cuando se sople en la
Trompeta,... Se trata del anuncio de la inminencia de la Hora
(Sâ‘a), es decir, el Fin del
Mundo, la Resurrección y el Juicio. Ese acontecimiento será precedido por
el estruendo de una Trompeta (Nâqûr
-llamada también Sûr, en
otras partes del Corán-) en la que un Ángel formidable soplará
(náqara-yánqur, o náfaja-yánfuj,
empleados en voz pasiva: núqira-yúnqar, núfija-yúnfaj,
dejando en la indeterminación a ese Ángel). El verbo elegido en este texto
sugiere especialmente la violencia de ese sonido: es como un chasquido
penetrante (naqr) agrandado hasta
el infinito por un eco. En un primer sentido, el verbo significa golpear,
perforar, y el sonido que perfora los oídos es pero que el que
simplemente se percibe. La destrucción del universo es anunciada, pues, por una
vibración que se cuela hasta lo más íntimo del ser desgarrándolo: fa-dzâlika
yaumáidzin yáumun ‘asîr, ése será,
entonces, un día difícil,... Efectivamente, ése será un Día
(Yáum) terrible, insoportable, para
todos. Los vivientes a los que la Trompeta mate, los muertos a los que un Grito
haga resucitar, todo ello es difícil
(‘asîr) para el ser humano. Se
trata de una calamidad aniquiladora que se abate sobre la existencia y una
resurrección pavorosa que sumirá a todos en el desconcierto y la angustia.
Pero
los habrá para los que ese Acontecimiento será aún más penoso: ‘alà l-kâfirîna gáiru yasîr, para
los negadores nada fácil... La expresión es sugerente y magistral. Para
los kâfirîn, los negadores de Allah (plural de kâfir),
los que se oponen al Profeta, los inmersos en el ‘Isyân, para ellos será difícil sin ningún respiro. En
la dificultad y el aprieto en el que se encontrarán no habrá nada fácil
(yasîr), nada aligerará su inquietud, al contrario, no encontrarán
sino una creciente angustia.
Esa Hora será fatídica para todos, pues representa la destrucción del mundo de todos. Pero habrá quienes salgan hacia algo mejor, y tras la angustia vendrá el alivio, mientras que otros irán de peor en peor, acabando en el Fuego de la Eternidad.