CAPÍTULO
84:
EL
DESGARRO
SÛRAT
AL-INSHIQÂQ
revelada en Meca, 25 versículos
bísmil-lâhi
r-rahmâni r-rahîmi
Con
el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm
1.
idzâ s-samâ:u
nsháqqat
Cuando
el cielo se desgarra
2.
wa ádzinat li-rabbihâ wa húqqat
y
atiende a su Señor, y lo hace como debe ser...
3.
wa idzâ l-árdu múddat
Y
cuando la tierra se allana
4.
wa álqat mâ fîhâ wa tajállat
y
expulsa lo que hay en ella y se vacía,
5.
wa ádzinat li-rabbihâ wa húqqat*
y
atiende a su Señor, y lo hace como debe ser...
6.
yâ: ayyuhâ l-insânu ínnaka kâdihun ilà rábbika
kádhan fa-mulâqîh*
¡Oh,
ser humano! Buscas con esfuerzo a tu Señor, y Lo encontrarás.
El Capítulo del Desgarro (Sûrat
al-Inshiqâq) es el que hace el número ochenta y cuatro de los ciento
catorce capítulos (súar, plural de sûra)
en que está dividido el Corán (Qur-ân),
el Libro Noble y Generoso (Karîm).
Como se nos dice en su encabezamiento, esta sûra fue revelada en la ciudad de
Meca (Makka) y consta de
veinticinco versículos (âyât,
plural de aya, versículo, signo,
prodigio), que hemos dividido en cuatro breves párrafos para hacer cómodo
su análisis.
La Revelación (el Wahy;
que también se dice Nuçûl o Descenso) se produjo a lo largo de veintitrés intensos años en los
que, fragmento a fragmento, el Corán iba siendo dictado al corazón de
Muhammad (s.a.s.) -quien es, para los sufíes, el Ser
Humano (Insân) por
antonomasia-.
Los
primeros trece años transcurrieron en Meca, donde comenzó el Islam, siendo
al principio un modesto movimiento clandestino que tardó un tiempo en hacerse
público: el Profeta (s.a.s.) preveía la reacción violenta de los idólatras.
Cuando se pasó a la fase siguiente -la de la comunicación abierta del Mensaje (Risâla, de
donde Rasûl, Profeta, Mensajero, Enviado)- se agravaron las amenazas, la oposición
fue creciendo y convirtiéndose en persecución, y Muhammad (s.a.s.) decidió
que los musulmanes abandonasen la ciudad y emigraran (Hiÿra, la Emigración o Hégira)
a Medina (al-Madîna,
llamada antes Yázrib), un poblado
oasis al norte donde el Islam creció y pudo fragar una comunidad
independiente con una influencia cada vez mayor en la península de los árabes.
El ascenso del Islam fue fruto de enormes y constantes esfuerzos, de un
continuo esmero de los musulmanes, que fueron superando estrecheces y obstáculos
hasta el Nasr, la Victoria y el Fath,
la Conquista (véase el comentario a
la sûra ciento diez).
En la sucesión de los acontecimientos que tuvieron lugar hay un
sugerente simbolismo que nos explica muchas cosas acerca del Islam y de su trasfondo.
El Islam emergió en medio de un contexto hostil, que le obligó a una
introspección en la que se hizo cargo de su propio alcance. El germen del
Islam enraizó y resplandeció en esa penosa soledad a la que los primeros
musulmanes se vieron obligados por las circunstancias. Una vez se vieron
enterrados en el desamparo de lo clandestino, que era una especie de retiro
espiritual en el que vivir radicalmente el Islam naciente, descubrieron y
comprendieron la profundidad, la connotación y la exigencia de la enseñanza
que se les transmitía y que era, en su apariencia, extraordinariamente
sencilla: que Allah, Creador y Señor de todo, es Uno
(Wâhid), y que existimos absolutamente sujetos a Él en la
esencia de nuestra raíz (dependencia
a la que se llama ‘Ubûdía), y
que irremisiblemente a Él volvemos -con la
Resurrección (al-Qiyâma o al-Ba‘z)-.
Esas enseñanzas básicas reciben en árabe el nombre de Tawhîd,
que literalmente significa Unificación.
La existencia entera, en todos y en cada uno de sus momentos, y sin que nada
se interponga (ni tan siquiera la muerte), está bajo el Poder Único de
Allah. Despertar a las implicaciones de esto constituye un gran desgarro, una
ruptura con el mundo ilusorio en la que se saborea lo auténtico y permite el
restablecimiento de una estrecha vinculación con Allah, el Real. A esa
vinculación se la llama Islâm,
que es absoluta rendición a la Verdad y vivencia de la sujeción a Allah.
La apariencia simple del Tawhîd fue rota por el conflicto que desató: esas palabras
sobre la Unidad que da origen y hechura a nuestra existencia, cuando son
meditadas con la vida misma, contienen verdades trastornadoras. No era
suficiente aceptar lo que significan los enunciados sobre la Unidad: había
que centrar a los musulmanes en su alcance y forzar la atención -lo cual fue
impuesto por las condiciones, que los enclaustraron y les obligaron a hacer
del Tawhîd su universo,
todo su mundo, y pudieron salir finalmente a la luz del día y supieron que
disponían de un arma con la que acabarían construyendo una nueva civilización (Dîn), una
civilización decididamente enraizada en el Tawhîd,
que a su vez es la esencia de los cielos y de la tierra-...
El Corán revelado a lo largo de los primeros trece años en Meca tiene
rasgos especiales, acordes con el contexto difícil en el que se producía su
comunicación. Los capítulos de ese periodo suelen ser muy breves y las
frases son cortas, impactantes, tensas, muchas veces desafiantes,
aparentemente inconexas, semejantes a destellos violentos que se suceden
veloces dejando una impronta poco definida pero eficaz... El Corán se proponía,
en esa primera etapa, iniciar a los
musulmanes (al-muslimîn),
despertar y atraer la atención de cada uno de ellos, arrancarlos de la
desidia espiritual, desapegarlos de rutinas, enfrentarlos a la desmesura de la
Verdad-Una, ‘unificarlos en sí mismos’ y demoler su mundo anterior para
asentar los cimientos de una nueva visión
de la existencia (una nueva ‘Aqîda)
sobre la que erigir el Islam como restauración de esencias olvidadas... De ahí
el tono apocalíptico de los pasajes revelados en esos densos momentos en los
que se demolía un mundo para ir rehaciendo un nuevo edificio, antiquísimo en
sus cimientos.
Ese tono desmesurado era el conveniente a la radicalidad del Tawhîd.
El Corán puso a los musulmanes ‘ante Allah’ de golpe, los ‘mató’
para hacerles resucitar, los apartó del mundo en el que vivían para hacerles
vivir en al-Âjira, el Mundo de Allah...
Así serían conscientes de su Absoluto Dominio sobre todas las cosas, incluso
ahora y a pesar de los velos que
disimulan la presencia directa de su Poder.
El Corán de Meca resuena a desmoronamiento de un universo frente a la
emergencia de la Verdad que lo sostiene, una Verdad relegada hasta entonces en
el torbellino desatado por su propia fuerza y ante la que todo desaparece
cuando se impone a Sí Misma. El Corán será la expresión de un cosmos
entero que se viene abajo ante su Creador, redescubierto precisamente en la
fragilidad de la existencia de todo lo creado, que sin duda habrá de acabar
mientras que lo eterno que está en sus cimientos -anterior y posterior a
nuestros momentos efímeros- por siempre permanecerá en la indeterminación
de su Esencia misteriosa e inefable y en la Majestad de su grandeza, y que
ahora se revelaban con toda su energía, plasmando su fuerza en cada la
palabra comunicada a Muhammad (s.a.s.).
Más tarde, en Medina, a lo largo de otros diez años, el estilo del
Corán será muy distinto: los capítulos se harán más extensos y las frases
serán más largas y claras, orientadas a servir de inspiración a una
comunidad cada vez más grande y diversa. La intención entonces será la de
constituir una sociedad, crear una nueva Nación
(Umma), que sólo podría nacer de
en medio del desierto dejado por la muerte del mundo anterior, una Nación
surgida de esa poderosa experiencia espiritual en la que todo queda
relativizado en la contemplación del Verdadero Señor de los cielos y de la
tierra, que trasciende la vida y la muerte.
La irrupción del Corán en la vida de Muhammad fue violenta: Allah se
le reveló con la fuerza demoledora de su Esencia y de su Majestad, como debe
ser. El Islam se presenta a sí mismo como tormenta desatada en el desierto, y
esta metáfora es frecuente en el Corán. Efectivamente, el Islam desató una
conmoción que tuvo un alcance universal. El Tawhîd, la Unidad y
Unicidad de Allah, base de la ‘Aqîda,
la cosmovisión que el Islam ofrece,
es una radical ruptura con la idolatría
(el shirk), la cual queda destruida
por la sencillez de le enseñanza en la que se funda el Islam (el Tawhîd) y con ella -con la idolatría- mueren los dioses y
fantasmas que cimientan el Kufr, la
ignorancia, la ingratitud y la barbarie
del hombre ‘separado’ de su Señor, es decir, de lo que le hace ser, de la
Verdad Suprema que impera en él. Ése es el hombre ‘desintegrado’,
‘disperso’, mientras que el Islam pretende ‘unificarlo’ ante su Señor
Uno-Único. ‘El ser humano uno-único ante Allah Uno-Único’ es el
objetivo absoluto del Tawhîd,
la Unificación...
En coincidencia con esto, la Revelación coránica comenzó anunciando
la inminencia del Fin del Mundo, signo máximo de la precariedad de nuestra existencia
actual (el duniâ) y de lo
relativo de todos nuestros valores, y así debía ser... Lo frágil se deshace
ante Allah, quedando anunciada también así la Resurrección, referencia
inmediata a su Poder, al que todo queda sometido y que
doblega incluso a la muerte, el último de los ídolos, que confunde a
los hombres con su apariencia de algo definitivo. Pero sólo Allah es
definitivo.
La inminencia es signo de la irrelevancia del tiempo... Cada muerte es
una manifestación de la Fuerza Reductora de Allah, y el Fin del Universo y la
Reunión de la existencia ante Allah son el estandarte de su Predominio
Absoluto y expresión de su Majestad, en la que su Verdad se muestra arrasándolo
todo, engullendo todas las ilusiones de los seres, imponiéndose
irremediablemente, marcando destinos en lo eterno de al-Âjira, el Mundo de Allah.
Sobre nosotros pende una amenaza de destrucción, y ante esta certeza se
disipan los fantasmas, se lleva la frente al suelo y se renace entonces en la
Verdad Absoluta. Estas son las connotaciones del tema del Fin del Mundo y la
Resurrección ante la Verdad, acontecimientos que cada musulmán precipita en
su cotidianidad y, por otro lado, aguardan a la existencia entera.
Sorprendentemente, el Corán describe el Fin del Mundo y posterior
Resurrección como hechos presentes o pasados. Rara vez utiliza expresiones en
futuro: los verbos podrían traducirse al castellano por cualquier tiempo,
porque toda referencia a ese hecho nos saca de la sucesión lógica de las
cosas en nuestra existencia y nos arroja a la eternidad, que es el único
contexto en el que este asunto adquiere sentido.
Una vez sugerida la irrelevancia del momento para la transformación a
la que se está aludiendo -y que acontece en cada conmoción que sacude a
alguien y lo hace consciente de Allah- el Corán pone al hombre frente a su
verdad. Y, después, en esta sûra, el Corán vuelve a situarnos en la
inmensidad del cosmos en el que vivimos, para, desde la grandeza experimentada
en el vértigo de la contemplación del Poder de Allah, juzgar la estupidez
del hombre engañado por los dioses que él mismo inventa y cuya falacia queda
ridiculizada en las resonancias de los temas que el Corán propone. Éstos son
los ejes de este capítulo del Corán, el capítulo del desgarro
(inshiqâq), en el que se parte en
dos el universo para mostrarnos lo que tiene dentro.
El principio de esta sûra es contundente y nos presenta un cosmos en
disolución, y hasta lo más recio y firme, lo más esplendoroso -el cielo- se
disipa, y en el seno de su desvanecimiento hay un signo poderoso. La
existencia se parte: idzâ s-samâ:u
nsháqqat, cuando el cielo se
desgarra...
Es importante comprender el objetivo del Corán, que no pretende
empezar un relato, sino destapar algo que sólo puede ser entendido como
fulgor inesperado en cuyo resplandor sucede algo para lo que no hay palabras
suficientes. Por ello la frase no acaba en el texto, sino que acaba en la
imaginación del lector. No hay realmente un ‘tiempo’: el cielo ya se ha
desgarrado con la Revelación, el cielo se desgarra en cada momento ante la
mirada del que tienen visión penetrante, y el cielo se desgarrará con la
aniquilación de la existencia entera para dejar paso a la Verdad... El
acontecimiento al que se refiere el texto no es identificable. Su fuerza, el
poder de sus resonancias, es ya su significación: idzâ s-samâ:u nsháqqat, cuando
el cielo se desgarra...
Simplemente, el Corán nos está sugiriendo la grandeza de un espectáculo
tremendo. Cuando el cielo se desgarra wa ádzinat li-rabbihâ wa húqqat, y atiende a su Señor y lo hace como debe ser... Es decir, el cielo
(samâ) escucha a Allah (ádzina-yâdzan, prestar oídos)
tras desgarrarse (inshaqqa-yanshaqq). Cuando se quiebra, se abre hacia Allah, como todo. Y así
es como debe ser (húqqa-yuháqq, ser algo como
tiene que ser, voz pasiva del verbo háqqa-yahiqq,
ser real, suceder verdaderamente).
¿Se trata de la descripción de una tormenta?, puede ser. Sin duda, se
trata también del Fin del Mundo, del que todo acontecimiento violento es
indicio y premonición, y que a su vez preludia lo conmocionador del posterior
encuentro con Allah, cuando todas las criaturas -tras morir- escuchen a Allah,
a la fuerza, dominadas por la radicalidad del momento y de la muerte. El
desgarramiento del cielo es el del velo que nos impide ver y nos separa...
Cuando algo o alguien llega a escuchar a su Señor
(Rabb) -y tendrá que hacerlo- entonces se Le rinde, y su voluntad es
quebrada y queda pulverizada en la conmoción: su universo se rompe, y todo es
unificado en la Verdad que rige su realidad. Esto es lo que supuso la Revelación
del Corán para Muhammad (s.a.s.), esto es lo que supuso el advenimiento del
Islam que desató una tormenta en Arabia, esto es lo que tiene lugar en el
corazón del musulmán cuando se apodera de él la pasión ante Allah, esto es
lo que acontece en cada muerte cuando la vida se separa del ser humano, esto
es lo que supondrá el Fin del Mundo (que es la Reunión Suprema),... Esta es
la experiencia personal de todo el que intuye a su Señor, presta oídos y
despierta de su idolatría, y mueren sus ídolos y su universo se parte, es
decir, su corazón se rompe a causa de la desolación que le produce descubrir
de pronto que había estado existiendo en un engaño, que había desatendido
la Verdad, y entonces comienza, desarmado y vulnerable, su vuelta
hacia Allah (Tawba), su Resurrección...
El cielo (samâ)
no es lo único que claudica ante Allah, no sólo ‘lo elevado’ responde a
su imperativo, no sólo el ‘espíritu’ de la creación sino también su
‘cuerpo’ es domeñado por el Señor de los Mundos: wa
idzâ l-árdu múddat, cuando
la tierra se allana...
La tierra (ard),
caracterizada por las dificultades de su relieve, lo agreste de su paisaje y
lo violento de sus aristas, acaba suavizándose y aplanándose (múdda-yumádd,
allanarse, voz pasiva de mádda-yamudd,
extender) ante Allah. Y wa
álqat mâ fîhâ wa tajállat, expulsa
lo que hay en ella y se vacía... la tierra, una vez sus ‘salientes’
son limados por la fuerza de la violencia de Allah (¿un terremoto? y, sin
duda también el Fin del Mundo), cuando una fuerza superior ‘pule’ las
asperezas de su geografía salvaje, entonces expulsa
(alqà-yulqî) todo los
secretos que hay en ella, revela sus misterios y se vacía (tajallà-yatajallà).
La superficie de la tierra se allana y se extiende tras el cataclismo
que acaba con las dificultades del terreno nervioso, y la tierra calmada por
la sacudida, vomitando su verdad, wa ádzinat li-rabbihâ wa húqqat, atiende a su Señor y lo hace como debe ser... repitiéndose el versículo
que describe la rendición del cielo ante Allah y en esa rendición se
manifiesta lo que es necesariamente.
Todo se parte ante Allah y muestra lo que hay en sus adentros... Y lo que hay
en los adentros de cada ser es su ‘Ubûdía,
su Dependencia de Allah, su Sujeción
a Él, su Necesidad de Él, su Pobreza radical, y entonces Allah aparece como
Rey y Dueño.
Ya hemos dicho que la fuerza de este encabezamiento de la sûra es
aplicable a toda inversión (inqilâb)
que sacuda la existencia dejando paso a lo Verdadero. Por ello estos versículos
-y todos los versículos afines desde el principio del Corán hasta el final-
se citan para describir la conmoción y la transformación que supuso para el
Profeta -el Ser Humano por antonomasia- que el Corán le fuera revelado, y
para describir el advenimiento del Islam y la conmocionadora experiencia
espiritual de los sufíes, y también son válidos como anuncio de cada muerte
y de la destrucción del universo, englobando todas las ‘sumisiones’ a
Allah. Y cada uno de esos acontecimientos remite a los demás, los
ejemplifica, los implica y simboliza...
Por ello, los versículos apocalípticos son imagen y representación
de grandes verdades: según los maestros de la espiritualidad musulmana -los
sufíes- ‘cuando el cielo se desgarra’ alude a la muerte (máut), en la que
brilla la luz del Poder quebrantador de Allah, que somete a cada ser humano
para enseñorearse en él, tal como es y sucede ya en realidad pero
amplificado infinitamente en cada ser humano por la sensibilidad especial que
la muerte siembra en él. Y ‘cuando la tierra se aplana’ se refiere al
cuerpo cuando es domeñado por la disciplina revelada, por la práctica de la ‘Ibâda en conformidad a la Sharî‘a
y en la que se reconoce a Allah como único Señor, y entonces el cuerpo
expulsa sus males y sus vilezas, el egoísmo se rinde, y el cuerpo se vacía
para ser habitado por la luz de Allah, que impera entonces en él tal como es
ya en realidad pero amplificado ahora por la conciencia que ha adquirido el
ser humano de que ello es así, y acontecen sucesos místicos y tienen lugar
descubrimientos para los que no hay palabras,... y por ello la frase queda
entrecortada.
En lugar de concluir las frases iniciadas, el Corán las corta de golpe
y las deja en suspenso confiando en la fuerza evocadora de sus sonidos, en la
inquietud que han sembrado y en la contundencia de la interrupción, y pasa a
hablar directamente al lector: yâ: ayyuhâ l-insânu ínnaka kâdihun ilà rábbika kádhan
fa-mulâqîh, ¡oh, ser humano! Tú
buscas con esfuerzo a tu Señor, y Lo encontrarás... La referencia a la
sumisión absoluta de los cielos y de la tierra era para enmarcar esta
afirmación, que tiene el tono de una sentencia lapidaria. Lo importante se
encuentra aquí.
Allah pronuncia una exclamación intensificada por la fuerza del
vocativo: yâ: ayyuhâ l-insân, ¡oh,
ser humano!... Allah habla directamente a la criatura con la que Él coronó
la creación, el insân, el ser humano, el
califa, el soberano, habla a Muhammad (s.a.s.) y a cualquiera de los hombres,
sea cual sea su condición, su inclinación y aquello a lo que aspira en la
vida... y le dice que en cada instante se encuentra en movimiento, que vive en
medio de un movimiento penoso (kadh),
un esfuerzo continuo, un cambio en el que deja algo por algo, quebrándose en
él cielos y allanándose tierras...
El Corán enseña que el hombre es una criatura en
continua tensión, un ser en permanente
conflicto (kâdih),
imagen del universo entero, que no deja de palpitar. Haga lo que haga, ya sea
el bien o el mal, ya tenga inclinaciones espirituales o materiales, todo en él
es resultado de una intención, de un esmero, de un esfuerzo, todo es
resultado de una violencia que engendra reacciones configuradoras... y es
porque el hombre está en acción
(es kâdih) hacia su Señor
(Rabb), hacia su Verdad, hacia lo que lo mueve y rige, hacia su
Origen que es, simultáneamente, su Destino, su Meta verdadera. Aunque no lo
sepa, hacia Él va en cada movimiento, en Él acaba todo y su afán tendrá al
final cumplimiento en la eternidad en la que todo reposa en su postrer
momento, pues se encontrará inevitablemente con su verdadero Señor (será un
mulâqî, un encontrador). Y en ese ir
hacia Allah no hay paradas, sino fases que se superan, y es la peregrinación
del ser...
Así se cierra el círculo de la presentación de la sûra: Se nos han
sugerido temas importantes estrechamente imbricados bajo la luz misteriosa de
secretos intuidos en las profundidades del corazón y para los que las
palabras son insuficientes. El Tawhîd,
la Unificación, es la enseñanza,
y exige una poderosa capacidad de síntesis que tiene su correlato en
sentimientos enraizados en nuestra naturaleza más íntima.
Todos y cada uno de nosotros, como humanidad y como individuos, nos
encontraremos con Allah en la muerte, y la muerte (máut) es el
desgarro que separa nuestra primera existencia de nuestra existencia en al-Âjira,
el Universo de Allah, el Mundo de la Eternidad, al que estamos
abocados...
En Allah todo desemboca. Tras la agitación de la vida, tras los
espejismos y las confusiones, tras los esfuerzos, las ilusiones y las
desesperaciones, tras todo ello al fin se acaba en Allah, en la Inmensidad
Origen y Destino donde nos aguarda la Verdad. La muerte no es otra cosa que un
desnudamiento con el que entramos en el espacio inefable de lo Real, habiendo
quedado atrás el mundo con todos sus fantasmas.
Lo dicho acerca del carácter inevitable del encuentro
con Allah (el liqâ) tiene una
carga de amenaza (wa‘îd) cuando se piensa en los kuffâr
(los negadores de Allah) y es una promesa
de bien (wa‘d) para los musulmanes. El kâfir
se encontrará con algo no deseado, con Allah, cuando esperaba encontrarse con
sus dioses o con la nada: para esos sueños había trabajado, y ahora resulta
que sus esfuerzos han sido vanas quimeras. El musulmán se encontrará con lo
que buscaba. La insatisfacción del kâfir
será su Fuego eterno, mientras que la satisfacción del musulmán será el
Jardín en el que morará eternamente.