CAPÍTULO 89: EL AMANECER

SÛRAT AL-FAYR

revelada en Meca, 30 versículos

 

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21. kallâ* idzâ dúkkati l-árdu dákkan dákkan

¡Pero no! Cuando la tierra sea pulverizada violentamente,

22. wa ÿâ:a rábbuka wa l-málaku sáffan sáffan

y venga tu Señor y el Málak en filas sucesivas,

23. wa ÿî:a yaumáidzin bi-ÿahánnama yaumáidzin yatadzákkaru l-insânu wa annà láhu dz-dzikrà*

y ese Día sea traído Yahánnam: ese Día el ser humano recordará -¿de qué le servirá recordar entonces?-

24. yaqûlu yâ laitanî qáddamtu li-hayâti*

y dirá: “¡Ojalá hubiera adelantado para mi vida!”...

25. fa-yaumáidzin lâ yu‘ádzdzibu ‘adzâbahû: áhadun

Ese Día nadie atormentará con un dolor como el Suyo,

26. wa lâ yûziqu wazâqahû: áhad*

ni atará con con sus nudos nadie como Él.

27. yâ: áyyatuhâ n-náfsu l-mutmaínnatu

¡Oh, vida calmada,

28. rÿi‘î: ilâ rábbiki râdiatan márdiatan

vuelve a tu Señor complacida y complaciente!

29. fadjulî fî ‘ibâdî

¡Entra con mis siervos!

30. wadjulî ÿánnatî*

¡Entra en Mi Jardín!

 

             La expresión rotunda kallâ -¡pero no!-, con la que empieza este último pasaje, sella el anterior e inaugura el texto que comentaremos a continuación... ¡Pero no!: los seres humanos están demasiado atareados y absortos en sí mismos y no se dan cuenta de nada. ¡Pero no!: la muerte los pondrá ante la verdadera dimensión de la realidad en la que existen.

            Allah ha dejado en evidencia al ser humano. El hombre, cegado por su amor a sí, no se ha dado cuenta de que su existencia es Ibtilâ, una puesta a prueba. Si se distanciara un instante de sí mismo, se daría cuenta de ello porque percibiría la magnitud de lo que significa existir, algo que sabe en su corazón negado. Pero no lo hace, y llegará el momento en que deba enfrentarse con la Realidad.

            Y ahora el tono del Corán cambia para adoptar un estilo amenazante: la envergadura de ese momento ante Allah lo exige. Esto es lo que le sucede al sufí cuando retira el velo que lo separa de su Señor: se encuentra ante la desmesura y se ve envuelto por la Grandeza en medio de la que siempre ha vivido: ¡Ciertamente, tu Señor está al acecho!...

            El Corán nos sitúa ante el espectáculo colosal de la inversión de la existencia: la tierra -espacio en el que se desarrollaba la actividad humana (el ‘ámal) es destruida y revolcada, sacudida por la muerte al igual que se descompone el cuerpo entre agonías y estertores, para subvertir el orden. De la acción que caracteriza a la vida se pasa a la pasividad a la que nos obliga la muerte, poniéndonos en manos de lo Eterno y Absoluto. El día de la vida acaba en una angustiosa puesta de sol con la que empieza la noche de Allah, la Indeterminación en la que el hombre es atado, pierde el control sobre lo que le rodea y es objeto pasivo de lo que se decide al margen de su voluntad.

            Es el Yaum al-Qiyâma, el Día del Restablecimiento, cuando Allah se yergue y el hombre es sepultado, acabando su ‘ámal (acción) y comenzando el ÿaçâ (retribución): idzâ dúkkati l-árdu dákkan dákkan wa ÿâ:a rábbuka wa l-málaku sáffan sáffan wa ÿî:a yaumáidzin bi-ÿahánnam, cuando la tierra sea pulverizada violentamente, y venga tu Señor y el Málak en filas sucesivas, y ese Día se traído Yahánnam...    Se trata de un máshhad, una imagen terrible que se ofrece a la contemplación del ojo interior (basîra) que hay en cada ser humano, capaz de representarse la majestad insinuada en las palabras del Corán.

            El máshhad empieza describiendo la destrucción de la tierra: ésta será pulverizada (dukka-yudakk, voz pasiva de dakka-yadukk, pulverizar) por la Verdad. El dakk es el gesto violento con el que algo es machacado hasta ser reducido a polvo. La tierra (ard) es triturada mientras se agita entre convulsiones al igual que la muerte desmenuza y consume los cuerpos de las criaturas.

            Todo es desintegrado por Allah, la Verdad Una-Única, y esa pulverización sucede al final de cada vida. Ésa es la intensidad de Allah. La muerte es testigo de esa Fuerza de quien nos ha creado. En cada nacimiento está presente su poder creador y en cada muerte su capacidad aniquiladora. Y Allah nos recupera a nuestro pesar, a pesar de nuestro poder y nuestra voluntad, a pesar de nuestro terror.

            Siempre, Allâhu Ákbar, Allah es Más Grande que todo lo que podamos imaginar, infinitamente por encima de nuestros intentos de comprensión, mucho más allá del alcance de cualquier entendimiento,... Él es la Incógnita Suprema, el Secreto que sólo puede ser intuido en la intimidad del recogimiento. Él es el Poder Reductor ante el que todo, el universo entero, se rinde. Y cada muerte es signo de su victoria.

            El mashhad comienza con la descripción de la fuerza de Allah que pulveriza el mundo del hombre, y después se presenta Él: wa ÿâ:a rábbuk, y viene tu Señor... Tu Señor (Rabb) -la Verdad en ti, la que rige cada uno de tus instantes, la Verdad que te hace ser y te destruye- se presenta (ÿâa-yaÿî, venir), es decir, lo que estaba dentro de ti emerge en el momento en que la muerte te engulle, trastocándose la realidad. Él viene y todo se retira ante Su Presencia (Hadra)... Allah aparece dominando tu existencia, aniquilando tu independencia, absorbiéndote, y tú quedas replegado bajo la evidencia de su Poder Reductor (Qahr).

            Y con Él vienen los Ángeles del Tormento: wa l-málaku sáffan sáffa, y el Málak, en filas sucesivas,... Allah se impone arrasando con sus fuerzas el mundo de falsedades del ser humano. El Málak, el Ángel, es el Dominio (Mulk) de Allah. En la muerte, el hombre siente la llegada de esas oleadas (sáffan sáffa) aniquiladoras que reducen a nada nuestras quimeras y nos enfrentan a la Verdad Absoluta en la que penetramos con la muerte.

            El hombre arrogante queda sumido en Yahánnam, un pozo de dolor, subsumido en su derrota frente al esplendor de la manifestación de Allah: wa ÿî:a yaumáidzin bi-ÿahánnam, y sea traido ese día Yahánnam,... y sea puesto frente al hombre su destino en al-Âjira, en el Universo Sin-Principio ni Final de Allah. Ese día (yaumáidzin) será traído (ÿîa-yuÿâ, voz pasiva de ÿâa-yaÿî, venir, presentarse, traer) al sueño mortal del hombre el pozo de dolor abrasante al que se llama ÿahánnam. Esa será su pesadilla en lo Absoluto, una pesadilla más intensa que su vida anterior porque será su vida en la Verdad.

            El modo en que todo eso ocurra sólo lo sabe Allah. Pertenece a una dimensión de la Realidad de la que no sabemos nada. Hasta nosotros ha venido Muhammad, el Anunciador (el Nabí, s.a.s.), para inquietarnos, porque aunque nuestra inteligencia sea incapaz de poner orden en lo que significan las palabras del Corán, el corazón sí puede intuir y rememorar su grandeza, porque todo lo referente a Allah ya está inscrito en él, está en la intimidad de la Fitra, en la naturaleza primordial, en el primer instante de nuestra concepción, en nuestro terror consustancial, y se reproduce en todas nuestras inseguridades, cada vez que nos sobreviene la intuición demoledora de que carecemos de un control real sobre la existencia y de que nuestra vida es precaria, como algo tendido sobre un abismo infinito.

            Recordar ese saber primigenio es lo que se propone el Corán con sus sonidos y la fuerza de sus alusiones, y remover cimientos y activar al ser humano, al califa. Quien no recuerde el significado de sus palabras está abocado a Yahánnam, a la privación en el Infinito. Quien no sea capaz de evocar en su corazón la Inmensidad en la que existe y lo que le propone, quedará por siempre, en lo Absoluto Sin-Principio y Sin-Final, en la desesperación de su inconsistencia y la de sus mentiras.

            Es así porque tras la muerte, cuando el mundo entero se disipa, permanece sólo el Recuerdo: yaumáidzin yatadzákkaru l-insânu wa annà láhu dz-dzikrà, ese Día el ser humano recordará -¿de qué le servirá recordar entonces?-... En ese momento de la inversión clareará la Verdad ante el ser humano, y entonces recordará (tadzákkara-yatadzákkar), pues lo que le hipnotiza habrá desaparecido con los estertores de su mundo, pero ya de nada le servirá (annà lahu) ese recuerdo (dzikrà) porque ha pasado al estado de pasividad, y ya no puede modelar su acción, no puede labrar su estancia en al-Âjira para que ésta le resulte placentera.

            El recuerdo del hombre se convierte entonces en decepción y lamento (hasra), en infierno y fuego, en dolor y tormento. El Corán lo expresa de este modo: yaqûlu yâ laitanî qáddamtu li-hayâti,  y dirá: “¡Ojalá hubiera adelantado para mi vida!”... El ser humano dirá (qâla-yaqûl) -con el lenguaje propio de ese nuevo estado- que ojalá (láita) hubiera sido consciente de la magnitud de la existencia y se hubiera preparado para la verdadera vida (hayât), poniendo por delante (qáddama-yuqáddim) lo que la convirtiera en un vergel, es decir, si hubiera realizado los actos que riegan el Jardín, y que son la orientación sincera hacia Allah, las ‘Ibâdas (las prácticas espirituales que enseña el Islam) y la generosidad y la nobleza en el comportamiento, todo lo cual constituye el Camino hacia la Rahma de Allah.

            Esto quiere decir que nuestra existencia actual no es más que un pálido reflejo de la Vida (Hayât) verdadera, un sueño previo en el que queda forjada, como sucede en la historia de Adán que precede a la humanidad y donde tienen lugar los acontecimientos modélicos que reproducimos en cada instante. Nuestra existencia actual condiciona nuestra Vida en la Verdad de al-Âjira, la Otra, la Última, la Real. El lamento del ser humano será su tortura, como lo es la decepción de quien ve pasar inútilmente oportunidades... Entonces el hombre dirá: “Si hubiera hecho,... si hubiera hecho lo otro...”, y se ha dicho: “La palabra ‘si’ es una de las puertas del tormento eterno”. Con esto se nos invita a la resolución, a dejarnos de justificaciones, para no tener que lamentar en al-Âjira nuestra desidia.

            Cada uno de nuestros lamentos anticipa lo que será la desolación en la que nos encontraremos ante Allah. Cada uno de nuestros sufrimientos refleja en lo pasajero lo que habrá de ser nuestro Destino en lo eterno, porque todo tiene profundidades abismales. La vida es el Ibtilâ, el espacio para nuestra acción, en el que vamos configurando lo eterno. Y todo está lleno de signos que sugieren al que está despierto la necesidad de afrontar el gran reto con la firmeza de los valerosos.

            En cada instante de su vida el ser humano puede entrever secretos insondables. El paso de cada momento nos habla de las profundidades de la existencia y nos revela cosas sorprendentes que pasamos por alto. Del mismo modo en que cada oportunidad que desaprovechamos se convierte en nudo en nuestra garganta cuando lo que podíamos haber logrado desaparece a causa de nuestra falta de presteza, al igual sucederá, pero en dimensiones irrepresentables, tras la muerte. Ese Día (yaumáidzin) el nudo en la garganta del ser humano tendrá un carácter infinito: fa-yaumáidzin lâ yu‘ádzdzibu ‘adzâbahû: áhadun wa lâ yûziqu wazâqahû: áhad, ese Día nadie atormentará con un dolor como el Suyo, ni atará con con sus nudos nadie como Él... El padecimiento en Manos de Allah no tiene homólogo. Nadie ni nada atormentará (‘ádzdzaba-yu‘ádzdzib) como Él: nada ni nadie hace sufrir como Allah. No existe sufrimiento (‘adzâb) como el que puede producir la Inmensidad de Allah. Ni nada se asemeja al modo en que Allah ata (áuzaqa-yûziq), sujetándonos a su eternidad. El nudo (wazâq) de nuestro Dueño no puede ser deshecho. Porque Él es el Áhad, el Uno-Único, y como Él no hay otro Áhad (que en negación significa Nadie): nada ni nadie hay frente a Él, nada ni nadie se le opone, ni hay nadie ni nada que se le resista. Está el Áhad, el Uno-Único, y el Lâ-Áhad, Nada-Nadie, por lo que la fuerza de Allah no tiene límite, su Ira no tiene fronteras y su Nudo es indisoluble. Éste es el anuncio más terrible que pudiera ser hecho al ser humano. Quien se adentra por sus connotaciones empieza adivinar la potencia del Tawhîd (las enseñazas entorno a la Unidad que nos transmitió Rasûlullâh, s.a.s.).

            Ésa es la Verdad a la que sin darse cuenta se enfrenta el arrogante, el patético ser humano que se cobija en sus certezas, en su ego ridículo, incapaz de sumergirse en el Océano de Allah, abandonando sus miserias. El Tâgût, el demonio, el Ídolo, es decir, el hombre endiosado, queda así completamente caricaturizado y de repente se encuentra en manos de la Verdad. Entonces sabrá lo que es producir dolor: a semejanza de la crueldad con la que se relacionó con el mundo, Allah mirará hacia Él con Ira, y su tiranía quedará en nada ante la Soberbia del Uno-Único, y será quemado y atado en el Infinito.

            Eso es lo que aguarda al incapaz de arrojarse al Océano de Allah, al que vive en la rebeldía (ma‘sía) en la que el hombre busca endiosarse a base de quimeras y falseamientos. Se trata del que está revuelto en sí mismo, el que existe en medio del fuego de su ego, sin ver nada más, sin aspirar a nada más: es reducido a lo que es, pero en las dimensiones absolutas a las que nos arroja la muerte.

            Quien, por el contrario, se desata de sí mismo, el que se sumerge en la confianza en Allah, el que nada en el mar de exuberancia, el que se pacifica y abandona el conflicto, el que se enamora del Ser, ése se sitúa en el polo opuesto, en el de la Rahma de Allah y se expone a las brisas que llegan de lo profundo de la existencia: yâ: áyyatuhâ n-náfsu l-mutmaínnatu rÿi‘î: ilâ rábbiki râdiatan márdiatan fadjulî fî ‘ibâdî wadjulî ÿánnatî, ¡oh, vida calmada, vuelve a tu Señor complacida y complaciente! ¡Entra con mis siervos! ¡Entra en Mi Jardín!...

            Éstas últimas palabras de la sûra son una llamada que Allah hace al an-náfs al-mutmaínna, la vida que está en calma, el ‘yo’ en paz, el individuo que se ha reconciliado con la Verdad. Allah convoca a los suyos, a los ‘singulares’, a los ‘pocos’ que han salido de la masa de los destinados al Fuego. Por muchos que sean en realidad, son ‘escasos’ porque son valiosos. El tono de las palabras cambia aquí radicalmente, y hasta la pronunciación de los sonidos se suaviza y se relaja. Son como brisas que vienen de un Jardín, y en la expresión hay ternura, espiritualidad y elogio.

            Frente a la ma‘sía, la rebeldía del común, la dificultad y el torbellino de fuego en el que existe la gente, los hay que han alcanzado la Sakîna, la calma, la paz, la serenidad, que es vivir en Allah, sin miedos, sin ídolos, sin guerra: yâ: ayyatuhâ n-náfsu l-mutmaínna, ¡oh, vida calmada...!

            El Nafs es el ‘yo’ del hombre, su complejidad, su hervor interior, es su vida que en algunos casos alcanza el estado de Sakîna porque el ego puede ser domeñado por la voluntad, doblegado por la inspiración y vencido por el corazón. Y entonces se relaja, ve en Allah la Fuente de todo, de su fortuna y de su infortunio, y se entrega sin reparos a su destino, calmado en la sucesión de los estados, despierto a las sugerencias, recogiendo saberes que lo comunican con su Señor. Entonces el ‘yo’ se hace mutmaínn, tranquilo.

            Es el ‘yo’ que acepta a Allah y es aceptado por Allah, que lo integra en su Inmensidad. Y Allah ordena a esa ‘vida’: írÿi‘î ilâ rábbik, ¡vuelve a tu Señor!... regresa (ráÿa‘a-yárÿi‘, regresar, volver, retornar) junto a la Verdad que te ha configurado, y que es la Rahma, la Misericordia de Allah, pues para esa ‘vida’ la muerte es la vuelta de un exilio,... diatan mardía, complaciente y complacida: has complacido (dî) a Allah y eres complacida (mardí) por Él, fádjulî fî ‘ibâdî, ¡entra con mis siervos!... entra (dájala-yadjul, entrar) con los míos, con los que me han reconocido como su Señor (‘ibâd, plural de ‘abd, servidor de Allah, reconocedor de su Señoría), wádjulî ÿannatî, ¡y entra en mi Jardín!, entra en el espacio de mi amabilidad, en mi Jardín (ÿanna) eterno...

 

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