CAPÍTULO 89: EL AMANECER

SÛRAT AL-FAYR

revelada en Meca, 30 versículos  

 

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15. fa-ammâ l-insânu idzâ mâ btalâhu rabbuhû fa-akramahû wa na‘‘amahû

En cuanto al ser humano, cuando su Señor lo prueba y lo honra y lo colma de favores,

fa-yaqûlu rábbia ákraman*

dice: “¡Mi Señor me ha honrado!”.

16. wa ammâ: idzâ mâ btalâhu fa-qádara ‘aláihi riçquhû

En cambio, cuando lo prueba y restringe su sustento,

fa-yaqûlu rábia ahânanî

dice: “¡Mi Señor me ha despreciado!”.

17. kallâ* bal lâ tukrimûna l-yatîma

¡Pero no! No honráis al huérfano,

18. wa lâ tahuddûna ‘alà ta‘âmi l-miskîni

ni animáis a alimentar al pobre,

19. wa tâkulûna t-turâza áklan lámman

devoráis vorazmente la herencia,

20. wa tuhibbûna l-mâla húbban ÿámman

y amáis la riqueza con un amor desmedido.

 

             Ciertamente, tu Señor está al acecho, está en el Mirsâd, en un observatorio dentro de cada realidad, viendo lo que se gesta en cada ser, abarcando desde esa interioridad la existencia entera. Todo es tenido en cuenta por Allah porque todo está a su alcance, y Él vigila, y gobierna el universo, lo guía y retribuye de acuerdo a su saber infinito y según una Balanza precisa (Miçân) en la que no pesan las apariencias sino que mide las esencias, lo que es en realidad cada cosa.

            El origen de la falta de apreciación del ser humano está en que carece de esa Balanza, y juzga por las apariencias superficiales. Es entonces cuando se equivoca dejándose guiar por su carencia de la perspectiva adecuada. Para corregir esa mengua hay que atender a lo que nos enseña el Corán. De acuerdo al Corán, nuestras vidas son momentos de ibtilâ, de puesta a prueba del ser humano, de exigencias que se le hacen. El mundo es Casa de la Acción del hombre (dâr al-‘ámal): todo lo que nos sucede y nuestras respuestas y reacciones aguardan su fruto que sólo madura con la muerte, cuando cesa nuestra actividad y se pone punto y final al Ibtilâ. El ÿaçâ, la retribución, tiene lugar entonces, no ahora. La fortuna (sa‘âda) o el infortunio (shaqâ) verdaderos del ser humano dependerán de lo que Allah decida en ese momento en el seno de su atemporalidad. Existimos en una fragua.

            Nuestra existencia actual se desenvuelve en la Casa de la Acción (dâr al-‘ámal) y su verdadera consecuencia está después de la muerte en la Casa de la Retribución (dâr al-ÿaçâ). Mientras vivimos, actuamos; cuando morimos, recibimos de lo Infinito de Allah. Nuestras experiencias actuales son puestas a prueba (ibtilâ) que esperan la reacción del hombre, y a esas reacciones a su vez reaccionará Allah cuando estemos muertos en Sus Manos.

            Sin embargo, el ser humano, que carece de esta perspectiva, lo cifra todo en el devenir. Si es aparentemente afortunado se considera favorecido y que está en la cúspide, piensa que el éxito es suyo, se hace arrogante, y se sumerge en la ignorancia. Si es azotado por las calamidades, se hunde en la frustración, no sabiendo que lo importante son sus reacciones ante esa sucesión de estados, unas reacciones que lo van marcando ante Allah y van forjando su Destino en al-Ájira, el universo absoluto de Allah al que se llega con la muerte. Es al-Ájira la que se convierte en Casa de la Felicidad (dâr as-sa‘âda) o en Casa del Infortunio (dâr ash-shaqâ) del ser humano.

            Allah tiene su propia Balanza (Mîçân), cuenta con su propia perspectiva y hace su propia valoración, y nos habla desde su Infinito: fa-ammâ l-insânu idzâ mâ btalâhu rabbuhû fa-akramahû wa na‘‘amahû fa-yaqûlu rábbia ákraman, en cuanto al ser humano, cuando su Señor lo prueba y lo honra y lo colma de favores, dice: “¡Mi Señor me ha honrado!”. Éste es el error que convierte al hombre en opresor. Se trata de aquél al que le sonríe la vida, y no sabe que esa sonrisa es ibtilâ, una prueba a la que es sometido. El que ignora a Allah, el kâfir, se hace entonces déspota y se endiosa, mientras que el que intuye y sabe de Allah, el mûmin, se convierte en una persona agradecida. Un mismo hecho motiva dos reacciones diferentes: el imperio fatal del ego o la humildad en el que se sabe en Manos de su Señor (su Rabb, el motor de su realidad).

            Allah prueba (ibtalà-yabtalî) al ser humano (insân) y lo enriquece y se lo facilita todo, hace cómoda su existencia, lo honra (ákrama-yúkrim) y lo colma de favores (ná‘‘ama-yuná‘‘im), pero el que es confundido por ese beneficio considera (qâla-yaqûl, decir) que su Señor lo ha enaltecido (ákrama-yúkrim), que ha sido puesto por encima de los demás, que sus méritos lo hacen gozar de una consideración especial ante su Señor, es decir, ante la Vida. Este error del que ignora que la existencia es ibtilâ, puesta a prueba que espera su respuesta, es lo que lo encierra en sí mismo, lo que lo hace ser egoísta y vil, y lo transforma en un déspota ávido y arbitrario. Es el desenfoque de los que viven en la prosperidad.

            Por el contrario, el que es apesadumbrado por Allah se desprecia a sí mismo, se considera inferior y desatendido por la vida, y es lo que lo convierte en oprimido y víctima fácil del opresor: wa ammâ: idzâ mâ btalâhu fa-qádara ‘aláihi riçquhû fa-yaqûlu rábia ahânanî, en cambio, cuando lo prueba y restringe su sustento, dice: “¡Mi Señor me ha despreciado!”. Es decir, quien es objeto de una restricción, aquél cuyo sustento (riçq, lo que mantiene y favorece la vida) es dificultado por Allah (que se lo suministra con escasez, qádara-yáqdir), inmediatamente cree que la vida -el Destino, su Señor, la Verdad- lo desprecia (ahâna-yuhîn), y se envilece sintiéndose desgraciado y teniéndose por inferior. Ésta es la respuesta del kâfir ante el infortunio, mientras que la reacción del mûmin es la paciencia y la perseverancia, pues sabe que los avatares vienen de Allah -de la Verdad profunda que late en los acontecimientos y conjuga lo inmedible- para hacer aflorar lo que haya en el hombre.

            La riqueza y la pobreza, la opulencia y la estrechez, la alegría y la tristeza, la expansión de ánimo y la opresión de espíritu, todos los opuestos (el Bast y el Qabd), en esta vida, son circunstancias, y no verdades. La vanagloria y la desesperación son los síntomas de que quien reacciona de esos modos está absolutamente confundido. Su mundo es el de las apariencias efímeras, ha puesto en ellas sus esperanzas, sus miedos y sus afanes, concediéndoles un rango del que carecen, y está condenado a la frustración cuando la muerte le demuestre con su fuerza aniquiladora que sus sueños carecían de fundamento y sus dioses eran ídolos inconsistentes.

            En la sucesión de los opuestos no ha hecho más que verse a sí como centro, no aprendiendo de lo que sugiere la capacidad que tiene Allah de afectarnos en lo más íntimo. No es más que una criatura objeto de la fortuna o el infortunio, sin ver nada más allá de sí misma. En el Bast, en el Favor de Allah con el que expansiona al ser humano hay signos de la Belleza de Allah, de su Rahma-Misericordia, y en el Qabd, el aprieto al que somete a los corazones, hay signos de su Poder Violento, de su Majestad que impone respeto y temor. El mûmin aprende de esto y se orienta hacia su señor, hacia la Incógnita Inmensa que es a la vez Bella y Majestuosa, Amante del ser humano y Aniquiladora, respondiendo a sus desafíos con la gratitud y la paciencia de modo que al final de su viaje vital se encuentra con una Verdad satisfecha con él porque la ha reconocido, la ha aceptado y ha accedido a Ella.

            La amplitud de riquezas no es signo de un favor especial ni la escasez es prueba de desprecio hacia la condición humana. Esto lo sabe el mûmin, el que presiente las dimensiones de la Verdad. El mûmin no valora con esas medidas sino que es regido por otra magnitud de la existencia, por Allah, Señor de los Mundos, Rector de todas las cosas, Infinito latente en cada instante. El agraciado y el desgraciado están siendo sometidos al ibtilâ: los resultados de esa fragua son arrogancia o desesperación en el caso del kâfir, y gratitud y perseverancia en el caso del mûmin. La arrogancia y la desesperación encuentran el castigo de Allah, es decir, la frustración; por su lado la gratitud y la perseverancia encuentran la recompensa de Allah, es decir, la satisfacción en lo Infinito Verdadero.

            Los dos versículos anteriores explican las referencias a pueblos antiguos, compuestos de opresores y oprimidos, es decir, de kuffâr. Sus sueños, sus ilusiones y sus desesperaciones fueron ahogadas con la muerte, que demostró lo ilusorio de sus valoraciones. La falta del horizonte del Îmân -la apertura hacia Allah- es lo que les hizo tener por Verdad lo que es evanescente, que es nuestra existencia transitoria y sus circunstancias pasajeras. Basaron sus juicios en ese espejismo, endiosaron sus circunstancias y el tiempo y la muerte les demostraron su error, y todo su mundo se vino abajo arrojándolos al vacío de la frustración y el dolor. Dieron todo el valor a la riqueza, la prosperidad y la fortuna, clasificaron a las gentes en función de sus posesiones, pero al morir lo dejaron todo atrás: la arrogancia de los tiranos se convirtió en Fuego que se volvió contra ellos y la desesperación de los oprimidos se convirtió en desolación eterna.

            Nada en esta vida es ÿaçâ, retribución, sino ibtilâ, puesta a prueba, estímulo a una reacción que determina el destino del hombre en lo infinito de Allah. La riqueza o la pobreza, la fortuna o el infortunio, la suerte o la desgracia, todo lo que nos sucede ahora no es lo que merecemos. Lo que nos corresponde verdaderamente lo encontraremos junto a Allah tras la muerte, en la Casa de la Retribución por nuestros actos y reacciones en esta Casa de la Acción. Por ello, ante los comentarios de los kuffâr citados en los versículos anteriores el Corán responde con violencia: kallâ, ¡pero no!... Ésta es un interjección poderosa en la que hay reproche y desaprobación. Las elucubraciones del kâfir son erróneas: se han equivocado del todo y la riqueza, el poder, la notoriedad,... no son signos de favor; son signos de  inferioridad la pobreza, la debilidad, el anonimato,.... Todo ello es ibtilâ: cada hombre es puesto a prueba e invitado por la vida a reaccionar, a mostrar lo que lleva dentro, a desatar su universo.

            Lo importante, por tanto, no son nuestras circunstancias sino nuestras reacciones. Es el ser humano arrogante el que hace insufrible la vida: bal lâ tukrimûna l-yatîm, no honráis al huérfano,... los hombres, encerrados en sí mismos, aislados en sus miedos, centros de su existencia, se hacen desatentos, y no honran (ákrama-yúkrim) al huérfano (yatîm), es decir, el desprotegido. Sólo les preocupa su fortuna o su desgracia, y son superiores o inferiores en función de ella, y no reflexión en lo que Allah les exige, que es trascender sus circunstancias y ser siempre acogedores.

            La desatención hacia los indefensos va seguida de la mención de la insolidaridad que aparta al común de las gentes de los necesitados: wa lâ tahuddûna ‘alà ta‘âmi l-miskîn, ni animáis a alimentar al pobre,... los hombres tan siquiera se preocupan en animar (hadda-yahudd) a dar alimento (ta‘âm) al pobre (miskîn): la palabra miskîn designa al necesitado que no demanda nada bien, por resignación o por dignidad.

            Por último, la desatención de los desprotegidos y la insolidaridad van acompañadas por la voracidad: wa tâkulûna t-turâza áklan lámman wa tuhibbûna l-mâla húbban ÿámma, devoráis vorazmente la herencia, y amáis la riqueza con un amor desmedido... El hombre, centro de su existencia, se convierte en un monstruo que devora (ákala-yâkul) cuanto recibe (el turâz, la herencia) a dentelladas ansiosas (áklan lámman), y ama (ahabba-yuhibb) los bienes y las riquezas (el mâl) con un amor desmedido (húbban ÿámman). Aquí están los orígenes de toda insolidaridad, saqueo y usura. Y estas inclinaciones están en todo, en los opresores y en los oprimidos, conjugándose la realización y el deseo, e impidiendo que el corazón pueda manifestarse.

            El Corán (al-Qur’ân al-Karîm, la Lectura Noble y Generosa) invita a la humanidad a alzarse por encima de las circunstancias, a desapegarse de la ruindad y de la constante creencia en nuestra centralidad. Cada uno de nosotros está demasiado atento a su suerte o a su desgracia, demasiado pendiente de sus alegrías y de sus penas, demasiado obsesionado con sus éxitos y con sus fracasos, demasiado preso de sí. Allah nos invita a una nobleza y a una generosidad que nos obliguen a trascender el egoísmo y la referencia exclusiva a nosotros mismos. Sólo quien es capaz de dar ese paso se dirige hacia Allah, hacia lo Absoluto, verdadero eje de la existencia y Trono sobre el que está asentado el Libre. Mientras nuestro horizonte sea el de nuestra fortuna o nuestro infortunio estaremos en la ignorancia de lo que es la Inmensidad. Por ello el Corán nos dice que nuestras circunstancias son irrelevantes, que lo importante es cómo acojamos al huérfano y al necesitado, es decir, lo trascendente es nuestra intención (niyya), aquello con lo que nos proponemos superar la mediocridad del Nafs, el ego, venciendo al tirano.

            En Meca, los musulmanes se enfrentaron al despotismo de los idólatras, pero sólo lograron vencerlo cuando crearon entre ellos lazos de solidaridad que los hizo independientes, cuando establecieron una Comunidad en la que quedaba abolido el sometimiento de unos a otros, para que el ser humano pudiera afrentar el reto del Islam: la conquista del verdadero califato, la auténtica soberanía.

 

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