CAPÍTULO 2: LA VACA

SÛRAT AL-BÁQARA

Revelada en Medina, 286 versículos

 

ÍNDICE

 

 

  (Versículos 21 al 24)  

 

21. yâ: ayyuhâ n-nâsu ‘budû rábbakumu l-ladzî jálaqakum

¡Oh, gentes! Reconoced a vuestro Señor que os ha creado a vosotros

wa l-ladzîna min qáblikum

y a los que os han precedido

lá‘allakum tattaqûn*

-tal vez así os preservéis-,

22. al-ladzî ÿá‘ala lákumu l-árda firâshan wa s-samâ:a binâ:an

el que ha hecho para vosotros de la tierra un lecho y del cielo un edificio,

wa ánçala min as-samâ:i mâ:an

y ha hecho descender del cielo agua

fa-ájraÿa bihî min az-zamarâti ríçqan lákum*

y con ella ha sacado frutos que son provisión para vosotros.

fa-lâ taÿ‘alû lil-lâhi andâdan wa ántum ta‘lamûn*

No pongáis para Allah iguales, siendo así que sabéis.

23. wa in kúntum fî ráibin mimmâ naççalnâ ‘alà ‘abdinâ

Si estáis en duda respecto a lo que hemos revelado a nuestro siervo,

fâtû bi-sûratin min mízlih*

traed una sûra semejante (a ésta)

wa d‘û shuhadâ:akum min dûni llâhi

y llamad a vuestros testigos a parte de Allah,

in kúntum sâdiqîn*

si es que sois sinceros

24. fa-in lam taf‘alû wa lan taf‘alû

Si no lo hacéis, y no lo haréis,

fattaqû n-nâra l-latî waqûduhâ n-nâsu wa l-hiÿâra*

resguardáos del Fuego cuyo combustible son las gentes y las piedras:

ú‘iddat lil-kâfirîn*

ha sido preparado para los kâfirîn.

 

         Tras la descripción de los tres modelos de reacción ante la presencia de lo trascendente, el Corán adopta un estilo más directo y dirige una llamada (da‘wa) a la humanidad entera, a todas las gentes, que contiene una orden que incumbe a todos: que se adhieran al primero de los grupos mencionados, el de los mûminîn-muttaqîn, que elijan para sí esa rectitud y pureza interiores manifiestas en una acción provechosa tanto para el individuo como para los que le rodean, y ésa es una elección en la que se sentirán bien guiados, con un oriente que es el triunfo último y la conquista de la Rahma de Allah.

         Esa llamada (da‘wa) comienza con un vocativo introductorio que anuncia a quien va dirigida: yâ: ayyuhâ n-nâs, ¡oh, gentes!, es decir, es una convocatoria que incluye a todos los seres humanos (nâs). Todos ellos son llamados para que ejecuten una orden que les llega de lo más profundo de la existencia: u‘budû rábbakumu l-ladzî jálaqakum, reconoced a vuestro Señor que os ha creado a vosotros, reconoced como vuestro único señor (‘ábada-yáb‘bud, reconocer activamente como señor) al Señor (Rabb) que os ha creado (jálaqa-yájluq, crear) a vosotros wa l-ladzîna min qáblikum, y a los que os han precedido. Es una llamada a que se reconozca la sujeción (‘ubûdía) de todas las criaturas, presentes y pasadas, a un Señorío (rubûbía), único real, el de Allah Creador y Actual en cada ser, cuyos pasos rige con su Poder Determinante (Qudra). Él es su Señor, Único Presente en el acto con el fueron creados (jalq, acto de crear), el Creador Singular (Jâliq, Creador), Señor Actual en cada criatura y Destino al que se dirige, lo que obliga a que sólo Él sea reconocido como verdadero Dueño (‘Ibâda, reconocimiento activo del Señorío de Allah y de la sujeción de la criatura a esa Verdad que lo rige desde sus interioridades más profundas, desde su Gáib).

         La ‘Ibâda, el reconocimiento activo de ese Señorío que impera en todas las cosas es la puerta de acceso al grupo de los muflihîn, los triunfadores, los conquistadores de la Rahma: la‘allakum tattaqûn, -tal vez así os preservéis-, quizás así os asoméis al universo de la Taqwà, el sobrecogimiento ante Allah, y descubráis la gravedad del misterio (el Gáib) que sostiene la existencia y encamina sus pasos. Taqwà es temor y protección, ambos en un sólo término: el verbo ittaqà-yattaqî es temer con reverencia, de tal modo que ese temor engendra una actitud que salvaguarda al ser humano de los peligros de ese universo infinitamente más grande del que perciben los sentidos: tal vez así os preservéis, tal vez así -con vuestra ‘Ibâda, con el reconocimiento activo de vuestra ‘Ubûdía, vuestra sujeción radical y en esencia a Allah, vuestro Creador y Señor Presente- paséis a formar parte del grupo de los muttaqîn, los revestidos por la Taqwà.

         Los muttaqîn son los ‘âbidîn (plural de ‘âbid), los que practican ‘Ibâda, los que no dejan de reconocer sobre ellos el Señorío (la Rubûbía de Allah), y son los ‘ibâd (plural de ‘abd), los que, al someterse a la disciplina de la ‘Ibâda, descubren con ella finalmente su sujeción esencial a Allah (su ‘Ubûdía). Allah tiene la Rubûbía y las criaturas viven en la ‘Ubûdía, en la supeditación al Poder Creador. Todas las criaturas están sujetas a esa dependencia que es la raíz misma de su ser, pero sólo algunas, los muttaqîn, la viven conscientemente, y eso es lo que las abre al universo de Allah.

         El pasaje continúa hablando de a Allah como Señor, como realizador de todas las cosas, describiendo el modo en que ejerce su poder y señorío: al-ladzî ÿá‘ala lákumu l-árda firâshan, el que ha hecho para vosotros de la tierra un lecho. Es ésta una expresión que subraya el desahogo de la vida del ser humano sobre la tierra (ard): Allah es quien la ha hecho (ÿá‘ala-yáÿ‘al, hacer, poner, colocar) disponiéndola de tal modo como si fuera un lecho (firâsh), es decir, un lugar cómodo y confortable, preparado para acoger la vida y darle reposo, bien predispuesto hacia los seres humanos. Todo en la tierra ha sido colocado para hacer de ella un lugar habitable, confortable como un cobijo semejante a un lecho. La gente olvida por la rutina este lecho que Allah ha acondicionado para ellos, y también sus problemas los apartan de una contemplación justa. Olvidan la conjunción maravillosa de los diversos factores que posibilitan y facilitan la existencia, y además les ofrecen belleza y reposo. Si no fuera por esa sorprendente conjunción jamás hubiera sido posible la vida sobre este planeta, y si no fuera perfecta esa conjunción la vida hubiera sido penosa: si faltara tan sólo alguno de esos elementos o estuvieran mal dispuesto, la gente que olvida la sabiduría creadora no estaría o no disfrutaría de las ventajas de su existencia actual, si un sólo elemento de los que componen el aire desapareciera las criaturas respirarían con dificultad si vivir les fuera aún permitido o morirían irremisiblemente. Todo ha sido armonizado para crear un ambiente propicio en el que pudiera desarrollarse nuestro ser. El Corán fue proclamado en el desierto donde las condiciones son duras, pero a pesar de ello, o tal vez más por ello, el nómada de vida austera estaba dotado de sensibilidad para captar el sorprendente regalo de la vida y cómo ésta se abre paso entre las dificultades y se ofrece a las criaturas que surgen de la nada.

         Efectivamente, Allah ha hecho de la tierra algo semejante a un lecho wa s-samâ:a binâ:an,  y del cielo un edificio, que tiene la solidez de un edificio (binâ). El cielo (samâ) tiene una relación estrecha con la vida sobre la tierra (ard), formando ambos un conjunto que es como una casa de la que el cielo fuera el techo o la cúpula que lo corona, vigila y protege. El cielo, con sus estrellas, su luz, su calor,... propicia la vida sobre la tierra. No es de extrañar que sea mencionado en la exposición del Poder que rige la existencia y de la Sabiduría que la gobierna.

         Realmente, la conjunción armoniosa del cielo y de la tierra y su perfecta armonía es lo que hace surgir la vida, y Allah -Ordenador de todas las cosas- es la Voluntad trascendente y el Poder absoluto que desean y establecen que eso sea así: wa ánçala min as-samâ:i mâ:an fa-ájraÿa bihî min az-zamarâti ríçqan lákum, y ha hecho descender del cielo agua y con ella ha sacado frutos que son provisión para vosotros. La lluvia es el símbolo de esa estrecha relación entre el cielo y la tierra. Allah hace descender (ánçala-yúnçil, hacer bajar) el agua () del cielo, y cuando el líquido se mezcla con la tierra, de ella surge la vida. Allah hace salir (ájraÿa-yújriÿ, hacer salir, extraer) de ella frutos (zamarât, plural de zámara, fruto) que son sustento (riçq) con que provee a las criaturas y puedan mantener su existencia, una existencia que ha surgido de un proceso semejante del mismo modo que también la vida del espíritu viene de algo homólogo: la revelación vivificante desciende del Gáib para mezclarse con el cuerpo y dar como fruto la acción del sabio.

         El descenso del agua del cielo y la fructificación de la tierra como resultado es un tema al que el Corán vuelve con frecuencia cuando quiere subrayar el Poder de Allah y su Señorío como fuentes de vida, de bien y abundancia. El agua es un elemento primario en la constitución de los seres vivos y el origen mismo y fuente de la vida sobre la tierra. Allah dice más adelante en el Corán. “A partir del agua hemos hecho todo lo vivo”, y el agua es también metáfora de sabiduría y revelación que dan vida a la inteligencia y al corazón. La relación del agua con la vida es estrecha, ya sea porque hace germinar las semillas, bien sea porque forma pozos, charcas, lagos y ríos que proporcionan agua potable para calmar la sed, o mares que son ricos en recursos, o bien porque se evapore reciclándose y recomience el ciclo continuándose y renovándose sin cesar la vida.

         La historia del agua en la tierra, su papel en la vida de los seres humanos, la relación con ella de toda forma viviente,... todo esto no admite discusión, y basta aludir al tema, como hace el Corán, para despertar la gratitud en los corazones que intuyen debajo de todas las manifestaciones de la vida un Secreto inefable. La mención de la tierra, el cielo, el agua, los frutos, es un estímulo suficiente en la invitación que el Corán dirige a la humanidad para que redescubra el Secreto latente en todo.

         En la presente convocatoria subyacen dos de los grandes principios de la cosmovisión del Islam. Por un lado, la unidad indivisible del Creador “que os ha creado a vosotros y a quienes os han precedido”, y por otro lado la unidad indivisible que conforma el universo creado que lo hace armonioso y solidario en sus partes, configurando un todo sólido que revela la Unicidad Superior que la sostiene, la de Allah Señor delos mundos: “ha hecho de la tierra un lecho y del cielo un edificio, y hace descender de él agua y con ella extrae frutos de la tierra”. Ese equilibrio e interrelación de todo es manifestación del Uno-Único. El argumento en favor del Tawhîd, del Unitarismo, está en la evidencia de cuanto existe, por tanto fa-lâ taÿ‘alû lil-lâhi andâdan wa ántum ta‘lamûn, no pongáis para Allah iguales, siendo así que sabéis. No pongáis (ÿá‘ala-yáÿ‘al, poner, colocar, hacer, inventar) nada al lado de Allah porque nada le es equiparable, no inventéis dioses (andâd, literalmente, iguales, semejantes, plural de nidd), no reduzcáis vuestro Señor Verdadero a conceptos manipulables, no lo pongáis a vuestro nivel, no busquéis semejanzas al Uno-Único, porque en vuestras profundidades, en lo más íntimo de vuestra naturaleza primordial, sabéis (‘álima-yá‘lam, saber) directamente de Allah, del mismo modo en que con vuestras inteligencias sabéis que Él os ha creado, que ha hecho de la tierra un lecho para vosotros, y del cielo un cobijo, y que Él es la razón que hace descender agua del cielo, sabéis que Él es el Uno-Único, y no tiene semejante que se le pueda asociar, ni necesita de ninguna ayuda, y que no hay oposición posible a lo que Él quiera. Así, pues, no le asocies nada, no le busquéis iguales, no inventéis dioses. Ésta es la orden del Corán con la que sella el tema de su llamada dirigida a todos los seres humanos.

         Los Andâd, los Iguales a Allah que el Corán denuncia y libera de ellos la ‘Aqîda de los musulmanes, no sólo son los dioses que adoran los idólatras (los mushrikîn árabes) de modo grosero e infantil. En el Islam se considera Andâd todo aquello en lo que el ser humano deposite su confianza y crea en su eficacia, todo aquello que tema de cualquier modo, todo aquello que piense que tiene poder en sí independientemente de Allah. Para un musulmán, sólo Allah es referencia. Todo lo demás está al mismo nivel existencial, nada es superior a nada. El beneficio y el daño que afecten a un ser humano proceden de una Única Fuente, y las imágenes inmediatas están supeditadas a esa Voluntad Original que está gobernada por la Sabiduría. Hacer de cualquiera de las apariencias algo autónomo de su Origen Único es otorgarle el carácter de un Igual (Nidd), hacerlo un dios.

         Existe, pues, una idolatría sutil de la que es difícil librarse. La idolatría grosera fue erradicada entre los musulmanes, pero la que se oculta tras las esperanzas y los temores es más delicada de eliminar. Ibn ‘Abbâs dijo: “Los Andâd son una forma de idolatría más sutil que el rumor de hormigas sobre una roca negra una noche oscura. Es como cuando dices: ‘Sea tal cosa por mi vida,... o por tu vida’, o cuando dices: ‘Si no hubiese sido por los perros habrían entrado anoche los ladrones’. O cuando dices: ‘Sea lo que tu quieras’, incluso cuando dices. ‘Es lo que Allah quiere que sea y lo que quería fulano’. Todo esto es Shirk, idolatría”. Según otro hadiz un hombre dijo a Rasûlullâh (s.a.s.): “Sea lo que Allah y tú queráis”, y el Nabí (s.a.s.) se lo reprochó respondiéndole: “¿Es que haces de mí un Igual a Allah?”.

         Este era el entendimiento común entre las primeras generaciones de musulmanes respecto al tema de la idolatría sutil, de la que huían con la misma intensidad que lo hacían de la idolatría formal. El único Señor era para ellos Allah. Habría que ver dónde estamos nosotros en comparación a esa sensibilidad y dónde estamos en relación a la idea que tenían de la Unidad Absoluta.

         Allah es presentado por el Corán como incuestionable. Su Verdad está demasiado presente como para que pueda caber alguna duda. Él está manifiesto en el Poder Creador, en la Potencia Vivificante, en la Realidad, y la existencia del mundo lo testimonia con su simple ser y estar, con su presencia ante los ojos y en la naturaleza de cada hombre. La contundencia de la presencia de cuanto existe es el argumento supremo, la prueba irrebatible. Y por su integración en esa misma existencia, el ser humano sabe desde sí mismo todo lo que necesita conocer acerca de Allah y para rendírsele. No se trata de convencerse de la existencia de Allah sino de vivir la intensidad creadora que conforma cada instante de cualquier criatura. Abrirse a esa fuerza es el Îmân, la apertura hacia el mundo misterioso de las raíces y de lo auténtico.

         Ahora bien, la sinceridad de Muhammad sí era cuestionada. El Corán podía ser una invención. Sobre todo los judíos (yahûd) atacaron al Islam por ese lado, y los hipócritas (munâfiqîn) se hicieron eco de esas acusaciones. También antes los idólatras de Meca (los mushrikîn) desmintieron al Profeta (s.a.s.) y lo declararon farsante. Aquí el Corán los desafía a todos en el contexto de la invitación que dirige a la humanidad entera: wa in kúntum fî ráibin mimmâ naççalnâ ‘alà ‘abdinâ fâtû bi-sûratin min mízlih, si estáis en duda respecto a lo que hemos revelado a nuestro siervo, traed una sûra semejante (a ésta).

         El desafío comienza con un detalle que llama la atención: wa in kúntum fî ráibin mimmâ naççalnâ ‘alà ‘abdinâ, si estáis en duda respecto a lo que hemos revelado a nuestro siervo..., es decir, si tenéis alguna duda (ráib) sobre la autenticidad de la revelación que hemos hecho descender (náççala-yunáççil, hacer descender, revelar, como ánçala-yúnçil) sobre nuestro siervo (‘abd)... El detalle en cuestión es la calificación de ‘abd que se hace de Muhammad (s.a.s.). El Profeta es descrito en su calidad de siervo de Allah, es decir, alguien que se ha realizado plenamente en su sujeción absoluta a la Verdad que lo ha creado y lo rige en cada instante. Muhammad descubrió su ‘Ubûdía, la esencia de su  ser, su subordinación a Allah, y esa resulta ser su realidad, su condición más íntima, lo que le da hechura en sus propias profundidades. Y fue eso lo que desató en él la revelación, lo que lo convirtió en un transmisor leal de lo que le llegaba de lo más hondo del ser.

         Todo esto tiene significaciones variadas y complementarias. En primer lugar, se sobreentiende que esa calificación hacía honor al Profeta y era el signo de su altura, pues desvelar el secreto de la ‘Ubûdía es abrir la puerta hacia Allah, es conectar con Él en ella, es encontrar a la vez ahí la Rubûbía, el Señorío que doblega a la criatura y la hace ser y la condiciona. El rango de la ‘Ubûdía es en el hombre el más elevado porque es lo que más lo acerca a su Señor. Quien la descubre ha encontrado el punto en el que coincide con la acción vertebradora de su Señor en él mismo. Quien se conoce, quien penetra en su sujeción al Principio que lo ha creado, conoce en el mismo instante lo que es Allah. La pasividad absoluta ante Allah -que es lo que resulta de esta constatación, es decir, el Islam en su sentido de rendición absoluta a Allah- es lo que habilitó al Profeta para recibir de Él la revelación, lo que hizo de él alguien absolutamente sincero. En segundo lugar, esa calificación subraya la importancia del esfuerzo por descubrir el nexo que nos une a Allah, que es a lo que nos invita el Corán cuando ordena a la humanidad entera el reconocimiento de Allah como su Señor Único y la renuncia a los dioses del tipo que sean. El ser humano es invitado a la ‘Ibâda, a la práctica activa de ese reconocimiento para que desemboque en el descubrimiento del fundamento que aconseja practicar esa disciplina -un fundamento que es la ‘Ubûdía, que abre las puertas de Allah-. El Profeta, modelo de plenitud, en el momento cumbre de su vida, cuando recibe las Palabras de su Señor, es llamado ‘abd, siervo, quedando así dignificado definitivamente, aludiendo al grado elevado que ha alcanzado.

         En cuanto al contenido en sí del desafío es necesario repasar lo dicho al principio de esta sûra cuando comentábamos el posible significado del enunciado del nombre de letras aisladas. Este Libro, el Corán, está forjado con las mismas letras y sonidos de los que disponen aquellos a los que va dirigido el desafío. Si dudan acerca de su origen, que traigan, hecho por sí mismos, un texto semejante al de esta sûra: fâtû bi-sûratin min mízlih, traed una sûra semejante (a ésta). Presentad (atà-yâtî, traer, aportar, presentar) una sûra como ésta, wa d‘û shuhadâ:akum min dûni llâhi in kúntum sâdiqîn, y llamad a vuestros testigos a parte de Allah, si es que sois sinceros. Es decir, si sois sinceros (sâdiqîn, plural de sâdiq, sincero) en vuestra duda, elaborad un texto como éste, y llamad (da‘â-yad‘û, llamar, convocar) a vuestros testigos (shuhadâ, plural de shahîd, testigo) que den fe del acto y del poder y fuerza semejantes al los del Corán del texto forjado por hombres, lo mismo que el Profeta pone por testigo a Allah, que da fe de su sinceridad en cada momento en los acontecimientos que iban teniendo lugar.

         Este desafío no tuvo respuesta en vida de Rasûlullâh (s.a.s.) y no lo tuvo después. Y es un desafío que sigue estando en pie. Es un argumento rotundo sobre la sinceridad (sidq) del Profeta y la autenticidad de la revelación que recibió de su Señor. Ante el Corán, como ante la vida, el hombre se siente desconcertado y reducido a la incapacidad para hacer algo parecido. Y así seguirá siendo por siempre. La inimitabilidad del Corán es la inimitabilidad de lo hecho por Allah. En él hay una fuerza creadora de una nación, y eso no se improvisa.

         Lo que el Corán acaba cuestionando no es su propia autenticidad sino la sinceridad de los que dudan o titubean ante él:  fa-in lam taf‘alû wa lan taf‘alû fattaqû n-nâra l-latî waqûduhâ n-nâsu wa l-hiÿâra, si no lo hacéis, y no lo haréis, resguardaos del Fuego cuyo combustible son las gentes y las piedras. El desafío es sorprendente y más aún la contundencia con la afirma que no obtendrá respuesta. Si la empresa de imitar el Corán hubiese sido fácil y posible no cabe duda que los árabes del tiempo del Profeta, que tanto se empeñaron en combatirlo, haciendo gala del proverbial dominio que tenían de su lengua, hubieran satisfecho esta exigencia. Ante sí tenían una magnifica oportunidad de desacreditar el Corán, pero desde el principio supieron reconocer la magia que había en él y su carácter seductor, de donde que entre las primeras acusaciones que se lanzaron contra Muhammad estaban la de que estaba loco (es decir, poseído por un genio que le dictaba discursos inimitables), que era un poeta o un brujo que seducía con la fuerza de sus palabras. Y nunca después tampoco el desafío obtuvo respuesta. Es así como la historia de los árabes dicta su juicio sobre la cuestión.

         Efectivamente, quien sabe saborear el ritmo de las palabras, quien tiene conocimiento sobre lo que es capaz de imaginar el hombre, el modo que tiene de expresarlo, su capacidad para representarse el mundo y la vida, quien tiene experiencia en diferentes ciencias en las que es especialista el ser humano,... no puede dudar ante lo que hay en el Corán. Supera con creces la capacidad para abarcar tanto, tan importante, efectivo y demoledor, resumiéndolo todo en pocas palabras capaces de transformar la realidad, como pasa en el Corán. Discutir esto ante la evidencia del Corán nace de la terquedad y la ignorancia u otro interés que se oculta por entre  los pliegues de la discusión.

         En su tiempo nadie hizo nada semejante al Corán ni ninguna generación posterior lo haría (fá‘ala-yáf‘al, hacer). Las dudas, por tanto, son signo de falta de sinceridad porque la fuerza del Corán es suficiente para convencer sobre su verdad, y no reconocerlo así es indicio de falsedad ante la revelación de Allah, ante la llamada que dirige a los seres humanos, que ven en ella que les viene de su Señor pero que rechazan con excusas infundadas para no asumir sus demandas.

         Ante las dobleces y banalidades sobre el tema, el Corán lanza una amenaza terrible: fattaqû n-nâra l-latî waqûduhâ n-nâsu wa l-hiÿâra, resguardáos del Fuego cuyo combustible son las gentes y las piedras. La frase emplea el mismo verbo que invita a la Taqwà, a sobrecogerse ante la inmensidad de Allah, ittaqà-yattaqî, temer, preservarse. Si los que discuten acerca de la autenticidad no son capaces de sobrecogerse ante su Señor que les habla a través del Corán, que se sobrecojan ante la gravedad del destino que les aguarda, y que es un Fuego (nâr) cuyo combustible (waqûd) es las gentes (nâs) como ellos y las piedras (hiÿâra), es decir, los dioses muertos que adoran. Ese Fuego terrible es el resultado en al-Âjira, en la dimensión inefable de Allah, de su falta de sinceridad. Es un Fuego que ú‘iddat lil-kâfirîn, ha sido preparado para los kâfirîn, es decir, ha sido preparado (u‘idda-yu‘add, ser preparado, voz pasiva de a‘adda-yu‘idd, preparar) por Allah para los que le rechazan (los kâfirîn), los ocultadores de lo Verdadero, aquellos que al principio de esta sûra fueron descritos como quienes tenían los corazones  y los oídos sellados por Allah y sobre sus ojos había un velo denso, que son por tanto piedras y su destino es estar con las piedras sirviendo de combustible a un Fuego por ello mismo atroz.

         El Corán anuncia