CAPÍTULO 91: EL SOL

SÛRAT ASH-SHAMS

  Revelada en Meca, 15 versículos

 

índice

 

bísmil-lâhi r-rahmâni r-rahîmi

Con el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm.

1. wa sh-shámsi wa duhâhâ

¡Por el sol y su claridad!

2. wa l-qámari idzâ talâhâ

¡Por la luna cuando le sigue!

3. wa n-nahâri idzâ ÿallâhâ

¡Por el día cuando lo muestra brillante!

4. wa l-láili idzâ yagshâhâ

¡Por la noche cuando lo vela!

5. wa s-samâ:i wa mâ banâhâ

¡Por el cielo y lo que lo ha edificado!

6. wa l-árdi wa mâ tahâhâ

¡Por la tierra y lo que la ha extendido!

7. wa náfsin wa mâ sawwâhâ

¡Por la vida y lo que la ha nivelado

8. fa-alhamahâ fuÿûrahâ wa taqwâhâ

y le ha inspirado su desviación y su rectitud!:

9. qad áflahâ man çakkâhâ

triunfa quien la purifica

10. wa qad jâba man dassâhâ*

y se frusta quien la corrompe...  

 

        Esta sûra, de ritmo marcado y homogéneo, tiene quince versículos. Empezaremos analizando los primeros diez, que conforman un juramento (qásam) en el que se nos habla de acontecimientos cósmicos que enmarcan los secretos de la naturaleza humana. En la segundo parte de la sûra se nos recordará brevemente la historia de la tribu de los Zamûd como modelo de frustración (jáiba) de las posibilidades contenidas en el hombre.

            El universo, sus energías y manifestaciones son un tema muy frecuente en el Corán. En los textos revelados en Medina hay largas y detalladas descripciones mientras que en los revelados en Meca aparecen de modo indirecto bajo la forma de juramentos que aportan contundencia y densidad a sus afirmaciones.

            Pocos son los capítulos enunciados en Meca que no empiezan con la rotundidad de un juramento que sitúa ante el lector la visión magnífica de algún fenómeno natural o el espectáculo de algún detalle en el que queda realzada la fuerza expresiva de la tierra, el cielo y todo lo primigenio. Algo que caracteriza al Corán es la ausencia de mitología en sus referencias al universo: se limita a situarlo ante el lector tal como es, sin distorsiones. La existencia es poderosa y sugerente en su desnudez más primaria, no teniendo necesidad de aditamentos.

            El cosmos aparece para respaldar las palabras que son dichas a continuación. Por otra parte, la aparición de la naturaleza en el Corán sirve para llamar la atención del lector sobre sus fenómenos, orientándolo hacia la observación. Pero sobre todo se sugiere una estrecha correspondencia y reciprocidad entre esos fenómenos unificados bajo el Poder Determinante de Allah y el ser humano: insistiremos sobre este aspecto. Es como si existiera un entendimiento secreto entre el cosmos (káun) y lo más personal e íntimo del ser humano (la fitra). Existe un intercambio de confidencias que se produce en lo más recóndito del ser. Los juramentos tienen una intensidad que van directamente a ese entendimiento espiritual, mientras que las descripciones de Medina se orientan a la inteligencia que deduce enseñanzas más formales y prácticas. Recordemos que el Corán en Meca era más introspectivo, al igual que el Islam era clandestino en esa primera fase de la Revelación.

            El tema central de la primera parte del juramento va a ser el sol (shams) cuya majestad domina en el cielo de los hombres: wa sh-shámsi wa duhâhâ, ¡por el sol y su claridad!... Allah jura por el sol imponente, pero en especial por el instante en que empieza a despegar por encima del horizonte al amanecer y se separa de la última penumbra, momento de esplendor de su luz al que se llama duhà, claridad de la mañana. El duhà es un tiempo vistoso del brillo que rompe las tinieblas de la oscuridad de la noche y comienza a imperar sobre el mundo, siendo promesa de calor en invierno y de luz en verano. El Profeta (s.a.s.) aprovechaba cada día esa ocasión para un instante de recogimiento y aconsejó a sus Compañeros que hicieran lo mismo.

            Después, Allah jura por la luna (qámar) que en la densidad de la noche sustituye al sol: wa l-qámari idzâ talâhâ, ¡por la luna cuando le sigue!... La luna sigue (talâ-yatlû) al sol, que continúa presente en la luz que la luna recoge de él y proyecta sobre el mundo, a semejanza del corazón humano que en medio de las tinieblas sugiere al entendimiento la grandeza de su sol, del espíritu oculto origen de su sensibilidad. La luna, en su proceso hacia el plenilunio, se parece al corazón en busca de perfección y cumbre superando diferentes fases. El sol delega su luz en la luna y ésta la aprovecha para irse completando a sí misma. Para los sufíes, el sol es el h, el espíritu que late en cada criatura -invisible y disimulada presencia de Allah-, y la luna es el Qalb, el corazón donde el ser humano nota a su Señor y recibe su luz.

            Después, Allah jura por el día (nahâr) que es la duración del dominio del sol: wa n-nahâri idzâ ÿallâhâ, ¡por el día cuando lo muestra brillante!... El día muestra el resplandor (ÿallà-yuÿallî, mostrar el brillo y la claridad de algo) del sol, o bien -según otros comentaristas- muestra el brillo de la tierra. La creación entera es inundada por la luz del sol, que se muestra en su grandeza y a la vez hace que las cosas, antes sumidas en la oscuridad nocturna, aparezcan en medio de la luz. Es fácil intuir la referencia al acto creador de Allah, que se muestra a Sí Mismo (su Poder, su Ciencia, su Voluntad) y muestra lo que había en la Nada. Este es el secreto que cada día recuerda una y otra vez al corazón del hombre haciéndole intuir la Fuerza Absoluta que está en los orígenes y en el devenir.

            Por último, en la noche (láil), todo es reintegrado en el abismo informe del que han surgido las cosas: wa l-láili idzâ yagshâhâ, ¡por la noche cuando lo vela!... La noche extiende su velo (gashiya-yagshà), oculta al sol y engulle la existencia diferenciada. El ritmo acelerado de la vida se ralentiza y de la agitación se pasa al reposo en una inmensidad que borra límites, suprime definiciones y hace evaporarse a los matices. La noche es como Allah Inmanifiesto, o la Muerte, o la Nada,... Todo regresa a esa eternidad donde se muere consumido en lo infinito.

            El sol (shams), la luna (qámar), el día (nahâr) y la noche (láil) son acontecimientos cósmicos en los que se rememora a Allah y el proceso de ascenso hasta Él. Allah es siempre el trasfondo presente en cada instante, estructurándolo y dándole existencia, vida, muerte y destino. El Corán nos orienta en una observación de la naturaleza, sus orígenes, sus fases y su fin, una observación que debe tener como órgano de percepción el corazón sutil, capaz de advertir correspondencias -el espíritu, el corazón, la vida y el regreso a Allah- que le hagan despertar a la espiritualidad en evolución constante -denotada por la existencia-, y abandonar las tribulaciones insignificantes en medio de esa grandeza.

            Pero aún continúa el juramento, y Allah nos dice: wa s-samâ:i wa mâ banâhâ, ¡por el cielo y lo que lo ha edificado!... De nuevo, el Corán dirige nuestras miradas hacia el cielo (samâ), y jura por el Poder, la Ciencia y la Voluntad que lo han construido (banà-yabnî).

            El cielo es descrito por el Corán como si fuera una cúpula, un edificio (binâ) perfecto que tiene como suelo la tierra y como techo el infinito. El universo es el hogar del ser humano, el espacio -con sus límites y sus eternidades- que lo ha acogido y en el que se desarrolla su vida y se fragua su destino. Pero la idea de construcción nos reenvía a la de un Artífice que es descrito por la perfección de su obra. Allah es nombre para la Incógnita Irreductible que está en el origen del cosmos, y de Él sólo sabemos lo que nos dice el universo. El cielo perfecto evoca la Perfección del Artífice, su Unidad, su Inefabilidad, su Paz. El cielo habla al corazón sensible de las Cualidades de Allah que lo retratan en su Majestad Absoluta, en su Grandeza Irrepresentable, en su Misterio Insondable, en su carácter trascendente, remoto, desafiante, perturbador e inaccesible,... Es la Verdad invencible, impenetrable, soberbia en su inmensidad que todo lo cerca mientras que nada la abarca, el Océano de Unidad que nos estructura y en el que nuestra existencia se despliega.

            Por otra parte está la tierra (ard), penetrada por la Presencia de la eternidad, y que nos hace rememorar la inmediatez de Allah, su cercanía a las criaturas, su amor al hombre: wa l-árdi wa mâ tahâhâ, ¡por la tierra y lo que la ha extendido!... Allah ha extendido (tahâ-yathû) la tierra, lo que quiere decir que la ha abierto y la ha habilitado para que sobre ella se expanda la vida. Si el cielo que nos da cobijo nos recuerda la Inmensidad de Allah, por su lado la tierra que nos sostiene nos sugiere su Proximidad Protectora que se hace amable. La compenetración de ambos aspectos nos da una idea del alcance de lo significado por la palabra Allah, Inabarcable en Sí, Irreductible a la comprensión del hombre, pero que acompaña y fundamenta a cada criatura y abre ante ella los caminos. El cielo invita al sobrecogimiento ante Allah y la tierra invita al enamoramiento.

            Con los resultados de la observación a la que nos convoca el Corán vamos confeccionando nuestra ‘Aqîda, nuestra apreciación de la Realidad profunda, indelimitable y cimentadora de nuestra existencia, y en la ‘Aqîda también queda resumida el modo de la peregrinación hacia la Verdad. Cada instante nos envuelve hablándonos de Allah y nos enseña quién es Él y dónde estamos nosotros.

            Entre el cielo (samâ) y la tierra (ard) respira, siente y desarrolla su existencia cada criatura concreta (Nafs), cada aliento de vida. El término Nafs es complejo. Habitualmente se traduce por alma, pero debemos huir de esa solución. Hemos preferido darle el equivalente de vida, pero también debemos matizarlo ya que no es, ni mucho menos, una interpretación que abarque todos los matices. En la palabra Nafs se combinan las ideas de existencia e identidad, es la vida que se hace consciente de sí.

            El término Nafs incluye los instintos más básicos que obligan a las criaturas a procurar subsistir, defenderse, reproducirse, satisfacer sus necesidades,... y, también, ya en el hombre, incluye aspiraciones más elevadas y características más nobles como el lenguaje, el saber, la voluntad, y sobre todo la conciencia, que -pervertidas- pueden convertir los instintos en armas destructivas: avidez, lujuria, envidia, voracidad, soberbia... En el hombre, el Nafs es desmesurado, en el sentido positivo o en el negativo, y en él hay día y noche, luz y tinieblas, en constante sucesión, complementariedad, oposición y conflicto. En definitiva, en el ser humano el Nafs es el ‘yo’, el ‘ego’, que lo ilumina a veces y otras lo apaga. En el uso coránico ocasionalmente se pone más énfasis sobre alguno de esos aspectos.

            El Corán nos dice aquí, abarcando todos los significados: wa náfsin wa mâ sawwâhâ, ¡por la vida y lo que la ha nivelado,... Allah ha creado y dado forma perfecta -nivelándola (sawwà-yusawwî)- a cada entidad viva (nafs), en concreto al ser humano, que es conciente de sí (sí mismo se dice también nafs). Nafs es lo dotado de personalidad propia, lo que es consciente de sí, la criatura protagonista de su realidad, y es, por tanto y por antonomasia, sinónimo de cada ser humano vivo, cuya agitación e inquietud interiores son el signo de la presencia en él de ese secreto en el que se mezclan el cielo y la tierra. En su raíz, nafs significa aliento, aire, hálito: es aquello que el cuerpo respira -tomándolo del Viento de Allah (el h), el Espíritu- y lo concreta y lo suma a su propia existencia material, y en esa realidad ambas dimensiones se confunden y dan origen a cada hecho diferenciado. El Nafs es lo que hace al hombre creado de barro aspirar a lo más elevado, y es una partícula del h hecha criatura definida.

            El hombre debe orientarse hacia Allah con lo que es, con todas sus contradicciones, las cuales han sido niveladas en él de modo que le sean de utilidad para alcanzar un doble fin: conquistar a su Señor y conquistar el califato. El Corán dice en otro lugar: “Enderézate en el Islam como unitario siguiendo la senda de la naturaleza que Allah ha creado en los hombres”. Esa naturaleza primigenia, que tiene el carácter telúrico de todo lo que ha emergido del imperativo creador de Allah, es a lo que se denomina en árabe fitra. Muhammad (s.a.s.) dijo: “Todo recién nacido está en estado de fitra”, y también dijo: “Allah ha dicho: ‘He creado a todos los seres humanos como musulmanes. Después vienen los demonios y les quitan el Islam’...”. ‘Demonios’ (shayâtîn) son todo lo que distorsiona lo esencial. Los demonios del hombre son sus fantasmas, que lo alejan del centro de su ser y lo dispersan entre dioses e ídolos ilusorios. Los demonios son la mentira que hace invisible ante él la Verdad Única, trasfondo de su existencia.

            En el Nafs radica la soberanía del ser humano y es la clave de su califato. Su vida, su personalidad, su carácter diferenciado, su conciencia de sí mismo, su sentido de la responsabilidad, sus sueños, son lo que hace de cada uno de los hombres un hecho singular y único, Imagen de la Unicidad y síntesis del cosmos. En el hombre, el nivel de su Nafs es lo que lo hace digno de una consideración especial, es lo que lo convierte en centro de la existencia y la Revelación lo interpela. Su Nafs es cumbre del sentido de sí que Allah ha querido. Su Nafs, a pesar de su necesario carácter conflictivo, lo hace sentirse responsable y por tanto meritorio ante Allah: aun cuando todo se mueve dentro de la Voluntad de Allah, la visión que el hombre tiene de sí es lo que determina su destino.

            Por último, es en su Nafs donde el hombre presiente a Allah y se lo propone como meta, siendo el estímulo que le hace arrancar y despegar, como el sol, hacia la Grandeza de su Señor. El Nafs, la sed interior y consciente de cada persona, es lo que despierta en ella la necesidad de una purificación que la alce, que le haga trascender los límites de su ego, y el hombre intuye entonces que esa purificación no tiene límite. Esa aspiración recibe entonces el nombre de Dîn, de Senda, es decir, de sensibilidad espiritual que orienta a cada criatura hacia lo inconmensurable y lo indecible.

            El Nafs es separación, diferenciación y autoafirmación, y corre el riesgo de alejarse de su Fuente, del h, el Espíritu del que emana. Puede convertirse en ilusión y quimera, en distanciamiento y cerrazón. A esa tendencia distorsionante es a lo que se refieren los maestros sufíes cuando hablan de los aspectos negativos del Nafs. El Nafs degenera fácilmente en egoísmo, envidia, exclusivismo y aislamiento. Ése es su mal, su perversión que lo hace destructivo y vil, mientras que su bien es su inmersión en la Inmensidad desde la conciencia de sí, agigantando su soberanía en lugar de atrofiarla: fa-alhamahâ fuÿûrahâ wa taqwâhâ, le ha inspirado su desviación y su rectitud!... Es Allah el que ha inspirado (álhama-yúlhim) a cada hombre esa doble tendencia, nivelándolas en él. El ilhâm, la inspiración, es el secreto que anida en cada ser humano que lo motiva sin que él sepa de donde le viene la orden que lo pone en movimiento. Y, así, de nuevo, el Corán nos recuerda a Allah como trasfondo que da consistencia a cada realidad.

            El versículo quiere decir que Allah ha depositado en el ser humano la semilla de una desviación (fuÿûr) o del cumplimiento de su posibilidad más noble (taqwâ). Esa doble posibilidad, la mezcla en él de cielo y tierra, la mezcla de barro y Aliento de Allah, de pesadez material e ingravidez espiritual, es la que lo hunde y la que lo endereza, la que lo hace la peor de las criaturas o la de mérito más grande, la más destructiva o la más generosa, porque sus actos van a ser regidos por el conflicto que hay en él, una permanente tensión sobre el que impera la conciencia y la responsabilidad, que son lo que Allah le ha inspirado.

            El término fuÿûr, el mal, la adulteración, resume todas las desviaciones del Nafs hacia la mediocridad, la destrucción y el aislamiento. El fuÿûr es la torpeza, la escasez de horizontes, la desidia y la estupidez que encierran al hombre en sí mismo, en el egoísmo miope que achica su mundo, en la ruindad que lo aísla. El fuÿûr, la tendencia al encogimiento y la búsqueda de una satisfacción insolidaria, está en los orígenes de la mentira, la calumnia, la cobardía, la avaricia, la soberbia, y todas las vilezas. El fâÿir, el que se ha inclinado por esa posibilidad perversa del Nafs, es el más desafortunado de los seres, porque es el más pobre espiritualmente. Es el que ha apagado la luz que Allah ha encendido en él, es el que se ha rebelado contra su Señor, es decir, contra el deseo de grandeza que lo forjó.

            Por otro lado, el término Taqwà alude a todo lo contrario, es la tendencia hacia lo más noble y elevado. Literalmente significa tener conciencia de la presencia de Allah. De esa conciencia nace una tensión, un temor a Allah, que hace que el ser humano sea precavido, despegue y se aleje de la negligencia y la apatía que hunden en el fuÿûr, se esfuerce y busque lo mejor, lo más grande, y en esa peregrinación realiza su propia posibilidad. El taqí, el que posee la cualidad de la Taqwà, es el más afortunado de los seres porque añade sabiduría y aumento a la riqueza que Allah ha depositado en él al crearlo. Es el que obedece a Allah, es decir, el que se dirige hacia lo que Allah ha querido de él, que es el califato, la plena soberanía y el dominio sobre su propia existencia, convirtiéndose en rey de su mundo.

            El fuÿûr nace de la pasividad, la desidia y la dejadez, y Taqwà es fruto del empeño, la acción y el arranque. Y ése es el peligro: es más fácil y cómodo el fuÿûr. Elevarse por encima de la gravedad y pesadez del fuÿûr -que es la primera tendencia del Nafs, la que le resulta más sencilla- exige de sensatez, intención, constancia y poder. Taqwà es un estado de alerta permanente, mientras que fuÿûr es sueño, desidia y olvido.

            Todos los juramentos anteriores eran para asegurar lo que sigue a continuación: qad áflahâ man çakkâhâ wa qad jâba man dassâhâ, triunfa quien la purifica y se frustra quien la corrompe... Es decir, quien purifica (çakkà-yuçakkî) su vida -su Nafs-, quien evita la fácil tendencia hacia el fuÿûr, el mal, la degeneración, quien pule su personalidad y la activa para que lo dirija hacia la Taqwà, que es el bien, la rectitud y el temor a Allah, quien no se niega a luchar y da lo mejor de sí, quien responde al estímulo de Allah presente en él,... ése ha triunfado (áflaha-yúflih).

            El falâh, el triunfo, el logro de la meta, es el acceso a la Rahma de Allah, a su Misericordia infinita en la que todo es satisfecho, y es la intensidad del califato, la soberanía humana en toda su grandeza. El falâh es triunfo y conquista porque va después de un combate, es lo que se logra con el esfuerzo y el empeño.

            Por el contrario, quien malogra y echa a perder (dassà-yudassî, corromper, estropear) su Nafs, entregándose a ilusiones y quimeras, quien apaga la luz que Allah ha encendido en él desviándose hacia el fuÿûr y sumiéndose en la desidia en lugar de practicar la Taqwà, el temor activo a Allah,... ése verá frustrada (jâba-yajîb, frustrarse) su existencia. La jáiba, el fracaso, la frustración, es la perdida del oriente y lo infructuoso de la vida malgastada en la banalidad, la desesperación en la ruina de la conciencia, y ésa es la victoria del Nafs separado, el Nafs que se ha distanciado definitivamente del h universalizador, que es su origen y su destino.

            Sobre la senda de Allah está el que es motivado más allá de lo que es una simple elección porque en él se ha conjugado el Querer de su Señor, y Allah -trasfondo que debe ser recordado en todo momento en el seno de la agitación vital-  le inspira y lo reconduce hacia Sí de forma absoluta, sin dejar resquicio al ego distorsionador -que es el Nafs abandonado a sí mismo-. El Du‘â, la invocación que el Profeta enseñó, traduce lo anterior y expresa el anhelo que es suscitado en el que es guiado por Allah: “Allah, inspírame el bien, purifícame. Tú eres el que mejor puede purificarme. Tú eres mi Señor y mi Dueño. ¡Allah! busco refugio en ti para no tener un corazón insensible, para que de mí no se apodere la voracidad, para no buscar un conocimiento inútil y para no pronunciar palabras que no sean escuchadas”. Era así como el Profeta (s.a.s.) se reintegraba en la Verdadera Voluntad y dejaba de existir en la ilusión de la autonomía de su ser. También decía: “¡Allah! No me abandones en manos de mí mismo ni un sólo instante”.

            En la segunda parte de la sûra se nos recuerda la historia de los Zamûd (los tamudeos). Se trata de un modelo arquetípico en el que volverá a repetirse -bajo la forma de un relato- lo enunciado en los primeros versículos. 

 

11. kádzdzabat zamûdu bi-tagwâhâ:

Los Zamûd -a causa de su arrogancia- desmintieron

12. idz ínba‘aza ashqâhâ

cuando el más desafortunado entre ellos se alzó...

13. fa-qâla láhum rasûlullâhi nâqata llâhi wa suqyâhâ

El Mensajero de Allah les había dicho: “¡Dejad a la camella de Allah, y que beba!”

14. fa-kadzdzabûhu fa-‘aqarûhâ

Le desmintieron y la desjarretaron...

fa-dámdama ‘aláihim rábbuhum bi-dzánbihim fa-sawwâhâ*

Los increpó su Señor a causa de su torpeza, y los igualó...

15. fa-lâ yajâfu ‘uqbâhâ*

¡No teme las consecuencias!  

 

            En este segundo apartado se menciona la historia de los Zamûd (los tamudeos), una tribu árabe preislámica que sirve de ejemplo para expresar las ideas señaladas en el primer párrafo de la sûra, en particular todo lo relacionado con el Nafs y las capacidades contrarias que habitan en el ser humano. Son el modelo del imperio tiránico que ejerce la tendencia hacia una autoafirmación que margina la realidad esencial del hombre, y que es su sujeción radical a Allah. El ego (Nafs) se alimenta en detrimento de las posibilidades universalizadoras del espíritu (h). El relato aparece en otros pasajes del Corán, y aquí se señalan sólo sus líneas maestras. La narración era conocida antes del Islam y formaba parte de los recuerdos de los árabes. El Corán la aprovecha para darle su propia interpretación.

            De forma resumida, el relato nos cuenta que un pueblo antiguo, los Zamûd, que vivían en el norte de la península árabe, habían asentado su hegemonía sobre las bases de la violencia física, el despotismo y el saqueo de sus vecinos, y eran admiradores de la fuerza y amantes de la guerra. La ambición y la avidez les estimulaban: sentían la ansiedad de hacerse de riquezas y poder. Además, tenían un gran ingenio y eran capaces de horadar sus casas en la roca, protegiéndose así del calor y del frío. La confianza en sus fuerzas y sus habilidades los hizo arrogantes y soberbios.

            Allah eligió entre ellos al más noble -de nombre Sâlih- como profeta (rasûl). Pero los Zamûd se negaron a abandonar sus ídolos, prefiriendo la bestialidad de sus creencias, intereses y certezas, a la ingravidez a la que eran invitados por la aspiración a lo más elevado propia del corazón. Ante la insistencia de Sâlih quisieron probarlo y le pidieron que les ofreciera un signo de su veracidad. Entonces, Allah hizo aparecer de en medio de una roca una portentosa camella (nâqa), de tamaño descomunal y gran belleza.

            Impresionados por lo extraordinario de esa camella, los Zamûd aceptaron a regañadientes al profeta, y éste les comunicó la orden de dejarla pastar y beber del abrevadero comunitario alternando con sus animales de modo que un día los pastos y el agua fueran en exclusiva para ella y otro para el ganado de los Zamûd. Aceptaron en principio la condición pero pronto se les hizo pesada: su asombro fue menguando con el paso del tiempo.

            Finalmente, uno de los Zamûd, con la aprobación de los demás, decidió matar la camella. La Ira de Allah se desató contra ellos y se los tragó la tierra, desapareciendo su civilización para siempre.

            En breve, esta es el suceso que el Corán retoma para marcar sólo algunos de sus detalles en el marco de esta sûra donde no debemos olvidar que se habla del sol, de la luna, la noche, el día, el cielo, la tierra y el ser humano, que nos servirán de clave para entender el alcance de la significación del relato que no es sino la dramatización de lo sentenciado al final del juramento.

            Existen correspondencias entre la estructura del universo y el mundo interior de cada ser humano donde brillan el sol del espíritu y la luna del corazón, y donde se suceden la noche y el día sobre el cielo de su aspiración y la tierra de su materialidad. Las historias de los profetas, tal como aparecen en el Corán, describen los conflictos que vive el hombre. Allah dice en el Corán: “Les mostraré mis signos en el horizonte y dentro de sí mismos”.

            Una comunidad humana es como un cuerpo. Dentro de ese cuerpo, el profeta (rasûl) es el corazón (qalb), sensible a la espiritualidad. Cuando el corazón despierta iluminado por el sol de su Señor convoca a su pueblo, que son el resto de predisposiciones, energías y aspiraciones que residen en ese cuerpo y que conforman el Nafs, el ‘yo’ del individuo. Comienza entonces la tensión entre la pesadez de las inclinaciones hacia la materialidad y el deseo de trascender las circunstancias. Del Tugyân, la rebelión arrogante de esas fuerzas, nace el Takdzîb, el desmentido. Las tendencias animales en el hombre declaran falsario al corazón: kádzdzabat zamûdu bi-tagwâhâ, desmintieron los Zamûd, a causa de su arrogancia.

            El Corán emplea aquí el término tagwà para rebelión de la arrogancia por su consonancia con taqwà, la actitud opuesta, en lugar de la forma más usual de tugyân. Los instintos se resisten a dejarse encauzar por el deseo del corazón, reaccionan con violencia y se desata una guerra interior en la que se desmiente (kádzdzaba-yukádzdzib) al corazón y se le lleva la contraria. Y esto sucede idz ínba‘aza ashqâhâ, cuando el más desafortunado entre ellos se alza... El más desafortunado (ashqà, aumentativo de shaqí, desafortunado, desgraciado) es el más pobre espiritualmente, y los sufíes lo identifican con el arbitrio, la frivolidad, la inconsistencia del ser humano. Cuando la banalidad del hombre se alza (inbá‘aza-yánba‘iz) como enemiga del corazón, se produce el Takdzîb, el desmentido, el rechazo y el desdén. El hombre se aferra a sus dioses porque las exigencias del corazón están mucho más allá de las posibilidades de su control, que es el mayor afán del ego.

            ¿Qué había sucedido?: fa-qâla láhum rasûlullâhi nâqata llâhi wa suqyâhâ, el Mensajero de Allah les había dicho: “¡Dejad a la camella de Allah, y que beba!”... Los Zamûd habían pedido al profeta (rasûl) Sâlih un signo que le confirmara. El signo fue la aparición de una camella (nâqa) que surgió de una inmensa roca. Para los sufíes esto representa la emergencia del espíritu. El corazón de piedra de los hombres se parte y de él emerge la luz del espíritu cuya envergadura los asombra. Su corpulencia es el correlato de la fuerza de la Revelación. Esa camella fue para los Zamûd como el Corán para los musulmanes.

            El profeta les dijo (qâla-yaqûl) que ésa era la camella de Allah, el signo que esperaban. El efecto inmediato de su prodigiosa aparición fue el de aniquilar la oposición. Los Zamûd se rindieron ante lo que los había desconcertado de tal modo que no tuvieron más remedio que intuir a la fuerza la grandeza de Allah. La camella fue para ellos el detonador del sobrecogimiento que orienta al hombre hacia Allah. Debían dejarla moverse a su antojo y beber de la existencia (suqyà, acto de beber). Debían alternar con ella: aparece la disciplina espiritual, la Sharî‘a, que guía finalmente al hombre hasta Allah mismo. El hombre debe aprender a convivir con el espíritu, dándole tiempo para que ejerza su influencia en medio de la cotidianidad.

            El acontecimiento de la aparición de la camella los paralizó durante un tiempo hasta que la rutina y el olvido se apoderaron de nuevo de ellos, y entonces fa-kadzdzabûhu fa-‘aqarûhâ, le desmintieron y la desjarretaron... Es decir, declararon mentiroso (kádzdzaba-yukádzdzib) al profeta y desjarretaron (‘áqara-yá‘qir, desjarretar, herir de muerte) a la camella. Mataron el espíritu que se les había revelado.

            Esto lo hizo al-ashqà, el más desafortunado, el demonio que había entre ellos, pero todos fueron responsables porque lo animaron y aprobaron su acto. Entonces se desencadenó la Ira de Allah: fa-dámdama ‘aláihim rábbuhum bi-dzánbihim fa-sawwâhâ, los increpó su Señor a causa de su torpeza, y los igualó... El verbo dámdama-yudámdim significa increpar y gritar mientras se destruye algo. Es el sonido de un terremoto.

            A causa de su dzanb, de su torpeza, los Zamûd fueron igualados (sawwà-yusawwî) con la tierra, es decir, mezclados con ella, tragados por el suelo. Fueron engullidos por la los tinieblas de su tendencia hacia lo más tenebroso de sus capacidades. El Corán nos dice que Allah los destruyó recordándonos una vez más que todo tiene su origen en el Uno-Único, verdadero trasfondo en los sucesos, y que todo se conjuga en la Unidad para que no atribuyamos eficacia a nada que no sea Él en la esencia de las cosas.

            Allah -que es el Señor (Rabb) de los Mundos, el Secreto que gobierna al sol, la luna, la tierra y el cielo, y es el núcleo auténtico, el motor de la realidad- actuó así y Él fa-lâ yajâfu ‘uqbâhâ, ¡no teme las consecuencias!... ¿A quién habría de temer (jâfa-yajâf) Allah? ¿Qué es lo que habría de temer siendo Él el Uno-Único? Que Allah no tema la consecuencia (‘uqbà) de sus actos quiere decir que no tiene porqué reprimir su violencia (batsh). La violencia de Allah se desata sin que para ella haya límites.

            En lo dicho sobre los Zamûd hay más cosas de las enunciadas y no podemos resumirlas pero sí podemos referirnos a algunas. En primer lugar hay un relato-base en el que se nos cuenta el destino de aquellos que declaran falsos a los profetas. Un profeta (rasûl) no es un mero comunicador: es el corazón de la existencia. El Corán enseña que Allah ha depositado en el cuerpo un único corazón por lo que todos los profetas son el mismo Profeta: Muhammad (s.a.s.) vio en la historia de Sâlih su propia experiencia.

            En segundo lugar se nos enseña que el que se rebela contra el corazón es tragado por la tierra, es decir, no se eleva por encima de ella, no regresa a la patria de su espíritu, y por siempre queda sumido en la oscuridad y pesadez de lo más bajo, donde su intuición negada queda frustrada.

            En tercer lugar, el relato nos habla de la decadencia de los sistemas espirituales que nacen de una gran conmoción pero que el tiempo la relativiza y de nuevo se cae en el olvido y la desidia con los que se mata a la Revelación original. Se libra de esa degeneración el que mantiene viva en sus adentros la Taqwà, el permanente sobrecogimiento ante la Inmensidad de Allah, cuyos actos son siempre desmesurados, tanto sean constructores como destructores, y contra los que nada pueden ni las fuerzas ni las habilidades del ser humano. 

 

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