SÛRAT AN-NASR
revelada
en Medina, 3 versículos
bísmil-lâhi
r-rahmâni r-rahîmi
Con
el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm
1.
idzâ ÿâ:a násru llâhi wa l-fáthu
Cuando
venga el auxilio de Allah, y la conquista,
2.
wa ra-áita n-nâsa yadjulûna fî dîni llâhi afwâÿan
y
veas a la gente entrar en el Dîn de Allah en grupos,
3.
fa-sábbih bi-hámdi rábbika wa stágfirh*
proclama
entonces la alabanza de tu Señor y pídele que te disculpe.
innahû
kâna tawwâba*
Ciertamente,
Él es Tawwâb.
Esta
sûra de tan solo tres versículos, al contrario del resto de los capítulos que
la rodean, fue revelada en Medina, muy poco antes de que los musulmanes
volvieran triunfadores a Meca, de la que varios años antes habían tenido que
salir clandestinamente tras sufrir persecuciones.
En
este capítulo se promete a Muhammad (s.a.s.) el Nasr,
el auxilio de Allah, una ayuda
especialmente intensa y efectiva, que al instante se traduce en una victoria, en
un logro importante. La misma palabra, Nasr
-auxilio, apoyo, refuerzo-, podría
ser traducida por su consecuencia necesaria: victoria. Este sería, pues, el capítulo del auxilio de Allah, o el de la victoria,
como se prefiera. Efectivamente, en árabe, Nasr
es sinónimo siempre de victoria, triunfo.
Esta
breve sûra predice la proximidad inminente de la llegada del auxilio de Allah,
es decir, un éxito que hará que los musulmanes se impongan a sus enemigos y
conquisten finalmente Meca. La victoria (Nasr) va
seguida de una conquista (Fath).
La palabra Fath significa
apertura, el acto de abrir algo que hasta entonces había estado cerrado. Un
Fath es un logro, una conquista.
En la espiritualidad musulmana, el Fath
es la iluminación.
Junto
a la victoria -Nasr-
y la conquista -Fath-, este capítulo anuncia al Profeta (s.a.s.) la entrada
en el Islam de las gentes en masa, en grupos
(afwâÿ, plural de fáwÿ,
grupo, multitud). Cuando poco después los musulmanes entraron
triunfantes en Meca las tribus árabes vieron en ello la señal definitiva de la
autenticidad del Mensaje de Muhammad (s.a.s.). La ciudad era el centro neurálgico
de la península, y la toma del corazón de Arabia por parte de los musulmanes
tuvo grandes resonancias. Meca siempre había sido algo más que una simple
ciudad, y de ahí el fuerte carácter simbólico que tenía y sigue teniendo.
La
sûra transmite así a los musulmanes una buena
noticia (bushrà), pero a la vez orienta al Nabí (s.a.s.) hacia Allah en
esos momentos exultantes. No debe dejarse embriagar por el éxito, sino que éste
debe recordarle a su Señor: Él, -Allah-, es el Nâsir,
el Auxiliador, el Victorioso,
mientras que el hombre es mansûr,
el Auxiliado por Allah, el victorioso indirectamente gracias a esa
Presencia que lo anima y refuerza y sin la que no podría hacer nada ni
conseguir nada.
En
resumen, la sûra comunica una buena noticia (bushrà)
que es la proximidad de la victoria, la conquista de Meca y la aceptación
generalizada del Islam, y por otra parte, en el texto se orienta al Profeta (s.a.s.)
-y con él al resto de los musulmanes- hacia Allah en el triunfo que les espera,
advirtiéndoles contra la arrogancia en el éxito y el olvido de Allah.
Es
posible, por tanto, entresacar de esta sûra enseñanzas estrechamente
conectadas con la ‘Aqîda, con la representación que el musulmán se hace de la Realidad, en la que
impera el Uno-Único Integrador de todas las cosas y todos los acontecimientos.
Es así como el Corán hace que la ‘Aqîda
no sea un simple enunciado teórico, porque la relaciona inmediatamente con las
experiencias concretas y con el devenir del ser humano. Son el movimiento y la
actitud que resultan de las enseñanzas del Islam los que tienen valor y mérito,
y no la fe ciega en sus contenidos.
La ‘Aqîda,
la Enseñanza Fundamental -es decir,
el Tawhîd, la Unidad y Unicidad del Creador Presente-, tiene como objetivo
orientar progresivamente al ser humano hacia Allah-Uno, erradicando su idolatría,
tanto la idolatría grosera como la que se oculta tras el egoísmo o las
elucubraciones sofisticadas. Esa orientación tiene que tener la naturaleza del
hombre, es decir, tiene que ser acción y modo de actuar.
Ahora
bien, para un profeta, y sobre todo para Muhammad (s.a.s.), la buena nueva no
podía ser otra que la proximidad del reencuentro con su Señor: ésa sería su
verdadera victoria y su auténtica conquista. Por eso, a la vez, esta sûra le
comunica la cercanía de la muerte. Ibn ‘Abbâs era todavía un niño cuando
fue revelada esta sûra, pero el Profeta ya había observado su perspicacia en
la interpretación del Corán. Fue el primero de sus Compañeros en percatarse
de la verdadera significación de la sûra.
Al-Bujâri
recoge en su Sahîh
el siguiente relato en el que Ibn ‘Abbâs cuenta: “Aunque yo era un niño,
‘Omar me llevaba a las reuniones de los Grandes Sahâba (los
Compañeros del Profeta que habían estado junto a él en la batalla de Badr,
siendo de los primeros musulmanes, y a los que Ibn ‘Abbâs llama Ashyâj Badr, los Ancianos de
Badr). Algunos de ellos se sentían molestos con la presencia de un menor, y
le decían a ‘Omar: ‘¿Por qué vienes
con éste? Tenemos hijos de su edad’,
y ‘Omar les respondía: ‘Ya sabéis
quién es’. Un día los convocó para demostrarles quién era yo, y les
preguntó cuál era el significado de idzâ
ÿâa násru llâhi wa l-fath, cuando
venga el auxilio de Allah y la conquista... Unos callaron y otros
respondieron: ‘En esa sûra se nos
ordena ensalzar a Allah y pedirle disculpas cuando nos sintamos socorridos y
obtengamos una victoria’. Entonces, ‘Omar me preguntó: ‘¿Es
así?’, y le respondí: ‘No. Con
ella Allah comunicaba a Rasûlullâh (s.a.s.) la proximidad de su fallecimiento:
‘cuando llegue el auxilio de Allah y la conquista...’ era el signo de la
proximidad de su muerte, y entonces debía proclamar la alabanza de su Señor y
pedirle disculpas, pues ciertamente, Él es Tawwâb, es decir, Receptor del ser
humano’. Y ‘Omar me dijo: ‘Del
significado de esta sûra sólo sé lo que tú dices’...”.
Hay
otro hadiz que corrobora la interpretación de Ibn ‘Abbâs. Cuando fue
revelada esta sûra, Rasûlullâh (s.a.s.) llamó a su hija Fâtima y le
dijo que le había sido comunicada la proximidad de su muerte. Ella empezó a
llorar, pero salió de la habitación riendo, y más tarde contó: “Salí
contenta porque después me dijo que yo sería la primera de su familia en
reunirse con él”. En otra versión de este mismo relato se cuenta que Fâtima
explicó: “Lloré cuando me contó -el año en que los musulmanes entramos en Meca-
que pronto moriría, pero después reí porque añadió que también pronto yo
sería la señora de las mujeres del Jardín, salvo de Maryam”.
La
primera frase de la sûra ya es de sí sugerente para el que ha abierto su corazón
al Uno-Único. Le recuerda lo esencial en los acontecimientos de la existencia
entera, le habla del Hacedor de todas las cosas, el Eje del que procede todo, el
Centro que activa y orienta el devenir: idzâ
ÿâ:a násru llâhi wa l-fáth, cuando venga el auxilio de Allah, y la conquista... El auxilio,
la victoria, -el Nasr-,
y la conquista (Fath) vienen (ÿâa-yaÿî,
venir) de Allah, y no es el producto del mérito de los hombres.
Es
Allah el que determina el triunfo: decide su momento, su modo, su objetivo. Ni
tan siquiera el Profeta ni sus Compañeros
(los Sahâba) tienen
nada que ver en el asunto. Los logros no son del Profeta, ni de los musulmanes,
ni de ningún triunfador: son siempre de quien vienen, de Allah, el Uno-Único.
Son cosa de Allah, que deposita su Nasr
donde quiere y da el Fath
abriendo lo que quiere ante quien quiere. Cuando alguien obtiene un logro,
cuando triunfa en una empresa, es beneficiario de un Favor especial de Allah, y
nada más. El Todo es el Amr de Allah,
su Imperativo. La existencia es el
cumplimiento de lo que Allah quiere en cada instante.
El
ser humano consiste en su esfuerzo: él ‘es’ su actividad misma. Su acción
es su propia estructura, y es lo que le da sentido en la existencia, pero no es
lo determinante. Allah es quien pone en marcha al hombre, el que lo crea y dota,
el que lo rige, el que lo conduce, y el que decide, porque Él es lo esencial y
verdadero, mientras el hombre es el movimiento, el dinamismo, la ejecución de
la Orden de Allah. Se cumple lo que Allah desea. Que Él culmine el esfuerzo del
hombre con la victoria es para el musulmán un signo a descifrar, y no el
resultado de un mérito.
En
este punto se hace necesaria una aclaración importante. En lo dicho no hay en
absoluto una invitación al fatalismo o a la pereza. Al contrario, hay una
invitación a una acción constante y enérgica, porque eso es ‘lo que es el
ser humano’: es vida, movimiento, tránsito, dinamismo, sin dejarse derrotar
por el fracaso ni hacerse soberbio con el éxito. La conciencia de haber sido
derrotado o la satisfacción de haber conseguido una victoria definitiva son lo
que paraliza al hombre. El Islam exige al musulmán ‘acción’, no derrota o
triunfo. Es el Yihâd, el esfuerzo,
la lucha, el movimiento, lo
que conviene a la naturaleza del ser humano, tal como dijo el Profeta (s.a.s.):
“El Yihâd no acaba más que con el fin
del mundo”.
El
encabezamiento de la sûra anuncia a los musulmanes un próximo triunfo. La
consecuencia de ese triunfo es el asentamiento del Islam en la península de los
árabes: wa ra-áita n-nâsa yadjulûna fî
dîni llâhi afwâÿan, y veas a la
gente entrar en el Dîn de Allah en grupos... Es decir, como fruto del
auxilio de Allah, el Profeta (s.a.s.) y sus Compañeros verán (ràa-yarà, ver) a las gentes
(nâs) entrar (dájala-yádjul) en el Islam (en el Dîn,
la Senda) en grandes grupos
(afwâÿ, plural de fáwÿ,
grupo, multitud).
La
misión de Rasûlullâh (s.a.s.) consistía en comunicar el Islam a las gentes,
sin hacer distinciones y sólo iluminado por su Único Señor: esa era su acción,
su lucha, su Yihâd. Que el Islam triunfe, que abra y entre en los corazones, eso
ya es cosa de Allah. Eso pertenece al ámbito de las realidades interiores donde
exclusivamente está la Verdad. Esto es importante: ni tan siquiera es el
Profeta el que guía a los sinceros, sino que lo es Allah de manera directa. Él
es el que actúa en los corazones, el que despierta en ellos la inquietud, el
que les hace oír las palabras del Profeta, el que genera correspondencias que
les recuerdan a su Señor. El Profeta no salva a nadie, ni elige a nadie ni
convence a nadie, sino que es Allah el que se deja rememorar. El Profeta no
triunfa, sino que Allah se manifiesta, se hace visible al corazón, y entonces
lo somete y lo engulle.
Esto
no desmerece en nada al Profeta. Todo lo contrario, lo engrandece ante los
musulmanes, que son capaces de reconocer en él una función única y el ser el
vórtice desde el que se desborda y se revela con fuerza el Querer Irreductible
de Allah-Uno: Muhammad (s.a.s.), en sí, es un signo, un indicio hacia Allah-Uno-Único.
Pero la ‘Aqîda, el reconocimiento
de la Unicidad que impera en todos los acontecimientos, obliga a los
musulmanes a remitirlo todo a la Verdad Hacedora, sumergiéndolos en una
Realidad que abarca a la existencia entera.
Así,
pues, con la llegada del triunfo, en lugar de dejar a los musulmanes ser
arrastrados por la soberbia, esta breve sûra les ordena que se vuelvan con todo
su ser hacia Allah: fa-sábbih bi-hámdi rábbika wa stágfirh, proclama
entonces la alabanza de tu Señor y pídele que te disculpe. Se trata de
proclamar en todo triunfo la victoria de Allah. El verbo sábbaha-yusábbih,
que hemos traducido como proclamar la
alabanza (hamd) de Allah,
es elocuente. Significa realmente sumergirse
del todo en la contemplación de la grandeza del Uno-Único. No hay alabanza
que sea capaz de hacer justicia a Allah: únicamente el que penetra en la
Inmensidad intuye lo que significa el Océano de la Unidad. Sus palabras sólo
pueden repetir lo que ya dice el Corán: al-hámdu
lillâh, Alabanzas a Allah. Éste
es el Tasbîh, el acto
de proclamar la alabanza de Allah, con el que el musulmán expresa su
estupor, dejándose envolver por Allah.
El
éxito desconcierta al ser humano porque corona su esfuerzo y lo cree resultado
de su acción y mérito. Olvida entonces a Allah, y se apodera de él el ego.
Por ello, el Corán reorienta a los musulmanes hacia su Señor, hacia el
Infinitamente Grande, el Inaprensible, que reduce a nada el ego del hombre y
sus previsiones. Al ser el triunfo una manifestación de la Inmensidad de Allah,
es oportunidad para contemplar esa grandeza, y se ordena entonces el Tasbîh.
Y también el Istigfâr. El Istigfâr es la petición de
disculpas ante Allah (del verbo istágfara-yastágfir,
pedir disculpas a Allah). Su fórmula habitual entre los musulmanes
es astágfiru llâh, pido
disculpas a Allah.
En
la intensidad de la euforia que sigue a una victoria, esa sencilla frase
desencadena intuiciones tremendas. La fuerza de ese instante de alegría
desbordada por el logro alcanzado es capaz de integrar completamente al hombre
que advierte su significado en el Poder de su Señor.
Estos
dos actos, el Tasbîh y el Istigfâr,
son modos de la cortesía (el ádab)
con la que el Profeta (s.a.s.) refinaba el comportamiento de sus Compañeros.
Iban comprendiendo así la naturaleza del Islam. Para empezar, con ello
desidolatrizaban a Muhammad (s.a.s.): es Allah el realizador de la victoria, y
no el hombre que estaba a la cabeza del Islam. Y esto los asoma a lo que hay de
trascendente en los acontecimientos. Se veían, por tanto, portadores de un
Secreto que les desbordaba y ante el que confiesan sus limitaciones, tanto
pasadas como presentes. Piden disculpas por el frecuente asalto del ego que a
menudo enturbia los propósitos y confunde ante Allah, por las flaquezas cuando
el asunto es grave y de un alcance que no se adivina, por la soberbia que se
entromete cuando en realidad todo está en Allah, por los desvíos hacia la
superficialidad que surgen de la incompetencia para valorar a Allah en su justa
medida. Era así, gracias al recurso al Tasbîh
y al Istigfâr, como el Profeta los
iba educando en el Islam, afinando sus percepciones, limando sus asperezas,
engrandeciendo progresivamente sus ánimos y ampliando sus horizontes.
El Tasbîh
y el Istigfâr son las llaves de la
puerta del retorno hacia Allah (la Táuba).
El acto de proclamar la grandeza de Allah (el Tasbîh) es reconocimiento de su Unidad-Unicidad y de su carácter
oceánico: Allah lo abarca todo y el musulmán se asoma a esa desproporción
para la que no tiene medidas ni criterios; y el acto
de pedirle disculpas (el Istigfâr)
es el comienzo efectivo de la vuelta hacia ese Océano.
El
Corán cuenta que, cuando Adán descendió a la tierra, Allah le comunicó
‘ciertas palabras’. Adán las pronunció y fue nuevamente aceptado por su Señor.
Esas palabras que Allah le enseñó -y con las que tomó conciencia-, según la
Tradición musulmana, son las del Istigfâr.
Con ellas, el hombre golpea y abre la puerta de la Táuba,
la puerta del retorno a su Señor... innahû
kâna tawwâba, ciertamente, Él es
Tawwâb, es decir, Receptor del
que se vuelve hacia Él. Tawwâb es
uno de los Nombres de Allah y lo designa en tanto que acepta y acoge en su seno
al hombre que se da cuenta de su desvío hacia la nada y desea volver a su Señor.
En
su triunfo, el musulmán reconoce su propia insuficiencia y aprovecha la ocasión
para volverse hacia Allah. En el vértigo del éxito busca ser aceptado por el
que le ha dado la victoria. Para el sincero, cuando el logro corona su esfuerzo,
su éxito es signo de la cercanía de su Señor, y es entonces un momento
apropiado para la reconciliación con la Verdad que lo ha activado. La soberbia,
la arrogancia, el rencor, el deseo de venganza,... todo ello lo desviaría lejos
de Allah. Y esto es una garantía para los vencidos, que no serán sometidos a
humillaciones. Incluso los derrotados, al no ver ensañamiento en sus
vencedores, presienten a Allah-Creador en aquellos que han sido desnudados del
ego destructor.
Todo
lo anterior bosqueja un horizonte luminoso. El Corán señala en esa dirección
y estimula a dar los pasos necesarios. El Islam convoca a los musulmanes para
que realicen en lo posible ese ideal que haga de ellos califas, seres soberanos
y creadores, y no esclavos destructores. Es por ello por lo que reconocen en
todo la grandeza de Allah: es el Poder Determinante de Allah el que impera, y
suya es la victoria y hacia Él todo se encamina.
En
sus luchas, el mûmin, el
que se ha abierto a Allah, busca derrotar a su ego, busca superar la
cortedad de miras que le imponen sus circunstancias y su escasez, y ésa es la
verdadera victoria que Allah le facilita inspirándole e iluminándole
definitivamente con el Corán. Cuando entraron en Meca, los musulmanes entraban
en sus propios corazones después de dejar atrás y vencido al ego que aparta a
los hombres del Uno-Único y los hunde en miserias y vilezas.
Cuando
atravesaba las puertas de Meca, Muhammad (s.a.s.), a lomos de su cabalgadura y
en el momento cumbre de su triunfo, llevaba la cabeza agachada y no dejaba de
pronunciar el Tasbîh y el Istigfâr,
es decir, elogiando y contemplando la Grandeza de Allah y declarando su Unidad
en primer lugar, y después pidiéndole disculpas, haciéndose humilde ante Él.
Siguiendo
su ejemplo, fue imitado por sus Compañeros
(los Sahâba). Y esta
poderosa imagen de la culminación del Islam pervive en el recuerdo de los
musulmanes.
Poco tiempo después, y ya en Medina, Rasûlullâh (s.a.s.) moriría alcanzando con ello su gran victoria, volviendo, desde la ciudad que lo había acogido en tiempos difíciles, a la verdadera Meca reconquistada, junto al Compañero Supremo (ar-Rafîq al-A‘là).