CAPÍTULO 105: EL ELEFANTE

SÛRAT AL-FÎL

revelada en Meca, 5  versículos

 

índice

 

bísmil-lâhi r-rahmâni r-rahîmi

Con el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm

1. a lam tára káifa fá‘ala rábbuka bi-as-hâbi l-fîl*

¿No has visto lo que tu Señor hizo con las gentes del elefante?

2. a lam yáÿ‘al káidahum fî tadlîlin

¿Acaso no hizo errar sus artimañas?

3. wa ársala ‘aláihim táiran abâbîla

Envió contra ellos pájaros en bandadas

4. tarmîhim bi-hiÿâratin min siÿÿîlin

que les arrojaron piedras de arcilla

5. fa-ÿá‘alahum ka-‘ásfin mâkûl*

dejándolos como campo de cereal devorado.

 

            Esta sûra resume una historia muy difundida en su momento referente a un acontecimiento maravilloso que se produjo en Arabia cuarenta años antes de la Revelación -el mismo año, por tanto, en que nació Muhammad (s.a.s.)-. La celebridad del suceso hace que el Corán cite sólo sus líneas generales, destacando su significación: en esencia, el relato prueba el cuidado y la protección que Allah dispensaba a un lugar determinado, Meca, destinada a acoger al Islam y servirle de arranque.

            Las narraciones contextualizadoras (riwâyât) que cuentan esos sucesos enseñan que Abraha, el gobernador etíope del Yemen -durante la época en que ese país estuvo sometido a la dominación abisinia- edificó en esa región del sur de Arabia una suntuosa iglesia con intención de impresionar y convertir al cristianismo a la población, apartándola del resto de sus compatriotas y sometiéndola a la autoridad espiritual del rey de Etiopía (el Negus).

En la península de Arabia, la capitalidad espiritual la detentaba Meca, donde estaba la Kaaba, la Casa construida por Abraham (Ibrâhîm), el antepasado de los árabes. Meca, impregnada del misterio abrahámico, atraía y fascinaba poderosamente a los beduinos, que veían en ella el símbolo de su unidad como pueblo.

            A pesar de las presiones y la relevancia dada al nuevo templo, los árabes yemeníes se negaron a convertirse al cristianismo: se consideraban descendientes de Abraham e Ismael -los constructores de la Kaaba-, y preferían seguir aferrados a ese recuerdo que los hacía sentirse una nación libre aunque estuvieran dispersos en tribus muchas veces enfrentadas entre sí. Los fastos cristianos no hicieron mella en ellos. Una poderosa y enigmática convicción hacía a los nómadas rechazar los intentos de dominación de otros pueblos. En Abraham tenían un antepasado común y el origen de su especificidad, y la Kaaba lo simbolizaba.

            Entonces, Abraha, el gobernador etíope, se decidió a emprender una expedición con el objetivo de destruir la Kaaba: pensó que, una vez demolida, los árabes no tendrían reparos en aceptar a sus nuevos dueños, aceptación implícita en la cristianización que se les exigía. A la cabeza de su ejército colocó un enorme elefante traído de África, con la intención de provocar pavor entre los beduinos que jamás habían visto antes un animal tan formidable.

            La noticia de los preparativos pronto corrió entre los árabes, a los que dolió en lo más profundo de su conciencia la intención de los extranjeros de destruir la Casa Prohibida. Dzû Náfar, un noble yemení, con su gente, intentó cortar el camino al ejército abisinio cuando se disponía a partir hacia el norte, pero fue fácilmente derrotado y hecho prisionero.

            Al poco, dos tribus nómadas, bajo la dirección de Nufáil ibn Habîb, se aliaron y emprendieron otro intento de detener la expedición abisinia, pero también pronto fueron vencidos, y Nufáil se vio al final forzado a servir de guía para el ejército de Abraha.

            Cuando el contingente se acercaba a Tâif, ciudad vecina de Meca, sus notables, para evitar que Abraha destruyese el Templo de la diosa al-Lât que habían construido recientemente, no dudaron en aliarse a los abisinios y les  ofrecieron información acerca de la Kaaba y el modo de llegar a ella.

            Una avanzadilla etíope llegó a los alrededores de Meca y se hizo con un primer botín entre el que se contaban doscientos camellos pertenecientes a ‘Abd al-Muttalib ibn Hâshim, que habría de ser el abuelo de Muhammad (s.a.s.) y que entonces era el personaje de mayor autoridad moral en Meca. Ofendidos por la agresión, las tribus a las que pertenecía el botín del que se apoderó Abraha, se reunieron para concertar un ataque contra los etíopes, pero las informaciones que les llegaban sobre el poderoso contingente desaconsejaban cualquier resistencia: era imposible ofrecer oposición.

            Abraha envió un emisario a Meca para que se entrevistara con el personaje más eminente de la ciudad (‘Abd al-Muttalib). El mensajero le informó de que la intención del ejército abisinio no era la de ocupar la ciudad sino únicamente destruir la Kaaba: si los habitantes de Meca dejaban a los etíopes cumplir su misión no habría violencia ni derramamiento de sangre. Entonces, ‘Abd al-Muttalib ibn Hâshim decidió presentar personalmente sus reclamaciones ante el gobernador abisinio.

            Según el historiador Ibn Is-hâq, ‘Abd al-Muttalib tenía un porte impresionante. Cuando Abraha lo vio por primera vez le pareció un personaje magnífico, y no quiso que, de acuerdo a la costumbre abisinia, se sentara a sus pies. Como tampoco podía acomodarlo junto a sí sobre su trono -lo que hubiera sentado un mal precedente en la corte- decidió bajar él mismo de su asiento y sentarse con ‘Abd al-Muttalib en el suelo.

            Cuando el traductor preguntó al árabe qué deseaba, ‘Abd al-Muttalib respondió: “Quiero que me sean devueltos doscientos camellos que vuestro ejército me ha arrebatado”. Estas palabras contrariaron a Abraha, que dijo: “Me gustaste cuando te vi, pero ahora me resultas despreciable. Me hablas de camellos y no te importa la Casa que he venido a destruir, la Casa que está en vuestros corazones, la misma de vuestros antepasados, la Casa que os ofende que sea violada. ¿De eso no me vas a decir nada?”. Y ‘Abd al-Muttalib le respondió: “Yo soy el dueño de los camellos de los que os habéis apoderado. La Casa tiene su propio Dueño, que la defenderá como yo defiendo a mis camellos. No soy yo quién para sustituirLe”.

            Abraha devolvió los camellos a ‘Abd al-Muttalib, que regresó a Meca desanimado ante el espectáculo del poder del ejército etíope y sabiendo que no había forma de resistírsele. Reunió a los notables de la ciudad para aconsejarles que abandonaran la Kaaba y se refugiaran en las montañas de los alrededores. Antes, sin embargo, se dirigieron a la Kaaba, agolpándose en sus puertas. Aferrándose al aldabón, ‘Abd al-Muttálib, invocando al Invisible e Irrepresentable Señor de la Casa, improvisó unos versos que fueron recogidos por los presentes: “Allah,... tu esclavo ha defendido su rebaño: ¡Defiende tu Casa! / Su crucifijo y su fuerza no doblegan Tu Poder. / Mas si dejas en sus manos nuestra orientación, eso es algo que sólo a ti compete”.

            Abraha enfiló hacia Meca el ejército abisinio -a la cabeza del cual iba el elefante-. Antes de llegar a la ciudad, el animal se detuvo negándose a seguir. Por mucho que se le intentara obligar a reanudar la marcha, no había forma de moverlo. Esta anécdota fue recordada años después por el Profeta (s.a.s.). En cierta ocasión, cuando intentaba realizar una peregrinación a Meca en medio de las hostilidades que mantenía con sus habitantes su camella se negó a seguir adelante: esa peregrinación no le estaba permitida aún a Muhammad (s.a.s.). Sus Compañeros, los Sahâba, intentaron que la camella se incorporara para continuar el viaje, pero Muhammad (s.a.s.) les dijo: “No está luchando por permanecer sentada, ni ésta es su forma de comportarse normalmente. La ha paralizado el que detuvo al Elefante”.

            Años más tarde, el día en que los musulmanes entraron triunfantes en Meca, según Bujâri y Muslim, el Profeta (s.a.s.) dijo: “Allah impidió al Elefante entrar en Meca y hoy la entrega a su Enviado y a los musulmanes. A partir de hoy queda reinstaurada su inviolabilidad, tal como era en el pasado. Que el presente lo comunique al ausente”.

            Volvamos al relato. Tras la anécdota de la detención del elefante, el ejército abisinio fue aniquilado. El Corán nos cuenta que unos pájaros (táir) llegados en bandadas (abâbîl) arrojaron (ramà-yarmî) contra los soldados piedras de arcilla (hiÿâra min siÿÿîl), dejándolos muertos y semejantes a un campo de cereales después de la siega, o tras una sequía, o después de haber sido pasto de una plaga (‘asf mâkûl). La Tradición añade que los cuerpos alcanzados por las piedras se descomponían y la carne caía dejando ver los huesos. Abraha, el gobernador etíope, huyó, pero fue siendo devorado por la maldición y al llegar a San‘â, capital del Yemen, murió entre terribles dolores.

            Otras informaciones, sin relación directa con esta historia, cuentan que ese año se extendió por la península árabe una epidemia de viruelas y sarampión muy virulentas. Algunos comentaristas han aprovechado este último dato para explicar la devastación que sufrió el ejército de Abraha como resultado de esas u otras enfermedades parecidas. En efecto, la palabra táir, pájaros, aves, designa en árabe todo lo que vuele, incluso las moscas o los mosquitos, que podían ser portadores de algún lodo infectado.

            En su célebre comentario al Corán, el Sháij Muhammad ‘Abduh escribió: “Al día siguiente se extendió entre los soldados la viruela y el sarampión. ‘Ikrima nos ha transmitido que fue la primera viruela vista en Arabia. En otro relato, Ya‘qûb ibn ‘Utba lo confirma. Los efectos de la enfermedad fueron devastadores: la carne de los afectados se podría. Los soldados fueron presas del terror y huyeron, pero ya estaban contagiados. Fueron muriendo a lo largo del camino de vuelta al Yemen. Además, el Corán nos enseña que esa enfermedad provenía de algún tipo de barro seco, semejante a la arcilla, que transportaban en sus patas ‘aves’ de esas que empuja el viento. Es lícito interpretar de este modo el significado de la sûra, pues, como hemos visto, algunas de las informaciones tradicionales que han llegado a nosotros y que contextualizan el relato sugieren esta explicación. Puedes pensar que esas aves eran moscas o mosquitos que iban impregnados de gérmenes dañinos, de esos a los que la ciencia moderna llama microbios y que son la causa de ciertas enfermedades. Son criaturas minúsculas y en cantidad que sólo Allah conoce  y que dañan a los cuerpos cuando entran en contacto con ellos. Esos seres invisibles, junto a sus portadores, son parte de los ‘desconocidos ejércitos’ de Allah, y de los más mortíferos. El Poder de Allah con el que reduce a la nada a los tiranos no tiene que manifestarse de forma espectacular. No es necesario que las aves que destruyeron al ejército de Abraha fueran gigantescas águilas transportando peñascos, como algunos prefieren pensar. No hay por qué recurrir a la mitología, pues el sabio dijo: ‘En todo hay un signo / que significa que Él es Uno’. Nada hay en la existencia que no esté sometido a Allah y todo en el universo manifiesta su fuerza, incluso la cotidianidad y lo rutinario. Tal como nos enseña el Corán, Allah envió la destrucción al déspota, y esto es lo importante. Fueron destruidos, él y su elefante y su ejército, antes de que entraran en Meca...”.

            No creemos necesaria la interpretación del Sháij Muhammad ‘Abduh. Es posible describir los hechos tal como él lo hace, pero lo importante no es hacer creíble el texto sino determinar su intención. La intención del Corán es hablar de la intervención de Allah, invitando al lector a presentirla. Sea como sucediera, y no hay probablemente indicios suficientes para inclinarse por que el hecho fuera un prodigio aparatoso o una epidemia normal, lo relevante es la protección que evitó que la Kaaba fuera destruida. Tanto los relatos que hablan de un acontecimiento maravilloso y único como los que sugieren explicaciones naturales coinciden en ver en él su connotación profunda: la Presencia de Allah protegiendo la Casa, una Presencia que se manifiesta de infinitos modos y de cualquier manera. Lo que sí parece cierto es que la expedición de Abraha y su fracaso acrecentaron en Arabia el prestigio de Meca. Seguía siendo la Ciudad Prohibida que albergaba un secreto capaz de repeler a sus enemigos.

            Sayyid Qutb, en su comentario a esta sûra, prefiere ver en el suceso un acontecimiento grandioso e irrepetible, no porque se deduzca obligatoriamente del texto sino por no acercarse al Corán con prevenciones. Esta postura nos parece la adecuada: el Corán invita a sumergirse en sus insinuaciones y no a realizar análisis formales y fríos. El Corán habla aquí de la Grandeza ante la cual la creación se rinde, y el lector que sabe lo que pretende el Libro Revelado se abandona a esa fuerza doblegadora. Ese lector saborea las palabras despreocupándose de los hechos, que, por otro lado, jamás podrá averiguar. El Corán es ‘sus palabras’, y es la emoción que despiertan lo realmente eficaz. La elección de Sayyid Qutb es la de dejarse llevar y no la de juzgar.

            En lo excepcional y en lo cotidiano no hay más que Allah. Esta es la enseñanza fundamental del Islam. La misma ‘ambigüedad’ del Corán y la Tradición que lo rodea alude a que lo de menos es el hecho histórico y sus detalles: el acontecimiento es un simple soporte y lo interesante es su significación espiritual, su razón profunda en la subyacencia que lo desencadena. Es palpar la intensidad de la Presencia lo que desencadena la intuición, y ésta entonces es capaz de avanzar en la dirección de Allah. Tal como sucede en los comentarios opuestos del Sháij Muhammad ‘Abduh y de Sayyid Qutb, lo importante es que al final los dos se encuentran en el mismo sitio, en la contemplación del Poder Determinante.

            Antes de pasar al estudio pormenorizado del texto, veamos algunas conclusiones que se pueden entresacar de la historia del elefante (ssat al-fîl), suceso que tuvo lugar, según señalan la mayoría de los cronistas, el mismo año en que nació Muhammad (s.a.s.), es decir, cuarenta años antes de la Revelación del Corán.

            En primer lugar, se deduce del relato que Allah no confió la salvaguarda de la Casa a los árabes idólatras (los mushrikîn). Aunque éstos se sentían orgullosos de ella porque los vinculaba entre sí, y la respetaban y acudían a realizar la peregrinación anual instituida por Abraham (Ibrâhîm), cuando llegó la hora de la verdad, Allah permitió que fueran derrotados y no pudieron oponer ninguna resistencia digna al avance de los abisinios. Fue Allah el que se encargó de repeler la agresión, no dejando a los idólatras la posibilidad de presumir de haber defendido la Casa.

            La Kaaba con el tiempo se había convertido en una especie de símbolo nacional. Esta conciencia exclusivista es lo que fue desbaratado. Una victoria sobre los etíopes hubiera confirmado el mito de la relación de la Kaaba con los árabes, pero al ser Allah el que protegió la Casa construida por Abraham, ésta recuperó su valor misterioso, quedando resaltado su secreto que trasciende lo particular y que la vincula y comunica con lo inexpresable. La Kaaba no estaba destinada a ser de nadie: existe para ser un estímulo al Recuerdo de Allah y para despertar el presentimiento de su Presencia.

            Cuando Muhammad (s.a.s.) triunfó más tarde sobre los idólatras de Meca y entró victorioso en la ciudad, para todos los árabes fue el signo definitivo de su autenticidad como Enviado de Allah. Sólo lo verdadero podía apoderarse de la Kaaba, porque ella pertenecía a un ámbito inefable. La Casa había aceptado al que venía como Mensajero del Señor de los Mundos, que es el Único Dueño de la Kaaba.

            En segundo lugar, el texto enseña que Allah no permitió a los cristianos -Abraha y su ejército- destruir la Ciudad Prohibida: no tenían acceso a ella. Su irreductibilidad a la voluntad humana quedó manifiesta. La arrogancia del hombre quedaba reducida a la nada ante la contundencia del Verdadero, una contundencia a la que la Casa daba cuerpo y secreta representación.

La fuerza de la Casa provenía del misterio de su Presencia misma en la tierra. Aunque estuviera aparentemente en manos de beduinos idólatras, no les pertenecía: de modo esencial la Kaaba estaba firmemente instalada en el seno de la libertad telúrica del desierto, y nada tenía que ver con los adoradores de ídolos. Un tirano cristiano no podía conquistar la Casa, que fue construida por Abraham en las inmensidades sin fronteras del desierto con la intención de que fuera testimonio físico del anhelo por Allah y referencia inmediata al Uno-Único.

            Para los árabes, aunque idólatras y dispersos, el misterio indescifrable de la Kaaba estaba presente, y era imponente ocupando el centro de Meca, ciudad que había nacido y crecido a la sombra de la Casa Antigua. Los cristianos, que habían distorsionado las enseñanzas de Jesús (‘Isà) y convertido su mensaje en un mecanismo de poder, carentes ya de toda frescura espiritual, nunca hubieran comprendido esa profundidad del significado de la Casa de Abraham. Pero los habitantes originales de esas tierras secas y ardías de Arabia jamás fueron capaces de construir un reino, y Meca no fue capital de ningún estado y de ninguna entidad nacional –ni tan siquiera lo sería más tarde, con el Islam-: fue siempre un centro extraño de lo indecible en torno al que, como mucho, se organizó una especie de república mercantil a la cabeza de la cual estaba una aristocracia entre iguales que no pretendía más que mantener sus privilegios y era amante de las tradiciones seculares del desierto.

            En tercer lugar, como ya se ha señalado, los árabes, antes del Islam, no habían sido nunca protagonistas decisivos en la historia. Estaban en los márgenes del mundo, sin recibir muchas influencias y sin prácticamente comunicar las suyas, aislados en las inmensidades de sus páramos, que no despertaban la codicia de sus vecinos. Eran una nación desarticulada constituida por tribus inconexas y enfrentadas. Sólo el Yemen, la región más fértil de la península, estuvo bajo sucesivas dominaciones extranjeras: los persas, después los etíopes... También, cuando algunas confederaciones de tribus lograban consolidar algún tipo de unidad política, ésta pasaba pronto a estar bajo la dirección y protectorado de otras naciones, como había sucedido en los lindes del norte donde algunos pequeños emiratos servían de zonas de choque entre persas y bizantinos. Pero el inmenso centro de la península, el gran desierto, rechazó los pocos intentos de anexión que existieron.

            El Islam comunicó a los árabes un nuevo ímpetu. Sembró en sus espíritus un sentido de la universalidad que hizo surgir de las arenas de su país estéril una civilización única. Los nómadas irrumpieron en la escena del mundo con una fuerza indescriptible. La lengua de los nómadas se convirtió de la noche a la mañana en un magnífico vehículo de espiritualidad, cultura y comunicación. El Libro de los beduinos fue fuente de inspiración y consolidación de comunidades humanas desde oriente hasta occidente. Los valores y costumbres del desierto se transformaron en modelos ideales de comportamiento y signos de nobleza y distinción. El Profeta árabe se convirtió en el Sello, en la Cumbre, de lo humano.

            Eso sucedió cuando ‘árabe’ se hizo prácticamente sinónimo de musulmán, cuando el término perdió su significación étnica y estrecha. Es triste constatar hoy cómo los ‘árabes’ pretenden recuperar el contenido desfasado y mediocre, racista e intolerante, de una palabra que pasó a ser equivalente de universal y abierto. Con ello, bajo los dictados de otras culturas en las que se valora el nacionalismo y la concepción del Estado y bajo la presión de complejos heredados del colonialismo, quieren recuperar lo que era nada. Y de nuevo se aíslan en sus desiertos y son arrojados a la marginalidad.

            La Sûra del Elefante anuncia todas estas cosas: habla de la derrota de la idolatría (los árabes incapaces de proteger la Casa), de la derrota de la arrogancia (la de los cristianos ante el Señor de la Casa), y el triunfo del carácter trascendente de la Casa, en la que hay guardado un secreto, precisamente el año mismo en que nació Muhammad (s.a.s.) y con el que, cuarenta años más tarde, el significado auténtico de la Casa eclosionó y nació el Islam desbordándolo todo.

            Ha quedado dicho más arriba que el Corán es, fundamentalmente, sus ‘palabras’. El contexto (las riwâyât o relatos tradicionales) nos sirve para situar el tema e identificar las alusiones, pero a continuación veremos como la sûra va mucho más allá.

            La sûra comienza con una pregunta: a lam tára káifa fá‘ala rábbuka bi-as-hâbi l-fîl, ¿no has visto lo que tu Señor hizo con las gentes del elefante?. La expresión ver (raà-yarà) quiere decir aquí saber: ¿no sabes lo que tu Señor (Rabb) hizo (fá‘ala-yáf‘al, hacer) con las gentes (as-hâb, gentes, compañeros, dueños, plural de sâhib) del elefante (fîl)?

            La historia era muy conocida por lo que la pregunta tiene un valor admirativo. Es más una exclamación, tal como señalan los comentaristas. El suceso fue tan célebre que en la Arabia preislámica se fechaba en función del año en que se produjo ese acontecimiento irregular, y así se decía: “Tal cosa sucedió un año antes de lo del Elefante, o dos años después,...”. La fecha del nacimiento del Profeta puede ser determinada gracias a que tuvo lugar en el mismo Año del Elefante (‘âm al-fîl). Por tanto, la pregunta, que en realidad es una fórmula exclamativa, pretende captar la atención sobre el significado de esa historia, de sobras conocida en sus detalles.

            La pregunta, como todo el Corán, va dirigida en primer lugar al Profeta, a Muhammad (s.a.s.). En ella se da el Nombre de Rabb (Señor) a Allah. El Rabb es Él en tanto que presente con todo su Poder Determinante en cada ser (por eso el Corán dice: Rábbuk, tu Señor, es decir, la verdad profunda e inabarcable, poderosa y eficaz, que está en lo más íntimo de ti, en tu origen secreto, en la raíz inasible de cada uno de tus instantes). Ésa es una presencia imperativa y radical, que comunica su empuje a la criatura y la hace ser, la estructura, la vertebra y determina cada uno de sus momentos. Por la fuerza de su significación traducimos la palabra Rabb por Señor, aunque hay que advertir que el término árabe no tiene los matices totalitarios y de arbitrariedad que su traducción tiene en castellano, que está impregnada de connotaciones medievales y feudales.

            Allah impera en cada criatura, es decir, es su ‘motor’ real: es lo que la desata de la nada, la convulsiona y le da existencia, es el ímpetu secreto que la pone en movimiento, la ‘energía creadora’ que la agita y de la que la criatura es el resultado. Pues bien, el Señor que hay en ti -en Muhammad (s.a.s.) y en cualquier ser humano- es el mismo que protagonizó la historia del Elefante y desbarató el ejército agresor. La Verdad que reside en tus adentros y te gobierna es la Verdad que rige los universos, más allá de las apariencias y de la voluntad de los hombres.

            La sûra se refiere a los etíopes llamándoles ‘las gentes o los compañeros del elefante’ (as-hâb al-fîl). El elefante fue, sobretodo, lo que quedó indeleblemente grabado en el recuerdo de los árabes. El gobernador etíope del Yemen mandó colocar ese animal portentoso a la cabeza de su ejército para que impresionara y apabullara a los árabes, que jamás habían visto nada parecido. Esa treta (káid) le falló: a lam yáÿ‘al káidahum fî tadlîl, ¿acaso no hizo errar sus artimañas? Allah determinó que ese engaño no sirviera para nada.

            Allah hizo (ÿá‘ala-yáÿ‘al, hacer; poner, colocar) que no alcanzaran el propósito por el que situaron el elefante a la cabeza del ejército, y por ello dice que erraron (tadlîl, error, confusión, perdición) su objetivo. Querían destruir la Kaaba y no lo consiguieron, y de nada les sirvieron sus equivocadas artimañas: no era a los árabes a los que debían vencer. Tal vez lograran asustar a los beduinos, como así sucedió, pero no al Señor de la Casa. Fueron mal guiados y mal aconsejados por su soberbia y arrogancia. Allah los desvió de la Verdad y los entretuvo con los árabes. Creyeron que espantando a los árabes conseguirían llegar a la Kaaba y destruirla, pero no contaban con Allah. Ésa fue su confusión: estuvieron errados en sus conjeturas y en sus estrategias.

            Implícitamente, la sûra enseña que lo que asusta al hombre es siempre algo grande y aparatoso que impresiona por su tamaño o su complicación, al igual que a los árabes les daba miedo el elefante, por lo enorme de su mole. Pero el elefante es un animal fofo y domesticable. Su apariencia es una treta. Los miedos no tienen una realidad objetiva: son quimeras en la mente del ser humano. Los fantasmas, los demonios, los dioses, los males, los problemas, las circunstancias,... todo aquello ante lo que el hombre se arredra y se empequeñece es como el elefante de los abisinios. Los árabes fueron derrotados por el ejército que se acompañó del terror, pero el miedo se rindió finalmente ante Allah, ante la Verdad. El Poder Determinante reside en el Uno-Único, en el Creador de los cielos y de la tierra. Sólo ante Él hay que rendirse; sólo Él es Grande.

            ¿Cómo desbarató Allah la treta de los abisinios?: wa ársala ‘aláihim táiran abâbîl, envió contra ellos pájaros en bandadas. Allah envió (ársala-yúrsil) bandadas (abâbîl) de pájaros (táir), tarmîhim bi-hiÿâratin min siÿÿîl, que les arrojaron piedras de arcilla. Esas aves -indeterminadas, y recordemos que en árabe táir designa a todos los animales que vuelan- les arrojaron (ramà-yarmî) piedras (hiÿâra) mezcladas con barro (siÿÿil, que al parecer es una palabra persa compuesta de las palabras piedra y barro, aunque también puede significar piedras en las que hay una inscripción, del verbo sáÿÿala-yusáÿÿil, grabar, hacer una inscripción, diciéndose en este caso que cada piedra llevaba el nombre del soldado al que debía alcanzar).

Unas criaturas aladas, poco pesadas, acabaron con el poderoso ejército agresor a cuya cabeza estaba el descomunal elefante. Allah las envió (ársala-yúrsil), que es el mismo verbo del que viene la palabra Rasûl, enviado, profeta, mensajero. Y ese mismo año habría de nacer Rasûlullâh Muhammad (s.a.s.), el Enviado, que  desbarataría los ejércitos  del Kufr con las ingrávidas palabras del Corán.

Los comentaristas sufíes del Corán dicen que con la palabra ‘pájaros’ el Corán alude también a las ideas, los pensamientos y las reflexiones iluminadas con las que el ser humano vence sus miedos y derrota sus fantasmas. Esos pensamientos, en medio de la oscuridad del miedo que paraliza al ser humano, son criaturas ligeras, semejantes a pájaros que vienen de Allah: son sus profetas en cada persona, los anunciadores de la Verdad, los desarticuladores de los engaños que confunden al hombre con su apariencia de mole y ante los que no sabe cómo reaccionar.

Con esos pájaros Allah devastó al ejército del elefante: fa-ÿá‘alahum ka-‘ásfin mâkûl,  dejándolos como campo de cereal devorado. El ejército quedó arrasado: Allah lo dejó (ÿá‘ala-yáÿ‘al, hacer, poner, dejar) como si fuera los restos de cereales (‘asf) que quedan después de que el campo haya sido segado o haya pasado por él una plaga (queda mâkûl, devorado). Es decir, reducido a nada. Su fuerza y su agresividad se desvanecieron ante la Verdad. Del mismo modo, la persona iluminada en sus adentros por su Señor (Rabb) ve esfumarse ante sí la gravedad de lo que asusta o aterra al hombre común, pues sabe que lo único relevante es la Verdad Señorial que impera en la intimidad de las criaturas, y no las apariencias o las ilusiones.

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