SÛRAT
AL-HÚMAÇA
revelada en Meca, 9 versículos
bísmil-lâhi
r-rahmâni r-rahîm*
Con
el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm
1.
wáilun li-kúlli húmaçatin lúmaçatin
¡Ay
de todo difamador maledicente
2.
il-ladzî ÿáma‘a mâlan wa ‘addadahû
que
amasa riquezas y las cuenta
3.
yáhsibu ánna mâlahû: ajladahû
creyendo
que sus posesiones lo hacen inmortal!
4.
kallâ*
Pero
no;
la-yúnbadzanna
fî l-hútama*
Es
arrojado a la Devoración.
5.
wa mâ: adrâka mâ l-hútama*
¿Qué
te hará saber lo que es la Devoración?
6.
nâru llâhi l-mûqadatu
Es
el Fuego encendido de Allah
7.
l-latî táttali‘u ‘alà- l-áf-ida*
que
se alza por las entrañas.
8.
innahâ ‘aláihim mûsadatun
Se
cierra sobre ellos
9.
fî ‘ámadin mumáddada*
en
columnas estiradas.
Los
difamadores de los que habla en concreto esta sûra personifican la vileza, y
son lo opuesto a los mûminîn descritos en la sûra anterior. Son casos extremos de la
ruina en la que está el hombre. Muhammad (s.a.s.) tropezó con ellos en Meca, y
sufrió a causa de la perversidad de sus intenciones y lo solapado de sus
maquinaciones. Intentaron arruinar su reputación extendiendo mentiras. Son
siempre personas anónimas que difaman con guiños, ironías y medias palabras,
y se refugian tras la aparente inocencia de no haber sido claros ni
contundentes.
No
se trata aquí de los grandes calumniadores, sino de otros más disimulados,
esquivos y retorcidos en sus pequeñas almas, los que no se atreven a hablar
cara a cara.
La calumnia
(namîma), la difamación (qadzf), la maledicencia
(gáiba), la mentira (kádzib),
el falso testimonio (çûr),...
son algunas de las traiciones a la Verdad que el Corán y la Tradición
musulmana denuncian con una severidad tajante. Ahora lo hace con el mismo rigor
respecto a esas mismas bajezas cuando se disfrazan bajo la impunidad del
anonimato. Esos difamadores son los que se camuflan para evitar una posible
respuesta en toda regla, los que lanzan acusaciones bajo formas soterradas y
enigmáticas como los guiños, las ironías, el susurro... No es menor la
gravedad de esos actos furtivos, incluso es mayor, porque deja siempre un rastro
que nada borra. El húmaça, el difamador de este tipo, el lúmaça,
el maledicente que no dice claramente
a qué se refiere con sus palabras, son un mismo personaje que se escabulle por
los pliegues de su propio retorcimiento interior.
Allah
dice: wáilun li-kúlli húmaçatin lúmaça,
¡ay de todo difamador maledicente...
La interjección ¡ay!, con la que se expresa dolor ante una desdicha o se sugiere
una amenaza, en árabe es un sustantivo, wáil,
que, según un hadiz, es el nombre de un río
de fuego. Es como si, en el encabezamiento mismo de esta sûra, se anunciara
que el wáil aguarda al difamador
(húmaça) maledicente (lúmaça)
para consumirlo en la eternidad de las connotaciones espirituales de sus
maquinaciones, y eso es una amenaza grave que Allah le hace, y debiera ser para
él motivo de lamento. Literalmente, el versículo dice: el
wáil es para todo difamador
maledicente.
Las
palabras difamador-maledicente (húmaça-lúmaça)
-que tienen el matiz ya señalado de ‘disimulados e indirectos en sus
acusaciones’- son usadas con mayor frecuencia en sus respectivos intensivos, hammâç-lammâç, pero
al ser mencionados aquí bajo sus formas menos tensas, se sugiere que Allah no
tolera ni disculpa ‘las alusiones malévolas’ ni tan siquiera en sus
expresiones más débiles, suaves y aparentemente inocentes porque no sean más
que ‘simples insinuaciones’.
Por
tanto, un terrible destino junto a Allah espera a los difamadores maledicentes
que acechan y espían a las gentes y después difunden sus sospechas, insidias,
dimes y diretes, cobardías, guiños y señales, dañando la reputación y el
honor de los demás y dejando siempre el rastro de la duda y la desconfianza.
Para
los sufíes, atentos al significado de las palabras coránicas en el presente de
cada hombre, el wáil es el nombre del velo que ciega a los difamadores maledicentes,
es decir, a los que están pendientes de los defectos de los demás, ansiosos
por encontrar algo que criticar y divulgar. Ese velo les impide ver ‘que
todo cuanto acontece es fruto del Destino’. Efectivamente, quien es
consciente de que todo está en Manos de Allah no tiene nada de que objetar a
las criaturas, y para sus juicios no tienen más criterio que la Sharî‘a.
Se libra de ese río de fuego -en su
presente y en su destino tras la muerte- quien descorre ese velo y descubre a
Allah.
Para
esos sabios, todo está inmerso en el Poder de Allah, el cual rige con sabiduría
los acontecimientos desde las profundidades de lo verdadero. El que se dedica a
espiar y censurar a los demás lo hace movido por la fuerza que tienen para él
las apariencias, y éstas son el afán que lo atosiga y el velo que lo ciega;
son su wáil, su desgracia,
la calamidad en la que está sumido, su río de fuego en el que vive atormentado, y no se da cuenta. Los
maestros de espiritualidad musulmana aconsejan al que es seducido por las
apariencias que desvíe su mirada hacia sus propios defectos de modo que los
lime, evitando que su mal alcance a los demás, y desgarre finalmente así ese
velo que lo separa de la Verdad.
En
cualquier caso, el maledicente-difamador, aquél para el que tanta importancia
tienen los comportamientos ajenos y encuentra siempre algo censurable en ellos,
lo hace por ruindad. Esa ruindad es descrita en el versículo siguiente: al-ladzî
ÿáma‘a mâlan wa ‘áddadah, el
que amasa riquezas y las cuenta. La avidez y la avaricia son las compañeras
de esa enfermedad. La vileza del difamador-maledicente tiene su origen en su
agonía por el mundo: ha depositado su confianza más íntima en las posesiones (mâl, bienes,
riquezas), y por ello se afana en reunirlas (ÿáma‘a-yáÿma‘,
reunir, juntar) y contarlas (‘áddada-yu‘áddid,
contar, enumerar). No tiene otro fin en la vida que el de apoderarse
de cosas (materiales o espirituales) y aferrarse a ellas como si fueran a
salvarlo de algo o como si lo hicieran inmune a Allah. Eso le hace ser ruin y
malévolo, y sospecha de los demás y busca arruinarles, vaya a ser que le
quiten algo.
Con
todo ello, el difamador-maledicente no busca sino paliar sus inseguridades y
espera que sus posesiones, sean del tipo que sean, le den alguna firmeza
existencial, espera que le confieran consistencia pues es consciente de lo
precario de su ser: yáhsibu ánna
mâlahû: ájladah, creyendo que sus
posesiones lo hacen inmortal! Las posesiones
(mâl), según los sufíes, no son sólo
los bienes materiales, sino todas las certezas en las que el hombre cree (hásiba-yáhsib, creer,
calcular) y con las que juzga a los demás. Esas certezas, al poseerlas,
piensa que lo liberan de la inanidad y de su vacío. Por ello se aferra con
avidez a ellas y las convierte en criterio absoluto.
El
ser humano, en la angustia de saberse inconsistente y leve, vulnerable y
asediado, busca algo que lo proteja y lo haga inmune, y se ata a aquello en lo
que cree encontrar seguridad, aquello que le hace soñar que está a buen
recaudo (ájlada-yújlid,
hacer a alguien inmortal). Lucha desesperadamente contra el
presentimiento de su precariedad, por ello busca cobijo en la riqueza, o el
poder, o la salud, o la fama, o el éxito, o en el saber, o en sus pensamientos,
o en la religión, y se aferra a aquello en lo que consigue depositar su
confianza pensando que le dan la solidez que le falta en sus raíces. Y con su
rasero lo mide todo. Esa seguridad nacida de una ficción lo hace pavonearse y
considerar que ha superado el estadio de la zozobra. Es por lo que se atreve a
juzgar a los demás.
La
respuesta del Corán es contundente y simple: kallâ,
pero no. De nada sirve al hombre el poseer riquezas, o todo el poder
posible o todo el conocimiento del que sea capaz. Nada lo libra de su condición:
es una criatura en manos de Allah y sujeta a una Verdad que no controla. El
Islam es abandono en el fluir que impone la existencia.
Las
descripciones que el Corán hace del destino que aguarda al ser humano tras la
muerte tienen un doble valor: son un anuncio y también tienen una significación
presente al describir el mundo interior de aquellos de los que habla. Esta
interpretación la posibilita el lenguaje que emplea: entrecortado, atropellado,
ambiguo y a la vez sugerente, e intraducible en toda su riqueza connotativa.
En
resumen, para los que aún no ven con el ojo interior, esas descripciones les
hablan de algo que desconocen y está por suceder, pero para los que sí están
dotados de sensibilidad espiritual se trata de algo que ya sucede en lo eterno
de cada instante y lo ven con sus propios ojos pues ante ellos ha sido retirado
el velo que resguarda las realidades interiores.
El wáil,
el río de fuego, es a lo que serán
sometidos eternamente los difamadores-maledicentes. Por otro lado, es el fuego
que arde ya en ellos; es más, es la causa de sus torpezas: es el velo que los
separa de Allah, es decir, de la
feunte de todo bien. Al tratarse ese fuego actual de algo espiritual, la mayoría
de la gente no lo verá hasta que la muerte no les abra los ojos. Bajo esta
doble perspectiva deben ser entendidos estos textos. No se trata de
interpretaciones distintas: sólo depende del grado espiritual, la capacidad de
síntesis y la perspectiva del lector el captar una u otra dimensión según
perciba la grandeza abismal de la existencia.
Todo
es materialización de lo que ocurre en el espíritu. El difamador-maledicente
lo es porque en sus adentros hay un incendio y un velo cegador, que sólo sentirá
en toda su intensidad después de la muerte. Ahora ‘lo entretiene el mundo’.
Los acontecimientos espirituales son realidades eternas. La materialidad de sus
manifestaciones son indicios. El que es iluminado por Allah los descifra y es
guiado por su Señor.
Los
amados por Allah despiertan con las sugerencias del Corán, y siguen el Camino
que los conduce al Jardín según ha prescrito una Sabiduría que sólo Allah
posee. En cuanto al vil la-yúnbadzanna fî
l-hútama, es arrojado a
la Devoración. El verbo nábadza-yánbudz,
es arrojar con desprecio, desterrar, condenar a la humillación. Aquí
aparece en su forma pasiva, núbidza-yúnbadz,
ser arrojado. Será (y está) abandonado a su suerte, que es el
Fuego que hay en él. Se trata de un Fuego
Devorador (al-Hútama),
uno de los nombres del Pozo sin fondo
de Yahannam, las profundidades tétricas,
la privación absoluta, el Fuego (Nâr)
de Allah, que es frustración y dolor de un vacío, de dimensiones
inimaginables.
A
continuación, Allah nos dice en esta sûra: wa
mâ: adrâka mâ l-hútama, ¿qué
te hará saber lo que es la Devoración? ¿Qué imagen te hará alcanzar (ádraka-yúdrik, alcanzar,
comprender) el presentimiento de los que es al-Hútama? nâru
llâhi l-mûqada, es el Fuego
encendido de Allah. Ésta es la imagen más cercana. Es la Ira, la ausencia
de todo bien, la quemazón de algo encendido
(mûqad) en el interior. Y es de
Allah, es decir, tiene proporciones infinitas, y al-latî
táttali‘u ‘alà- l-áf-ida,
se alza por las entrañas.
Esta
última es una expresión interesante. Describe el dolor que aguarda al
difamador maledicente emergiendo desde las profundidades del espíritu para
apoderarse y arrasarlo todo tras la muerte, pero también es una alusión
al presente al describir cómo el mal asciende (ittála‘a-yáttali‘,
ascender, asomarse) desde sus entrañas
(af-ida, plural de fuâd,
entraña, corazón) y sale por su boca bajo la forma de calumnias y
sospechas. Tras la muerte, arderá en la fuente de esas reacciones malignas,
porque nada en la existencia es intrascendente; al contrario, es la rama de unas
raíces que se hunden en lo imperceptible que abarca espacios y tiempos in delimitados.
Por último, el carácter definitivo y amenazante de todo lo dicho antes queda señalado a continuación: innahâ ‘aláihim mûsada, se cierra sobre ellos, es decir, ese Fuego está cerrado (mûsad) sobre ellos, no dejándoles huir, como si los atara fî ‘ámadin mumáddada, a una columna estirada. Ese Fuego es el pilar (‘ámad) al que están atados, y es un Fuego que asciende hacia el cielo estirándose (mumáddad) y convirtiéndose en su destino. Sólo nos queda pedir a Allah que nos libre de ese sufrimiento y nos lo evite en el presente y en el Destino.