SÛRAT
AL-‘ASR
revelada en Meca, 3 versículos
bísmil-lâhi
r-rahmâni r-rahîmi
Con
el Nombre de Allah, el Rahmân, el Rahîm
1.
wa l-‘ásri
¡Por
el atardecer!
2.
ínna l-insâna la-fî júsrin
El
ser humano está en ruina,
3.
illâ l-ladzîna â:manû wa ‘amilû s-sâlihâti
salvo
quienes se han abierto (a Allah) y han obrado rectamente,
wa
tawâsau bil-háqqi wa tawâsau bis-sabr*
y
se han aconsejado mutuamente la verdad y se han aconsejado mutuamente la
paciencia.
En los tres versículos de este breve capítulo del Corán queda resumido
el ideal del Islam para una vida humana acorde con su realidad más profunda.
Según el Imâm ash-Shâfi‘i, hubiera bastado la revelación de esta sûra
debido a la densidad de conclusiones que resultan de ella. No hace concesiones,
y su claridad es definitiva. Esta sûra es suficiente para comprender la meta
que se propone el Islam, la razón por la que el Corán fue revelado, y nos
explica por qué luchó el Profeta (s.a.s.) y cuál era la naturaleza de su misión.
Comienza con un juramento: wa l-‘ásr, ¡por el
atardecer!, y es como si dijera: ¡por
el paso del tiempo! Este encabezamiento da contundencia al texto. Allah jura
por un momento crucial del día para dar firmeza a sus palabras y sostenerlas
sobre una evidencia (en la que, a la vez, hay un gran reproche y una llamada
urgente a la atención). El ‘Asr,
la caída de la tarde, simboliza el
paso inexorable del tiempo, la victoria de su devenir sobre las criaturas. Se
trata de una imagen poderosa: en cada atardecer queda reflejada la sucesión de
las épocas, el ininterrumpido flujo de la vida, la historia humana entera,...
que son aquí el irrefutable testigo de la veracidad de las palabras que Allah
va a pronunciar seguidamente.
Allah jura por el atardecer que ínna l-insâna la-fî júsr, el
ser humano está en ruina. De lo que da fe el paso irremediable del tiempo
es del fracaso (jusr, ruina)
del ser humano (insân). Para
dar un carácter rotundo a este pensamiento, además de ir precedido, como ya
hemos visto, por un juramento, en esta frase se emplean dos recursos más de la
lengua árabe para radicalizar sus palabras. Traducido literalmente, el
enunciado dice: ¡Lo juro! Ciertamente, el
ser humano está, sin duda, en la ruina. No hay titubeo alguno en la
afirmación ni puede ser interpretada de otra manera: su estilo es el de una
sentencia.
La caída de la tarde -el ‘Asr-,
es decir, el paso de las épocas y las eras, es testigo de la quiebra
(jusr) del ser humano (insân). Esto
es lo inequívocamente afirmado. Y es difícil no dar la razón al Corán. Los
grandes afanes del hombre -su amanecer y su mediodía-, su inquieta búsqueda
del saber y la felicidad, sus culturas, sus ciudades, sus civilizaciones, sus
logros, su ansiedad, su curiosidad,... en lo individual y en lo colectivo, en el
pasado y en el presente, todo es nada, e insatisfactorio y frustrante, y es
borrado por la muerte o el olvido si el ser humano está separado de la Verdad
que está en su propia raíz. Sus esfuerzos incesantes, sus elucubraciones, sus
certezas, sus miedos,... son vanos e ilusorios si lo ciegan, y si
lo aíslan y hunden en el vacío de la privación. Y de esto último, del
continuado fracaso del hombre, dan fe el paso irreductible del tiempo y la
historia.
El Corán da una especial importancia al Salât
que los musulmanes realizan precisamente en el momento en que comienza la tarde:
el Salât al- ‘Asr.
Ordena observar con atención ese instante en que empieza a declinar el día,
convirtiéndolo en una oportunidad para el recogimiento.
No obstante, a pesar del pesimismo con que empieza el capítulo, Allah
enuncia inmediatamente una excepción. Han aprovechado su tiempo,
su ‘Asr, quienes han saboreado el significado de su existencia
y han sido traductores del secreto de la vida. Esta salvedad es expresada del
modo siguiente: illâ l-ladzîna â:manû
wa ‘amilû s-sâlihât, salvo
quienes se han abierto (a Allah) y han obrado rectamente. Se han librado de
la ruina en la que está sumido el género humano quienes cumplen cuatro
condiciones. De las dos primeras se habla en esta frase.
Al margen de la ruina generalizada entre los hombres están los dotados
de Îmân, es decir, aquéllos que se
han abierto al Uno-Único -a Allah, Señor de los Mundos y Verdad que lo
sostiene todo y hace reales las cosas-, aquéllos cuya sensibilidad los conecta
con la Grandeza que está en el fundamento de la existencia. El término Îmân
viene del verbo âmana-yûmin, abrirse de corazón a
Allah, ser esponjoso ante Él. Esta es la primera clave.
El Îmân -la clarividencia
del corazón- es una puerta que hay en las entrañas del ser humano hacia lo
universal, una ventana que lo asoma a lo infinito y lo inexpresable, y es la
esencia misma y la inclinación natural del corazón. No se trata de la fe,
traducción habitual de la palabra Îmân
que falsea, cristianiza y petrifica su alcance. El Îmân
no es una elaboración que pretenda ahogar las incertidumbres humanas y
sustituirlas con certezas supuestas a las que se da el valor de indiscutibles,
sino que es una sensibilidad receptiva, intuitiva, propia de las raíces y capaz
de perderle el miedo a las dimensiones infinitas, ambiguas e inciertas, que el
Islam sugiere como verdades subyacentes en todo lo que existe: es algo más
antiguo que la fe, mucho más primario, mucho más humano.
El Nafs, el yo,
el ego, el sí mismo, es la
conciencia que tiene el hombre de su propia individualidad. El Îmân
es la posibilidad que hay en él de no encerrarse en la percepción exclusiva de
su particularidad aislándose en el egoísmo. Con el Îmân
recupera el pulso de la vida, se reintegra en sus orígenes olvidados y recuerda
y revive la nebulosa fecunda de la que ha surgido él y la existencia entera. Es
decir, gracias a esa posibilidad que habita en él es capaz de expandir su Nafs
en lugar de convertirlo en una cárcel.
Cuando la criatura humana se incomunica en su Nafs
y se sumerge en la mediocridad de los horizontes estrechos, se dice en árabe
que esa persona es kâfir, camuflador y escamoteador
de la Verdad-Una. Si, por el contrario, se abre con el Îmân hacia Allah, el Conjugador del Ser, se dice entonces que es mûmin:
soberano en su yo, y Universal en su corazón,
integrador de su ser, reunificado y comunicado con todo, habiéndose convertido
en un microcosmos, y en reflejo, en su instante, de la Inmensidad. El Îmân
-unido a la conciencia- es, por tanto, un privilegio que permite al hombre
hacerse digno de algo sublime, escalando por encima de la simple espontaneidad
con la que las demás criaturas responden a Allah.
El Îmân se desborda en
gestos de generosidad y extroversión, al igual que, por el contrario, el
imperio solitario del Nafs es
traducido por la avaricia y el retraimiento. La frase coránica habla en su
segunda parte de ese resultado consecuente del Îmân, un corolario que proclama abiertamente la sinceridad de la
apertura al universo conjugado por el Uno-Único: los mûminîn son los que realizan ‘actos
rectos’ (sâlihât)
de los que hablaremos más adelante. Efectivamente, el Profeta (s.a.s.) siempre
definía el Îmân por las acciones
que resultan de él: no es una vaguedad imprecisa o una postura intelectual sino
el vórtice que configura a un tipo de ser humano.
Formalmente, en el Islam se suele definir el Îmân
como declaración verbal de estar interiormente abierto hacia Allah, y actuar
en consonancia con las descripciones del Profeta, siguiéndolo como modelo en
todo. Esta definición -muy oportuna, escueta y clara- obliga a los
musulmanes a admitir como mûminîn,
es decir, como suyos, a quienes se declaren como tales y obren de acuerdo a las
exigencias mínimas señaladas por Muhammad (s.a.s.) como testimonio de
sinceridad. Son disculpables los olvidos, las torpezas o los errores. Esto evita
que alguien se arrogue el derecho a juzgar a los demás e indagar acerca de las
intenciones, instalándose la desconfianza o la sospecha entre los musulmanes.
Según lo anterior, los corazones están exclusivamente en Poder de Allah y a Él
son remitidos, y nadie más penetra en ellos. Pero esto mismo implica que el Îmân
es algo que está más allá de su definición formal.
En realidad, el Îmân es la
comunicación directa del ser humano, pequeño y limitado, con la Raíz
Absoluta, Atemporal e Inexpresable, de su existencia. Tiene que ver con algo
siempre difícil de precisar que se despierta en lo más íntimo de su ser y que
le descubre el centro de la existencia. En ese centro se encuentra con la vida
entera, con los ritmos que la dinamizan, con las fuerzas y energías que la
activan. En ese Polo del Ser el individuo queda íntimamente vinculado a todo.
Sus estrechos límites pasan a cobijar horizontes insospechados. Su escasez se
convierte en desbordamiento. Su tiempo se transforma en eternidad. El Îmân
no es fe que admite misterios, sino esponjosidad que descubre e integra en sí
lo profundo, lo desconcertante, lo irrepresentable, que sin embargo se revela al
hombre en los espacios más desconocidos de su propio ser.
Y en lo anterior radica una paz extraordinaria. El corazón encuentra
calma en la Inmensidad, y se deleita en su Belleza, y comprende que la Sabiduría
es la que lo determina todo. Éste es el resultado de su intimidad con lo
Verdadero. El dotado de Îmân no pugna con el Destino, no entra en conflicto con la Verdad
que impera en las cosas, sino que se metamorfosea en cráter desde el que
eclosiona el Secreto Latente. Todo esto convierte su experiencia de la vida en
Jardín.
El mûmin es el que orienta su
ser en una única dirección: Allah. Es el que se ha reunificado y busca al Uno-Único.
Ha abandonado la dispersión, y lo primero que ha hecho es desmontar dioses. Los
mitos de los que vive el hombre común le han demostrado su falsedad, y ha
vuelto su aspiración hacia el Verdadero. Quien hace esto con sinceridad no es
defraudado. El Verdadero siempre está ante el que lo busca: es Absoluta
Presencia, es lo Real que antes estaba oculto bajo el denso velo de las
ilusiones y las fantasías. El mûmin
ha descubierto su sujeción a la Verdad, su indisoluble lazo con la Realidad que
lo hace ser, y hacia ese oriente ha vuelto su rostro, desapegándose de aquello
que su voracidad distorsionaba. Su ‘Ibâda,
su búsqueda de su Señor, es
unitaria.
El mûmin no tiene más señor
que su Señor. No admite sucedáneos. Todo lo creado está al mismo nivel. Sólo
lleva la frente al suelo ante Allah, el Uno Reductor, la Verdad Preeminente, el
Vencedor en todo. No hay otra hegemonía. De esa Fuente bebe sus valores, sus
criterios y su sabiduría y desde Ella despliega su acción. De la Fuente de la
Vida y del Ser recoge su vida y su ser. Intima con Ella en la ‘Ibâda,
en su búsqueda de su Señor. Su ‘Ibâda
es orientación absoluta, penetración en el universo de la Soledad de Allah, y
es la desnudez de su sinceridad. Es su capacidad para rasgar el velo de la
separación. En ella pone su corazón hasta abrir la puerta.
Esto lo hace ser señorial (rabbâní).
No es movido por la arbitrariedad ni el interés ni es cegado por el egoísmo.
No hay en él envidia, ni rencor, ni mentira, ni avaricia, ni cobardía, ni
crueldad, ni nada que lo ate. Se ha expandido en Allah y ya nada lo sujeta. Su
tamaño es infinito y sus horizontes no tienen final. Pero su posible arrogancia
queda anulada por la conciencia que tiene de la Grandeza de su Señor. A Él, y
sólo a Él, está sujeto en cada instante, y sabe que ésa es la auténtica
causa de su ser y también la causa de su plenitud. Se amolda a la Revelación,
que doblega las vanas pretensiones y le recuerda su condición de criatura
esencialmente sujeta a una Verdad que le trasciende: por siempre es esclavo. Es
rey que vive bajo el manto de su necesidad y su indigencia.
El Islâm, la rendición
incondicionada a su Señor, es la Sharî‘a
del mûmin, es su Camino y su Ley.
Sobre esa senda es recto; eso le evita toda desviación. Sus mayores
enemigos potenciales son la arbitrariedad, el egoísmo, la arrogancia,... y la Sharî‘a
es constante corrección, salud y victoria. El mismo carácter señorial del mûmin
le señala la Revelación como fuente de inspiración para sus actos y sus
palabras: el Corán le viene de Allah, de su Señor. En el Libro resuena su
propia voz y encuentra ecos que le son familiares. Obedece a Allah en el Corán
y se orienta en esa dirección hasta su Señor. El Corán de Allah y el Corazón
del mûmin son lo mismo.
Las conjunciones anteriores son las matrices de las acciones
rectas (las sâlihât).
Recordemos aquí que la sûra -después de indicar el Îmân
como primera condición para aquéllos que se libran de la ruina y la quiebra-
menciona las sâlihât
como segunda característica: illâ l-ladzîna
â:manû wa ‘amilû s-salihât, salvo
los que se han abierto hacia Allah y realizan sâlihât. Se
puede traducir este término por el de buenas
acciones o acciones rectas, útiles y provechosas. Son rectas porque siguen un
camino claro: tienen un modelo (en el Nabí,
s.a.s.) y un método (la Sharî‘a),
y no son elucubraciones o reacciones del capricho o la vanidad. Son buenas
porque tienen como raíz la Bondad Creadora y se inspiran en lo que da vida. Son
útiles y provechosas porque conducen hasta Allah mismo. Las acciones del mûmin
son sâlihât cuando son el fruto de su autenticidad y de
su rigor: están inspiradas en la Revelación, son buenas para él y para los
demás, y son útiles porque son base sobre el que cimenta sólidamente su Jardín.
El Îmân, sin sâlihât,
es mera contemplación (o, peor aún, es simple disquisición). Si el Îmân no se manifiesta exteriormente, es que no existe en las
profundidades del ser. Cada ser expresa lo que tiene en su interior, y el Îmân
también es motor, y no especulación estéril. A las acciones que resultan de
la apertura sincera del corazón hacia Allah se las llama sâlihât.
Y también las sâlihât
alimentan el Îmân, porque todo está
interrelacionado: la relación de causa y efecto va en las dos direcciones. Rasûlullâh
(s.a.s.) dijo en cierta ocasión que el Îmân aumenta (yaçîd)
o decrece (yánqus),
y para ser estimulado y reforzado es necesario guiarlo con sâlihât, con acciones
rectas, buenas y provechosas.
Las sâlihât
son de dos tipos. El primero, la ‘Ibâda,
el reconocimiento de Allah como Único Señor,
y es una búsqueda activada por la
sumisión absoluta y sin reparos ante Él, y tiene sus acciones que el Islam
describe. Llevar la frente al suelo es la acción física que se corresponde con
esa intención. La ‘Ibâda tiene un
enorme valor didáctico: es una orientación plena hacia Allah y un puente real
que se tiende hacia Él. En ella el musulmán se va consolidando, aprende lo que
es el Islam y ejercita incluso su cuerpo en las enseñanzas e implicaciones de
la Unidad y Señorío de Allah, y por otro lado, y sobretodo es sin duda lo más
importante, con ella obedece a Allah sin hacer mediar sus caprichos, sus estados
de ánimo o sus espectativas. Con la ‘Ibâda, el mûmin
practica lo esencial y no lo mantiene en el aura de lo teórico. Con sus actos
de ‘Ibâda, tanto en las
profundidades de su espíritu como en los gestos de su cuerpo, se sumerge de
modo efectivo en el Océano de la Unidad y se alimenta, crece y se transforma en
él, agigantándose en el Infinito al que lo asoma su orientación.
El segundo tipo de sâlihât
hace referencia a la Mu‘âmala, el trato
con los demás. El Islam enseña que la Mu‘âmala
debe basarse en el conocimiento y la justicia: tiene como fundamento el Ádab, la cortesía, y los
Ajlâq, el comportamiento noble y generoso. Con el Ádab se reconoce el valor de las cosas y de las criaturas y se
adopta ante ellas una actitud respetuosa, y con los Ajlâq se establece una relación noble y generosa con ellas. Y lo
mismo rige para todas las transacciones sociales.
Quien
es sâlih, es decir, recto,
bondadoso y útil, en su ‘Ibâda
y en su Mu‘âmala, se está manifestando como mûmin. Sus acciones son juicios que le sirven de indicio para
calibrar su estado interior.
Pero lo mismo que el Imân no
existe si no es traducido por los actos, tampoco las sâlihât tienen valor espiritual si no nacen de él.
El Îmân es la raíz del mûmin.
De esa raíz salen ramas que a la vez le aportan oxígeno, pero sin la raíz las
ramas no tienen sentido. Son ramas que no están sujetas a nada y carecen de
profundidades. Tanto la hipocresía como el rechazo frontal a Allah no conducen
a la reunificación aunque se revistan de bondad. Es decisivo el Îmân,
que es la inclinación del corazón. Si lo que se busca es librarse de la ruina
(el jusr del que habla la sûra) es vital darse cuenta de lo que
significa esto. El esfuerzo y la bondad, hipócritas o sinceros (pero no
enraizados en el Îmân), no
comunican al hombre con su Señor Absoluto y Trascendente: es la expectativa real lo que sí abre esa puerta. Tampoco ésta sirve de nada si no es capaz de
mover y transformar al hombre. Es la conjunción de sensibilidad y acción lo
que saca al mûmin del número de los
arruinados, de los condenados a la frustración de sus existencias.
En resumen, las intenciones, los esfuerzos y los actos del ser humano no
le sirven de nada si no tienen como origen el Îmân.
Esta tajante conclusión es, sin embargo, lógica. Allah, el Uno-Único, la
Verdad, es el Creador de la vida y el que la mantiene a cada instante. Todo lo
que no es Él, es ilusión y quimera. El bien y el mal son relativos, y sólo es
real Allah. No beber de esa Fuente es encaminarse hacia el vacío, hacia la nada
de las ilusiones y las quimeras. Por tanto, el que se orienta en esa dirección,
en la de su entendimiento, sus sueños, sus creencias, sus arbitrariedades, sus
intereses, sus mitos y sus dioses, encuentra al final la inanidad de esas fantasías.
El que busca la plenitud en Allah, la encuentra, pues Él es necesariamente y
eternamente Presente. Él es el Real, el Verdadero, el Consistente, el Sólido,...
y está muy por encima de todas las conjeturas. Y el Îmân
es la única intuición del ser humano que se propone esa meta.
La satisfacción del ser humano, su victoria y su riqueza, están
depositadas en ese potencial al que llamamos Îmân. Si no lo desata a base de intención y esfuerzos, por muchos
que sean sus afanes en cualquier otra dirección, está abocado al fracaso y a
la ruina. Sólo se libra de esto el que está dotado de sensibilidad espiritual
(el mûmîn) que despliega su
experiencia interior en actos efectivos que sean rectos, buenos y provechosos
(las sâlihât). Estas
son las dos primeras condiciones que establece la sûra cuando hace su excepción:
illâ l-ladzîna â:manû wa ‘amilû s-sâlihât,
salvo quienes se hayan abierto (hacia
Allah) y hayan actuado rectamente. Es, pues, un ser humano integral, con un
mundo interior rico que no se troncha y queda reducido al espíritu sino que es
capaz de trasformarse y transformar.
Las dos condiciones restantes que se enuncian al final de este capítulo
son también, sin duda, de la máxima relevancia. Hemos hablado hasta aquí del
individuo, del mûmin dotado de una
sensibilidad espiritual activa. Pero no es suficiente. Si no interviene en la
construcción de una comunidad y una civilización con esos instrumentos no
cumple con uno de los retos, inclinaciones y necesidades más importantes del
ser humano. No dejaría de estar aislado e incomunicado -simplemente encantado
consigo mismo y falto de bien, y estafado sin darse cuenta por su ego- si no
trasciende los límites de su persona y de lo anecdótico y se convierte de
forma efectiva en agente decisivo de la historia, aceptando los innumerables
inconvenientes que ello supone y sabiendo que en ese desafío acaba limando
asperezas que sólo son descubiertas en el contraste con los demás en la
inquietud de esa lucha. La satisfacción del Îmân
queda incompleta y amputada si no es compartida totalmente fraguando con ella
una realidad distinta total, testimonio y consecuencia fiel de la sinceridad del
Îmân.
A esto hacen referencia las dos condiciones siguientes. Como ya hemos
visto, se libran de la ruina generalizada quienes se han abierto de corazón a
Allah y han actuado con rectitud,... y a ello hay que añadir que son quienes: wa
tawâsau bil-háqqi wa tawâsau bis-sabr,
se han aconsejado mutuamente la verdad y se han aconsejado mutuamente la
paciencia. Se salva de la frustración el individuo que cumple las dos
condiciones primeras, y también se salva de la frustración la sociedad que
cumple las dos condiciones últimas. El individuo y la comunidad, al igual que
el Îmân y las sâlihât, están estrechamente vinculados entre sí y
se alimentan mutuamente.
Se nos habla aquí de la mutua recomendación (el Tawâsî)
de la verdad (haqq) y la paciencia
(sabr). Una comunidad fundada
sobre el Îmân no puede ser
totalitaria. De ahí que se nos hable del Tawâsî,
la mutua recomendación. El Profeta (s.a.s.)
estableció la Shurà, la Asamblea,
como instrumento eficaz con el que los musulmanes se rigieran en tanto que
comunidad. No quiso una Iglesia para el Islam ni ningún tipo de tutores para
los musulmanes, sino que organizó la posibilidad de un auténtico y fecundo
intercambio. Los mûminîn son soberanos e iguales, es más, son los que han
conquistado con su esfuerzo personal esos atributos.
La palabra Tawâsî
sugiere el ideal de nación que el Islam desea y por la que lucha. El Profeta (s.a.s.)
sembró la simiente de esa nación, que exige una gran conciencia en sus
miembros, convertidos en sus constructores activos. Durante trece años, el
Profeta –Muhammad Rasûlullâh (s.a.s.)- estuvo en Meca despertando el Îmân
entre sus Compañeros, y sólo después, durante otros diez años, construyó
finalmente con ellos la Nación del Islam
(la Umma) en Medina. Sólo los mûminîn
pueden llevar a cabo con éxito esa empresa. Sólo los inspirados en sus
profundidades por Allah, los que han vencido la mezquindad, el fingimiento, el
egoísmo y la pereza, los mûminîn-sâlihîn, sólo ellos están capacitados para
afrontar el reto que supone ese ideal. No es posible el Tawâsî entre amargados, caprichosos o ruines, y por ello
sus sociedades son despóticas e idolátricas.
Recomendarse
mutuamente (tawâsà-yatawâsà)
la verdad (al-haqq)
es necesario y fundamental. La Verdad a la que nos referimos es Allah en sí, la
fuente vertebradora de todo,... y lo es también la fortaleza, la justicia y la
bondad creadoras. La Verdad es, dicho en otras palabras, el Îmân
y las sâlihât. Los mûminîn
se aconsejan y se recuerdan mutuamente esos soportes de su ser individual y de
su comunidad. Ese recuerdo renovado es necesario porque son humanos y entre
humanos surgen conflictos, recelos, obstáculos, arbitrariedades, injusticias,
intereses, ídolos,... que es preciso superar. El olvido, la torpeza y el error
son humanos, y aparecen donde están los seres humanos, y de ahí la oportunidad
de evocar constantemente y recordarse unos a otros la intención, los valores y
el objetivo de la comunidad.
El
Profeta dijo de los musulmanes que son como un edificio
sólido (bunyân marsûs)
en el que los pilares se apoyan entre sí. El Islam no tiene un jefe que
sustituya a los demás, no tiene un único pilar: cada uno de sus miembros es un
pilar que se sujeta a sí mismo en el otro, y así se consigue la firmeza
necesaria con la que el edificio se mantiene en pie.
El Tawâsî bil-haqq,
la mutua recomendación de la verdad,
es renovar la aspiración. Por ello, en el Islam, las ‘Ibâdas
-en las que se fragua el Îmân y son
modelos y acicates para el comportamiento con los demás- se repiten con
insistencia metódica (el salât cinco veces al día, en la mezquita de
todos); se repiten las asambleas del bien (el ÿúmu‘a, cada viernes); se
repite la solidaridad activa (el çakât, una vez al año); se repite el
encuentro entre los musulmanes (la peregrinación -el haÿÿ-, una vez al
menos en la vida). Todo ello alrededor de Allah,
fuente de bien y de vida.
Junto al Tawâsî bil-haqq
está el Tawâsî bis-sabr,
la mutua recomendación de la paciencia.
La paciencia (sabr)
es perseverancia, prudencia y sentido común. El sabr
es imprescindible en toda lucha: la medida
justa es necesaria en el combate contra el propio egoísmo, en la búsqueda
del conocimiento, en el esfuerzo por establecer el Islam, en la guerra contra la
injusticia, en la capacidad para soportar daños, desgracias y contrariedades,
en las dificultades que brotan entre los seres humanos,... El noble propósito
de ir más allá de esas contingencias exige de la sabiduría del sabr,
de la paciencia que es a la vez constancia, buen criterio y calma. Y es así
porque la verdad (al-haqq)
no es un reproche que deba hacerse uno a sí mismo o a los demás, sino un deseo
y un desafío.
La constancia, además, multiplica las fuerzas y aumenta las
posibilidades del éxito. La impaciencia hace que las cosas se hagan de mala
manera, eso es todo. Y la desesperación no hace otra cosa más que paralizar el
esfuerzo y agotarlo en lamentos. Por ello, la paciencia -el Sabr-
es siempre la virtud de los sabios. Recomendarse mutuamente el Sabr,
tras haberse asentado sobre lo verdadero, es el segundo de los pilares de la
comunidad en la que unos se respaldan a los otros.
Esta sûra -el Capítulo del Atardecer- es una declaración con la que quedó constituida la comunidad musulmana. Por ello, los Compañeros de Muhammad (s.a.s.) sólo se retiraban de una reunión tras haberla pronunciado, prometiéndose con ello los unos a los otros lealtad a los principios que quedan señalados en sus versículos: fidelidad al Îmân, a la Acción Recta, y a la Comunidad basada en la Verdad y la Paciencia.