AL-‘AQÎDA
AT-TAHÂWÍA
bísmil-lâhi r-rahmâni
r-rahîm
Con el Nombre de
Allah, el Rahmân, el Rahîm
Muhammad (s.a.s.) dijo: “Todo
acto que no vaya encabezado por la mención del Nombre de Allah es estéril”.
Por ello, el Nombre de Allah (Ism Allah) va al frente de las intenciones, las acciones y los
escritos de los musulmanes. Allah es
la palabra que designa al Uno Absoluto, el Creador de cada ser, el Activador del
universo, el Real en todo. Él es la
Verdad (al-Haqq), el nexo
que conjuga la realidad en un mundo unificado bajo Su Preeminencia. Mencionar su
Nombre (Ism) es pasar a ser consciente del Poder eterno, remoto y presente,
que sustenta y rige cada momento y vertebra cada acontecimiento. El Corán nos
dice: “Él es Primero y Último,
Manifiesto e Inmanifiesto”. Y Él es una incógnita y una intuición
universal e íntima, un desafio para el corazón y la mente del hombre, y es un
reto para su inquietud y para sus fuerzas, un estímulo para todo lo que es el ser humano.
El musulmán se inspira en ese Océano Infinito que es Allah, y lo nombra preparándose para recibir conscientemente y
acoger en su instante la inmensidad que se deriva de ese presentimiento de la
profundidad y fuerza del Ser Libre que está en su propia raíz, de Allah el
Rector de los Universos, la Realidad Inabarcable e Irrepresentable que da
existencia, configura e integra, que sostiene y lo recupera todo: “Ése
es Allah..., vuestro Único Señor”.
Mencionar su Nombre es sumergirse en el Poder determinante, la Voluntad
inquebrantable, la Sabiduría que traba cada segundo de la existencia, llegando
a la Grandeza que sugiere al entendimiento la fuerza contundente y seductora de
la palabra Allah, que designa al
Misterio Creador, de quien además decimos que es Rahmân,
Desbordante, y es Rahîm,
Acrecentador. Allah hace posible a cada ser y lo conduce a la
plenitud: esto es lo que significan los términos Rahmân-Rahîm
que acompañan la mención de su Nombre, para darnos una idea del caudal y fondo
de esa Fuente.
naqûlu fî tawhîdi
llâh* mu‘taqîdîna bi-tawfîqi llâh* ínna llâha wâhidun lâ sharîka
lah*
Decimos de la
Reunificación de Allah -confiando en el auxilio de Allah- que: Allah es Uno,
sin asociado alguno...
Conocer a Allah es la primera de las obligaciones, porque el conocimiento
o la ignorancia de lo que es y de quién
es la Verdad (al-Haqq) que nos hace ser, condicionan la existencia del
hombre. Allah es la gran intuición
primordial de cada ser humano, aquello que anida en él pero para lo que no
tiene palabras y entonces lo sustituye con ídolos. Allah nos dice en el Corán:
“He enviado a cada nación un mensajero
para decir a su pueblo que reconociera a Allah como su Único Señor y se
apartara del Ídolo”.
Esas afirmaciones coinciden con lo que presiente el corazón puro y la
razón rigurosa. La deformación o negación de esa certeza original es siempre
resultado de influencias y circunstancias posteriores. El Profeta (s.a.s.) dijo:
“Todo recién nacido está en estado de Fitra
(es decir, reconoce espontáneamente la Unidad origen de su existencia y aún
está inmerso en ella). Son sus padres los
que lo hacen judío, cristiano o zoroastriano”. El Corán nos dice: “Lo
deforman y niegan (a Allah), -pero en sus adentros saben que Él es cierto-, y
lo hacen porque se entenebrecen y porque exageran (otra posible traducción,...
porque son injustos y sólo se ven a sí
mismos)”. El Islam es la recuperación de un presentimiento primordial y
universal.
Allah -lo Eterno e Inefable,
la Incógnita Creadora que está en los orígenes, más allá del espacio y el
tiempo, de las normas, las imágenes y los límites, y es la urdimbre de nuestro
presente rigiendo cada uno de nuestros instantes y el destino al que nos
encaminamos- es Uno (Wâhid): es Uno en Sí, y es el Señor de los Mundos, y nada
ni nadie está al margen de Él.
Allah es homogéneo, ‘compacto’, no tiene extremos ni partes ni
fisuras, ni en Él hay conflicto ni contradicciones, y su Poder lo abarca y
sujeta todo, en cada instante, sin interrupción. La existencia entera está
supeditada a Él, que es Uno... El universo en su totalidad -el material, el
espiritual, el imaginario- queda igualado y reducido así a la Unidad que lo
gobierna desde las profundidades de su perfección, una perfección más sutil
que las posibilidades del entendimiento, que queda desbordado ante la magnitud
de ese Océano de Unidad y Soledad que el Islam le presenta y al que la razón
lo asoma cuando afronta la posibilidad de abandonarse a lo irrepresentable.
La Unidad de Allah, que lo engloba todo, es la conclusión a la que
llegan dos reflexiones (la del corazón y la de la razón) y tiene un doble
alcance: primero, que Allah es Uno en Sí; y segundo, que lo creado está
subordinado al Uno, siendo así reunificado todo bajo el dominio de la Verdad
Soberana.
Esta noción esencial es lo que enseñaron los Mensajeros de la Verdad;
el reconocimiento de la sabiduría que hay en esa intuición es el primer paso
que se da en la dirección de la Verdad; y afianzarse en ella es el más elevado
rango espiritual. Hay por tanto una invitación, una conmoción y un estado: la invitación
(da‘wa) de los profetas -en coincidencia con la inquietud innata de
cada hombre-, el impacto (hâl)
que produce esta enseñanza demoledora de ídolos, y un estado
de perfección (maqâm) para
quien se asienta en esa Verdad tras peregrinar hacia lo que significa y lo que
demanda la Unidad. Por tanto, la idea de Unidad implica un saber (‘ilm) y una orientación
(qasd), y ambos son exigidos: saber que Allah es el Único Señor
y rendirse a Él. Eso es la Realidad,
la esencia de cada criatura y acontecimiento, y lo demás es confusión,
conflicto, desequilibrio y frustración.
El Islam de una persona empieza cuando asume que su Señor presentido es
Uno, y va depurando esta intuición, afianzándose en ella y progresando en su
entendimiento y en el compromiso que conlleva, y con esa misma afirmación debe
salir del mundo para reencontrarse con la Verdad que ha vislumbrado en las
honduras de su sensibilidad espiritual
(el Îmân). El Mensajero (s.a.s.)
dijo: “Entra en el Jardín aquél cuyas
últimas palabras hayan sido: No hay más Verdad que Allah”.
Con esta afirmación radical, el Islam niega e impugna todos los dioses
de la humanidad. Los dioses, los ídolos, los redentores, los mitos, las
supersticiones,... son productos de la imaginación, las maquinaciones, la
ignorancia, las elucubraciones, el oscurantismo, la brillantez, los miedos y las
esperanzas del hombre. Pero, cuando se impone la sensatez y el hombre descubre
la nada de sus quimeras, cuando depura su mundo, su inteligencia y su corazón,
entonces pasa a intuir la grandeza indescifrable de la Verdad Absoluta que lo
cimenta y en la que existe. Entonces vislumbra quién es
Allah y el nexo indisoluble que lo ata a Él, quedando sobrecogido ante la
Inmensidad, y también queda reunificado en un universo conjugado por el Uno-Único.
Allah no es reducible a nada, escapa a todo control, y todo está íntimante
sujeto a Él, y todo depende en cada instante de Él. Él es lo Real, pero
nuestras circunstancias y prejuicios nos ciegan. Él es lo único eficaz: todo
lo demás es transición y espejismo, esperanza y miedo.
El desafío que el corazón presiente en lo más hondo de su sensibilidad (Îmân) es
que Allah tiene un Poder irreductible y único que rige a cada criatura y cada
uno de sus instantes sin dejarse atrapar ni rozar.
El Islam tiene en su base una espiritualidad antiidolátrica, y su
sentido de la Unidad y Unicidad de la
Verdad es subrayada aún con mayor intensidad cuando nos enseña que Allah
no tiene asociado (sharîk): nada ni nadie lo sustituye, nada ni nadie comparte nada
con Él, nada intermedia entre Él y cada una de sus criaturas, no existen sucedáneos
para Él,... negando, de entrada, la necesidad de proyectos salvíficos, ídolos,
poderes, clero, jerarquías, sacramentos, monopolios o instituciones mediadoras.
Esto tiene graves repercusiones y configura una civilización que recupera
esencias. Nada se interpone entre Allah-Uno y cada hombre singular, pues nada
hay más cercano que lo Real. No hay delegación. Esto es lo que implica la
negación del sharîk, el asociado.
El Shirk, es decir, concebir un
asociado a Allah, es la mayor desorientación, y el Corán lo llama el
Gran Perjurio (al-Hinz al-‘Azîm). En la base de toda idolatría
hay un falso juramento.
El resto del Islam consiste en comprender lo que significan estas
posturas tajantes, y deducir sus implicaciones y llevarlas a la práctica. El
Islam es un esfuerzo continuado por ahondar en el conocimiento y saboreo de
Allah Uno (Wâhid) en un proceso constante de Reunificación (Tawhîd).
Y ésta, Tawhîd, es la palabra
clave, la que no debe ser olvidada. El musulmán va reunificando ante sí a su
Señor, profundizando en lo que significa su Unidad
(Wahdânía), rindiéndose
en su dependencia respecto a Él, acercándose a ese desbordamiento creador,
superando sus contradicciones, alcanzando la paz en la inmensidad de su Señor,
deshaciéndose de ídolos y mentiras, purificando su percepción, su
entendimiento y su acción... y se va reunificando a sí mismo ante Él huyendo
de la dispersión, es decir, de las especulaciones, de las creencias, de las
teologías y todo lo que entorpece una percepción clara y radical de una Verdad
inmediata con la que el hombre tropieza espontáneamente y que lo incluye en la
subordinación a su Grandeza,... pues Allah no deja de mostrarse y evidenciarse,
de apoderarse de todo, y sólo hay que retirar el velo que nos ciega, un velo
que consiste precisamente en las complicaciones con las que el hombre se
desvincula, se distancia de la Realidad, se amanera ante Ella y la sustituye por
un mundo de fantasías, sucedáneos, temores, suposiciones, teorías,
esperanzas, ambiciones y frivolidades.
La meta del Tawhîd -es
decir, la Reunificación, la gran
empresa que se propone el musulmán, lo que lo va configurando como tal- es la
plenitud en la Inmensidad del Señor de los Mundos. Avanzar en el Tawhîd es la aspiración que no debe ser ralentizada en ningún
momento, pues es el bálsamo que calma la agitación del ser humano. El Corán
nos dice: “Es en el Recuerdo de Allah
donde los corazones encuentran la paz”. Por ello se ha dicho que enseñar
el Tawhîd es lo primero y a
la vez es la meta que se pretende alcanzar, y por ello todas las intenciones,
todos los esfuerzos y todo el empeño son pocos, pues su objetivo es Allah
Infinito e Inabarcable: se necesita del Tawfîq, la ayuda y asistencia
de Allah mismo. Hace falta una fuerza sobrehumana, un entendimiento hondo, una
luz que no sea enturbiada por nada, y Allah nos ha asistido con la Revelación
del Corán y las Enseñanzas de Muhammad -la Sunna-, y no deja de guiar al que
se orienta hacia Él con corazón sincero. La primera pista es que Allah es Uno (Wâhid), la
segunda es que no tiene socio (sharîk),
y así, de etapa en etapa, hasta la inmersión en lo que ello implica y en la
grandeza de espíritu que comunica.
Para ello, y con toda claridad, desde el principio el musulmán tiene en
Allah su único Oriente (Qibla): sólo a Él se somete, sólo hacia Él se dirige, y sólo en
Él deposita su ser, sin asociarle nada.
wa lâ shái-a
mízluh*
y no hay nada
como Él...
Su verdad
más íntima (su Dzât) es
inaccesible al entendimiento o a la razón: Allah es increado, anterior a todo,
y no se deja reducir a palabras, conceptos o nociones; las ideas no lo abarcan,
toda reflexión se queda corta, el lenguaje es insuficiente,... y Él no se
delega a sí mismo en nada. En Sí, en su Ulûhía,
en su Misterio, es impensable,
completamente Ausente a nuestras posibilidades. No hay nada que nos pueda servir
de referencia para desentrañar ese vórtice de las realidades: no tiene igual,
ni semejante, ni paralelo, ni definición, no se somete a nuestros criterios ni
a nuestros valores, no es homologable a nada, no se deja atrapar por los
pensamientos ni está sujeto a nuestros deseos y espectativas, no responde a
nuestros criterios sino que nos contradice para permanecer en la Incógnita a la
que sólo el corazón puede acercarse con su pasión, no con el desciframiento.
El Corán nos ordena: “Di: Él es Allah,
Único”, y dice también: “No hay
nada como Él”.
La Verdad íntima de Allah (su Dzât)
y su Misterio insondable (su Ulûhía)
son ofrecidos al musulmán como un gran desafío, como si fueran un océano
inabarcable en el que sumergirse para saborear su grandeza infinita o bien son
como un desierto desolador en el que perderse, sin más. Su disimilitud, su
desnudez, su carácter completamente abstracto e indeterminado, su pureza
absoluta (Tançîh), son lo único que puede ser dicho de modo categórico:
todo lo demás serán indicaciones auxiliares, pero deberemos impedir que
contaminen la claridad del Tançîh.
Sólo así, con esa herramienta infalible, daremos pasos seguros sobre la senda
que conduce hasta Allah. Se llama Tançîh
al proceso con el que el musulmán va despejando lo que significa Allah de toda
adherencia que suponga cualquier límite a su Señor, profundizando y avanzando
en el Tawhîd, en la Reunificación
ante sí de su meta última, completada con su propia reunificación
ante Allah.
Ahora bien, el Tançîh entraña
un peligro: el de hacer a Allah tan remoto que lo desvincula de la realidad y lo
convierte en algo amorfo y distante, una nebulosa ajena a nosotros. Daría la
sensación de que estamos al margen de Él y no implicados en su Poder, su
Voluntad y su Ciencia, lo que nos llevaría a un dualismo (lo sagrado y lo
profano) irreconciliable con el Tawhîd,
y nos apartaría de la Unicidad, excluyendo nuestro mundo. Ese extremismo del Tançîh
acaba haciendo de Allah algo impugnable, pues no sería más que el resultado de
un ejercicio intelectual que no nos da la idea de su oceanidad: Allah es la
Verdad (al-Haqq), es algo
siempre más radical.
Para solucionar esta cuestión deberemos hablar de la relación de Allah
con sus criaturas (es decir, deberemos hablar de sus Cualidades -Sifât-
y de sus Actos -Af‘âl-), y para ello usaremos un lenguaje inteligible aunque equívoco
porque sugiere que Allah es, en cierta medida al menos, equiparable al ser
humano. A esto se le llama Izbât as-Sifât,
Afirmación de las Cualidades. Diremos
entonces que Allah oye, ve, habla, quiere,,
apoderándose de nuestro mundo,... pero rompemos la representación
antropomorfizadora que hay en estos términos afirmando la hegemonía del Tançîh.
Por tanto, el Tawhîd
consiste en una doble operación. Con la primera evitamos cualquier
antropomorfización, y con la segunda cualquier anulación del Señorío. Ambos
extremos erróneos se han dado: primero, el tashbîh
(la comparación de Allah), que deriva
de un uso ingenuo de los términos comunes entre Allah y el ser humano, y en
segundo lugar, por otro lado, el ta‘tîl,
la anulación de su Presencia, que es
la negación de sus Cualidades y Actos (por miedo a la antropomorfización) con
lo que se convierte a Allah en un simple concepto filosófico o teológico, etéreo
e ineficaz, sagrado (es decir, separado de la realidad profana) y ofrecido sólo
a la contemplación mística o a la especulación filosófica. La primera de
estas dos desviaciones origina la idolatría grosera de los pueblos, la segunda
está en la raíz de la idolatría metafísica de las élites intelectuales.
El Corán expresa así el equilibrio: “Nada
se asemeja a Él...”, oponiéndose a las comparaciones, “...Él oye y ve”, oponiéndose al ta‘tîl.
Lo correcto, lo que conjuga todos los aspectos, es la síntesis de ambos polos (el ÿam‘),
la reunión en un mismo punto del Tançîh
antiidolátrico y la afirmación integradora
de nuestra existencia en la supeditación al Ser Absoluto.
wa lâ shái-a yú‘ÿiçuh*
y nada lo
incapacita...
Esta conjunción de Profundidad y Presencia es su Poder
Determinante (Qudra). El Corán
dice: “Allah tiene Poder sobre todas las
cosas”, “Allah es Determinante de
todas las cosas”, “Nada se opone a
Allah ni en los cielos ni en la tierra. Él es el Absolutamente Sabio y Poderoso”,
“Su Trono engloba los cielos y la
tierra, y no le pesa preservarlos. Él es el Elevado, el Inmenso”. Su
Poder es su Verdad Absoluta en una acción creadora de la que derivamos y en la
que estamos integrados.
Ésta es la interrelación en la que queda completado el círculo de la
existencia y todo queda conjugado en el Uno-Único: su Rubûbía
(el Señorío) y nuestra ‘Ubûdía
(la subordinación). Él nos ha creado y estamos sujetos a Él, en toda
la Grandeza de la Verdad, en cada instante. Nada se le impone y Él se impone a
todo, ninguna voluntad lo doblega, nada escapa a su Presencia, y su Querer lo
somete todo. La contundencia de su Poder configura cada realidad, cada instante,
cada fenómeno, pero nada llega a Él, nada lo roza, nada lo aprisiona, nada lo
condiciona, nada coarta su Libertad Absoluta.
wa lâ ilâha
gáiruh*
y no hay ilâh,
salvo Él...
Toda la realidad, todo lo que vemos, oímos, imaginamos o podemos
representarnos de un modo u otro, todo ello carece de esas cualidades infinitas
de las que se ha hablado desde el principio, y por tanto no son la Incógnita
Absoluta que está en todos los orígenes, sostiene cada realidad, la gobierna y
la reconduce hacia Sí con la muerte. Nada es Allah. Cuando el hombre se rinde o
se somete a cualquier ídolo, a cualquier dios que invente, cuando acepta como
su señor a un semejante o a una circunstancia, cuando se doblega o sobrecoge
ante un concepto o un deseo, se está rindiendo a lo que no
es Allah, a lo que no tiene las cualidades vertebradoras de nuestra
existencia, y se está confundiendo de orientación. Nuestras envidias, recelos,
rencillas, nuestra avaricia y cobardía, todo ello viene de nuestra cortedad
ante Allah: somos incapaces de imaginárnoslo. Si lo hiciéramos, todos nuestros
fantasmas se desvanecerían necesariamente y pasaríamos a confiar en la Verdad
que rige cada instante y seríamos relanzados por espacios abiertos. El germen
de toda mediocridad y vileza es la idolatría.
El hombre diviniza todo lo que le apabulla. Por ello ha convertido en
mitos y dioses a reyes, a profetas, a santos y a ángeles, a fenómenos de la
naturaleza, a demonios que le obsesionan, a circunstancias que lo quiebran, a
esperanzas con las que sueña, a ilusiones que lo confunden, a ambiciones que le
atormentan,... y se someta a todo lo que cree que tiene poder o influencia. El
Islam está en contra de todo eso: “Sólo
hay fuerza y poder en Allah”.
El hombre inventa áliha
(plural de ilâh), es decir,
sustitutos de la Verdad y en los que imagina que está contenido lo
incontenible. Se trata de intentos de abarcar lo que en esencia es huidizo, esa
intuición primordial que presiente en su corazón. Es el afán por controlar
aplicado a lo trascendente. El hombre intenta atrapar el Poder.
El Islam ataca esa inclinación del ser humano para enfrentarlo con la desnudez
del ilâh Verdadero, de la Realidad
que es verdaderamente apabullante porque es la que articula la realidad y no es
reducible ni concebible más que en la anulación de los dioses, ya sean ídolos
o conceptos abstractos, ya sean materiales o espirituales, ya sean terrores o
aspiraciones, ya sean burdos o idealizados. Ante Allah sólo cabe el Islâm, la rendición, la taqwà,
el auténtico sobrecogimiento, y el Ijlâs,
la sinceridad pura, la intención liberada de mediocridades.
La expresión lâ ilâha illâ llâh,
no hay más ilâh que Allah, es perfecta y lo resume todo. Quiere decir que
no hay ilâh (algo verdadero,
poderoso, eficaz) más que Allah, el Uno-Único, el Irrepresentable. La primera
parte de la frase es una negación (nafy)
que nos invita al Tançîh, a
deshacernos de nuestros dioses, a dejar atrás el intento de dar configuración
a eso que está en la raíz de todo, de cada criatura y de cada acontecimiento.
Una vez culminado ese proceso antiidolátrico estamos en condiciones para
asomarnos al Infinito.
Por ello, la segunda parte de la frase es una afirmación
(izbât): “...más que Allah”, ...sólo Él,...
y que nos envuelve en la Grandeza de una Verdad cuya magnitud no podemos
calibrar ni limitar y por ello nos envuelve, se apodera de nosotros y nos
engulle. En esa Inmensidad que sigue a la desidolatrización, descubrimos,
fascinados y penetrados por la Verdad, lo que quiere decir el Nombre Allah.
Mientras tanto, por mucho que queramos, por intensos que sean nuestros esfuerzos
y profundas nuestras reflexiones, no lograremos vislumbrar lo que significa el
Ser Absoluto. Es necesaria, por tanto, una purificación: no se accede de otro
modo a Allah. Al igual que los recogimientos del musulmán ante su Señor van
precedidos de abluciones, acercarse a la Verdad de Allah exige de un ejercicio
previo, requiere un profundo acto demoledor de todo aquello con lo que queremos
determinarlo, incluso inconscientemente. Sólo así estamos habilitados para
entrar en su espacio privado (su Harâm)
sin contaminarlo con nuestros prejuicios.
Por todo ello, la frase lâ ilâha
illâ llâh es perfecta. Afirmar simplemente la Unidad de Allah es
insuficiente. La afirmación de Allah debe ser el resultado de una peregrinación
en la que se van dejando atrás las trabas que nos impiden realmente entender lo
que es esa dimensión irrepresentable: “No
hay ilâh, sólo Allah”. Sólo tras la primera operación se conoce a
Allah y sólo entonces se le certifica porque ante el musulmán su Señor pasa a
englobarlo todo, a penetrar en todo, a manifestarse en todo, siendo lo
verdaderamente irrefutable, tal como dijo el Profeta (s.a.s.) -repitiendo la
estructura de la frase que hemos analizado (la shahâda)-:
“No des testimonio más que de lo que
tiene la claridad del sol”, y Allah es, en realidad, lo que tiene un
resplandor superior al del sol cuando son apartadas las nubes. Allah brilla en
el cielo despejado de su siervo.
qadîmun bilâ
btidâ* dâimun bila ntihâ*
Antiguo, sin
principio; Eterno, sin final...
Allah no tiene principio (ibtidâ)
ni final (intihâ). Es Antiguo
(Qadîm) sin orígenes, y es Eterno
y Permanente (Dâim), absolutamente Constante,
sin interrupción, sin variación y sin final. Para esa Incógnita que nos
precede y nos sigue cuando morimos -cada uno de nosotros y la existencia en su
conjunto- no hay tiempo: el tiempo es nuestro límite, pero para Él no hay
condiciones. Allah es el Creador del tiempo. El Corán nos dice: “Él
es el Primero y el Último”. El tiempo está inserto en la Verdad, pero no
la contiene. El Profeta (s.a.s.) dijo: “Allah:
Tú eres el Primero y no hay nada antes de ti, y Tú eres el Último y no hay
nada después de ti”.
Éstas son intuiciones del corazón en consonancia con las palabras de
los profetas que invitan al ser humano a despojar de límites esa Verdad y
sumergirse en sus connotaciones, saboreando ese Poder anterior a todo lo que
existe, que soporta cada instante de lo que existe, que transciende todo lo que
existe, que permance cuando nuestro mundo se esfuma en su precariedad.
El No-Principio y el No-Fin son palabras para designar la perplejidad que
sobrecoje al ser humano cuando reflexiona sobre las dimensiones del Ser y
encuentra que el encadenamiento y la sucesión de todo lo creado alcanzan un límite,
en sus orígenes y en su final, que tiene en ambos extremos el infinito de un
Abismo Irrepresentable. En esa conclusión descubre que su existencia y la del
universo es un instante en medio de un Océano que supera lo que puede concebir.
Entonces Allah se le presenta llenando esa Eternidad en la que estamos
instalados. Eso que es Infinito es el soporte de nuestro momento efímero. Y
entonces la razón empieza a dar vueltas en torno a ese Eje inconcebible y da fe
de esa grandeza presentida en lo hondo de su meditación.
lâ yafnà wa lâ
yabîd*
no se extingue
ni tiene ocaso...
Con esta precisión, el autor de la ‘Aqîda
quiere subrayar el carácter eterno de Allah: Él no muere, mientras que todo lo
que existe acaba aniquilado. La muerte es creación suya, y no está por encima
de Él. Al contrario, Él tiene absoluto dominio sobre ella. El Corán dice: “Todo
lo que hay sobre la tierra es transitorio y se desvanece, y sólo permanece
inalterable la Faz de tu Señor, el Poseedor de la Majestad y la Nobleza”.
Allah es el Uno-Eterno, el Abismo Infinito, y está fuera del tiempo,
absolutamente incondicionado. Allah no es afectado por ninguna aniquilación ni
es exterminado por nada. Todo esto hace nacer en nosotros el desconcierto ante
la Verdad en la que exisitimos y a la que nos estamos asomando.
wa lâ yakûnu
illâ mâ yurîd*
y sólo es lo
que Él quiere...
El Profeta dijo: “Lo que Allah
quiere que sea, es; y lo que no quiere que sea, no es”. Estas palabras
contienen la ruptura definitiva con el mundo de la idolatría. El Corán dice:
“No queréis hasta que Allah quiere”.
Todo en la existencia plasma únicamente la Voluntad
(Irâda) de Allah, Señor de los
Mundos. Nada es contrario a su querer, nada escapa a su deseo, nada se opone a
su decisión, nada se sostiene ante Él. En realidad, no hay más Voluntad que
la suya. Con esto nos sumergimos definitivamente en el Océano de la Unidad y en
la paz más reconfortante. Ésta es la clave que nos sitúa por completo en el
Universo de Allah, demoliendo nuestras ficciones.
Hemos hablado de la Dzât de
Allah (de su Esencia) y hemos afirmado
su Unidad (Wahdânía) y le hemos negado socio (sharîk),
rechazando de entrada toda forma de idolatría, asumiendo la inasequibilidad de
su Secreto, negándonos a representarnos esa Incógnita. Y también hemos
hablado de sus Cualidades (Sifât)
llevándolas al infinito y situándonos entre dos posturas: la de quienes las
niegan y separan a Allah del mundo, y la de quienes interpretan esas Cualidades
de modo ingenuo y antropomorfizan a Allah. Gracias a las Cualidades sabemos que
Allah -Remoto e Infinito- es, a la vez, Presente e Inmediato, embargándonos de
un modo inexpresable.
Nos queda por hablar de sus Actos
(Af‘âl), que son ‘nuestra
existencia’, y asentarnos en la Unidad en lo que se refiere a este asunto, en
el que también, como veremos, se dan dos extremos opuestos. Para adentrarnos
por este resbaladizo terreno -el más cercano a nosotros- deberemos primero
relativizar nuestros valores y anularlos en la Grandeza de Allah, agigantando
nuestros criterios en las inmensidades de la Verdad, que siempre está mucho más
allá de nuestras espectativas, convicciones, contradicciones o esperanzas.
Todo cuanto tiene realidad y hechura es obra de Allah. Existen el bien y
el mal, lo que nos gusta y lo que nos disgusta, lo que nos enamora y lo que nos
aterroriza, lo que nos satisface y lo que nos frustra, lo que nos conmueve y lo
que nos hace rebelarnos,... todo existe en medio de razones que se nos escapan y
a las que ineludiblemente estamos sometidos. Hay, por tanto, infinitos opuestos,
y tienen realidad. Y es Allah el que
realiza las cosas.
La fuerza con la que se impone la Realidad es el Poder Determinante de Allah (Qudra).
La contundencia del mundo es signo de la Presencia Inmediata de la Verdad. Nada
tiene origen fuera de Él, nada es expresión de lo que no sea su Voluntad
(Irâda), por mucho que nos contrarie. Es más, aquello que nos
contraria, lo que escapa a nuestro gusto, a nuestro entendimiento y a nuestro
control, es manifestación de la Preeminencia de Allah, es señal del
cumplimiento de una Voluntad que no depende de nosotros. En cada extremo, Allah
se da a conocer. Con lo bello y agradable, Allah se hace amar. Con lo terrible,
Allah rinde al hombre. Ante lo terrible el hombre descubre su impotencia e
intuye a su Verdadero Señor Irreductible. Abatiendo ante Allah su estandarte,
el musulmán fluye con la Voluntad verdadera en la que descubre el secreto que
lo mueve en lo más íntimo, el misterio creador de su realidad. Ante Allah
claudica la ficción, y lo auténtico emerge desbordándose a través del que ha
renunciado a su fantasma para pasar a existir en el Querer que mueve, desde lo
recóndito, a la molécula y también al astro imponente. Con ello, el ser
humano no pierde ‘voluntad’ sino ‘supuestos’: en lo más hondo de sí se
reencuentra con la Voluntad Una que lo hace ser realmente.
El Tawhîd es el
esfuerzo por alcanzar el sentido más puro de la Unidad, y nos exige negar toda
influencia y decisión que no sean de Allah Uno. Esto nos lleva a afirmar el Decreto
(Qadâ) y el Destino
(Qádar). Todo está predeterminado
(maktûb), es decir, tiene orígenes remotos: lo bueno y lo malo, lo
bello y lo feo, lo justo y lo injusto, lo amable y lo terrible. Todo, cada
instante, cada acontecimiento, está asentado sobre una eternidad fecunda.
Nada pasa a la existencia o se mantiene en la nada, nada vive o muere, es
o deja de ser, está sano o enfermo, es pobre o rico, es feliz o desdichado, es
recto o se desvía, es musulmán o no-musulmán, nada se mueve o se está
quieto, sin que sea porque Él quiere que sea así. Nada se acerca a Allah,
acogiéndose a su Abundancia, o se aleja de Él, condenándose a la Privación,
si no es porque Él así lo ha decretado. Nadie acepta a Allah, exponiéndose a
su Generosidad, o lo rechaza, sumergiéndose en su Ira, si no es porque Él así
lo determina. Nadie es afortunado o desgraciado si no porque Allah así lo ha
decidido. Nadie tiene una voluntad independiente de lo que Allah impone. Sólo
existe su Voluntad, rigiéndolo todo. Éso es el Destino
(Qádar), la realidad irrecusable, la
fuerza de lo actual.
Todo ocurre según lo quiere Allah, y entre aquello que Él quiere que
sea hay cosas que ama porque quiere amarlas y hay cosas que detesta porque
quiere detestarlas -Él sí elige-; y ordena al hombre que haga lo que Él
quiere y le prohibe lo que Él odia, y hace que cada hombre se sitúe en el
campo que Él haya querido para él, y le da la voluntad y capacidad con las que
cumplir su destino -Él sí impera-. Todas las criaturas ejecutan lo que Allah
decreta, pero los musulmanes hacen lo que Allah ama y combaten lo que Él odia:
ésta es la diferencia. Y ésta es la expresión de la absoluta Preeminencia del
Uno-Único, su Arrogancia (Kibriyâ) que es con lo que Él se impone de acuerdo a la majestad
de su Esencia y a la sabiduría de su Ciencia. Y esto nos invita a una absoluta
claudicación (Islâm).
Existe, por tanto, una Voluntad
Absoluta (Mashí-a, o Irâda Kaunía) que es la que da el ser a toda realidad, y existe
una Voluntad que escoge y se revela (Irâda
Shar‘ía). Según esto, gentes de
Allah (ahl Allah), las de su elección, son quienes se someten a su
Voluntad expresa, y realizan lo que Él ama (el bien, la justicia, la belleza,
todo lo que se le parece) y luchan contra lo que Él detesta (el mal, el egoísmo,
la idolatría, la opresión). Él vuelca la abundancia de su bien (su Rahma)
sobre los suyos, los que desean acercársele, y desencadena su Ira
(Gádab) contra los que han preferido lo que Él detesta.