APRECIACIONES SOBRE EL ESOTERISMO ISLÁMICO Y EL TAOÍSMO

 ABD AL-WAHID YAHIA

(RENÉ GUÉNON)

 

ÍNDICE

 

Capítulo X: TAOÍSMO Y CONFUCIANISMO*

    Los pueblos antiguos, en su mayoría, casi no se preocuparon de establecer una cronología rigurosa para su historia; incluso algunos no utilizaron más que números simbólicos, al menos para las épocas más remotas, que no se podrían tomar por fechas en el sentido ordinario y literal de esta palabra sin cometer un grave error. Los Chinos constituyen a este respecto una excepción bastante notable: son quizás el único pueblo que se esforzó constantemente, desde el origen mismo de su tradición, en fechar sus anales por medio de observaciones astronómicas precisas que comprendían la descripción del estado del cielo en el momento que se produjeron los acontecimientos cuyo recuerdo se conservó. Se puede pues, en lo que concierne a China y a su antigua historia, ser más preciso que en muchos otros casos; y se sabe así que el origen de la tradición que puede llamarse propiamente china remonta a unos 3700 años antes de la era cristiana. Por una coincidencia bastante curiosa, esta misma época es también el comienzo de la era hebrea; pero para esta última, sería difícil decir con qué acontecimiento se relaciona este punto de partida. Tal origen, por muy alejado que pueda parecer cuando se compara con el de la civilización grecorromana y con las fechas de la Antigüedad llamada "clásica", es sin embargo, a decir verdad, todavía bastante reciente; ¿cuál era, antes de esta época, el estado de la raza amarilla que habitaba entonces probablemente ciertas regiones del Asia central? Es imposible precisarlo por falta de datos suficientemente explícitos; parece que esta raza atravesó un período de oscurecimiento de una duración indeterminada y que fue sacada de este sueño en un momento que también estuvo marcado por cambios importantes para otras partes de la humanidad. Puede ser pues, e incluso es lo único que se afirma bastante claramente, que lo que aparece como un comienzo no fue verdaderamente más que el despertar de una tradición muy anterior que, por lo demás, debió cambiar de forma para adaptarse a condiciones nuevas. Sea como fuere, la historia de China o de lo que hoy se llama así, no comienza propiamente más que con Fo-Hi que es considerado como su primer emperador; y hay que añadir enseguida que este nombre de Fo-Hi al que se liga todo el conjunto de los conocimientos que constituyen la esencia misma de la tradición china, sirve en realidad para designar todo un período que se extiende a lo largo de varios siglos.

 Fo-Hi, para fijar los principios de la tradición, utilizó símbolos lineales lo más simples y, al mismo tiempo, lo más sintéticos posibles: la línea continua y la línea discontinua, signos respectivos del yang y del yin, es decir, de los dos principios activo y pasivo que, procediendo de una especie de polarización de la suprema Unidad metafísica, dan origen a toda la manifestación universal. De las combinaciones de estos dos signos, en todas sus disposiciones posibles, se forman los ocho koua o "trigramas" que han sido siempre los símbolos fundamentales de la tradición extremo oriental. Se dice que, "antes de trazar los trigramas, Fo-Hi miró al Cielo, luego bajó los ojos hacia la Tierra, observó sus particularidades y consideró los caracteres del cuerpo humano y de todas las cosas exteriores." (1) Este texto es particularmente interesante por cuanto contiene la expresión formal de la Gran Tríada: el Cielo y la Tierra o los dos principios complementarios de los que se forman todos los seres y el hombre, que, participando de uno y otro por su naturaleza es el término medio de la Tríada, el mediador entre el Cielo y la Tierra. Es conveniente precisar que se trata aquí del "Hombre Verdadero", es decir del que, habiendo llegado al pleno desarrollo de sus facultades superiores, "puede ayudar al Cielo y a la Tierra al mantenimiento y transformación de los seres y, por eso mismo, constituir un tercer poder entre el Cielo y la Tierra" (2). Se dice también que Fo-hi vio salir del río a un dragón que unía en él las fuerzas del Cielo y de la Tierra y que portaba los trigramas inscritos en su espalda, y eso no es más que otra manera de expresar simbólicamente lo mismo.

 Toda la tradición estuvo pues, al principio, contenida esencialmente y como en ciernes en los trigramas, símbolos maravillosamente aptos para servir de soporte a posibilidades indefinidas: no faltaba más que sacar de ahí todos los desarrollos necesarios ya fuese en el dominio del puro conocimiento metafísico ya fuese en el de sus aplicaciones diversas en el orden cósmico y en el orden humano. Para eso Fo-hi escribió tres libros, entre los cuales sólo el último, llamado Yi-King o "Libro de las Mutaciones", ha llegado hasta nosotros; y el texto de este libro es todavía tan sintético que puede entenderse en sentidos múltiples, por lo demás perfectamente concordantes entre sí, según se atenga uno estrictamente a los principios o quiera aplicarlos a tal o cual orden determinado. Así, además del sentido metafísico, hay una multitud de aplicaciones contingentes de importancia desigual que constituyen sendas ciencias tradicionales: aplicaciones lógica, matemática, astronómica, fisiológica, social y así sucesivamente; hay incluso una aplicación adivinatoria que, además, está considerada como una de las inferiores y cuya práctica está abandonada a los juglares errantes. Además, éste es un carácter común a las doctrinas tradicionales: el contener en sí mismas desde el origen, las posibilidades de todos los desarrollos concebibles, incluso los de una indefinida variedad de ciencias de las que el Occidente moderno no tiene la menor idea, y de todas las adaptaciones que podrán ser necesarias por las circunstancias ulteriores. No hay por qué extrañarse de que las enseñanzas encerradas en el Yi-King y que el propio Fo-hi declaraba haber sacado de un pasado muy lejano y muy difícil de determinar, se hayan convertido a su vez en la base común de dos doctrinas en las que la Tradición China ha continuado hasta nuestros días y que, sin embargo, en razón de los dominios totalmente diferentes a los que corresponden pueden parecer a primera vista no tener ningún punto de contacto: el Taoísmo y el Confucianismo.

¿Cuáles son las circunstancias que al cabo de unos tres mil años hicieron necesaria una readaptación de la doctrina tradicional, es decir, un cambio que se apoyaba no en el fondo que permanece siempre rigurosamente idéntico a sí mismo sino en las formas en las que esta doctrina se incorporó de algún modo? Ese es todavía un punto que sin duda sería difícil de dilucidar completamente pues estas cosas, en China como también en otras partes, son de las que casi no dejan huellas en la historia escrita, en la que los resultados exteriores son mucho más aparentes que las causas profundas. En todo caso, lo que parece cierto es que la doctrina tal y como había sido formulada en la época de Fo-hi, había dejado de comprenderse generalmente en todo lo que tiene de más esencial; y, sin duda, las aplicaciones que se habían hecho antaño, principalmente desde el punto de vista social, ya no correspondían tampoco a las condiciones de existencia de la raza que había debido modificarse muy notablemente durante el intervalo.

Era por entonces el siglo VI antes de la era cristiana; y hay que observar que en este siglo se produjeron cambios considerables en casi todos los pueblos, de modo que lo que ocurrió entonces en China parece que deba relacionarse con una causa, quizá difícil de definir, cuya acción afectó a toda la humanidad terrestre. Lo que es singular es que el siglo VI puede considerarse, de un modo muy general, como el principio de un período propiamente "histórico": cuando queremos remontarnos más, es imposible establecer una cronología ni siquiera aproximada, salvo en algunos casos excepcionales como lo es precisamente el de China; a partir de esta época, por el contrario, las fechas de los acontecimientos son conocidas en todas partes con una exactitud bastante grande; sin duda hay aquí un hecho que merecería alguna reflexión. Los cambios que se produjeron entonces presentaron, por lo demás, caracteres diferentes según los países: en la India, se vio nacer el Budismo, es decir, una rebelión contra el espíritu tradicional que llegaba a la negación de toda autoridad, a una verdadera anarquía en el orden intelectual y en el orden social; en China, por el contrario, fue estrictamente en la línea de la tradición en la que se constituyeron simultáneamente las dos formas doctrinales nuevas a las que se da los nombres de Taoísmo y Confucianismo.

Los fundadores de estas doctrinas, Lao-Tsé y Kong-Tsé al que los Occidentales llamaron Confucio, fueron pues contemporáneos y la historia nos dice que se encontraron un día. "¿has descubierto el Tao?", preguntó Lao-Tsé. "Lo he buscado veintisiete años, respondió Kong-Tsé, y no lo he encontrado". Sobre esto, Lao-Tsé se limitó a dar a su interlocutor estos pocos consejos: "El sabio ama la oscuridad; no se entrega al primero que llega, estudia el tiempo y las circunstancias. Si el momento es propicio, habla; si no, se calla. El que posee un tesoro no lo enseña a todo el mundo; así, el que es verdaderamente sabio no revela la sabiduría a todo el mundo. He aquí cuanto tengo que decirte: aprovéchalo." Kong-Tsé, volviendo de esta entrevista, decía: "He visto a Lao-Tsé; se parece al dragón. En cuanto al dragón, ignoro como puede ser llevado por los vientos y las nubes y elevarse hasta el cielo".

Esta anécdota, relatada por el historiador Sse-Ma-Tsien, define perfectamente las posiciones respectivas de ambas doctrinas, deberíamos decir más bien de ambas ramas de doctrina, en las que iba a encontrarse dividida en lo sucesivo la tradición extremo-oriental: una, que implica esencialmente la metafísica pura a la que se agregan todas las ciencias tradicionales que tienen un alcance propiamente especulativo o, mejor dicho, "cognoscitivo"; la otra, confinada al dominio práctico y manteniéndose exclusivamente en el terreno de las aplicaciones sociales. El propio Kong-Tsé reconocía que no había "nacido al Conocimiento", es decir, que no había alcanzado el conocimiento por excelencia que es el del orden metafísico y suprarracional; conocía los símbolos tradicionales pero no había penetrado su sentido más profundo. Por eso su obra debía limitarse a un dominio especial y contingente, que era sólo de su competencia; pero al menos, se guardaba mucho de negar lo que le superaba. En eso, sus discípulos -más o menos alejados- no siempre le imitaron y algunos, por un defecto que está muy difundido entre los "especialistas" de todo tipo, manifestaron a veces un estrecho exclusivismo que les atrajo, por parte de los grandes comentaristas taoístas del siglo IV antes de la era cristiana, Lie-Tsé y sobre todo Tchoang-Tsú, algunas réplicas de una ironía mordaz. Las discusiones y disputas que se produjeron así en ciertas épocas no deben, sin embargo, hacer considerar al Taoísmo y al Confucianismo como dos escuelas rivales, lo que no fueron nunca y que no pueden ser ya que cada una tiene su dominio propio y netamente distinto. No hay pues, en su coexistencia, más que algo perfectamente normal y regular y, en ciertos aspectos, su distinción corresponde bastante exactamente a lo que es, en otras civilizaciones, la de la autoridad espiritual y el poder temporal.

 Ya hemos dicho, por otra parte, que ambas doctrinas tienen una raíz común, que es la tradición anterior; Kong- Tsé, como tampoco Lao-Tsé, no tuvo nunca la intención de exponer concepciones que no fueran más que las suyas propias y que, por eso mismo, se habrían encontrado desprovistas de toda autoridad y de todo alcance real. "Soy, decía Kong-Tsé, un hombre que ha amado a los antiguos y que ha hecho todos sus esfuerzos para adquirir sus conocimientos (3)",  y esta actitud que es lo contrario al individualismo de los Occidentales modernos y de sus pretensiones de "originalidad" a toda costa, es la única compatible con la constitución de una civilización tradicional. La palabra "readaptación" que empleábamos anteriormente es, pues, verdaderamente la que aquí conviene y las instituciones sociales que resultaron de ella están dotadas de una notable estabilidad ya que se conservan desde hace veinticinco siglos y han sobrevivido a todos los períodos de desórdenes que ha atravesado China hasta hoy. No queremos extendernos aquí sobre estas instituciones, que además son bastante conocidas a grandes rasgos; solamente recordaremos que su característica esencial es la de tomar por base la familia y la de extenderse de ahí a la raza que es el conjunto de familias ligadas a un mismo tronco original; uno de los caracteres propios de la civilización china es, en efecto, el basarse en la idea de la raza y de la solidaridad que une a sus miembros entre sí, mientras que las demás civilizaciones, que comprenden generalmente hombres pertenecientes a razas diversas o mal determinadas, se apoyan en unos principios de unidad completamente diferentes de éste.

De ordinario, en Occidente, cuando se habla de China y sus doctrinas se piensa más o menos exclusivamente en el Confucianismo lo que, por otra parte, no quiere decir que se interprete siempre de un modo correcto; a veces se pretende hacer de él una especie de "positivismo" oriental mientras que es completamente distinto en realidad; en primer lugar, en razón de su carácter tradicional y también porque es, como hemos dicho, una aplicación de principios superiores mientras que, por el contrario, el positivismo implica la negación de tales principios. En cuanto al Taoísmo, es generalmente silenciado y muchos parecen ignorar hasta su existencia o al menos parecen creer que desapareció hace mucho tiempo y que ya sólo presenta un interés simplemente histórico o arqueológico; más adelante veremos las razones de esta equivocación.

 Lao-Tsé no escribió más que un solo tratado sumamente conciso, por lo demás, el Tao-Te-King o "Libro de la Vía y de la Rectitud"; todos los demás textos taoístas son o comentarios de este libro fundamental o redacciones más o menos tardías de ciertas enseñanzas complementarias que primero habían sido puramente orales. El Tao, que se traduce literalmente por "Vía" y que dio su nombre a la doctrina misma, es el Principio supremo, considerado estrictamente desde el punto de vista metafísico: es a la vez el origen y el fin de todos los seres, como lo indica muy claramente el carácter ideográfico que lo representa. El Te, que preferimos traducir por "Rectitud" más que por "Virtud", como se hace a veces, y eso a fin de que no parezca que se le da una acepción "moral" que no está en el espíritu del Taoísmo en modo alguno, el Te, decíamos, es lo que podríamos llamar una "especificación" del Tao en relación con un ser determinado, como el ser humano por ejemplo: es la dirección que éste ser debe seguir para que su existencia, en el estado en el que se encuentra ahora, sea conforme a la Vía o, en otros términos, en conformidad con el Principio. Lao-Tsé se sitúa pues, primeramente, en el orden universal y luego desciende a una aplicación; pero esta aplicación, aunque teniendo como objeto propiamente el caso del hombre, no está hecha en modo alguno desde un punto de vista social o moral; lo que se considera aquí, es siempre y exclusivamente la relación con el Principio supremo y así, en realidad, no salimos del dominio metafísico.

Asimismo, no es a la acción exterior a la que el Taoísmo concede importancia; la considera, en resumidas cuentas, como indiferente en sí misma y enseña expresamente la doctrina del "no-actuar", cuya verdadera significación los Occidentales, en general, tienen dificultad en comprender, aunque puedan ser ayudados en ello por la teoría aristotélica del "motor inmóvil" cuyo sentido es el mismo en el fondo pero cuyas consecuencias no parecen haberse esforzado nunca en desarrollar. El "no-actuar" no es la inercia, es, por el contrario, la plenitud de la actividad pero es una actividad transcendente y completamente interior, no-manifestada, en unión con el Principio, luego más allá de todas las distinciones y de todas las apariencias que el vulgo toma sin razón por la realidad misma mientras que son sólo un reflejo más o menos lejano de ésta. Por otro lado, hay que observar que el mismo Confucianismo cuyo punto de vista es, sin embargo, el de la acción, no habla menos del "invariable medio", es decir, del estado de equilibrio perfecto apartado de las incesantes vicisitudes del mundo exterior; pero, para él, quizás no haya aquí más que la expresión de un ideal puramente teórico y no puede captar a lo sumo, en su dominio contingente, más que una simple imagen de algo completamente distinto, de una realización plenamente efectiva de este estado transcendente. Colocado en el centro de la rueda cósmica, el sabio perfecto la mueve de un modo invisible, por su simple presencia, sin participar en su movimiento y sin tener que preocuparse de ejercer ninguna acción; su desapego absoluto le hace dueño de todas las cosas porque ya nada puede afectarlo. "ha alcanzado la impasibilidad perfecta; al serle la vida y la muerte indiferentes por igual, el hundimiento del universo no le causaría ninguna emoción. De tanto escrutar ha llegado a la verdad inmutable, el conocimiento del Principio universal único. Deja evolucionar a los seres según sus destinos y él se mantiene en el centro inmóvil de todos los destinos. El signo exterior de este estado interior es la imperturbabilidad; no la del valiente que arremete solo, por amor a la gloria, contra un ejército formado en orden de batalla; sino la del espíritu que, superior al cielo, a la tierra y a todos los seres, vive en un cuerpo del que no depende, no hace ningún caso de las imágenes que sus sentidos le proporcionan y lo conoce todo por conocimiento global en su unidad inmóvil. Este espíritu, absolutamente independiente, es señor de los hombres; si deseara convocarlos a todos juntos, acudirían todos el día fijado; pero no quiere hacerse servir (4)". "Si un sabio verdadero debiera, muy a su pesar, ocuparse del Imperio, manteniéndose en el "no-actuar", emplearía los ratos libres de su no intervención para dar rienda suelta a sus propensiones naturales. El Imperio sacaría provecho por haber sido puesto en manos de este hombre. Sin poner en funcionamiento sus órganos, sin usar sus sentidos corporales, sentado inmóvil, lo vería todo con su ojo transcendente; absorto en la contemplación, lo conmovería todo como hace el trueno; el cielo físico se adaptaría dócilmente a los movimientos de su Espíritu. Todos los seres seguirían el impulso de su no-intervención, como el polvo sigue al viento. ¿Por qué se empeñaría este hombre en manejar el Imperio, mientras que basta el dejar ir (5)?".

Hemos insistido especialmente sobre esta doctrina del "no-actuar"; además de que es, en efecto, uno de los aspectos más importantes y más característicos del Taoísmo, hay en ello razones más especiales que la continuación hará entender mejor. Pero se plantea una cuestión: ¿cómo se puede llegar al estado que se ha descrito como el del sabio perfecto? Aquí, como en todas las doctrinas análogas que se encuentran en otras civilizaciones, la respuesta es muy precisa: se llega a él, por el conocimiento exclusivamente; pero este conocimiento, aquel mismo que Kong-Tsé confesaba no haber obtenido, es de un orden completamente distinto al del conocimiento ordinario o "profano", no tiene ninguna relación con el saber exterior de los "letrados" ni, con mayor motivo, con la ciencia tal como la comprenden los modernos occidentales. No se trata aquí de una incompatibilidad, aunque la ciencia ordinaria, por los límites que establece y por los hábitos mentales que hace adoptar, pueda ser a menudo un obstáculo para la adquisición del verdadero conocimiento; pero cualquiera que lo posea debe forzosamente considerar como despreciables las especulaciones relativas y contingentes en las que se complacen la mayoría de los hombres, los análisis y las investigaciones de detalle en las que se enredan y las múltiples divergencias de opiniones que son su consecuencia inevitable. "Los filósofos se pierden en sus especulaciones, los sofistas en sus distinciones, los investigadores en sus investigaciones. Todos estos hombres están cautivos en los límites del espacio, cegados por los seres particulares (6)". El sabio, por el contrario, ha superado todas las distinciones inherentes a los puntos de vista exteriores; en el punto central en el que se mantiene, ha desaparecido toda oposición y se ha resuelto en un perfecto equilibrio." "En el estado primordial, estas oposiciones no existían. Todas se derivan de la diversificación de los seres y de sus contactos causados por el giro universal. Cesarían si la diversidad y el movimiento cesaran. Dejan de entrada de afectar al ser que ha reducido su yo distinto y su movimiento particular a casi nada. Este ser ya no entra en conflicto con otro ser, porque está establecido en el infinito y eclipsado en lo indefinido. Ha llegado y se mantiene en el punto de partida de las transformaciones, punto neutro en el que no hay conflictos. Por concentración de su naturaleza, por mantenimiento de su espíritu vital, por reunión de todas sus capacidades, se ha unido al principio de todas sus generaciones. Al ser completa su naturaleza, al estar intacto su espíritu vital, ningún ser podría hacer mella en él (7)".

Por todo ello, y no por una especie de escepticismo que excluye evidentemente el grado de conocimiento al que ha llegado, el sabio se mantiene fuera de todas las discusiones que agitan al común de los hombres; en efecto, para él, todas las opiniones contrarias no tienen igualmente ningún valor porque, por el mismo hecho de su oposición, son todas relativas por igual. "Su punto de vista es un punto de vista donde esto y aquello, sí o no, parecen todavía no-distinguidos. Ese punto es el eje de la norma es el centro inmóvil de una circunferencia sobre cuyo contorno dan vueltas todas las contingencias, las distinciones y las individualidades; de ahí, no se ve más que un infinito que no es ni eso ni aquello, ni sí ni no. Verlo todo en la unidad primordial todavía no diferenciada o de una distancia tal que todo se refunda en uno: he aquí la verdadera inteligencia... No nos ocupemos en distinguir, sino que veámoslo todo en la unidad de la norma. No discutamos para vencer, sino que empleemos con el prójimo el procedimiento del criador de monos. Este hombre dijo a los monos a los que criaba: "Os daré tres taros por la mañana y cuatro por la noche." Todos los monos estuvieron descontentos. "Entonces, dijo, os daré cuatro taros por la mañana y tres por la noche." Todos los monos estuvieron contentos. Con la ventaja de haberlos contentado, este hombre no les dio, en definitiva, por día, más que los siete taros que les había destinado al principio. Así hace el sabio; dice sí o no, para el bien de la paz y permanece tranquilo en el centro de la rueda universal, indiferente al sentido en el que gira (8)".

No hay apenas necesidad de decir que el estado del sabio perfecto, con todo lo que implica y sobre lo que no podemos insistir aquí, no puede alcanzarse de repente y que, incluso, grados inferiores a ése y que son como otros tantos estadios preliminares no son accesibles más que a costa de esfuerzos de los que muy pocos hombres son capaces. Los métodos empleados con este fin por el Taoísmo son, por otra parte, particularmente difíciles de seguir y la ayuda que dan es mucho más reducida que la que se puede encontrar en la enseñanza tradicional de otras civilizaciones, de la lndia por ejemplo; de todos modos, son poco más o menos impracticables por hombres que, pertenezcan a razas distintas a la que están adaptadas más particularmente. Por lo demás, incluso en China, el Taoísmo no ha tenido nunca una difusión muy amplia y nunca lo ha pretendido, habiéndose abstenido siempre de cualquier propaganda; esta reserva se le impone por su naturaleza misma; es una doctrina muy cerrada y esencialmente 'iniciatica" que como tal sólo está destinada a una minoría y que no podría proponerse a todos indistintamente pues no todos están capacitados para comprenderla ni sobre todo para "realizarla". Se dice que Lao-Tsé sólo confió su enseñanza a dos discípulos que ellos mismos formaron a otros diez; después de haber escrito el Tao-te-king desapareció en dirección al Oeste; sin duda se retiró en algún refugio casi inaccesible del Tíbet o del Himalaya y, dice el historiador Sse-Ma-Tsien, "no se sabe ni dónde ni cómo acabó sus días."

 La doctrina que es común a todos, la que todos, en la medida de sus medios, deben estudiar y poner en práctica es el Confucianismo que, al abarcar todo lo que concierne las relaciones sociales, es enteramente suficiente para las necesidades de la vida ordinaria. Sin embargo, ya que el Taoísmo representa el conocimiento principial del que deriva todo el resto, el Confucianismo, en realidad, no es de algún modo más que una aplicación en un orden contingente y le está subordinado de derecho por su naturaleza misma; pero eso es algo de lo que la masa no tiene que preocuparse, que incluso puede no sospechar puesto que sólo la aplicación práctica entra en su horizonte intelectual; y, en la masa de la que hablamos, sin duda hay que incluir a la gran mayoría de los propios "eruditos" confucianistas. Esta separación de hecho entre el Taoísmo y el Confucianismo, entre la doctrina interior y la doctrina exterior constituye, aparte de toda cuestión de forma, una de las más notables diferencias que existen entre la civilización de China y la de la India; en esta última no hay más que un cuerpo de doctrina único, el Brahmanismo, que comprende a la vez el principio y todas sus aplicaciones y, de los grados inferiores a los más elevados, no hay, por decirlo así, ninguna solución de continuidad. Esta diferencia obedece, en gran parte, a la de las condiciones mentales de ambos pueblos; sin embargo, es muy probable que la continuidad que se ha mantenido en la India, y sin duda sólo en la India, haya existido también en otro tiempo en China, desde la época de Fo-hi hasta la de Lao-Tsé y Kong-Tsé.

Se ve ahora por qué motivo el Taoísmo es tan poco conocido por los Occidentales: no aparece al exterior como el Confucianismo, cuya acción se manifiesta visiblemente en todas las circunstancias de la vida social; es el patrimonio exclusivo de una minoría, quizás más limitada en número hoy de lo que ha sido nunca y que en modo alguno trata de comunicar al exterior la doctrina de la que es depositaria; por último, su punto de vista mismo, su modo de expresión y sus métodos de enseñanza son lo más ajeno que hay al espíritu occidental moderno. Algunos, aún conociendo la existencia del Taoísmo y dándose cuenta que esta tradición está todavía viva, se imaginan sin embargo que, en razón de su carácter cerrado, su influencia sobre el conjunto de la civilización china es prácticamente desdeñable, si no es completamente nula; eso es también un grave error y ahora nos queda por explicar, en la medida que es posible hacerlo aquí, lo que ocurre realmente a este respecto.

 Si queremos remitirnos a los textos que hemos citado anteriormente acerca del "no-actuar", se podrá comprender sin demasiada dificultad, al menos en principio si no en las modalidades de aplicación, cuál debe ser el papel del Taoísmo, papel de dirección invisible que domina los acontecimientos en lugar de tomar parte directa en ellos, y que, no siendo claramente aparente en los movimientos exteriores, sólo por ello es más profundamente eficaz. El Taoísmo desempeña, como hemos dicho, la función del "motor inmóvil": no trata de meterse en la acción e incluso se desinteresa de ella enteramente en tanto en cuanto no ve en la acción más que una simple modificación momentánea y transitoria, un elemento ínfimo de la "corriente de las formas", y un punto de la circunferencia de la "rueda cósmica"; pero, por otro lado, es como el eje alrededor del cual gira esta rueda, la norma sobre la que se determina su movimiento, precisamente porque no participa en este movimiento y sin que ni siquiera tenga que intervenir en él expresamente. Todo lo que es arrastrado en las revoluciones de la rueda cambia y pasa; sólo permanece lo que, estando unido al Principio, se mantiene invariablemente en el centro, inmutable como el mismo Principio; y el centro, al que nada puede afectar en su unidad indiferenciada, es el punto de partida de la multitud indefinida de las modificaciones que constituyen la manifestación universal.

 Hay que añadir seguidamente que lo que acabamos de decir, que concierne esencialmente al estado y la función del sabio perfecto, puesto que es este solamente quien ha alcanzado efectivamente el centro, no se aplica rigurosamente más que al grado supremo de la jerarquía taoísta los demás grados son como intermedios entre el centro y el mundo exterior, y, como los radios de la circunferencia parten de su meollo y se unen con la circunferencia, aseguran, sin discontinuidad alguna, la transmisión de la influencia que dimana del punto invariable en el que reside la "actividad no-actuante". El término de "influencia", que no el de "acción", es verdaderamente el que conviene aquí; también podría decirse si se quiere, que se trata de una acción de presencia"; e incluso los grados inferiores, aun estando muy alejados de la plenitud del "no-actuar", participan, sin embargo, todavía de ello, en cierto modo. Por lo demás, los modos de comunicación de esta influencia escapan necesariamente a los que no ven más que el exterior de las cosas; serían tan poco inteligibles para el espíritu occidental, y por las mismas razones, como los métodos que permiten la adhesión a los diversos grados de una jerarquía. Por eso sería perfectamente inútil insistir sobre lo que se llaman los "templos sin puertas", los "colegios en los que no se enseña" o sobre lo que puede ser la constitución de organizaciones que no tienen ninguno de los caracteres de una "sociedad" en el sentido europeo de esta palabra, que no tienen forma exterior definida, que a veces ni siquiera tienen nombre y que, sin embargo, crean entre sus miembros el vínculo más efectivo y más indisoluble que pueda existir; todo eso no podría representar nada para la imaginación occidental, al no proporcionarle aquí lo que le es familiar, ningún término de comparación.

Al nivel más exterior, existen sin duda organizaciones que, estando comprometidas en el dominio de la acción, parecen más fácilmente comprensibles, aunque también sean secretas de un modo muy distinto a todas las asociaciones occidentales que tienen alguna pretensión más o menos justificada de poseer este carácter. Estas organizaciones no tienen, en general, más que una existencia temporal; constituidas con vistas a un fin especial, desaparecen sin dejar huellas en cuanto su misión está cumplida; no son más que simples derivaciones de otras organizaciones más profundas y más permanentes de las que reciben su dirección real incluso cuando sus jefes aparentes son ajenos por completo a la jerarquía taoísta. Algunas de ellas, que desempeñaron un papel considerable en un pasado más o menos lejano, dejaron en el espíritu del pueblo recuerdos que se expresan en forma legendaria: así, hemos oído contar que en otro tiempo los maestros de tal asociación secreta cogían un puñado de alfileres y lo echaban al suelo y que de esos alfileres nacían otros tantos soldados completamente armados. Es exactamente la historia de Cadmo sembrando los dientes del dragón; y estas historias, que el vulgo comete el error de tomar sólo al pie de la letra, tienen, bajo su apariencia ingenua, un valor simbólico muy real.

Por otra parte, puede ocurrir, en muchos casos, que las asociaciones de que se trata o al menos las más exteriores, sean opuestas e incluso estén en lucha unas con otras; algunos observadores superficiales no dejarían de hacer por este hecho una objeción contra lo que acabamos de decir y concluir que en tales condiciones la unidad de dirección no puede existir. Esos sólo olvidarían una cosa: la dirección en cuestión está más allá de la oposición que consta tan y no en el dominio en que se afirma esta oposición y para el cual sólo ella es válida. Si tuviéramos que responder a tales contradictores, nos limitaríamos a recordarles la enseñanza taoísta sobre la equivalencia del ''sí'' y el "no" en la indistinción primordial y, en cuanto a la puesta en práctica de esta enseñanza, les remitiríamos simplemente al apólogo del criador de monos.

Pensamos que hemos dicho lo bastante para hacer comprender que la influencia del Taoísmo puede ser sumamente importante, aun manteniéndose invisible y oculta; no es sólo en China donde existen cosas de este tipo, pero allí parecen ser de una práctica más constante que en cualquier otra parte. Se comprenderá también que los que tienen algún conocimiento del papel de esta organización tradicional deben desconfiar de las apariencias y mostrarse muy reservados en la apreciación de acontecimientos como los que se desarrollan actualmente en el Extremo Oriente, y que se juzgan demasiado a menudo por asimilación con lo que ocurre en el mundo occidental, lo que les hace aparecer con un aspecto completamente falso. La civilización china ha atravesado muchas otras crisis en el pasado y finalmente ha recobrado el equilibrio; en suma, nada indica hasta ahora que la crisis actual sea mucho más grave que las precedentes e incluso, admitiendo que lo sea, eso no sería una razón para suponer que deba forzosamente alcanzar lo que hay de más profundo y de más esencial en la tradición de la raza y que un pequeñísimo número de hombres, por lo demás, puede bastar para conservar intacto en los períodos de desorden pues las cosas de este orden no se basan en la fuerza bruta de la multitud. El Confucianismo, que no representa más que el lado exterior de la tradición, puede incluso desaparecer si las condiciones sociales llegan a cambiar hasta el punto de exigir la constitución de una forma completamente nueva; pero el Taoísmo está más allá de esas contingencias. Que no se olvide que el sabio, según las enseñanzas taoístas que hemos expuesto, "permanece tranquilo en el centro de la rueda cósmica", cualesquiera que puedan ser las circunstancias y que ni siquiera "el hundimiento del universo le causaría ninguna emoción."


NOTAS:

* Publicado en "Le Voile d´Isis", agosto-septiembre de 1932, p. 485-508.

(1). Livre des Rites de Tcheou.

(2). Tchung-yung, XXII.

(3). Luin-Yu, VII.

(4). Tchuang-tseu, V.

(5). Tchuang-tseu, XI.

(6). Tchuang-tseu, XXIV.

(7). Idem, XIX.

(8). Idem, II.