Los primeros cuatro años de Muhammad

 

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         Sidnâ Muhammad (s.a.s.) pasó los primeros cuatro años de su vida en el desierto (bâdia) junto a los Banû Sa‘d, tribu nómada cuyas mujeres solían hacer de nodrizas para las familias de Meca. Halîma as-Sa‘día fue el nombre de la que se hizo cargo de él.

Era costumbre confiar los recién nacidos a los beduinos, para alejarlos de las enfermedades y epidemias que pudieran aquejarles en la ciudad. También, los niños recibían así en el desierto la educación que entonces se creían más conveniente.

Muhammad (s.a.s.) creció así fuerte, sano, respirando el aire puro, escuchando el árabe antiguo de los beduinos, y practicando la monta de caballos ya en su infancia.

Al cabo de los cuatro años, al morir su madre Âmina, regresó a Meca y pasó a estar bajo la tutela de su abuelo paterno ‘Abd al-Muttalib, que también murió cuatro años más tarde. Fue entonces cuando su tío paterno Abû Tâlib lo acogió en su casa.

 

 

  

         Sin duda, hay dos elementos que influyeron notablemente en la formación de la personalidad de Sidnâ Muhammad (s.a.s.): el desierto y los beduinos. Más tarde, se dedicaría al pastoreo, uniendo en su persona esos aspectos. En el desierto, se concienció de la inmensidad del mundo. Junto a los nómadas vivió con austeridad una vida llena de nobleza. Lo infinito era tangible en medio de los parajes desolados y entre las gentes del desierto. Allí “bebió” de una espiritualidad en comunicación con la inmensidad. Una espiritualidad “desnuda”, sin rituales, sin jerarquías, sin artificialidades, como vivencia sin más de la Presencia del Uno, como experiencia de la exposición de lo que existe al Querer del Señor de los Mundos, siendo esta la semilla del Islam, la devolución del ser a su Creador.

Y allí aprendió también los rudimentos de la “cultura árabe”: la poesía preislámica, las crónicas que relataban viejas leyendas, y los valores propios de la gente del desierto (la libertad, la generosidad), a los que él más tarde llamaría makârim al-ajlâq, las virtudes nobles, siendo el Islam la recuperación de esos valores propios de la gente del desierto. Una vez ya hombre y profeta, dijo: “No he venido más que ha completar los makârim al-ajlâq”.

No aprendió al leer ni a escribir, cosas por otra parte de poca utilidad en una sociedad cuya cultura era eminentemente oral. Él lo reconocería más adelante, y se daría el título de Nabí Ummí, profeta iletrado, que también tiene una significación profunda: quiere decir que no fue afectado por una formación libresca, que no estuvo expuesto a las manipulaciones de sacerdotes o maestros, que su saber era natural, próximo a la espontaneidad de lo auténtico (la fitra). En la conjunción de estas nociones podemos hacernos una idea del carácter de su infancia.

         Un acontecimiento extraordinario marcó su estancia junto a los Banû Sa‘d, y también está íntimamente vinculado a las ideas ya expresadas: el Shaqq as-Sadr, la Apertura del Pecho. Mientras jugaba con sus amigos, un misterioso personaje vestido de blanco se le acercó, lo echó al suelo y le abrió el pecho con un cuchillo, le extrajo el corazón, lo enjuagó  y arrancó de él un coágulo negro y luego devolvió el corazón a su sitio en el pecho. Sus compañeros, aterrorizados, corrieron al campamento e informaron a Halîma. Más tarde encontraron a Muhammad, sano y salvo. Halîma consultó a un sabio judío el significado de ese suceso y supo que un ángel había arrancado del niño toda inclinación al mal.

Otro detalle no escapó a los beduinos: la presencia de Muhammad (s.a.s.) estaba cargada de bendición (báraka). A pesar del rigor de la sequía, los pastos eran verdes para los Banû Sa‘d, sus animales engordaban mientras que los de sus vecinos padecían hambre, encontraban fácilmente agua,… y lo atribuyeron a la benéfica presencia de Muhammad, que iba acompañada de fecundidad, prosperidad y abundancia (báraka).

Cumplidos los cuatro años, Muhammad (s.a.s.) volvió definitivamente junto a su madre, que no tardó en morir, y sería su abuelo quien se hiciera cargo de él. Aun siendo un niño, su abuelo apreció en él virtudes propios de los adultos, y no dudaba en dejarle acudir a las reuniones de los jefes de Quraysh, que se quejaron varias veces de la inoportunidad de la asistencia de un niño a sus debates, pero ‘Abd al-Muttalib les demostró la precoz madurez de Muhammad.

Muhammad (s.a.s.) forjó su carácter en el desierto entre gentes nobles capaces de reconocer  la energía de la naturaleza incluso en los niños, y ese ambiente puro fue determinante del aprecio de unos valores de los que más tarde él se convertiría en el mejor de sus representantes, trasmitiéndolos a la humanidad.