PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

    CUARTA PARTE: Conclusión

         II.  LAS RUPTURAS

Las rupturas principales fueron intentos de imponer un enclave solitario de Occidente, que encerraban a Palestina sobre sí misma y la quitaban en el Creciente Fértil, en el mundo árabe, del que es parte integrante desde hace milenios, su papel de bisagra entre Asia y África, entre Oriente y Occidente, para implantar allí un Estado exclusivamente occidental, y cuya vida artificial, como apéndice de Occidente, sólo era posible depen­diendo de Occidente por lo que se refiere al dinero y a las armas.

Las dos empresas más típicas fueron la invasión de las ocho Cruzadas, del siglo XIII y del siglo III, y la de las seis oleadas de inmigración del colonialismo sionista desde hace un siglo.

La experiencia de las Cruzadas fue la de una guerra incesan­te durante doscientos años, y terminó con una derrota y el rechazo total de aquella invasión. Un ejército, por poderoso que sea, y por superiores que sean su técnica y sus armamentos, no puede imponerse indefinidamente contra la voluntad de un pueblo. El derrumbamiento de todos los colonialismos, desde el Vietnam a Argelia, demuestra que la confrontación de un ejército contra un pueblo termina invariablemente, después de las matanzas, con la derrota del ejército.

El sionismo no ha podido apoderarse de Palestina sino por medio de dos guerras, y mantenerse, hasta aquí, con cinco guerras.

Sólo pudo lograr su primera victoria (la Declaración Balfour de 1917) insertándose en el juego de las rivalidades de las potencias coloniales proclives al desmembramiento del Imperio otomano; no pudo obtener la promesa de recibir una parte de los despojos sino gracia a I guerra mundial, puesto que Inglaterra buscaba de este modo acabar rápidamente con Alemania, y conseguir el apoyo de los sionistas para arrastrar a los Estados Unidos a luchar junto a ella.

Las oleadas de inmigración a Palestina: la tercera (1919-1923), sólo permite recuperar el nivel de población judía de 1914 en Palestina: 85.000.

La cuarta oleada (1924-1932), supuso 89.000 emigrantes. Los reclutamientos conseguidos sólo por la fe en el sionismo, incluso impulsada por las ventajas materiales debidas a las colectas sionistas en el mundo, y la protección británica, eran cada vez más escasas, hasta el punto de que, «en 1927, por vez primera la emigración superaba a la inmigración»[1]. El proyecto sionista estaba, sin duda, destinado al fracasa.

Fue «salvado» por la política antijudía de Hitler, que permite a los dirigentes sionistas canalizar forzosamente a un mayor número de judíos a Palestina: «La Oficina central para la instalación de los judíos alemanes comienza por excluir a quienes pedían certificados sin ser sionistas. Las necesidades y los intereses de Palestina se imponían a la sazón sobre la es­trategia de lograr la salvación para los judíos»[2].

De esta manera «los judíos alemanes se encontraban ante el siguiente dilema: pasar por los «campos de adoctrinamiento», establecidos por los sionistas, y partir hacia Palestina, o acabar en los campos de concentración»[3].

El resultado de esta convergencia fue fructífera: desde 1929 a 1933» 188.000 judíos entran en Palestina; la llegada de Hitler al poder acelera el movimiento: 215.000 entradas en Palestina entre 1933 y 1939. La limitación, bajo la presión de los dirigentes sionistas de la acogida por parte de los países aliados, de los judíos perseguidos en Alemania, permite alcanzar, en 1946, una población judía de 608.000 personas en Palestina (donde vivían entonces 1.237.000 árabes).

Nacido de dos guerras, el Estado sionista de Israel se ha mantenido hasta aquí mediante cinco guerras: la que terminó en 1948, la de 1956 (en complicidad con Inglaterra y Francia), la agresión de 1967, con sus anexiones que hicieron inevitable la guerra de 1973, finalmente la invasión del Líbano en 1982.

A pesar de esta actividad militar, el sionismo israelí llega de nuevo, como en 1927, a encontrarse en una situación apurada: la inmigración no compensa la emigración. Por razones fundamentales: en primer lugar el Estado de Israel es el país del mundo donde menos seguridad tienen los judíos, a causa de la política belicosa de sus dirigentes. La seguridad de la diáspora incluso corre el riesgo de verse, a la larga, amenazada por la irritación provocada por las exacciones de los dirigentes sionistas de Israel, y por las cargas financieras exteriores, cada vez más pesadas, de un Estado que dedica la mayor parte de su presupuesto a la guerra, en detrimento de una economía siempre al borde de la bancarrota, a pesar de las «inyecciones» cada vez más masivas de dólares.

Así es como es mantenido artificialmente el colonialismo, cuyos únicos supervivientes actuales son Israel y Sudáfrica.

Así es como es impulsado artificialmente el nacionalismo, en una época en la que éste se ha vuelto cada vez más arcaico y caduco por la dependencia de las naciones con respecto a los «dos bloques» dirigidos por las superpotencias.

El nacionalismo israelí es todavía más artificial puesto que, históricamente, nunca ha tenido una «nación» en Palestina: incluso en los tiempos del Reino de David, la costa (en poder de los filisteos) no formó parte jamás de dicho reino, y Jerusalén era «la ciudad de David», conquistada y dominada por sus mercenarios no hebreos, en el eje de Judá y de Israel.

Esta construcción política era tan frágil y tan inestable, que no permitía el desarrollo de una cultura autónoma: cuando Salomón hizo erigir el Templo, éste fue concebido, construido y decorado por los filisteos pedidos al rey Híram de Tiro[4]. En cuatro mil años de historia, sólo existió un Estado hebreo durante 78 con David y Salomón, y cien años con los Macabeos.

 *   *   *

El comportamiento de los europeos (a excepción de Austria y de Grecia) con respecto al nacionalismo israelí, es un contra­sentido de la historia, de los intereses económicos de Europa, de las exigencias políticas de la paz, del futuro espiritual del mundo.

a) Es un contrasentido de la historia. Hemos puesto de relieve, en la primera parte de este ensayo, la significación his­tórica del inmenso crisol de civilización que constituía el Creciente Fértil. Por no citar sino dos claros ejemplos de este papel: Beirut fue, durante siglos, desde la antigüedad, uno de los puntos terminales de la «ruta de la seda», procedente de China. La ciudad no era solamente célebre por sus sederías, sino por todo cuanto transmitía de una cultura lejana, mientras que el Imperio romano y el Imperio chino se ignoraban. Sociedades cerradas de los imperios en contraste con las so­ciedades abiertas de un mundo, donde se tejen las grandes redes humanas de intercambio, desde comercio hasta la cultura.

Otro ejemplo es el de Palmira, de la que ya hemos recordado su papel decisivo en la organización de la inmensa red costera que, desde el Mediterráneo a la India, permitía la fecundación recíproca de las economías y de las civilizaciones.

Los romanos destruyeron Palmira. Los árabes, mil años después, construyeron Córdoba. Herederos del Creciente Fértil y de su espíritu crearon, con la Mezquita Universidad de Córdoba, uno de los hitos de la cultura, de donde irradiaron a todo Occidente, durante tres siglos, las ciencias y la sabiduría de Oriente, de Grecia y de la India, no solamente con la tra­ducción de las obras de estas ciencias y de esta sabiduría, sino con la nueva síntesis de los desarrollos creativos de un Islam viviente. Al otro extremo de esta área de civilización, en Bagdag, y hasta Gondishapur, en el Golfo Pérsico, cooperaban los médicos y los sabios del Islam, de Grecia y de la India; el mundo islámico desempeñaba este papel de crisol de la humanización del hombre, en el camino abierto, tres milenios antes, por los pueblos del Creciente Fértil.

Por vez primera después de cinco mil años, asistimos a un intento de inversión de este movimiento de humanización. Porque, a través de la historia, esta región conoció invasiones exteriores y ocupaciones, pero ninguna de ellas se había propuesto como objetivo expulsar o exterminar a los autóc­tonos. Los romanos, los cruzados, incluso los colonizadores ingleses, se limitaban a instalar sus guarniciones y a ocupar el país para dominarlo, para explotar su población. El propósito sionista es inédito: se trata de reemplazar a un pueblo por otro, y una civilización por otra.

Desde Herzl proclamando en El Estado judío (p. 95): «Para Europa constituiríamos allí un trozo de muralla contra el Asia; seríamos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie» (negación de una civilización), a la señora Golda Meir declarado al Sunday Times del 15 de junio de 1969: «No hay palestinos. No es como si hubiera un pueblo palestino en Palestina, considerándose a sí mismo un pueblo palestino, y como si nosotros hubiéramos llegado a ponerles a la puerta y quitarles su país. No existe» (negación de un pueblo).

Pasando por las leyes fundamentales del Estado de Israel, sobre todo las concernientes al Fondo nacional judío (Keren Kayemet), y el Fondo de reconstrucción (Karen Kayesed), adoptadas en 1953 y en 1956, y estipulando que las tierras no serían «ni vendidas ni arrendadas a un no judío» (negación racista ampliada a la tierra misma).

En los tres casos se trata de una empresa radicalmente nueva en la historia (reemplazar una civilización por otra (la de Occidente negando y destruyendo la del Creciente Fértil); reemplazar una población por otra (los invasores procedentes del mundo entero eliminando a la población árabe autóctona); imponer un criterio racista a la propiedad de la tierra para ex­propiar a quienes la cultivan desde hace cuatro mil años, para atribuirla «eternamente» (invocando mitos históricos y raciales) a unos inmigrantes de los cuales el 99 por 100 no han tenido a ningún antepasado que viviese en este suelo.

Una semejante negación del prójimo, empezando por el rechazo sionista de «la asimilación» (es decir, de la construcción de una civilización común con gentes que no comparten nuestra fe religiosa), en la agresión israelí contra el pueblo, el suelo y la civilización de los árabes, es un fenómeno que sólo se ha producido una vez en la historia real, pero, al menos en principio, sin un propósito determinado, con la expulsión y la exterminación de los indios de Norteamérica a manos de los occidentales, y otra vez, pero sin alcanzar sus fines, con los fantasmas históricos de Hitler, que soñaba con exterminar a los eslavos y, al mismo tiempo, a los «judíos», en mombre del mito racista de la supremacía aria.

Las consecuencias son dañinas para la humanidad entera. No sólo porque este intento de aculturación total del centro más antiguo de la civilización «abierta» del Creciente Fértil obstaculiza su renacimiento y las nuevas contribuciones que podría aportar a la construcción de un porvenir con rostro humano para el mundo entero, sino también porque una agre­sión de esta aprofundidad alimenta los integrismos de todas las comunidades: el del Estado sionistas de Israel, donde los «par­tidos religiosos» y el rabino jugaban un inmenso papel (a pe­sar de su escasez numérica) porque proporcionan las coarta­das míticas y de la ideología necesarias para justificar la agresión. El caso del rabino Meir Kahane es significativo: sus delirios sanguinarios y devastadores no pueden ser tomados completamente en cuenta por los dirigentes israelíes, pero éstos no pueden sino condenar los excesos y las torpezas, pero no el principio, porque éste no es otro que la lógica interna del sionismo político llevado a sus consecuencias externas. Es sig­nificativo que haya podido, sobre esta base, ser elegido di­putado en el Knesset y gozar de sus inmunidades.

La agresión sionista y sus proyectos de expansión son también el mejor alimento para todos los nacionalistas árabes y para todos los sectarismos musulmanes, tratando, de la peor manera, de preservar su identidad amenazada.

Por eso la resistencia palestina, cualesquiera que sean sus sueños militares, está investida de una misión de valor universal: tomar el relevo histórico de la defensa de una civilización por una civilización, en el sentido de la vocación milenaria del Creciente Fértil.

No podría haber una solución parcial, «nacional» (en el sentido occidental del término) del problema palestino. La única solución posible sólo puede ser hallada por el conjunto del Creciente Fértil, en cuyo interior Palestina no es, ni lo ha sido jamás, una entidad aparte.

El mundo árabe no puede vivir y conocer un auténtico re­nacimiento sino asumiendo la herencia espiritual del Creciente Fértil, de su concepción «abierta» de la sociedad y de la fe, al contrario de la concepción cerrada del Occidente imperialista y de su apéndice sionista en Palestina.

Las dos debilidades más grandes del mundo árabe actual provienen de su infidelidad a esta herencia, por sus nacionalismos políticos y por sus sectarismos religiosos.

La misión más grande de la diáspora palestina es, precisa­mente, la de ayudar a superar estas dos enfermedades mortales. Una resistencia «nacionalista» se condenaría a vegetar, como los otros nacionalismos árabes.

Su otra misión, precisamente porque en su seno cooperan árabes de confesiones religiosas diferentes, musulmanes o cris­tianos, en la de ayudar a los países árabes a superar los sec­tarismos religiosos, a regresar a las fuentes vivas del Islam, del cristianismo, del judaísmo, en una toma de conciencia de la unidad de la fe abrahámica y de sus nuevas posibilidades de creación.

*   *   *

 Es una constante de la Historia de Europa, aparte de las dos violaciones de la vocación histórica de Palestina (por las Cruzadas, y por el colonialismo y el sionismo que lo prolonga) unirse a Oriente no sólo porque es una península de Asia, sino porque ha tomado de ella sus raíces espirituales.

Toda la filosofía griega presocrática se ha desarrollado en Asia Menor, en una satrapía del Imperio persa, con Tales de Mileto, con Parménides y Zenón de Elea, con Heráclito de Efeso, y tantos otros, y sólo las guerras médicas supusieron un repliegue relativo, hasta que el Asia fecundó de nuevo el mundo helénico con sus regiones de salvación, mientras que el África, Egipto sobre todo, aportaba a Pitágoras y a Platón sus inspiraciones primeras, y Alejandro, en su cabalgada hasta el Indo, proseguía el sueño de unir el helenismo al Asia. El ma­trimonio de sus oficiales y de sus soldados con mujeres persas fue su celebración grandiosa, y el arte de Gandhara, síntesis del arte persa y del arte indio, continúa siendo el vestigio más prestigioso. Mientras el antiguo mundo helénico agonizaba con el derrumbamiento de la Ciudad, él trató «de inventar un mundo nuevo». «Así se mezclaron en las Indias, al paso de Alejandro, la sabiduría griega y la sabiduría india»[5], en tanto que Alejandría, en África, iba a convertirse en el mayor centro de irradiación espiritual de todo el Mediterráneo, en el cruce de Asia, de África y de la Europa mediterránea.

El el momento en que sus soldados y sus generales rehusaban llegar más lejos en este sueño de concordia universal y de sín­tesis de las culturas, a orillas del Indo, Alejando arengó, según nos cuenta Plutarco[6], a su ejército sublevado: «Puesto que todos queréis partir, marchaos y anunciar en nuestro país que vuestro rey Alejando... que ha cruzado el Oxus, el Tañáis y hasta el Indo, que sólo Dionisios atravesó..., id y anunciar que habéis abandonado a este rey... Y que habéis partido, dejando a los vencidos el cuidado de protegerle... He aquí lo que tenéis que contar. Es posible que vuestra conducta parezca gloriosa a los hombres, y santa a los dioses». ¡Partid! Y retirándose a su tienda, distribuyó a los oficiales persas el mando de su ejército que retiraba a los griegos.

En África, continúa contándonos Plutarco, «Alejandro quiso escuchar al filósofo Psammon en Egipto, y le complacieron sobremanera las palabras que éste le dijo: que Dios era el rey de los hombres... que Dios era el padre común de todos los hombres... reconociendo como suyos a los que eran más personas de bien»[7]. A la oposición helénica entre los griegos y los bárbaros sucedía, en contacto con el Oriente, la idea de un Dios único, padre común de todos los hombres, sin otra distinción que los que hacen el bien y los que hacen el mal.

A partir de Jerusalén en Palestina, de Antioquía en Siria, de Alejandría en Egipto, se dirigieron a Occidente las primeras comunidades cristianas, portadoras de este mensaje universal.

Asimismo en el Próximo Oriente, todos los «padres griegos», los de Capadocia (en la actual Turquía), o de Antioquía (en la Siria actual) ilustraron la fue nueva, como en Alejandría (en el actual Egipto), y en Cartago (en el Túnez actual) con San Agustín para los latinos.

Más tarde aún, en 797, antes de convertirse en Emperador de Occidente, Carlomagno establecía una alianza con el Califa de los musulmanes, Harun al Rashid, lo mismo que en 1553, Francisco I, candidato poco afortunado al Imperio, firmaba una alianza con Solimán el Magnífico, sultán del Imperio otomano.

Como un contrasentido de esta tradición milenaria de fecundación recíproca entre el Oriente y el Occidente, surgen los episodios irrisorios de las Cruzadas, del colonialismo y del sionismo, con sus sangrientas pretensiones de hegemonía.

Y esto, contra las más grandes vocaciones económicas, po­líticas y espirituales de Europa.

Desde el punto de vista económico, hoy día, Europa depende de un 52 por 100 del Oriente Medio y un 70 por 100 del mundo árabe, para un abastecimiento petrolífero, y Francia, aún para su energía, del gas argelino. Sólo con Argel, Francia tiene relaciones comerciales cuatro veces más importantes que con Israel.

Otro tanto sucede con Europa entera[8]. La mitad de las exportaciones de los países árabes están destinadas a la Co­munidad europea, que envía a estos países el 12 por 100 de sus propias exportaciones (en comparación con el 11 por 100 con destino a los Estados Unidos[9]. Como clientes y como pro­veedores, los países son por tanto los primeros socios de Europa.

Existen ya las bases económicas, y pueden multiplicarse ampliamente, para una unión cada vez más estrecha entre Europa y la «umma» musulmana, entre Europa y el Tercer Mundo de los no alineados.

Sólo esta unión puede permitir escapar a la polarización mortal del mundo entre los dos bloques, y a hegemonía conjunta de las dos superpotencias sobre el planeta entero.

Este es el principal problema político del que depende hoy día la paz del mundo, es decir, a nuestro nivel de desarrollo de las técnicas de destrucción, su supervivencia.

Es más en el plano político donde se sitúa el drama. Ni el Tercer Mundo solo, ni Europa dividida y separada de Oriente, pueden constituir una fuerza capaz de romper el sistema suicida de los dos bloques. Por tanto los países del Tercer Mundo, a pesar de sus voluntad afirmada de no alinea­ción, oscilan o se separan, entrando, por una irresistible atrac­ción, en la órbita de uno o de otro bloque, y Europa resulta todavía más evidentemente dividida en dos, entre el Estado y el Oeste.

En la Europa Oriental los pueblos, Alemania en particular, notan cada vez más el peligro del vasallaje con respecto a los Estados Unidos, vasallaje total porque se refiere a Inglaterra, indiscutible, en lo esencial, en todo el resto de Europa, a pesar de los intentos de Grecia y de Austria.

El Tercer Mundo y Europa, sirven de peones en el tablero de los dos grandes, que jamás se enfrentan directamente, sino que combaten a través de intermediarios en Asia, en América Latina, en África, en el Oriente Medio y en Europa, satisfechos de hacer que los musulmanes luchen entre sí hasta el último petrodólar, y los europeos entre sí hasta el último euro-misil.

La dependencia de Europa se manifiesta con una particular evidencia en el problema palestino, ya que, en ninguna otra parte resulta más grave el abismo entre las palabras veleidosas y las actuaciones reales.

Por ejemplo, la cumbre de la Europa de los Nueve, en Venecia, los días 12 y 13 de junio de 1980, declara: «El pueblo palestino debe estar en situación de ejercer plenamente su derecho a la autodeterminación». Se pronuncia contra toda iniciativa unilateral «que se proponga cambiar el Estatuto de Jerusalén». A propósito del Líbano, los Nueve, siempre el 13 de junio de 1980, en Venecia, exhortan a «poner fin a todo hecho susceptible de atentar contra la integridad territorial del Líbano». Ahora bien, el primer viaje oficial del nuevo presidente de la República francesa está dedicado al Estado de Israel. No solamente, como lo subraya un estadista árabe, moderado a pesar de todo, Cheikh Zayed, presidente de los Emiratos árabes unidos, «en su discurso en el Kenesset, Miterrand ha adolecido de falta de firmeza al referirse al problema palestino, y ni siquiera ha denunciado la anexión del Golán»[10], sino que avala, al aceptar ir a Jerusalén, la anexión de la ciudad.

Ya el 7 de junio de 1981, el jefe del sionismo francés, Alain de Rotschild, había pedido al Primer ministro Pierre Mauroy que cumpliese las promesas hechas por Miterrand de anular las medidas de boicot contra Israel del 7 de junio de 1977, del 24 de julio de 1977 y del 9 de mayo de 1980[11].

Israel había roto así su aislamiento, sabía que podía, im­punemente, invadir el Líbano, gracias al apoyo incondicional de los Estados Unidos y a la complicidad obediente de Europa.

A raíz de la invasión, el 8 de junio de 1982, la reprobación universal de la opinión pública al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a pedir a Begin que retirase sus tropas, por unanimidad. Menos un voto. Los Estados Unidos opusieron su veto. Luz verde para la matanza.

Una vez más, Occidente entero, Europa, siguiendo dócil­mente a los Estados Unidos, desafiaba al Tercer Mundo, respaldando la agresión israelí.

Esta solidaridad con el sionismo israelí obedece una razón fundamental. Israel desempeña el papel de mandatario de un colonialismo colectivo en el Oriente Medio. Vigila, por cuenta de los Estados Unidos, las dos llaves que cierran la puerta de las relaciones entre el Este y el Oeste, el Oriente, y el Occidente: el Canal de Suez y los Dardanelos, estando la tercera llave en manos de otra gran potencia de los Estados Unidos, Sudáfrica.

Este bloqueo, rompiendo las relaciones de fecundación recí­proca entre Oriente y Occidente, es todavía más devastador en un plano aún más profundo: en el plano espiritual.

Para todas las espiritualidades del mundo.

El apoyo al nacionalismo sionista ha ocultado, para los judíos mismos, la grandiosa tradición profética. El judaísmo ya no les sirve a los sionistas sino de coartada para su política. Así instrumentalizado, el mensaje judío ya no ejerce su irradiación espiritual, que es un componente irremplazable de la espiritualidad universal. El Estado de Israel se ha convertido en objeto de un culto idólatra, sustituyendo al del Dios de Israel.

Aquellos cristianos que no tienen conciencia de esta sus­titución impía, sacrifican su más alta tradición espiritual, la del cristianismo original, palestino, al constantinismo, que es su negación, dando precedencia a la política del Estado sobre la in­terioridad y la universalidad de la fe.

También el Islam está peligrosamente contaminado por el nuevo enfrentamiento con Occidente. La tensión permanente de las agresiones sionistas refuerza dos corrientes, que son contradictorias al espíritu del Islam.

Ante todo una exacerbación del nacionalismo, sea bajo la forma (típicamente europea) de las peculiaridades nacionales, debido a las intrusiones permanentes de Israel, sea bajo la forma de un nacionalismo árabe de tipo nasseriano o baasista, que exalta el arabismo más que el Islam, y disloca de este modo la «umma» musulmana.

Después, y más profundamente aún, esta agresividad sionista, animada por Occidente entero, acarrea una reacción global de rechazo de todo lo que es occidental, y de repliegue sectario sobre el pasado. El sionismo y la convivencia occidental alimentan así las tendencias más retrógradas.

Los medios de comunicación de Occidente denuncian casi siempre como integristas incluso a los que combaten, a la vez, los retornos al pasado y a los responsables de las desviaciones del mundo del hoy, dominado por los dos grandes de Occiden­te[12].

Porque el Islam, en su inspiración espiritual profunda no es una religión entre las demás.

El profeta Mahoma jamás pretendió fundar una religión nueva: la revelación coránica es esencialmente una exhortación a la religión fundamental, única y primera, que fue la de Adán, el primer hombre y el primer profeta, puesto que el hombre sólo es hombre por el espíritu divino insuflado en él, y que le confiere esta dimensión trascendente y profética.

Por eso el Corán considera a Abraham, Moisés y Jesús como profetas del Islam: Islam significa «sometimiento a la voluntad de Dios», lo que es el denominador común de toda religión.

Y no solamente de las religiones de la tradición abrahámica: judía, cristiana o musulmana.

Por eso se recuerda también en el Corán que Dios ha enviado mensajeros a todos los pueblos, y que, entre estos profetas, hay algunos de los que se habla en el Corán, y otros de los que no se habla. Los de la India, o de China, o de Europa, o de África, o de América.

Este ecumenismo musulmán, excluyendo radicalmente toda pretensión de «pueblo elegido», este monoteísmo radical, que considera que la humanidad es una porque Dios, su creador, es uno, es escarnecido por el nacionalismo sionista: escarnece al profetismo judío convirtiéndose en instrumento de su política; pervierte un cristianismo palestino al volver al constantinismo, y olvidando que es en Jesucristo, y no en una tierra en particular, en un pueblo determinado, donde se cumple la promesa de un reino que no es de este mundo, sino un reino de Dios; conduce, por reacción, a los países islámicos, a confundir el mensaje universal del Corán con el particularismo de una tradición.

El «shariah», la ley islámica en el sentido más profundo, la ley de la sumisión a Dios, no es cortar las manos (como Oc­cidente corta las cabezas), es la presencia de Dios, del Dios a quien nadie puede engañar, en cada uno de nuestros actos; la conciencia de nuestra responsabilidad de hombres en quienes Dios ha insuflado su espíritu, y de los que ha hecho su  Califa en la tierra, es decir, el administrador responsable de los equilibrios de la naturaleza y de las relaciones entre los hombres. Desde la transparencia y la lealtad de los intercambios que no pueden ser desiguales, hasta el prevalecimiento del interés de toda la humanidad sobre las pretensiones dominadoras de una nación, cualquiera que ésta sea. Todo esto no es posible, o no ser que cada cual, en lo más hondo de su conciencia, se sienta res­ponsable de todos los demás y participe en lo absoluto por respeto a los valores absolutos.

Si se pretende hacer abstracción de esta dimensión trascendente del hombre, sólo queda, en las sociedades, los enfrentamientos tipo jungla de los deseos de poder, de los deseos de goce, y de los deseos de expansión de los individuos, de los grupos y de las naciones, y sus «equilibrios de terror».

Esta es la última baza que está en juego en esta historia, de la que Jerusalén es el símbolo luminoso, y cuya condición es el reencuentro fraternal de las grandes religiones abrahámicas en Palestina. «De todas las familias de la tierra», como dice el Génesis (XIII, 3, y XXVIII, 14).

La apertura a un porvenir de rostro humano, contra toda empresa de colonización o de dominación, tal es el sentido milenario de esta Palestina, que sólo puede desempeñar su papel vivificante por la humanidad si no es escindida del Creciente Fértil y del mundo árabe.

Este mensaje no está dirigido solamente a los creyentes de la familia espiritual surgida de Abraham.

Porque incluso a los no creyentes, que cediesen a la ten­tación de un positivismo histórico miope y deshumanizado, ateniéndose tan sólo a los «hechos» (míticos en este caso), y no al sentido de la «promesa» hecha a Abraham, de la «alianza», de la «elección», del sacrificio de Abraham, del Éxodo, del propio Moisés y de sus mensajes, nosotros les decimos: si lanzamos a la historia, no una mirada de topo, sino una mirada propiamente humana, es decir, si buscamos en el pasado cómo se convirtió el hombre en humano, las invenciones «poéticas» mediante las cuales, a diferencia de todas las demás especies animales, ha tratado de dar un sentido a su vida y a su muerte, las figuras de los héroes o de los santos, que ha concebido o vivido como un paso, una transición en la manera propiamente humana de vivir, entonces el problema histórico se desplaza.

El problema ya no es saber si Abraham nació efectivamente en Ur, en Caldea (cosa que, por otra parte, es un anacronis­mo)[13], si su trayectoria es tal como nos ha sido descrita, si Dios se le presentó (¿bajo qué forma?) para prometerle y darle una tierra o una descendencia, en qué monte situar «la zarza en llamas» de Moisés, o si Josué fue el jefe supremo de las tribus y el asesino de cananeos (como otros, muchos siglos más tarde, serán asesinos de indios), etc..

El problema es completamente distinto, y no excluye en absoluto la investigación científica más exigente, sino que por el contrario la implica y la presupone. El problema es el siguiente: ¿En qué momento, en qué condiciones históricas, en qué grupos humanos, y con qué propósitos, fueron creados estos relatos primigenios, básicos, decisivos para la formación del hombre, de la vida, de los héroes, reales o míticos? Lo im­portante es que los hombres hayan podido concebir y crear tales imágenes de ellos mismos. Han intentado vivir según estos modelos que inauguraban una realidad nueva en la forma humana[14], que le abrían nuevos horizontes, ilimitados, que descubrían esta nueva medida para relativizar todo proyecto humano y toda realización de este proyecto con relación a este horizonte infinito de la caravana humana. Horizonte infinito al que la tradición abrahámica llama Dios, y que permite al hombre llevar a cabo, en las tareas más terrenales, «los movimientos del infinito», como escribía Kierkegaard en su in­comparable meditación sobre Abraham, «caballero de la fe»[15].

Reanudamos ahora, es esta perspectiva «teológica»[16], los temas de la elección, de la alianza, de la promesa de la tierra y de la descendencia, no para captarlos como «hechos» (a la manera de un título de propiedad o de un programa político, cosa que sí pretende irrisoria y criminalmente el sionismo po­lítico), sino para recoger su «sentido» como herencia grandiosa de la fe abrahámica de los judíos, de los cristianos, y de los musulmanes.

Considerar que los patriarcas, y el primero entre todos ellos, Abraham, no son personajes históricos, y que la alianza, la promesa y la elección responden a la leyenda y a la poesía, y no a la historia, no nos impide interrogarnos sobre la significa­ción de estos mitos, sino que incluso nos invita a ello. Porque la alianza es el problema de las relaciones del hombre con Dios, la promesa de la relación entre la voluntad de Dios y un proyecto humano, la elección de la responsabilidad del hombre cuando éste asume su dimensión trascendente.

Tal es el maravilloso mensaje, dirigido al mundo, de la fe abrahámica, que el sionismo político ha traicionado con una transformación radical del sentido de la promesa.

El sionismo político ha traicionado al judaísmo y ha per­vertido al cristianismo.

Puesto que es una perversión fundamentalmente del cris­tianismo haberse dejado apartar de aquello que era, precisa­mente, la herencia más prodigiosa del judaísmo: la fe de Abraham.

La que no busca gozar de las promesas de Dios, sino someterse a sus exigencias.

Kierkegaard, con más profundidad que cualquier otro teólogo, judío, cristiano o musulmán, ha trazado el centro común de la fe para toda la posteridad abrahámica, destinataria de la «promesa» que es, para las tres comunidades (que no son sino una sola), promesa no de un privilegio, sino de una res­ponsabilidad: la de someter el proyecto del hombre a la voluntad de Dios, con todos los riesgos que supone esta exaltante aventura para el hombre, que no puede jamás tener la certeza de saber cuál es el propósito de Dios. Como escribía Karl Barth, todo cuanto yo digo de Dios, es un hombre el que lo dice. Un hombre falible, con una palabra siempre provisional, variable, y que vive solamente como un ser incompleto. «Yo me propongo», escribía Kierkegaard, «sacar de la historia a Abraham, en forma de problemas, de dialéctica que comporta para ver qué paradoja inaudita es la fe, paradoja capaz de hacer de un crimen un acto santo y agradable a los ojos de Dios, paradoja que devuelve a Abraham su hijo, paradoja que no puede reducir ningún razonamiento, porque la fe comienza donde termina la razón»[17].

Tal es, para todos los pueblos y en todos los tiempos, la «guía» divina, la revelación de los fines últimos del hombre, del sentido de la vida y de su historia.

Esta «guía», desde hace cinco siglos, el Occidente la ha perdido. Y está muerto a causa de ello. En la embriaguez de su poder ciego.

Al término de esta historia, de este gran momento palestino de la epopeya humana, debemos tomar conciencia de lo que podría ser, más allá de los nacionalismos arcaicos y pervertidos, el nuevo encuentro, en Jerusalén, de Oriente y de Occidente, el encuentro de las técnicas de Occidente que no sean ya entrega­das a sus propias desviaciones destructoras (cuando son con­siderados en una religión de los medios), con la «guía» cuyo mensaje ha bebido sus fuentes en Asia con tanta frecuencia, con el fin de que estos maravillosos poderes de la técnica sean puestos, con el redescubrimiento de la «guía», al servicio del hombre, y no de su destrucción.

Porque el hombre sólo es humano si está habitado por Dios.


 

[1] American Jewish Yearbook, p. 53

[2] Davidowicz (Lucy S.), La guerra contra los judíos (1933-45), Ha­chéete, 1977, p. 306

[3] H. G. Schaffer: The soviet treatment of the Jews, Praeger Publishers, New York, p. 79

[4] Esto revela la inutilidad de las «excavaciones arqueológicas» em­prendidas so pretexto de encontrar el «Templo»: no solamente, en el lmejor de los casos, no pueden quedar de él más que ínfimos vestigios, sino que incluso en el caso de que fuesen exhumados estos vestigios se trataría de un testimonio de la cultura de los «filisteos», que dieron su nombre a «Palestina». Por otra parte, no se encontraría sino las prologaciones de la muralla romana (construida por Herodes) llamada «el muro de las lamentaciones». La uténtica razón de las ex­cavaciones es la de socavar y destruir la Mezquita de El Aqsa y la Iglesia de la Roca, testimonios grandiosos de las creaciones de la civilización islámica.

[5] André Bonnard, Civilización griega: Desde Eurípides a Alejandría

[6] Plutarco, Vida de Alejandro, citado por Bonnard, p. 195

[7] Jbídem, p. 194

[8] Véase: Bernard Granottier: Israel, causa de la tercera guerra mundial, Ed. L'Harmattan, 1982, pp. 244-248

[9] Estadísticas del Comercio Exterior, p. 20 y «Problemas económicos y sociales» nfi 425, de 9 de octubre de 1981

[10] Le Monde, 2 de marzo 1982

[11] En ocasión de la campaña presidencial, Henri Hajdenberg, Secretario General de Renovación judía (extrema derecha sionista) exhortaba a un voto de sanción contra Giscard d'Estaing y Roger Ascor, y en Tribuna sionista exhortaba a votar a Mitterrand. Informaciones judias recordaba mediante la pluma de un dirigente del C.R.I.F., Emile Touati, que el criterio de voto de un elector judío debía ser «la soberanía y la seguridad de Israel». (Véase Le Monde del 2 de abril de 1981).

[12] En su libro La guerra Irak-Irán (Ed. Albatros, París, 1985), el señor Trab Zemzemi subraya que la palabra «integrista» apareció por vez primera en España, en 1894, para designar a los miembros de un movimiento español que pretendía someter el Estado a la Iglesia; ...la palabra «integrismo» entró en la lengua francesa en 1950, para definir la tendencia doctrinal de católicos que rechazan toda evolución.

Los musulmanes llamados «integristas» se sublevan... para hacer que evolucionen sanamente sus sociedades... Conformarse con la voluntad de Dios, reconocer su mensaje, y obrar para su aplicación, es ser «íntegro», pero en ningún casi «integrista» (pp. 252-253).

[13] La dominación «Caldea» sólo apareció en el siglo ix, varios siglos después de la época en que la tradición sitúa al patriarca

[14] Lo que es maravilloso es que los hombres, los poetas hayan podido concebir y crear la figura de Héctor o de Rama, que son todavía fermentos vi­vientes en nuestra vida, aunque el combate de Héctor contra Aquiles en Troya sea una victoria como la victoria de Rama sobre Ravana en Skri Lanka. Si se entiende por «realidad» lo que deja en nosotros su huella y despierta nuestra acción, estos mitos son más reales que muchos «hechos» cotidianos.

[15] Soren Kierkegaard, «Temor y temblor», en Obras Completas, Ed. de l'Orante, 1972, t. I, Elogio de Abraham, pp. 104 a 105. Esta «meditación» sobre el acto fundador de la fe abrahámica: judaísmo, cristianismo, Islam, nos parece hoy día actual, para la solución de los principales problemas de nuestro tiempo, en particular los de las relaciones de la fe con la moral, la política y la ciencia

[16] Yo entiendo por «teológico» un estudio del hombre y de su historia que no excluye «a priori». por postulado, la dimensión transcendente del hombre, es decir, su posibilidad permanente de ruptura «poética» con los determinismos (reales, pero parciales y locales) de su pasado, y su «búsqueda» incensante del sentido de su vida y de su muerte de la voluntad, del Dios creador.

[17] Op. cit.. XVIII, 3.