PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    II.   Los hebreos

6)  Del profetismo al judaísmo

Tal era la expansión de la fe profética cuando, al regreso del exilio (537), dos colaboradores del rey de Persia, potencia ocupante, Esdrás y Nehemías, se hicieron con la gran mayoría, esencialmente popular, de los hebreos que habían permanecido en Canaán durante el exilio de los notables, y que se habían unido fraternalmente, por su modo de vida y por matrimonio, con los autóctonos cananeos.

Se produjo entonces una recaída en el tribalismo, el literaturismo y el integrismo, instaurando una teocracia totalitaria y clerical.

Este movimiento se había iniciado un siglo antes, bajo Josías, pero los profetas lo habían hecho fracasar.

En 639 fue asesinado el rey de Judá, Manases. Su hijo, Josías, en cuanto llegó a la edad adulta, aprovechando el eclipse de Egipto y el derrumbamiento de Asiria, trató de recobrar su indepencia y hasta de reconstruir el imperio de David reinando en el reino del norte. Como David había podido triunfar en su empresa merced el ocaso momentáneo de las grandes potencias del Nilo y de Mesopotamia, Josías intentó sacar provecho de una coyuntura similar y con el mismo objeto: David no había creado un Estado judío, sino el Estado de David, compuesto de elementos dispares, que mantenían su unidad gracias a la mano de hierro del antiguo jefe de banda, que dominaba, merced a sus mercenarios, Jerusalén, en el eje de Judá al sur de Israel al norte, engran­deciéndose mediante campañas militares victoriosas contra sus vecinos.

Josías creyó que la historia podía repetirse.

Ante todo era preciso confirmar la legitimidad de su reivindicación de unificar los dos reinos. En el momento oportuno, en el año decimoctavo de su reinado, hacia 621, en el curso de trabajos de reparación en el Templo de Jerusalén, fue «descubierto» y exhumado un «Libro de la Ley» que fue presentado al rey por el Gran sacerdote del santuario (// Re­yes 22, 3; y 13, 3). Este libro, primera versión, sin duda, del Deuteronomio, era una compilación de prescripciones jurídicas tradicionales centrada alrededor de la «Ley de Moisés». Josías, aprovechando el momento en que Asiria carecía de fuerza para imponer sus propios cultos, exigió la estricta observancia de este código, y reuniendo a los Ancianos de Judá en el Templo, hizo proclamar, según la tradición antigua del Sinaí, un pacto federal entre Yahvé y su pueblo. Era un paso importante en el camino de la reunificación posible de los dos reinos en torno de una ley común de derecho divino.

Más la situación internacional hizo fracasar el proyecto de Josías. En Harran, un usurpador había tratado de apoderarse de lo que quedaba de poder en Asiria. El faraón Neqao, considerando que a Egipto le interesaba mantener una Asiria debilitada por la ascensión de los babilonios y por sus divisio­nes internas, y por tanto incapaz de disputarle la hegemonía en Siria y Palestina, decidió apoyar al pretendiente. Josías, consciente de que saldría perdiendo tanto si Neqao entregaba Palestina a Siria, como si conservaba la dominación, resolvió atacar al Faraón cuando éste pasara con su ejército para Pa­lestina en 609. La batalla tuvo lugar cerca de Meggio (II Re­yes 23, 29). Josías fue vencido y muerto en la lucha. Su proyecto político quedó desbaratado, y Palestina entera volvía a ser una provincia de Egipto.

Este vasallaje fue de corta duración, puesto que el rey neo-babilonio Nabucodonosor, en 605, aplastó a Neqao y le arrebató Palestina. El rey Joyakim había intentado sustraerse a la supremacía de Babilonia, y sus sucesores creyeron que podía contar con la ayuda egipcia, a pesar de las advertencias de Jeremías, que fue encarcelado como traidor, pero el caso es que los babilonios conquistaron la ciudad en 587 (II Reyes 25). Jerusalén fue saqueada y el Templo se desplomó entre las llamas. El rey Sedecías, capturado en él mientras huía, fue deportado a Babilonia con los notables de la ciudad, y allí murió.

La dinastía de David, portadora de promesas y de esperanzas, había desaparecido, y con ella la esperanza de una dominación terrestre.

La vida del pueblo hebreo continuaba en Palestina, sin sus reyes y sin su aristocracia sacerdotal o comerciante; continuaba como la del conjunto del pueblo de Canaán, tan próximo a él por sus orígenes: sólo que había llegado con otras migraciones: el Génesis, en sus capítulos 19, 25 y 36, presenta a través de sus héroes epónimos, sus relaciones de parentesco, ya se trate de árabes, hijos de Abraham por Ismael, moabitas y amonitas por Lot, sobrino de Abraham, edonitas, por Esaú, nieto de Abraham, y de todos los otros pueblos de Canaán, todos ellos herederos de la Alianza de Dios con Noé, y de las promesas hechas a Abraham.

Ande Néhér, resume de modo magnífico el sentido de esta comunidad.

El noahísmo explica que los profetas hayan interpretado ciertos acontecimientos de la historia en una lengua común a Israel y a todos los pueblos. No hubo solamente un éxodo (la salida de Egipto del pueblo de Israel), sino toda una gama de éxodos, provocados cada cual por el mismo Dios, que, para cumplir la misma promesa hecha al mismo Padre, Abraham había sacado a los árameos de Ur, a los moabitas del valle del Araba, a los edonitas, los amalacitas y los midianitas del desierto, los filisteos de Creta, para situarlos en las in­mediaciones de Canaán, de la Tierra Prometida al ante­pasado, asegurando a cada cual su territorio, garantizando a cada cual sus fronteras, arbitro de los conflictos y, sobre todo, testigo de lo que los hombres iban a hacer, juez de sus obras. Cabe preguntarse si el distrito siriopalestino no sería, a los ojos de los profetas, como un fragmento de la tierra que podía servir de referencia y de modelo al mundo entero. Los problemas morales y religiosos de la humanidad, en lugar de ser vistos y tratados a escala de la humanidad entera, lo eran según la dimensión de aquel pequeño espacio, que se podía abarcar de una sola ojeada, pero al que las circunstancias políticas, la situación mediana entre los dos grandes Imperios de la época, Egipto y Babilonia, conferían una notable di­versidad de estructuras y de acontecimientos. En cualquier caso, aplicando a estos pueblos el lenguaje de la historia, o antes bien de un destino histórico común, el del éxodo, los profetas le aplican igualmente el lenguaje de la alianza, con sus implicaciones morales. Los pueblos son, lo mismo que Israel, responsables ante Dios. También ellos son «hijos» del Padre, «servidores del Señor».

El pueblo hebreo, que, al pasar del nomadismo a la vida sedentaria de los agricultores y de los ciudadanos de Canaán, había asimilado la civilización de estos últimos, su lengua, su escritura e incluso las formas de su culto, se había mezclado con los autóctonos por medio del matrimonio. Al margen de las batallas de los condottieri, como Josué o David, y de sus efímeras conquistas, habían cohabitado fraternalmente.

Tal fue, y continuó, bajo las dominaciones alternas de Mesopotamia y de Egipto, la vida de aquellos pueblos, como de todos los pueblos.

No ocurrió otro tanto con sus dirigentes, es decir, en lo concerniente a los hebreos, los exiliados de Babilonia. Su exclusivismo de clase privilegiada y dominante en Palestina, se trocó, en el exilio, en exclusivismo étnico y religioso.

Los exiliados no eran prisioneros: tenían sus pueblos, sus casas, sus jardines. Podían desplazarse libremente, casarse. (Ezequiel 3, 15; y Jeremías 29, 5). La única limitación de esta libertad era la imposibilidad de celebrar su culto según su tradición, es decir, en Jerusalén.

De ahí la importancia acordada por los exiliados a su nostalgia de Jerusalén, y de todas las prácticas religiosas que podían distinguirlos, y aislarlos de su nuevo ambiente: la observancia estricta del sabbat adquirió el valor de una profesión de fe (Ezequiel 20, 12; 22, 8-26; 23, 38). La circun­cisión adquirió una importancia mayor: en Palestina, sólo los filisteos, procedentes de Grecia, eran no circuncisos. La circunstancia, por tanto, no podía ser un signo distintivo puesto que la circuncisión era practicada por todos los pueblos de Canaán y por los egipcios. En Mesopotamia, que siempre había ignorado esta costumbre, se convierte en un “signo” de la Alianza (Génesis 17, 2). El código sacerdotal vincula la observancia del sabbat a la creación del mundo (Génesis 2, 3), y considera la circuncisión como la “señal” de la Alianza de Dios con Abraham, fundamento de la historia de Israel (Génesis 17, 2).

La hegemonía del imperio neobabilónico fue de corta duración. Al nuevo rey de Persia, Ciro, después de haber aplastado al rey de Lidia, Creso, y de haberse apoderado de su reino (546), ya no le restaba sino abatir al frágil imperio neobabilónico que dominaba Mesopotamia y Siria –Palestina-. Su hijo Cambises, en 525, sometió a Egipto, de suerte que todo el Creciente Fértil, desde Egipto al Asia Menor y al Eúfrates, se convirtió en una sola comunidad, la más vasta que jamás haya conocido el Antiguo Oriente.

La lengua oficial, agente de unificación administrativa de aquel conjunto, era el arameo, pero, para mantener su soberanía sobre vasallos tan diversos, el rey de Persia exigió de sus sátrapas el respeto de los cultos locales. Los gobernantes persas de Egipto recibieron órdenes de respectar en Sais, en el Delta, el culto de la diosa Seth. Asimismo, en 537, un edicto de Ciro destinado al sátrapa de Siria –Palestina-, permitió a los israelitas reconstruir el Templo (Esdras 5, 6; 6, 12), y a los desterrados regresar a su país. El etnocentrismo de los hebreos notables sólo les hizo ver, en esta medida política de restauración de los antiguos cultos, desde Egipto a Mesopotamia, tan acorde con la tradición de todo el Creciente Fértil, aquello que les concernía, y consideraron a Ciro el ejecutor de los designios de Dios.

La población  que había permanecido en Palestina no parece haber apreciado la prioridad concedida a la reconstrucción del Templo: “Todavía no ha llegado el tiempo de reconstruir la casa de Yaahvé” (Agei 1, 2); en sus cuchitriles encalados (Ageo 1, 4), cada cual pensaba primero e n su propia casa (2, 9). Ageo tuvo la feliz ocurrencia de prometerles que la reconstrucción del Templo aseguraría la prosperidad agrícola (2, 15-19); pero, aún así, los trabajos comenzaron al cabo diecisiete años, y el nuevo santuario no fue inaugurado hasta 515 (Esdras 6, 15).

Los notables (o al menos los que habían regresado del exilio, porque el mayor número de ellos había quedado en Babilonia) habían logrado su objetivo: con la reconstrucción del Templo, el Gran sacerdote se encontró a la cabeza de todo Israel. Jamás el antiguo Israel había conocido una jerarquía sacerdotal hasta Josías. En adelante, una teocracia clerical y totalitaria es instituida. Gracias a la colaboración de la aristocracia de Jerusalén con la ocupante persa, los grandes sacerdotes saduceos, que habían desempeñado las funciones sacerdotales de padres a hijos, desde David a Salomón, ostentan el poder como funcionarios de los reyes persas.

En esta perspectiva adquiere todo su sentido la obra de Esdras y de Nehemías.

Las huellas del conflicto entre repatriados de Babilonia y los que habían permanecido en Palestina aparecen, por ejemplo, en el libro de Esdras (4, 1-5), pero el desacuerdo iba más allá de la reconstrucción del Templo, en particular cuando los desterrados, en general ricos propietarios, exigieron de los campesinos pobres, que habían vegetado en su país, la restitución de sus tierras.

De hecho, dos mentalidades se enfrentan en todos los planos. Los Antiguos desterrados, apartados hacía largo tiempo de su país y de sus gentes, pretendían ser los únicos portadores de la tradición e imponer su estricta observancia.

Nehemías y Esdras, que se ocupan de la reorganización de la vida en Palestina, son protegidos del ocupante: el rey de los persas. Ambos ejercían ya funciones importantes en la corte de Babilonia. Nehemías llega, a mediados del siglo V, a Jerusalén, para ostentar el titulo de gobernador de Judá (V, 14). Este cargo le había sido concedido porque gozaba del favor del rey de los persas.

Se comprende que el apresuramiento por reconstruir el  Templo (a expensas del Rey), que aparecía como una tarea tan urgente para el rey de los persas como para los antiguos desterrados que habían logrado granjearse sus simpatías, resultase sospechoso para la población.

Un decreto de Nehemías sobre la abolición general de las deudas (Nehemías 5, 10) para apaciguar el descontento de los menos pudientes, demuestra la aspereza de los conflictos entre los ricos y los pobres, sobre todo cuando los repatriados reivindicaron sus dominios y sus patrimonios.

La obra del sacerdote Esdrás se sitúa en el mismo clima político y social. También él había sido enviado por el rey de los persas, Artajerjes. Su misión, bajo el extraño título de «secretario de la ley de Dios», concedido por el «Rey de Reyes» (Esdrás VII, 12), consistía en hacer que se aplicara esta regla: «Al que no cumpla exactamente la Ley de Dios y la orden del rey, que le sea aplicado todo el rigor de la justicia: muerte, destierro, multa o cárcel» (Esdrás 7, 26).

Esdrás recibía así plenos poderes para dictar, en nombre del rey de los persas, la Ley de Dios, e imponer la observancia de la misma.

Procedió de la misma manera que lo hiciera antaño el rey Josías: hizo leer la ley (Nehemías 8, 1), como en los tiempos en que Josías la había exhumado milagrosamente de los cimientos del Templo, pero, esta vez, haciendo hincapié en todo cuanto podía hacer de la comunidad judía una sociedad cerrada, tribal, impenetrable al exterior, según los sueños de los patricios desterrados en Babilonia: no solamente el sabbat tenía que ser observado con todo tigor, y la circunstancia practicada como una obligación sagrada, sino que, además, se codificaba el ejercicio puntilloso de los menores ritos.

Para hacer infranqueables las barreras del clan, se concedió especial importancia a las prohibiciones de los matrimonios mixtos y al recogimiento en sí mismo más estricto y egoísta: «No deis vuestras hijas a sus hijos ni toméis sus hijos para vuestros hijos, no os cuidéis nunca de su prosperidad ni de su bienestar» (Esdrás 9, 12).

Exigió el repudio y la expulsión de todas las mujeres extranjeras y de los hijos nacidos de ellas (10, 3). Nadie se atrevió a protestar, de modo que «el día primero del mes primero, acabaron con todos los nombres que se habían casado con mujeres extranjeras» (10, 17).

El movimiento profético hacia lo universal dejó de funcionar. Triunfaba el integrismo, bajo la férula de la casta sacerdotal que, después de la caída de la realeza, disponía de todos los poderes, con el apoyo secular del ocupante.

De aquella época de la dominación persa data igualmente la fijación «canónica» de los libros sagrados: no solamente de la Torah (que los cristianos llaman el Pentateuco (Génesis, Éxodo,

Levítico, Números y Deuteronomio), sino también los escritos «históricos». A partir de entonces «todo el nuevo desarrollo quedó interrumpido»[1]. Podía comenzar el reinado de la Sinagoga y de los Doctores de Ley.

Esta comunidad, que había aportado al patrimonio espiritual de la humanidad el mensaje de sus profetas, en adelante paralizada en el ritualismo, el legalismo y el literalismo, ya no aportará ninguna contribución específica a la historia universal: sus miembros más prestigiosos, desde Filón de Alejandría a Spinoza, desde Marx a Einstein, ilustrarán en adelante las culturas de los pueblos o de las civilizaciones en cuyo seno se han formado y donde han vivido.

A partir de Esdrás y de Nehemías quedó sellado el destino de aquel maravilloso florecimiento de la espiritualidad y de la cultura de los profetas. Como escribe Koestler, «las apor­taciones filosóficas, científicas, artísticas, de los creadores judíos individuales son contribuciones a la cultura de los pueblos donde han vivido; no representan un patrimonio cultural común y un cuerpo de tradiciones autónomas»[2] .

El paso de la dominación persa a la dominación griega en Palestina (en 332 y 331) no aportó cambios profundos a la situación: aparte de dos ciudades, Tiro y Gaza, no hubo resistencia, ni de los cananeos autóctonos, que padecían el doble yugo de los persas y de sus colaboradores hebreos, ni de los hebreos que ya no oían la llamada de Dios, ahogada por la voz de sus profetas, y que no hacían sino pasar de un amo extranjero a otro. Las rivalidades de los sucesores de Alejandro, que a su muerte, se habían apoderado de su imperio desinte­grándolo con mayor rapidez todavía de lo que había llevado levantarlo o, hizo de Palestina tan pronto una provincia de los Tolomeos de Egipto, como de los seleucidas de Siria, que habían instalado su capital en Antioquía.

Durante este período de la dominación griega, el único acontecimiento importante fue el desarrollo de una importante comunidad procedente de Jerusalén e instalada en Alejandría, en el centro de la cultura helenística, diseminándose más tarde la mencionada comunidad a través del Mediterráneo oriental.

Aparte de Babilonia, donde muchos antiguos desterrados habían decidido permanecer y establecerse, después del Edicto de Ciro que los liberaba, Alejandría se convirtió en el centro más animado de las comunidades judías, después de que la vida se hubiese estancado en Jerusalén.

Surgió así la necesidad de traducir la Biblia al griego. Desde Babilonia a Palestina, la lengua común, entre el pueblo, era el arameo, ya que el hebreo sólo era la lengua sacerdotal, mientras que el griego era la lengua de la cultura, desde Alejandría a Sicilia. Así pues, en el siglo m, la Biblia fue traducida al griego en Alejandría, y de esta forma puede difundirse al margen de los «doctores de la Ley», protegidos del rey seleucida Antíoco III, que multiplicaba los privilegios en favor de aquéllos.

Pero, después de la victoria de los romanos sobre Antíoco III en Magnesia[3], en Asia Menor, en 190, y el tratado de Apamea, que le hacía vasallo de Roma, Jerusalén, perdida esta protección, fue cada vez más el blanco de la enemistad de los samaritanos.

La rivalidad no era nueva entre los antiguos reinos del norte (Israel y su capital Samaría) y del sur (Judá y su capital Jerusalén). No se debía solamente a una composición social diferente, en razón de que el norte estaba urbanizado, y más abierto, por su comercio, a las relaciones exteriores. Existía también una vieja rivalidad religiosa: los «santos lugares» tradicionales de las tribus, los santuarios de Siquem, de Betel, de Silo, se encontraban en el norte, y el desplazamiento autoritario del centro y el Arca a Jerusalén, por una decisión esencialmente política de David, les había parecido a los samaritanos una ruptura de la tradición y un abuso de poder por parte de David.

La decadencia de los seleucidas, después de la derrota frente a los romanos, arrebatando a Jerusalén el apoyo de Antíoco, fue aprovechada por los samaritanos para practicar la secesión y organizar un auténtico cisma, celebrando en adelante el culto no en Jerusalén, sino en su propio terreno, en la vieja montaña santa de Garizim, a partir del reinado de Antíoco IV Epifanes (II Macabeos 6, 2). Desde entonces los samaritanos fueron considerados, por el clero de Jerusalén, como apóstatas e impuros.

Por tanto el advenimiento de Josías, en 639, marca un cambio decisivo en la historia de Palestina: después de la gran llamarada profética, la voz de los profetas será ahogada. El fermento de vida ardiente que aportaban a la fe jurídica murió a causa del ritualismo, el literalismo de tradiciones religiosas que se plegaban a exigencias políticas.

Comienzan entonces los siglos de oscurantismo de Palesti­na: aquellos en que la fuente de creación espiritual se seca; siglos de la fosilización de la fe, y del sórdido enmarañamiento de las intrigas políticas.

Bajo el reinado de los reyes de Judá, apoyándose por turno en los ocupantes sucesivos, no sólo Palestina no es ya un sujeto activo de la historia, sino un objeto y un instrumento subalter­no en manos de las potencias extranjeras. En esta historia padecida bajo el yugo de reyes ambiciosos y colaboradores de todos los amos que pasan, la creación espiritual ha cesado: esta tierra de los cananeos que, en el confluir de las civilizaciones fecundantes de Mesopotamia y de Egipto, había visto nacer una cultura y una fe nuevas, cuya riqueza nos revela la Biblia cananea de Ougarit; esta tierra que había acogido la fe de Abraham en la sumisión incondicional a Dios, en la que habían retumbado los mensajes grandiosos de los profetas, parece salir de la historia, en la que ya sólo aparecen los nombres de reyes vasallos de los persas, de los griegos seleucidas, y, finalmente, de los romanos, y de generales extranjeros, asesinos, ladrones y corruptos, apoyando al príncipe más generoso y más servil.

Otros pueblos y otras civilizaciones han aportado a la cons­trucción del hombre ciencias y técnicas, culturas y formas de expresión artística. La aportación específica de Palestina, durante cinco milenios de su historia, consistió en ser el lugar de revelación y de irradiación de los mensajes divinos: los de Abraham y los de los grandes profetas de Israel, como más tarde los de Jesucristo, y los del Islam.

El episodio de los Macabeos (176-104) no rompe realmente la trama de este caos de los siglos oscuros de Palestina.

Se sitúa en la época de la decadencia de los soberanos seleucidas que, por la herencia de Alejandro, se habían hecho con Siria (Palestina), en tanto que los Tolomeos se habían impuesto en Egipto.

A esta desintegración del Imperio de Alejandro se sumó, a partir del siglo n, la intervención romana en el Mediterráneo oriental. Los romanos apoyaron a los Tolomeos de Egipto contra los seleucidas de Siria, y su tarea fue facilitada por las disensiones, la conspiraciones y los crímenes entre los prínci­pes seleucidas.

El seleucida Antíoco II fue vencido por los romanos, que le impusieron la paz de Apamea (189), y ello fue causa de que las intrigas y los asesinatos se multiplicaran en la corte. Derrotas militares y corrupción de los dirigentes acarrearon una situa­ción económica desastrosa que llevó a los seleucidas a presionar a sus pueblos y a apoderarse de sus riquezas: las del Templo de Jerusalén eran una presa especialmente codiciada.

Antíoco IV, que se había hecho con el poder en 175, apro­vechando las disensiones entre los grandes sacerdotes, apoyó a uno de los miembros de la familia sacerdotal. Con motivo de su entronización, se apoderó de los tesoros del Templo y penetró en el Santuario, lo que constituía una profanación para los judíos más afectos a la Ley.

El conflicto se convertía en un conflicto de civilización: una parte de la familia sacerdotal, la que colaboraba con los sobe­ranos seleucidas, se prestaba a una penetración creciente del helenismo en Jerusalén, varios grandes sacerdotes, según Flavio Josefo, habían cambiado sus nombres judíos por nombres griegos: Josua se convertía en Jasón y Onías en Menelao[4].

En 168, al regreso de una expedición a Egipto, de donde los romanos le habían obligado a retirarse, Antíoco IV ordenó tomar Jerusalén por sorpresa y la entregó a la matanza y al pillaje (1Macábeos 1, 29). Luego, prohibió todo culto religioso, la observancia del sabbat, la circuncisión. Incluso destruyó los textos bíblicos. Finalmente instaló en el santuario de Jerusalén, como, por otra parte, en el de los samaritanos, en Garizim, el culto griego de Zeus[5].

Estalló entonces una fuerte sublevación religiosa, a fina­les de 167 y a principio de 166.

Empezó en una pequeña aldea de Judea, Medina, uno de cuyos notables, Matatías, negándose a sacrificar a los dioses griegos, dio muerte al oficial y a los soldados que se lo ordena­ban[6]. La resistencia se desarrolló en toda Judea, y, más aún, cuando a su muerte, en 166, transmitió a su hijo, Judas Macabeo, el mando de sus seguidores[7].

Este pasó a la guerrilla dirigida desde la montaña a una insurrección general, gozando del apoyo del pueblo, y durante la cual derrotó varias veces a los ejércitos de Antíoco. Judas Macabeo estaba impulsado por la certeza de que combatía por el reinado de Dios en la tierra. De esta época del gran levan­tamiento popular datan las visiones de Daniel que, repitiendo la imagen del Gran Mar, de las religiones de Oriente, de la diosa Tiamat de Babilonia, o del príncipe Yam (el Mar), de la Biblia de Ougarit, donde el Océano primordial tiene un carác­ter divino, profetizaba la victoria del Hijo del Hombre contra los monstruos surgidos del caos marino[8]. Entonces: «Los Santos del Altísimo recibirán la realeza... una soberanía que no terminará jamás»[9]. Esta visión apocalíptica respondía a la esperanza popular de una intervención directa de Dios. Arre­batado por tal movimiento mesiánico, Judas Macabeo consi­guió, en 164, recuperar Jerusalén, hasta entonces en manos del ejército griego de los seleucidas, y restaurar el culto.

En consecuencia, los objetivos de la rebelión macabea habían sido alcanzados. Tanto más en cuanto que el nuevo rey seleucida, Demetrio I, desde su advenimiento, en 162, aceptó el restablecimiento del culto, entronizó como gran sacerdote a un miembro legítimo de la familia sacerdotal, Alcines, y envió a Judas Macabeo parlamentarios portadores de proposiciones de paz.

Entonces el movimiento de liberación que hasta aquel mo­mento, en su conjunto, había sostenido a los asmoneos (del nombre Asmón, antepasado de Matatías y de Judas Macabeo), se dividió en tres grupos:

— El de los piadosos[10] (llamados más tarde los separados), los fariseos que se habían batido por la libertad religiosa y el derecho de vivir según la Ley judía. Logrado su objetivo, consideraban que había que aceptar la paz.

—El de los helenizantes, numerosos en las familias sacer­dotales (los saduceos), y hacia los cuales se inclinaban las sim­patías del gran sacerdote Alcines.

—El de Judas Macabeo, que pensaba continuar una lucha política por un Estado soberano del cual sería el jefe.

El carácter político de la gestión de Judas Macabeo, y la pérdida de su base popular, se aprecia en el hecho de que busca apoyos en el exterior: envía una delegación a Roma para tratar de obtener una alianza[11] (31). Los sucesores de Judas Macabeo, sobre todo Juan Hyrcan, al representar sólo un partido, y no pudiendo contar ya con un ejército popular, reclutaron, a la manera de David, mercenarios extranjeros[12].

Con el apoyo de Roma, Simón Macabeo, en 145, obtiene la independencia y, a partir de 140, instaura un sistema dinástico que durará hasta el momento en que el último rey asmoneo, Hyrcan II, recurriendo, una vez más, a los romanos contra su propio hermano Aristóbulo, facilita que Pompeyo se apodere de Jerusalén, en 63, y haga de Judea una provincia romana.

La dinastía de los asmoneos, nacida de la sublevación de un pueblo por la libertad de su fe religiosa, se ha transformado así en una dictadura totalitaria, ocultando, bajo un legalismo pun­tilloso y un liberalismo dogmático en la observancia de la Ley, las peores depravaciones.

Sabemos, por ejemplo, que a la muerte de Juan Hyrcan, que había designado a su mujer para sucederle, su hijo mayor, Aristóbulo, se hizo con el poder y metió a su madre en la cárcel, dejándola morir sin alimentos[13]. Encarceló a tres de sus her­manos y asesinó al último, Antígono. El sucesor de Aristóbulo mata también a su hermano para reinar. Este Alejandro (nieto de Matatías), odiado por su pueblo, ejerce represiones feroces, y, con ayuda de mercenarios, hace ejecutar hasta 6.000 perso­nas en un solo día. La monarquía asmonea había durado cuarenta años. Alcanzó el último grado de abyección moral y política cuando Pompeyo anexionó Palestina. En adelante Siria-Palestina sólo era una provincia romana, los príncipes se convertían en títeres al servicio de Roma, y sólo conservaban el poder mediante un servilismo con respecto a Roma. Uno de los más serviles, Antipatros, fue envenenado, y uno de sus hijos, Herodes (casado con una descendiente de los asmoneos), después de la muerte de César logró que Antonio y Octavio le nombrasen rey de Judea. En 37 (antes de Jesucristo) se apoderó de Jerusalén gracias al asalto lanzado por las tropas romanas. Cuando Antonio fue vencido por Octavio, Herodes acudió a ofrecer sus servicios al nuevo señor; logró ser repuesto en sus funciones de rey y hasta extender su jurisdicción sobre la casi totalidad de Palestina. Su reinado duró del 37 al 34 antes de Jesucristo, siempre al amparo romano. Se caracterizó por una imagen política de urbanismo que hizo de Jerusalén una ciudad edificada a la romana: restauró el Templo según los planos del que los arquitectos fenicios de Tiro habían construido para Salomón, levantando el inmenso muro romano que constituye en la actualidad «el muro de las lamentaciones». Rodea la ciudad de murallas que todavía subsisten. Esta fastuosidad era fruto del mismo terror y de la misma corrupción que fueron patrimonio de los últimos reyes asmoneos. Hizo asesinar a su segunda esposa, la asmonea Mariam, y a los dos hijos que le había dado. Algunos días antes de su muerte, hizo ejecutar al primogénito nacido de su primera esposa.

Aunque fuese auténticamente judío de nacimiento, y a pesar del impulso que había dado a la reconstrucción del Templo y de las tumbas de los patriarcas en Hebrón, el pueblo de Israel lo aborrecía casi tanto como a su soberano imperial.

A su muerte, los pretendientes a la sucesión acudieron a Roma para solicitar una investidura. Sus dos hijos fueron nom­brados tetrarcas: Antipos recibió Galilea y Perea, y su hermano Filipo las regiones intermedias.

Herodes Antipas reinó desde 4 antes de Jesucristo a 39 des­pués de Jesucristo, fecha en la cual fue depuesto y desterrado a Lyón.


 

[1] Noth, Historia de Israel. Op. cit., p. 351

[2] Arthur Koestler: The thirteen tribe, Hutchinson, Londres, 1976, pá­gina 225. Históricamente se han producido fenómenos análogos con respecto al cristianismo, cuando después de Nicea (325) pasó a ser griego y romano, y más tarde, en lo concerniente al Islam, cuando, de hecho, «se cierra la puerta del Ijtihad», es decir, se obstaculiza toda innovación

[3] Antíoco III había acogido a Aníbal, después de la derrota de Cartago

[4] Flavio Josefo, Historia antigua de los judíos. Libro XII, cap. VI, Edi­ción Lidis, París, 1981, p. 376

[5] II Macabeos 6, 2; y I Macabeos 1, 54

[6] Flavio Josefa, Historia antigua de los judíos. XII, 8. Ed. Lidis, p. 378.

[7] I Macabeos 2, 66

[8] Daniel 6, 13-14

[9] lbídem 6, 18 y 14

[10] I Macabeos 7, 3

[11] I Macabeos 8, 17

[12] Flavio Josefo, op. cil.. XIII, 9, p. 400

[13] Flavio Josefo, op. cit.. XIII, 19, p. 41