PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    II.   Los hebreos

 

2)  Nacimiento de la Torah

Ha nacido una auténtica literatura histórica.

Esta, no se contenta con informar y describir los aconte­cimientos; concede una importancia primordial al sentido de éstos, como señales de la presencia, de la revelación y de la acción de Dios, dueño de la historia humana. El espíritu de Dios ha invadido a Saúl, pero luego se apartó de él (I Samuel 16, 14) o bien. “David iba creciendo en poderío, y Yahvé, el Señor de los Ejercitos, estaba con él” (II Samuel 5, 10).

Poco a poco, partiendo de una historia contemporánea de la que sus redactores pudieron muy bien haber sido testigos, una vasta compilación de las tradiciones orales englobará la historia entera del mundo, desde los orígenes del hombre, para demostrar que aquella instalación en el suelo de Palestina, y la instauración de una monarquía davídica, eran el desenlace de toda la historia y la realización de la promesa divina.

El producto de esta compilación es la Torah, que los cristianos llaman Pentateuco.

Este texto, durante casi dos milenios, fue considerado como un escrito del propio Moisés: están convencidos de ello tanto el historiador Flavio Josefa (38-100 después de Jesucristo), o San Juan evangelista (5, 46-47(. Esta tradición no fue discutida hasta el siglo XII por Aben Esra. El primer examen crítico salió a la luz en el siglo XVI, y en él Carlstadt no hacía sino señalar que Moisés no poseía haber hecho el relato de su propia muerte (Deuteronomio 34, 5-12). Un siglo más tarde, en 1678, un sacerdote oratoriano, Richard Simon, publica una “Historia crítica del Antiguo Testamento”, que revela otras inverosimilitudes cronológicas, repeticiones, desorden en los relatos, y diferencias de estilo que excluían la posibilidad de atribuir el conjunto a un solo autor. En su época, el libro fue un verdadero escándalo.

Sólo en el siglo XVIII, cuando la Iglesia católica pierde gran parte de su autoridad intelectual, puede empezar a desarrollarse una crítica histórica sin trabas. En 1753, un médico de Luis XV, Jean Astruc, publica sus “Conjeturas sobre las Memorias originales de las que al parecer se sirvió Moisés para  componer el libro del Génesis”. Astruc subraya un primer hecho capital: el Génesis debía yuxtaponer dos textos distintos puesto que Dios tan pronto es llamado Elohim como Yahvé. Algunos años después (1780-1783), Eichhorn amplía esta distinción a los otros cuatro libros.

Investigaciones ulteriores, efectuadas en el siglo XIX, llegaron a la conclusión de que el Pentateuco es el producto de una compilación de tradiciones orales, más antiguas, yuxtapuestas o imbricadas entre sí.

La mayoría de los exégetas y de los historiadores[1] , desde los trabajos de Wellhausen (publicados de 1876 a 1883) admiten con variantes secundarias, la existencia de cuatro fuentes:

1) La fuente “yahivista” (la que sólo emplea, para designar a Dios, la palabra Yahvé). Esta fuente realza la “promesa” hecha a los patriarcas (Abraham, Isaac, Jacob), que se cumplirá con la formación del pueblo a partir de los doce hijos de Jacob (promesa de una descendencia numerosa), con la instalación de este pueblo en Canaán (promesa de la tierra) y con la instauración del reino de David.

Claras alusiones a la obra entera de David y la promesa de que “uno de los tuyos se sentará en el trono de Israel” (I Reyes, 8, 25 y 9, 5), demuestran que este texto sólo pudo ser escrito después de su muerte, y por tanto bajo el reinado de Salomón.

El estudio de la situación histórica de sus problemas en el momento en que ha nacido este texto, permite encontrar la idea dominante que ha presidido la elección de los hechos y su síntesis. ¿Cuál es el mensaje que el autor quiere dirigir a sus contemporáneos? Sin duda,  en lo social, la legitimidad de la realeza de David y de su dinastía, situándose en la perspectiva de una historia más vasta: ante todo la alianza de Yahvé con David hace de ella, como lo ha subrayado Von Rad[2] y Micea Eliade[3], la prolongación de la alianza con los patriarcas, y de la alianza con Moisés, en una palabra la coronación de la historia santa de Israel (I Reyes 8, 25 y 11, 5).

Además, al proyectar en el pasado patriarcal la actual unidad de las tribus, proporcionándoles una prehistoria, como si hubieran tenido una historia común antes de su instalación en Canaán, se dotaba a la unidad nacional de un fundamento sólido.

No obstante, Albert de Pury pone de relieve que esta legitimación, en medio de una historia modelada por la Teología, no excluye un distanciamiento crítico: ante el “triunfalismo» ambiente, el redactor yahvista indica discretamente que la salvación de Israel prometida por Dios no se ha realizado gracias a los méritos de este pueblo y de sus guías, sino «a pesar de la debilidad y de la indignidad de los elegidos de Dios»[4] (14). A este respecto aporta un ejemplo significativo referente a lo esencial: la promesa. El yahvista incluye el episodio de la estancia de Abraham en Egipto (Génesis 21,10-20). Al hacerlo así, saca a la luz no solamente la debilidad humana del patriarca, sino también su desprecio por los dos objetos de la promesa: la tierra (que abandona), y la descendencia (de la que se priva al entregar su mujer al Faraón).

Sin embargo, movido por el afán de «mobilizar toda la his­toria»[5] en favor de Israel y de David, antedata aún más la historia de Israel haciéndola remontarse a la Creación. Dios ha creado el mundo, y ha creado Israel. En lo sencial, los mitos de la creación están inspirados en las antiguas cosmogonías mesopotámicas, sobre todo asiriobabilónica: creación del mundo, paraíso terrestre, diluvio, se encuentran ya descritos, en términos muy similares a los de la Biblia, en los poemas sumerios, o en la epopeya de Gilgamesh, que se remontan a dos milenios antes de Jesucristo.

2)  1.a fuente clohísta (sobre todo: Génesis 20 a 22, y fragmentos de los cuatro primeros libros), es decir, la que llama a Dios «Elohim», incorpora a su narración dos códigos legislativos más antguos: el Decálogo (Éxodo 20, 2-17) y el «Código de la Alianza» (Éxodo 20, 22-23). Esta fuente es anterior al profeta Oseas, cuyas condenaciones parece ignorar; esta fuente puede ser datada en la primera mitad del siglo yin

3)  El Deuteronomio (en griego: segunda ley), acerca del cual la tradición pretende que fue «descubierto» en 622, bajo el rei­nado de Josías, con motivo de la restauración del Templo de Jerusalén (II Reyes 22, 3-10), aunque parece haber sido redacta­do por un grupo de escribas y de sacerdotes de la corte de Eze-quías (716-687). Se trata de una recapitulación dogmática de todas las enseñanzas anteriores. La idea central es la de «la elección»: Israel es el pueblo «elegido» (Deuteronomio 6, 6-7); está unido a Dios por un pacto: «la Alianza» (Deuteronomio 5, 2-3;    26, 17-19). La Alianza de Dios está estrechamente vinculada a la revelación y a la observancia de la ley. Lí Alianza se convertirá en sinónimo de precepto: las «tablas ác la Alianza» son aquellas en las cuales están grabados los «Dic' mandamientos» (Deuteronomio 9, 9 y 11, 15).

El Deuteronomio se convierte así en una protesta contra 1;' hegemonía de Asiría: el único soberano auténtico de Isreal e> Yahvé, y no el rey de Asiría. De este modo puede ser datadi' el texto: no pudo «emerger» sino después del debilitamiento d¿ Asiria para ser proclamado Ley del reino (II Reyes 22-23). De ahí la leyenda del «descubrimiento» realizado por Josías.

En el sentido del Deuteronomio, y emanando del mismo autor o del mismo colectivo de autores, han sido redactados los libros de Josué, de los Jueces, de Samuel y de los Reyes, a los que se puede llamar obra «deuteronómica» que expone «La historia de Israel», desde los orígenes a 587 antes de Jesucristo

4) La fuente sacerdotal, así llamada porque carga el acento sobre el legalismo y el formalismo del culto. Su tema fundamental es el de la Alianza, con Noé (Génesis 9), con Abraham (Génesis 17), para apuntalar la alianza con Moisés y con David.

La comparación con Ezequiel permite situar esta fuente en tiempos del exilio en Babilonia (en el siglo VI).

Una vez más es evocado por los desterrados, el precedente de la generación del desierto. Y se les recuerda no sólo la libera­ción o la salida de Egipto, sino la promesa hecha a Abraham de entregarles Canaán «en posesión perpetua» (Génesis 17, 8 y 23). Lo esencial, para permanecer fiel a la alianza, merecer el cum­plimiento de la promesa y el retorno, es la observación meticu­losa de la Ley.

«Todo lo que yo te mando, guárdalo diligentemente, sin añadir ni quitar nada» (Deuteronomio 12, 32 y 4, 2).

La idea de «elección» es una creación del Deuterono­mio (6, 7-9).

Hace tabla rasa de todo cuanto el hombre ha hecho de sus relaciones con Dios: el pecado, por el cual el hombre ha roto su sumisión a Dios, el hijo de la primera pareja, Caín, asesinando a su hermano (Génesis 4, 15), la pretensión de los hombres de equipararse con Dios erigiendo la Torre de Babel (Géne­sis 11, 1). El diluvio barre todas estas infamias y el contador vuelve a ponerse en cero.

En adelante se puede reanudar la cuenta atrás de esta historia santa, reteniendo dos de sus momentos esenciales: la salida de Egipto, y, hacia delante, la promesa hecha a los patriarcas.

Por lo que se refiere a la salida de Egipto, ejemplo típico de los milagros obrados por Dios en favor de «su» pueblo, asisti­mos, según la expresión de Von Rad, a un «crescendo de lo maravilloso»: el milagro del Mar Rojo no podría estar mejor orquestado: los hebreos son 600.000, sin contar sus familias (Éxodo 12, 37), es decir, dos millones por lo menos. (Cosa que, sin duda, planteará un problema de intendencia para una es­tancia de cuarenta años en el desierto.) «El faraón hizo prepa­rar su carro y tomó consigo a su pueblo. Tomo seiscientos carros escogidos y todos los carros de Egipto y jefes para el mando de todos... se lanzó a la persecución de los israelitas (Éxodo 14, 6 y 8). Los egipcios alcanzan a los fugitivos a orillas del mar. Moisés levanta su bastón y el mar se divide: sus gentes entran en medio del mar a pie enjuto, formando para ellos las aguas una muralla a derecha e izquierda. «Los egipcios se pusieron a perseguirlos, y todos los caballos del faraón, sus carros y sus caballeros entraron en el mar en seguimiento suyo» (Éxodo 14, 23). «Las aguas, al reunirse, cubrieron carros, caba­lleros y todo el ejército del faraón, que habían entrado en el mar en seguimiento de Israel, y no escapó uno solo» (Éxo­do 14, 28-29). Ni siquiera el faraón, puesto que los Salmos 106, versículos 11 y 136, versículos 13 a 15, dan gracias: «Al que divi­dió en dos partes el mar Rojo, e hizo atravesar a Israel por en medio, y sumergió al faraón y a su ejército en el mar Rojo».

En los textos egipcios no aparece el menor rastro de aconte­cimientos tan importantes.

Otro tanto sucede con los patriarcas en Mesopotamia.

Tales son las cuatro fuentes, hasta aquí descubiertas, de la versión bíblica del pasado de Palestina.

Tan sólo nos proporcionan un conocimiento mítico sobre los personajes reales, pero, a través de las tradiciones orales, permiten, mediante comprobación de las fuentes propiamente históricas (vestigios arqueológicos o epigráficos, crónicas, o mitos de otros pueblos del Oriente Medio), reconstruir el cuadro general de una historia de Palestina.


 

[1] Véase la presentación resumida del problema en Albert de Pury: “Las sources du Pentateuque: une breve introduction”, en los Cahiers Protestants, nº 4, septiembre de 1984, pp. 37-48

[2] Op. Cit. I, p. 319 y siguientes.

[3] Mircea Eliade, Historia de las creencias religiosas, Ed. Payot, París, página 349.

[4] Artículo citado, p. 41

[5] Von Rad. op. di., I. p. 300