PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

        TERCERA PARTE: Historia de una invasión

            IV. LA RESISTENCIA PALESTINA Y SUS PERSPECTIVAS

 

 El pueblo palestino que, con tanta frecuencia, en el curso de los siglos, ha conocido la invasión, tiene una larga tradición de resistencia con respecto al ocupante.

El último episodio, antes de la colonización sionista, es el de la lucha contra la dominación turca, que ya hemos evocado.

Inmediatamente después de la caída del Imperio otomano, comienza para el pueblo palestino su resistencia frente al doble colonialismo, inglés y sionista. Como en las ocupaciones anteriores, forma parte del combate del conjunto de los pueblos árabes contra el colonialismo.

En el mes de febrero de 1919, el primer Congreso Popular Palestino, reunido en Jerusalén, reclama, como todos los pueblos árabes, la independencia que los aliados, durante la Primera Guerra Mundial, les habían prometido a cambio de su participación en la destrucción del Imperio otomano, aliado de Alemania.

Cuando se descubrió la doblez de los colonialistas europeos al publicar los revolucionarios rusos algunos acuerdos secretos concluidos entre Rusia, Inglaterra y Francia para la reparti­ción colonial del mundo árabe, cuando quedó de manifiesto la flagrante contradicción entre las promesas hechas a los árabes por MacMahon en sus cartas al Jerife Hussein, y los compro­misos adquiridos por los británicos, con la Declaración Balfour, de constituir no «Hogar nacional judío» en Palestina, centro espiritual de irradiación de la religión judía, sino un Estado sionista que impondría su dominación política con el apoyo de las potencias verbales de los notables: se convierte en un movimiento popular, en particular de los campesinos que defienden su tierra contra los nuevos invasores colonialistas. Entonces se manifiesta la cólera de aquellos a los que la Declaración Balfour llamaba vergonzosamente «la población no judía de Palestina», que representaba, en realidad, el 92 por ciento de la población. La Declaración pretendía proteger sus derechos, pero los colonialistas ingleses y sus protegidos sionistas los pisoteaban cada vez más abiertamente.

Entre 1920 y 1929 se multiplicaron las revueltas, cuyas causas eran siempre las mismas, como lo reconocían todas las comisiones de investigación británicas sobre las «perturbacio­nes». La Comisión Shaw, al hacer el balance de los diez años de esta «guerra de campesinos» de Palestina, confirmaba que después de haber recogido testimonios de las dos partes, se apreciaba «que antes de la guerra los judíos y los árabes convi­vían, si no en la amistad, al menos en la tolerancia» [1].

Al examinar de nuevo el mismo problema después de las sublevaciones de 1936, la nueva Comisión Shaw, en 1937, analizaba también las razones del cambio radical de las rela­ciones entre las dos comunidades: «La decepción experimenta­da por los árabes al ver que no se respetaban las promesas de independencia hechas por los británicos, y el convencimiento de que la Declaración Balfour les priva de su derecho a la autodeterminación, mezclado con el temor del establecimiento de un "Hogar nacional judío" que entrañe un aumento consi­derable de la inmigración judía, la cual conduzca a su someti­miento económico y político»[2].

Resulta evidente que «el cambio de las relaciones» puede definirse así: no ha existido jamás un conflicto grave entre las comunidades judías y musulmanas, sino oposición violenta entre los colonizadores sionistas y los autóctonos árabes (ya sean musulmanes o cristianos).

El Comité ejecutivo árabe, creado en diciembre de 1920, como resultado del III Congreso Popular Palestino celebrado en Jaffa, estaba integrado por notables, cuya delegaciones enviadas a Inglaterra, las peticiones, las exhortaciones a las manifestaciones y a las huelgas resultaron ineficaces. Desde 1922 a 1931, la inmigración sionista, bajo el «mandato» britá­nico, aumenta el doble: la población inmigrante pasa de 83.790 en 1922 a 174.606 en 1931. La actividad de la Organización Sionista (llamada «Agencia judía») para el acaparamiento de tierras se intensifica: de 650 km en 1920, se pasará a 1.200 km2, y las estipulaciones racistas de la Agencia sionista, declarando estas tierras, según sus propios estatutos, «propiedad inaliena­ble del pueblo judío», hacía irreversible esta expropiación masiva. La consecuencia más grave de tal operación fue que más del 98 por 100 de las tierras habían sido compradas a grandes propietarios (la inmensa mayoría de los cuales residía en el extranjero), y cuando se convirtieron en «propiedades inalienable del pueblo judío», con la intención de que sólo judíos las trabajasen, los labradores palestinos que, hasta entonces, trabajaban la tierra por cuenta de propietarios lejanos, se vieron despojados de sus tierras y tuvieron que emigrar a las ciudades, para convertirse, casi todos ellos, en parados forzosos.

En 1930, el doctor A. Rupin, experto de la Agencia judía para la agricultura y las colonias, escribía en su informe confi­dencial a la Agencia: «La tierra es el elemento indispensable para que echemos raíces en Palestina. Puesto que prácticamen­te ya no existen tierras de labor sin campesinos en Palestina, necesitamos adquirir la tierra y su colonia, con el fin de despla­zar a los labradores que cultivan la tierra, y, por tanto, a' mismo tiempo, a los propietarios y arrendatarios»[3].

La primera fase de la resistencia palestina fue, pues, esen­cialmente, una «guerra de los campesinos», despojados de su tierra y de sus medios de vida.

Una segunda fase de esta resistencia comienza cuando la persecución de los judíos en Alemania acarrea no solamente un incremento de la inmigración, sino un cambio de su naturaleza: mientras que los colonos sionistas sólo habían sido hasta entonces campesinos y obreros, los acuerdos financieros entre los dirigentes sionistas y los nazis habían desembocado (debido a que hacían falta al menos mil libras esterlinas de fianza para salir de Alemania) en una inmigración de un nuevo tipo: la de ricos financieros que aportaban sus capitales, de industriales, de técnicos altamente cualificados. De este modo se desarrolla­ron con gran rapidez el sector bancario y las inversiones industriales de los sionistas en Palestina. Los obreros judíos inmigrados, de implantación más antigua (los desertores de la Revolución rusa de 1905, que, en lugar de continuar la lucha tras la opresión zarista junto a los demás trabajadores rusos, habían huido a Palestina, y sus hijos), en la línea de la Organización sionista que prohibía que la tierra fuera trabajada por labradores no judíos, extendieron a las fábricas el mismo principio su organización sindical la «Histadrouth», adoptando el mismo exclusivismo racial, propagó el lema de «trabajo judío», para conservar el monopolio de la mano de obra judía en las empresas, excluyendo así a los trabajadores árabes tanto de los empleos industriales como de los empleos agrícolas.

En consecuencia la resistencia árabe se amplió y se radica­lizó. En adelante ya no fue sólo una «guerra de los campesinos» sin tierras: se extendió a todos los trabajadores, cuyos puestos de trabajo también estaban amenazados en el sector industrial.

 

Esta resistencia adquiere un carácter nuevo: hasta aquí las revueltas campesinas eran locales, esporádicas, y dirigidas contra el usurpador más evidente: el colono sionista.

Cuando el movimiento se extendió a los obreros y a los sectores urbanos, adquirió un carácter más centralizado y más consciente: ante todo se empleó a fondo en atacar la raíz del mal, es decir, la dominación colonial británica, sin la cual la infiltración sionista no hubiera sido posible.

Ya no se trata de motines locales de campesinos, sino de un movimiento unido. Desde 1933 a 1935, esta nueva forma de resistencia fue encarnada por Cheikh Izziedine El Kassam, pionero de la lucha armada apoyada por las masas populares. Ya no se trata de charlas de los notables con sus interlocutores londinenses, sino de una acción anticolonialista de masa, con objetivos concretos: una revolución, en nombre del Islam, para poner fin al mandato británico, e impedir así la transferencia del poder a los sionistas.

El Kasam organizó, en 1933, la movilización de los obreros y de los campesinos de los suburbios desheredados de Jaffa, productos del éxodo rural de los campesinos sin tierra, y de los obreros privados de empleo por la política racial de los sionistas y de la «Histadrouth».

En 1935, habiendo creado así un auténtico movimiento revolucionario, El Kassam transfirió su centro dirigente desde Jaffa a la zona rural; allí una guerrilla, apoyada en los campe­sinos, era más eficaz que en las ciudades, donde estaban concentradas las guarniciones inglesas.

El 19 de noviembre de 1935, El Kassam cae muerto con las armas en la mano, en un combate en el que 600 soldados britá­nicos habían rodeado su cuartel general, compuesto de 25 hombres.

Sus tropas, al principio desamparadas por la muerte de su jefe, se recobraron y desencadenaron la insurrección general de 1936, que duraría hasta comienzos de la Segunda Guerra Mun­dial, en 1939.

Una huelga general paraliza todos los sectores activos, apoyando así a la resistencia armada que hostiga a las tropas británicas, los puestos de policía, las colonias sionistas.

La represión británica es brutal. Gracias a la llegada de refuerzos militares ingleses, y a la participación de la Haganah y de otros grupos terroristas sionistas, los resistentes árabes, musulmanes o cristianos, se ven acorralados por todas partes: arrestos en masa, ejecuciones sumarias, internamiento en campos de concentración. En la represión intervienen 20.000 soldados británicos, 3.000 policías y los sionistas «aliados» temporalmente. Según el historiador judío americano Norton Mezvinsky hubo aproximadamente 3.000 muertos y 6.000 detenciones; ciento diez dirigentes fueron ejecutados.

Por parte inglesa murieron 135 hombres y sufrieron heri­das 867. Los sionistas registraron 329 muertos y 386 heridos.

Esta sangrienta represión no consiguió poner término a la sublevación, que sólo se detuvo cuando, al principio de la Segunda Guerra Mundial, los ingleses, para no desperdigar sus fuerzas, prometieron una vez más a los palestinos, mediante un libro blanco, la independencia y la limitación de la inmigración sionista. La exhortación al cese de los combates por parte de los dirigentes de os Estados árabes vecinos que creyeron, o fingieron creer, er tales promesas, suspendió la lucha provi­sionalmente.

Después de la guerra, el gobierno inglés convoca, de septiembre de 1946 a febrero de 1947, una conferencia en Londres, con el fin de hallar una solución política para el pro­blema palestino. El Alto Comité árabe presenta sus proposicio­nes: proclamación de la independencia de Palestina (prometida en 1939): todos los judíos a la sazón presentes en Palestina (cuando ya habían terminado las persecuciones hitlerianas), podrán optar por la nacionalidad palestina, y disfrutarán de todos los derechos de los demás palestinos, si bien beneficián­dose de un estatuto que garantiza sus derechos culturales y reli­giosos; la repartición de los poderes, en el plano ejecutivo y legislativo entre árabes (musulmanes o cristianos) y judíos, tendrá en cuenta la proporción numérica entre las dos comu­nidades.

Los dirigentes sionistas, empero, rechazaron tales sugeren­cias, ante todo porque sabían que, desde su sublevación des­de 1936 a 1939, la posesión de armas les estaba prohibida a los árabes, mientras que las organizaciones militares y paramilitares sionistas recibían de Occidente, en cantidad masiva, sus armamentos.

Aprovechando que sus adversarios estaban desarmados, hicieron reinar el terror, organizaron matanzas de pueblos enteros, como en Deir Yassin, obligando así a huir a los palesti­nos sin armas.

Tan sólo resiste un grupo, con medios militares ínfimos, en los alrededores de Jerusalén, al mando de Abd el Kader Al Husseini, que fue muerto cuando las tropas sionistas se apode­raron de Al Qastal, en abril de 1948.

En vista de las matanzas, los Estados árabes vecinos, que hasta entonces se habían negado a proporcionar armas para defenderse a los resistentes palestinos, decidieron por fin, el 15 de mayo de 1948, intervenir: frente a los 60.000 hombres de los ejércitos sionistas, despliegan 22.000 hombres, mal organizados y mal encuadrados, luego de las matanzas y de las anexiones; fueron derrotados, y los sionistas permanecieron dueños y señores del 78 por 100 del territorio palestino.

Una vez más, el destino de Palestina iba a jugarse en adelan­te, en lo esencial, fuera de Palestina, en la fe viviente de un pueblo casi por completo condenado al destierro por el colo­nialismo de asentamiento de los sionistas.

La lucha no podía continuar sino a partir de los países de acogida. En primer lugar desde Egipto: en 1950 pequeños grupos de combatientes palestinos se infiltran en Israel, a partir de Gaza, para combatir al ocupante en el interior del país.

Este intento de liberar a Palestina mediante la lucha arma­da se concreta, en 1957, con la creación del primer movimiento organizado de la resistencia palestina desde la proclamación del Estado de Israel: «Al Fatah», que exhorta a los palestinos a ocuparse de su propio destino.

En los años sesenta, dos acontecimientos van a precipitar una reorientación y un desarrollo del movimiento de resistencia palestino:

- el fracaso, en 1961, del intento de fusión de Egipto y de Siria en la República Árabe Unida, desbarata la idea na­cionalista (de importación occidental) —sin relación con la noción musulmana de «umma»— y cuyos teóricos son, significativamente, cristianos, formados en la escuela de Occidente, como Michel Aflaf, por el movi­miento nacionalista de «Baas», en Siria y en Irak, o como Georges Habache, en la resistencia palestina. Este fracaso destruye la ilusión según la cual la unidad árabe era un requisito previo necesario para la libe­ración;

- la liberación de Argelia, en 1962, después de una prolon­gada lucha armada, refuerza la certidumbre de que el colonialismo puede ser vencido, incluso con una rela­ción muy desfavorable de los medios propiamente mili­tares, cuando un pueblo entero participa en el combate de la libertad.

Esta doble experiencia desempeña un importante papel en la creación, el 1 de junio de 1964, de la Organización para la Liberación de Palestina (O.L.P.), en el primer Consejo Nacio­nal Palestino, celebrado en Jerusalén, que*formula la Carta del movimiento.

Es de resaltar que esta Carta, al contrario de los embustes difundidos acerca de ella por la propaganda sionista, no está en absoluto dirigida contra los judíos ni su religión, sino exclu­sivamente contra la dominación y la opresión política del Estado sionista:

El artículo primero está formulado de la siguiente manera: «El pueblo palestino es una parte del pueblo árabe».

El artículo segundo reza: «Los judíos que hayan vivido de manera permanente en Palestina hasta el comienzo de la inva­sión sionista, serán considerados como palestinos».

Por tanto, se excluye, desde el principio, toda discrimina­ción religiosa o racial.

La Carta recordaba a la vez un principio y un hecho: «la partición de Palestina, en 1947, y el establecimiento de Israel, están... en contradicción con la Carta de las Naciones Unidas, que reconoce ante todo el derecho de la autodeterminación».

Era muy importante que el problema planteado en Palesti­na por el colonialismo europeo y por la resolución ilegal de la ONU, no fuese considerado como un asunto estrictamente nacional, sino como un elemento en un todo: el Creciente Fér­til, del que no sólo Palestina, sino igualmente el mundo árabe, no son sino un componente.

Era muy importante que el objetivo fijado no fuese, como con tanta frecuencia lo ha difundido en Occidente la mendaz propaganda de los sionistas, «arrojar a los judíos al mar». Los palestinos (musulmanes o cristianos) no luchan contra una religión o contra una «raza», sino contra una opresión colo­nial, y contra la ideología política que pretende justificarla: el sionismo político.

La Declaración del Comité Central de Al Fatah (el principal componente de la Resistencia Palestina), el 1 de enero de 1969, subrayaba: «El movimiento de liberación nacional palestino Fatah, no lucha contra los judíos en cuanto comunidad étnica y religiosa. Lucha contra Israel, expresión de una colonización basada en un sistema teocrático racista y expansionista, expre­sión del sionismo y del colonialismo».

La plataforma común del VII Consejo Nacional Palestino, en Amman, en mayo de 1970, recuerda que «el propósito de la revolución palestina es la liquidación de la entidad sionista», expresión, sin duda alguna, confunsa («entidad»), pero que, no obstante, demuestra perfectamente que el enemigo es el sionis­mo, su ideología y sus estructuras estatales, y no personas ni su religión.

Esto está perfectamente claro y no ha dejado de ser una constante del movimiento de resistencia palestino.

Por el contrario, las primeras formulaciones del programa, en el contexto histórico de la época, llevan a veces la marca de un nacionalismo extraño a la gran tradición del Creciente Fértil y a la inspiración musulmana de la «umma» (de la «comunidad religiosa abierta»). Bajo la influencia de las tesis nasseristas y baasistas del nacionalismo, se decía, en la Carta de 1968: «Pa­lestina, en las fronteras del mandato británico, constituye una unidad indivisible». Esta extraña referencia al Mandato britá­nico revela un error teórico fundamental: la aceptación de hecho del despedazamiento colonialista de la «Umma», en contradic­ción con la afirmación, ésta históricamente fundada, de que Palestina forma parte integrante del Creciente Fértil, que incluso constituye uno de los principales eslabones, sin el cual la milenaria fecundación recíproca de Mesopotamia y de Egipto queda interrumpida.

Otra huella de la época: la lucha armada es considerada como «el único medio para liberar a Palestina».

Esto ya era dudoso en 1968, no solamente porque en aquella época la colonización de asentamiento, conducida a un ritmo forzado por el terrorismo de Estado de los israelíes, expulsando a los palestinos, ya había logrado que éstos fueran muy minoritarios en Palestina, sino sobre todo porque los sionistas israelíes contaban con medios militares infinitamente superiores, y con el apoyo incondicional e ilimitado de los Estados Unidos, en tanto que la resistencia heroica de los palestinos sólo estaba apoyada de boquilla por los Estados árabes, cuando no era paralizada o combatida por algunos de ellos.

Además, la red sionista de propaganda y de desinforma­ción, a través del control de los principales «medios de comunicación Q en los Estados Unidos[4], y en todos los países occidentales», está tan poderosamente organizada y centralizada que, a través de la prensa, de la radio, de la televi­sión y del cine puede, en la opinión occidental, hacer que pase por blanco lo que es negro, y por negro lo que es blanco, trans­formando la menor acción de la resistencia en «terrorismo», y en su propio terrorismo de Estado, y sus agresiones, en «legíti­ma defensa». Tanto es así que, desde el nacimiento del Estado de Israel, la proporción de las víctimas es de 100 resistentes muertos por un israelí. Pero, para la opinión occidental, manipulada como acabamos de señalar, los territorios son los palestinos.

Ante este estado de cosas, el impacto de las Agencias árabes y de sus órganos de información es prácticamente nulo. Cada país árabe hace su propaganda particular, sin tener en cuenta el interés común, y sin adaptar su estilo de trabajo y de explica­ción a la mentalidad occidental.

Nadie, en el campo árabe, ni siquiera los palestinos, se han dado cuenta de que la fuerza esencial de los sionistas no reside en la fuerza militar, sino en el poder de manipulación de la opinión occidental.

Si se imaginase por un instante que la organización de una red de información y de propaganda centralizada y adaptada a las condiciones occidentales, podría, por ejemplo, mostrar el auténtico rostro del sionismo hasta el punto de que la opinión americana o europea exigiera una reducción, por mínima que ésta fuera, de la ayuda financiera y militar a Israel, esto tendría infinitamente más importancia que cien acciones militares llevadas a buen término, porque el pánico sería tal, entre los dirigentes israelíes —que, a pesar de sus baladronadas, saben muy bien que no aguantarían tres meses, ni económica ni militarmente sin el maná occidental—, que se verían obligados a sentarse a la mesa de negociaciones. Entonces, sin espíritu de revancha, una vez deslomado el sionismo mundial, se podría hallar una solución pacífica para la coexistencia, en Palestina, de los judíos —de todos los judíos que viven en ella actualmen­te con los árabes, cristianos o musulmanes.

«Jerusalén, con su historia religiosa y sus valores espiritua­les, es el testimonio, para las generaciones venideras, de nuestra presencia eterna, de nuestra civilización, de nuestro valor hu­mano, y no es sorprendente que, bajo su cielo, hayan nacido las tres religiones, y que en su horizonte estas religiones brillen para iluminar a la humanidad.» Al evocar el largo martirio de su pueblo, Yasser Arafat añadía: «Todo esto no nos ha hecho racistas... Por eso deploramos todos los crímenes perpetrados contra los judíos...».

«Como presidente de la O.L.P., exhorto a los judíos a cada uno individualmente, a reconsiderar su opinión acerca del camino hacia el abismo por el que el sionismo y los dirigentes israelíes les conducen. Es un camino que los llevará hacia una hemorragia sangrienta, continua, persistente en el desencade­namiento de guerras y utilizándoles como carne de cañón. Nosotros os exhortamos a seguir un camino distinto, libre de los intentos de vuestros dirigentes que pretenden generalizar el complejo suicida de Massada, y convenceros de un destino fatal. Os hacemos el más generoso de los llamamientos, a fin de que vivamos efectivamente una paz justa, juntos, en nuestra Palestina democrática. Como presidente de la O.L.P., declaro que nosotros no deseamos en absoluto el derramamiento de una sola gota de sangre judía y árabe. No pretendemos en absoluto proseguir, un minuto más, la guerra, si encontramos una paz justa, basada en los derechos y en las aspiraciones de nuestro pueblo, en sus esperanzas»[5].

El largo camino de la resistencia palestina permite, hoy día, señalar sus etapas y vislumbrar las perspectivas del porvenir.

En una primera fase, la imposibilidad de organizar la resistencia desde Egipto, obligó a la resistencia palestina a trasladar sus bases a otro país vecino: Jordania.

Allí se manifestó, por vez primera, la contradicción fun­damental con la cual tropieza la resistencia palestina en el mundo árabe.

Los diferentes Estados árabes no pueden no sentirse solidarios con la resistencia palestina: en primer lugar simboli­za a la vez la lucha contra el colonialismo occidental y su más sangrienta secuela, el sionismo. Por añadidura, después del desmembramiento de la comunidad (umma) musulmana por los diferentes colonialismos, después de la parcelación de la comunidad árabe en Estados nacionales, según el modelo occidental y según la voluntad de división de los antiguos colo­nialistas, Palestina es un trozo de carne arrancado a este conjunto. Por eso, cualquiera que sea su régimen, los Estados árabes no pueden sustraerse, sin provocar la reprobación, tal vez incluso la rebelión, de las masas profundas de sus pueblos, a la obligación de afirmar, sea con una ayuda económica, sea con resoluciones, aunque éstas fuesen puramente verbales, su solidaridad con la lucha por «los derechos imprescriptibles del pueblo palestino».

De hecho este apoyo se ve constantemente limitado, si no anulado, por otras preocupaciones: ante todo la situación misma de Palestina revela claramente los perjuicios de la falta de unidad del mundo árabe: si el mundo árabe hubiera estado unido de forma lúcida, el problema sionista en Palestina no habría tomado jamás el giro actual. Por consiguiente Palestina es la mala conciencia de los Estados árabes, y, sobre todo, la resistencia palestina constituye la acusación más evidente del statu quo. La resistencia palestina lleva en sí la esperanza de cambios radicales, y no solamente en Palestina. En 1968, la Carta Nacional Palestina declaraba en su artículo 14: «El destino del mundo árabe, y hasta la existencia árabe[6], dependen del destino de Palestina... El pueblo palestino desempeña el papel de vanguardia...».

La resolución del comité central de Al Fatah, el 1 de enero de 1969, precisamente: «La Revolución palestina, al no limitarse únicamente al espacio local, y al ampliar sus instituciones eco­nómicas y sociales propias... se convertirá necesariamente en el fermento que hará madurar una situación revolucionaria en el mundo árabe... La Revolución palestina constituye, de hecho, el foco de la rebelión contra instituciones económicas, ideológi­cas y políticas superadas».

Sus legítimas reivindicaciones de una tierra que ellos trabajaron durante siglos, y de la cual han sido arrojados por colonos extranjeros, expresa, en su forma más radical, la aspi­ración latente de todos los campesinos, de todos los «fellahs», quienes creen firmemente que la tierra pertenece a los que la trabajan. El ejemplo argelino es significativo: el dinamismo de la lucha para la expropiación de los colonos extranjeros, se prolongó debido a la exigencia de una reforma agraria que sacar a la luz, de una manera más general, los privilegios feudales de los grandes latifundistas, aunque éstos fuesen «nacionales».

Mas esto no es sino un aspecto del papel de fermento del porvenir (y para las gentes in situ, la fuerza «subversiva») de la resistencia palestina.

En el plano político, la resistencia palestina representa también el movimiento contra el conservadurismo. El apoyo popular masivo, casi unánime, de que goza la O.L.P., a pesar de las disensiones internas suscitadas casi siempre desde el exterior por Estados que desearían controlar, o al menos canalizar en su propio beneficio esta fuerza viviente, le ha permitido, a pesar de todos los obstáculos de la clandestinidad, y, sobre todo, de la dispersión y del exilio, crear sus estructu­ras democráticas: en su Consejo Nacional, auténtico Parlamento en el exilio, los diferentes movimientos (movi­mientos de resistencia, uniones sindicales o profesionales) están representados según una regla de proporcionalidad. El pluralismo político y confesional es la condición de la unidad: cristia­nos y musulmanes forman parte del mismo sin ninguna discriminación. Incluso las empresas industriales, agrícolas, cinematográficas, que constituyen un embrión de la futura economía palestina, prefiguran, en su organización misma, una democracia participativa.

En 1969, la O.L.P. definió su objetivo: la creación de un Estado democrático en Palestina.

Semejante apertura, y semejante voluntad de democracia, en la O.L.P., despierta un profundo eco en las masas popula­res, para las cuales Palestina se ha convertido en un símbolo mundial, y sobre todo en los países árabes, donde la resistencia palestina proporciona un rostro a la esperanza de todos los pueblos.

Mas esta misma irradiación, y la lógica interna de su expresión, provoca también la inquietud, y en ocasiones la hostilidad, de dirigentes políticos que velan celosamente por el monopolitismo y la inmovilidad de su poder, por la preserva­ción también de sus intereses particulares, limitados al horizonte de sus fronteras llamadas «nacionales», aunque esta actitud esté en contra de las necesidades y de las exigencias de la unidad árabe y de la «umma» musulmana. Por añadidura, sobre todo en los Estados más cercanos a Israel, reina el temor a represalias o agresiones en su propio territorio por parte de los israelíes que gozan de la ayuda incondicional e ilimitada de los Estados Unidos y de la complicidad de la mayoría de los países europeos.

Incluso en el plano religioso, el deseo, perfectamente legíti­mo, de los palestinos, de mantener una unidad fraternal con los cristianos, y la clara voluntad de no confundir jamás su oposi­ción al sionismo político, racista y expoliador, con la menor hostilidad hacia los judíos y su religión, arraigada en la misma tradición abrahámica que la de los cristianos y la de los musul­manes, toda esta apertura les resulta a veces sospechosa a ciertos dirigentes políticos y a religiones sectarias proclives a limitar el Islam, es decir, «la sumisión a Dios», a una tradición particular.

En su vibrante discurso, el 13 de noviembre de 1973, ante las Naciones Unidas, Yasser Arafat, refiriéndose a la protec­ción de la «cuna de las religiones monoteístas» proclamaba: «Nosotros establecemos una distinción entre el judaísmo y el sionismo. Nos oponemos al colonialismo sionista, pero respe­tamos la fe judía, puesto que esta religión forma parte de nuestro patrimonio». Esta clara distinción entre judaísmo y sionismo ha sido respetada en países donde, por ejemplo, se continúa difun­diendo el «Protocolo de los sabios de Sión», burdo apócrifo elaborado a principios del siglo XX por la policía zarista, como lo hemos demostrado anteriormente, y donde, salvo en Marrue­cos, en Egipto y en Irán, los judíos (y no solamente los sionistas) no son aceptados. Además, los jeques sectarios y los dirigentes políticos, si bien no pueden negar (puesto que el Corán lo dice explícitamente) que esta religión es parte del patrimonio islá­mico, tienen una profunda ignorancia de la Biblia y de la espiri­tualidad judeocristiana.

Esta desagradable tendencia a la insularidad del Islam, tan contraria al espíritu del mensaje coránico, difumina la extraor­dinaria novedad de este mensaje: el Islam, es decir, el someti­miento a la voluntad de Dios, es el denominador común de todas las religiones desde Adán, el primer hombre y el primer profeta; todos los profetas, enviados a todos los pueblos, son los mensajeros del mismo y único Dios.

También en este plano, hacia Palestina, tierra de los mensa­jes divinos, se vuelven, con angustia y con esperanza, en la comunidad musulmana y en la comunidad humana, los rostros de todos aquellos que, cualquiera que sea su primera experien­cia de la fe, aspiran a vivir en comunión con lo absoluto.

Precisamente por ser portadora de tanta esperanza y de un mensaje tan precioso, la resistencia palestina hace estallar por doquier los cuadros demasiado estrechos de los particularismos monolíticos, de los folklores confundidos con la cultura.

Si el primer choque, y el más violento, se produjo en Jorda­nia, ello se debió a que, a estas razones generales se sumaron condiciones particulares. Jordania es el país que posee la más vasta extensión de fronteras comunes con el Estado israelí y donde, por consiguiente, más grandes son los riesgos de repre­salias.

Por añadidura, en Jordania, la mayoría de la población es palestina; por tanto, el temor de ser desposeído de la autoridad por un poder palestino era mayor que en cualquier otro país.

También hay que tener en cuenta que la anexión de Cisjordania por parte de Jordania, después de la guerra de 1948, creó fuertes resentimientos, aún más desde el momento en que Jordania aceptó la resolución 242 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y el Plan Rogers, que no reconocen en absoluto a los palestinos el derecho a un Estado independiente en Palestina, y sólo abordan el problema como un asunto de fronteras entre Israel y los Estados vecinos, siendo considera­dos los palestinos, tanto a un lado como al otro de estas fron­teras, como refugiados.

No obstante, la acción común de los palestinos y de Jordania había revelado su fuerza. La batalla de Karameh es uno de los ejemplos más iluminadores. Karameh, una pequeña ciudad del valle de Jordán, se había convertido, desde 1967, en una de las bases principales de la resistencia palestina. El 21 de marzo de 1968, diez mil soldados israelíes se lanzaron al ataque de la ciudad, a cuatro kilómetros de la línea de alto de fuego. Los fedayines palestinos decidieron no replegarse: al cabo de quince horas de combate, los israelíes tuvieron que batirse en retirada, tras haber sufrido numerosas bajas.

Esta victoria dio un gran impulso a la resistencia. En enero de 1969 se realiza la unidad de los movimientos de resistencia en la O.L.P., de la que Yasser Arafat, jefe del más importante de estos movimientos, Al Fatah, se convierte en Presidente.

Hasta 1970, la resistencia logró organizar varias acciones cada día para golpear al ocupante sionista tanto en los territo­rios ocupados como en el corazón mismo del Estado sionista.

Pero estos mismos éxitos, y el prestigio adquirido gracias a ellos por la resistencia palestina, llevaron a las autoridades jordanas a temer la instauración, en su país, de un doble poder así como a sentir miedo a represalias israelíes de gran enverga­dura contra Jordania.

El rey Hussein decidió entonces conjurar este doble peligro contra el régimen, eliminando a la Resistencia palestina de Jordania mediante una serie de ataques contra los campesinos de refugiados y contra las bases de los fedayines. A pesar de una resistencia feroz, y del sacrificio de millares de víctimas, en las matanzas de septiembre de 1970, y de Ajiloun en julio de 1971, los palestinos no pudieron vencer al ejército jordano, más numeroso, equipado con un material militar muy superior, y que podía contar, en caso de fracaso, con el apoyo exterior de aquéllos que tenían como objetivo esencial la destrucción de la O.L.P.

Sólo en 1974, en la cumbre árabe de Rabat, Jordania, como otros Estados árabes, reconocería a la O.L.P. como el único 'presentante legítimo del pueblo palestino. rep    resistencia palestina, después del durísimo revés sufrido

Jordania, se veía privada de su principal base estratégica que contaba, además, con la extensión más vasta de fronteras con el Estado de Israel.

Tuvo que desplazar el centro de su actividad.

Sólo les queda a los palestinos una frontera lindante con la tierra donde sus antepasados viven desde hace cuatro mil años: Palestina. Esta frontera es la del Líbano.

La experiencia jordana indujo a la resistencia palestina a tomar mayor conciencia de lo que constituye la condición esencial del éxito de una guerrilla: el vínculo con la población en cuyo seno tiene sus bases.

Esta es una ley de valor universal. La lectura de las últimas páginas del diario del Che Guevara, en Bolivia, demuestra cómo una acción revolucionaria, por heroica que sea, está destinada al fracaso y a la muerte solitaria cuando no ha echado raíces en las masas formando un todo con ellas, puesto que identifica sus objetivos con las esperanzas del pueblo en cuyo interior actúa. La idea de que una «minoría activa» aunque estuviese animada, en el ejemplo del Che Guevara, de una generosidad y de un valor ejemplares, puede servir de «detonador», en cualquier época y en todas partes, es una idea suicida para un movimiento revolucionario o un movimiento de liberación.

Por el contrario, desde la Larga Marcha de Mao-tse-tung, cuya arma poderosa consistía en la idea-fuerza de la «reforma agraria», a la Sierra Maestra de Cuba, donde Fidel Castro y Che Guevara vivían como pez en el agua entre los campesinos de la Sierra, y hallaron finalmente su arma decisiva en la huelga general de La Habana; desde la guerra de liberación del Vietnam a las de Argelia y de Nicaragua, queda de relieve que el vínculo con el pueblo era el secreto de la victoria, incluso contra aparatos militares infinitamente más fuertes. La libera­ción de Irán del doble yugo imperial y americano, ha demostra­do el poder de la fe y de la ideología, superior al de las armas, cuando penetra a un pueblo entero. Porque las armas, por sofisticadas que sean, son los hombres quienes las llevan, y cuando algo se rompe, en la mente o en el corazón de estos hombres, las armas caen de sus manos.

El caso de la resistencia palestina ofrece este carácter particular, que en el interior de Palestina la colonización de asentamiento de los sionistas y de sus cómplices occidentales ha conseguido hacer a los autóctonos, o sea los palestinos, muy minoritarios en su propio país, y crear una inmensa diáspora.

La resistencia palestina sí pudo, durante años, integrarse en la vida social y política libanesa, y realizó una fuerte alianza con las manos menos favorecidas, económica y políticamente, musulmanes en su mayoría. Estas masas populares hallaban, en la resistencia palestina, un eco profundo de sus propias aspiraciones: liberarse de la explotación económica y de la dominación política de una gran burguesía libanesa, cristiana en su mayor parte[7] que mantenía en sus manos todas las palancas del mando del país.

Cuando estalla la primera crisis entre la resistencia palesti­na y el gobierno libanés, la base de la población libanesa apoya a la resistencia e impone al gobierno el reconocimiento legal de la resistencia palestina en el Líbano.

El acuerdo de El Cairo, firmado el 3 de noviembre de 1969, consagra este reconocimiento.

Gracias a esta vinculación con todas las fuerzas progresistas del Líbano, la O.L.P. logra estructurar sólidamente sus fuerzas en el país; no solamente su fuerza militar, sino su organización política y, sobre todo, su irradiación cultural: el Centro de la realidad es muy distinta: para empezar hay cristianos ortodoxos, católicos de rito melkita, árabes en general, y con frecuencia solidarios de sus hermanos árabes musulmanes, incluso entre los maronitas existen numerosos resistentes cristianos contra la opresión. Los falangistas, creados por Pierre Gemayel tomando como modelo a la falange del fascismo español de Franco, difícilmente pueden pasar por la encarnación de la ética cristiana, incluso cuando pegan —a la manera del cristianísimo Franco— una imagen de la Virgen en la culata de su fusil, y cuando se convierten en los instrumentos privi­legiados del sionismo israelí, para organizar carnicerías en los campamentos palestinos, en Tell el Zaatar, o en Sabrá y Chatila. Por el honor mismo del nombre cristiano, la expresión «cristianos del Líbano» debe ser rigurosamente rechazada, porque hace creer en un antagonismo religioso entre musulmanes y cristianos, en tanto que durante siglos el Líbano ha dado ejemplo precisamente de una coexistencia pacífica de las dos comunidades.

Estudios palestinos de Beirut realiza un trabajo considerable de estudios y de investigación que le sitúa en primera fila de las instituciones culturales del mundo árabe. Para los palestinos, la cultura se ha convertido en una patria. En muchos países árabes, los palestinos constituyen los cuadros superiores de la investigación científica, de la enseñanza, de las profesiones liberales, de las artes.

Cuando en octubre de 1973 estalla la guerra entre Egipto, Siria e Israel, el Ejército de liberación palestino moviliza a todas sus fuerzas en los frentes norte y sur, y, en los territorios ocupados, una huelga de los trabajadores palestinos paraliza una parte de la economía israelí.

En el curso de dicha guerra, en la que, después de haber cruzado las tropas egipcias la línea Bar-Lev, el mito de la invencibilidad israelí comenzaba a desmoronarse, y en la que un puente aéreo establecido a toda prisa por los americanos, sacaba a los israelíes de una situación difícil, se hicieron claramente visibles las intenciones de los dirigentes egipcios y sirios. En el terreno militar, nada se hizo para aprovechar los primeros éxitos. Resultaba evidente que aquella guerra no tenía por objetivo imponer a los israelíes una negociación para crear un Estado palestino, sino simplemente apoyar las gestiones diplomáticas que tendían a estabilizar las fronteras de Israel. Esto es lo que demostraron los acuerdos bilaterales israelí-si-rios e israelí-egipcios en 1974, y, aún más, el 19 de noviembre de 1977, la visita de Sadat a Israel, y los acuerdos de Camp David, durante el verano de 1978, entre Israel, Sadat y los Estados Unidos. A cambio de una irrisoria rectificación de fronteras en el Sinaí, el dirigente egipcio, rompiendo toda solidaridad con la causa palestina, aceptaba el supuesto pro­yecto de autonomía de Begin, que nada tiene que ver, como ya hemos dicho anteriormente, con la autodeterminación, sino que, por el contrario, constituye un preludio para la anexión de Cisjordania por parte de Israel, no concediendo a la adminis­tración autónoma, ejercida por colaboracionistas árabes del Estado sionista, sino poderes ficticios, dejando a Jerusalén entero en manos de los sionistas, dándoles toda clase de facili­dades para proseguir su política de implantación de colonias en los territorios ocupados, y de hacer reinar el terror en ellos so pretexto de «mantener la seguridad».

La traición de Sadat permitía así a los sionistas, tranquilos en el sur, concentrar todas sus fuerzas contra el Líbano. Semejante traición consagraba el fortalecimiento de la intervención americana en el Oriente Medio, y el triunfo de la política de Kissinger tendente a hacer avanzar «a pequeños pasos», la polí­tica sionista, reduciendo cada vez más las posibilidades de los palestinos y del conjunto de los pueblos árabes.

Desde entonces todos los esfuerzos de los sionistas, y de sus cómplices occidentales, tenderán a destruir las bases libanesas de la resistencia palestina, y a realizar, en este país, los objetivos del sionismo anteriores incluso a la existencia del Estado de Israel: extender sus fronteras hasta el río Litani, sea por anexión pura y simplemente, sea constituyendo un Estado títere llamado «cristiano», permitiendo hacer de éste un protec­torado, como lo preconizaba Dayan en 1954[8] .

Para encauzar a la opinión libanesa contra la resistencia pa­lestina, los dirigentes israelíes multiplicaron los sobrevuelos y los bombardeos en el sur del Líbano e incluso en Beirut. La derecha libanesa y su ejército orquestaban las provocaciones sionistas repitiendo a la población que aquellas represalias eran debidas a la presencia de los palestinos (aunque en realidad se trataba de proyectos anteriores).

El encarnizamiento contra la resistencia palestina era toda­vía mayor puesto que la O.L.P. gozaba de un prestigio cada vez más grandes en el plano internacional.

Hasta entonces la propaganda, eficaz en grado sumo, de los sionistas y de sus ayudantes occidentales, había conseguido hacer creer a la opinión que el Estado de Israel poseía una legi­timidad histórica, e incluso divina, que no tenía ningún otro Estado (cuando en realidad era el resultado, como todos los otros, de «hechos consumados» y de relaciones de fuerza), y que, en consecuencia, el problema palestino era un problema de refugiados, que debía ser arreglado de forma humanitaria.

Pero, a medida que ingresaban en las Naciones Unidas pueblos recientemente liberados del colonialismo, el Tercer Mundo se reconocía en la lucha anticolonialista de la resistencia palestina. Los únicos que creaín aún en el mito sionista eran los occidentales (los antiguos colonialistas y los Estados Unidos).

 La O.L.P. se convierte en miembro de la Conferencia de los Países No Alineados, y del «Grupo de los 77» (que reúne de hecho a 107  países del Tercer Mundo). e1 22 de noviembre de 1974, Yasser Arafat, en calidad de representante oficial de la O.L.P. es invitado a hacer uso de la palabra en la ONU, y, en su discurso demuestra la inanidad de la propaganda israelí sobre la pretendida amenaza árabe de «arrojar a los judíos al mar» cosa que, como hemos visto, jamás ha sido el objetivo de la Carta Palestina. Yasser Arafat, en la tribuna de la ONU, declara solemnemente: «Cuando hablamos de nuestras espe­ranzas comunes para la Palestina del mañana nuestras perspec­tivas engloban a todos los judíos que viven en Palestina y que acepten cohabitar con nosotros en paz y sin discriminación».

En 1977, cuando el XIII Congreso Nacional Palestino resume su programa en tres puntos: derecho al regreso, derecho a la autodeterminación, derecho a la instauración de un Estado palestino independiente, estos derechos ya le habían sido expre­samente reconocidos en la Resolución 3.236 de la Asamblea General de la ONU. En 1975, las Naciones Unidas instituyen un «Comité para el ejercicio de los derechos inalienables del pueblo palestino». Esta decisión es confirmada, en 1980, en Asamblea general, reunida en sesión especial, por un voto de 112 países contra 7 (entre éstos los Estados Unidos), y 27 abstenciones.

La audiencia internacional de la O.L.P., por haber adquirido en 1974 tan gran amplitud, hacía que los dirigentes israelíes considerasen urgente asestarle un fuerte golpe.

Entonces estalla, muy «oportunamente» para servir sus propósitos, una «guerra civil» en el Líbano. Esta guerra venía incubándose de manera permanente desde que, a través de la colaboración de la minoría burguesa privilegiada con el ocupante colonial francés, esta minoría no cesaba de enrique­cerse en detrimento del resto del pueblo, y empuñaba, gracias a los colonialistas, todas las palancas de mando de la economía y de la política.

En el plano exterior, el estallido de esta crisis latente llega en el momento oportuno: Henry Kissinger ha efectuado múlti­ples idas y vueltas para impedir toda veleidad de unidad árabe mediante acuerdos bilaterales de cada país con Israel. En sep­tiembre de 1975, los Estados Unidos obtienen de Egipto la promesa de resolver sus conflictos con Israel por vía pacífica y no militar. Así pues, con Egipto fuera de juego, los dirigentes israelíes tienen las manos libres en el Líbano, donde multipli­can sus incursiones contra los palestinos y las fuerzas progresistas. Sus mercenarios falangistas, temerosos de la alianza cada vez más sólida entre los palestinos y la izquierda libanesa, encienden deliberadamente la mecha para una ma­tanza de civiles palestinos el 13 de abril de 1975. El punto cul­minante de este incendio fue, el 12 de agosto de 1976, la matanza llevada a cabo en el campamento palestino de Tell el Zaatar, donde, después de seis meses de asedio, 40.000 ráfagas de armas de fuego al día llueven sobre el campamento; el asalto final fue lanzado contra los resistentes palestinos atrincherados en subterráneos practicados debajo de los escombros. Los propios milicianos calculan de 1.000 a 2.000 muertos en la carnicería [9] .

De un campamento de 35.000 habitantes sólo quedaban las cenizas. La sociedad secreta del «tanzim», milicia fascista, especie de Ku Klus Klan libanés, formada en 1969 para expulsar o asesinar a los palestinos, ejecutaba este «trabajo» con el beneplácito de los oficiales israelíes, como lo recordó, en 1982, en el Knesset, Sharon apostrofando a Shimon Peres que explotaba a Sabrá y Chatila contra sus adversarios políti­cos: «¿Dónde estaban los oficiales israelíes cuando los palesti­nos eran asesinados en Tell el Zaatar? Usted era entonces ministro de Defensa».

Habiendo sido conducido el Líbano a un estado de completa descomposición, el momento era propicio para inva­dirlo.

El viernes, 4 junio de 1982, a las 15,15 horas, siete oleadas de bombardeos israelíes sobrevolaron Beirut, y bombardearon los campos palestinos de Sabrá y Chatila. Bombardeo intensivo en las inmediaciones del río Zahrani, en Saida.

La víspera, 3 de junio, Ariel Sharon había anunciado: «El peso político de la O.L.P. ha sido ya parcialmente neutralizado por los acuerdos de Camp David, mas esto no basta: debemos actuar para su destrucción definitiva».

Ya hemos demostrado la inconsistencia de los pretextos israelíes (atentado contra un diplomático israelí en Londres, atribuido a la O.L.P., cuando había sido públicamente reivindi­cado por Abu Nidal, condenado a muerte por la O.L.P.; «paz Galilea», mientras que el acuerdo de alto el fuego, realizado un año antes no había sido jamás violado por la O L P., etc...). La invasión prosiguió en dirección al río Awali y Saida, según el antiguo plan de anexión del sur del Líbano.

El 6 de junio, en el Consejo de Seguridad de la ONU, la resolución propuesta por Irlanda, exigiendo que Israel retire todas sus fuerzas militares, es adoptada por unanimidad. Mas los dirigentes israelíes están seguros de que, a pesar de su voto, el gobierno americano les garantiza la impunidad al oponer su veto. Al día siguiente, 7 de junio, la representante americana en la ONU, señora Kirkpatrick, defiende las tesis israelíes.

Ya hemos recordado esta nueva agresión del Estado sionis­ta de Israel que, desde su creación, no ha hecho sino asolar el Oriente Medio. Entraba, pues, en la lógica del sionismo.

Sólo volvemos aquí sobre este asunto, para examinar cuál fue el resultado para la resistencia palestina.

La resistencia palestina siempre da muestras de su heroís­mo cuando lo material no triunfa sobre lo humano: el castillo de Beaufort sólo fue tomado después de una lucha cuerpo a cuerpo, en la que los palestinos se batieron hasta la extermina­ción. Incluso en Beirut, Sharon fue tenido a raya a pesar de los bombardeos inmisericordes de la artillería y de la aviación, la resistencia no capituló. A Sharon sólo le quedaban dos solucio­nes: la destrucción total de Beirut (poseía los medios técnicos para ello, pero la credibilidad moral de Israel ya estaba destruida en el mundo entero, y, por tanto, tal hipótesis tenía que ser políticamente excluida). La otra solución era entablar una guerra callejera. Sharon no se arriesgó a esto, porque al no desempeñar la superioridad material, en este caso, un papel decisivo, la feroz decisión de los resistentes palestinos les hubiese costado demasiado caro a las tropas israelíes, y la opinión, hasta en Israel mismo, difícilmente la hubiera apoyado. Por tanto, tuvo que contentarse con aplacar su sed de venganza soltando en los campos palestinos de Sabrá y Chatilsa sus mercenarios falangistas, equipados, armados y dirigidos (incluso iluminados por cohetes para continuar la matanza de noche) por el ejército israelí.

La resistencia palestina había defendido su honor hasta el límite. Su prestigio moral había salido más reforzado de aquella terrible prueba, en tanto que la imagen de Israel estaba definitivamente empañada en el mundo.

También en el Líbano, dos años después de las matanzas y de las destrucciones, el ejército de invasión se ve obligado a retirarse, y hasta sus colaboracionistas más serviles se apartan de él. Ya no le queda, como al ejército nazi en retirada, en 1945, en Oradour, sino multiplicar las represalias contra la resistencia, libanesa esta vez, arrasando con bulldozers pueblos enteros, e intentando reducir, por el terror, el hostigamiento de sus tropas por todo el pueblo. «Se ha convertido en una guerra total», señalan fuentes militares. «El riesgo de crearse nuevos enemigos es irrisoria, puesto que ya no tenemos amigos» [10].

Después de la tragedia del Líbano, ¿cuál es para la resisten­cia palestina el balance de sus posibilidades y de sus perspec­tivas?

El pueblo palestino, un pueblo de cuatro millones y medio de almas (con un 20% de cristianos), es hoy un pueblo sin tierra.

De ellos, 1.700.000 viven en Palestina, 550.000 en Israel, donde no gozan de ningún derecho político real (ni siquiera el de constituirse en partido). Ocupan, desde el punto de vista económico, los empleos más subalternos y pesados. Son ciudadanos de tercera en la sociedad de castas del Estado de Israel, en cuya cima se encuentran los «askhenazes», de origen europeo (sobre todo rusos, polacos y alemanes), luego los «sefarditas», procedentes de los países árabes, y, frente a esta doble ocupación extranjera, los palestinos autóctonos, tratados al estilo racista, emigrantes en su propia patria, de la que han sido despojados por el colonialismo sionista.

830.000 palestinos viven en Cisjordania, y 450.000 en la franja de Gaza, expuestos a todas las crueldades impuestas por el ocupante, bajo el régimen de excepción de la ley marcial, despojados cada vez más de sus tierras, robados por los nuevos colonos que, además, están autorizados a llevar armas en el seno de una población desarmada. El país está surcado por grandes carreteras que permiten conducir con gran rapidez refuerzos militares al menor signo de rebelión. Las colonias más fuertes están instaladas en el cruce de estas carreteras, para constituir allí bases estratégicas. Esta división en zonas hace prácticamente imposible una resistencia militar de cierta eficacia, a pesar del indomable rechazo de la población que manifiesta constantemente, pese a la destitución de sus alcaldes, y al terror policiaco, su adhesión a la O.L.P. Los proyectos hipócritamente llamados: «statuto de autonomía», que hemos analizado, tienden a crear, en Cisjordania y en Gaza, una situación similar a la de los «bantoustans» de África del Sur.

Por tanto, la resistencia interior, en una Palestina donde, además de este «tacón de hierro», mediante el juego de las expoliaciones y de las expulsiones, los palestinos ya no son sino una minoría, no puede adoptar una forma militar.

La resistencia militar ya no tiene ninguna base de partida en ningún país limítrofe: ni en Egipto, ni en Jordania, ni en Siria, ni en el Líbano. En cambio, una nueva forma de resistencia, islámica, ha nacido a partir del Líbano.

La auténtica fuerza de la resistencia palestina está en su «diáspora» de más de tres millones de palestinos, cuyas concentraciones numéricas más densas están en Jordania (más de un millón), en el Líbano (350.000), en Kuwait (300.000), en Siria (220.000), en Arabia Saudita y en diversos Estados del Golfo, aproximadamente 200.000. Están también los palestinos que viven en países occidentales (más de 100.000 en los Estados Unidos).

Lo que caracteriza a esta «diáspora» es, ante todo, su alto nivel cultural. No solamente el índice de alfabetización de los palestinos es el más elevado del mundo árabe, sino que el índice de sus licenciados universitarios (130.000, o sea 35 por 1.000), es proporcionalmente superior al de Israel o de Inglaterra, con sus docenas de miles de ingenieros, de médicos, de profesores.

El futuro de la resistencia palestina está en la voluntad irreductible de los palestinos que todavía viven en Palestina de «no cooperación», en la forma que sea, con el ocupante sionis­ta, y en un esfuerzo gigantesco y unificado de esta «diáspora». Dispone de medios financieros importantes, porque un gran número de palestinos, en los países occidentales y en los países árabes, tienen fortunas considerables.

Ya hemos visto cómo han sabido los israelíes organizar a sus millonarios para orientar sistemáticamente sus inversiones (y de manera rentable), sobre todo en los medios de comunica­ción, lo que les ha asegurado, en Occidente, un poder de control decisivo sobre la prensa, las publicaciones, la radio, la televisión, la cinematografía y la publicidad.

Esta visión central del poder de los medios de comunicación para arrastrar a la opinión y para ejercer presión sobre los gobiernos, no ha sido notada por los países árabes, ni siquiera por los palestinos.

No han comprendido, como lo vieron hace mucho tiempo los sionistas, que ésta era el arma decisiva de la victoria, es decir, del «regreso».

Y, para los palestinos, no se trata del mito sionista del «retorno» (¿cómo se puede hablar de «regreso» a una tierra que jamás se ha pisado y que ningún antepasado ha habitado nunca, como es el caso de lo que Arthur Koestler llamaba: la «decimotercera tribu», de origen europeo o árabe, y sin ningún vínculo de filiación racial o histórico, con las «doce» tribus hebreas?).

Para los palestinos, se trata de un retorno a una tierra de la que fueron expulsados a partir de 1948, y que sus antepasados cultivaron, sin interrupción, desde hace cuatro mil años.

El éxito de la resistencia palestina depende de la realización de este objetivo prioritario: organización centralizada, sistemá­tica, y multiforme, para dominar los «medios» de comunica­ción con vistas a provocar un cambio en la opinión pública: contra un siglo de mentiras sionistas sabiamente destiladas, hacer que surja, en la conciencia de millones de occidentales, la estupefacción de haber sido embaucados durante tanto tiempo, y descubrir la realidad.

Entonces, y sólo entonces, el sionismo israelí será herido de muerte, y será obligado a entrar, sin privilegios, en el derecho común de los Estados. Los hombres y las mujeres de fe judía, o de ascendencia judía, liberados del envenenamiento ideológico del sionismo político, podrán entonces comprender el verdadero sentido de la resistencia palestina, y su objetivo primordial y final: hacer cohabitar en Palestina, en «la tierra de los mensajes divinos», como escribía Yasser Arafat, a judíos, cristianos y musulmanes, sin que ninguno de ellos sea el «súbdito» del otro, en la unidad de la tradición abrahámica común.

Palestina y Jerusalén alcanzarán entonces la epopeya de su historia.

Porque Jerusalén, «Ur Salim», que ya fue ciudad santa de los cananeos y de los jebuseos más de mil años antes de que David, la convirtiese en su capital, más de dos mil años antes de la aparición de Jesucristo, más de dos mil seiscientos años antes de que el califa Ornar obtuviese su rendición, ¿por qué no habría de ser la «ciudad santa», la capital mundial de las tres ¿tradiciones abrahámicas: judía, cristiana y musulmana? f Entonces Jerusalén y Palestina alcanzarían la coronación de su historia como lugar de encuentro y punto de intercam­bios y el Creciente Fértil podría asumir, una vez más, su misión histórica milenaria de fecundación recíproca de las culturas y de creación.

Lugar de encuentro: mientras los judíos se negaban a reconocer a Jesucristo como mensajero de Dios, y los cristianos a reconocer a Mahoma como mensajero de Dios, los musulmanes, fieles al espíritu de sumisión incondicional a Dios, del que Abraham, padre de la fe y de las tres religiones reveladas, dio ejemplo, reconocían a Moisés y a Jesucristo como profetas de Dios, y los honraron como tales.

Punto de intercambios, en lugar de ser una apuesta entre los dos bloques enfrentados de las superpotencias. Desde que el colonialismo occidental decidieron apoyar al sionismo para clavar este pedazo de Occidente en el corazón del mundo árabe, el Creciente Fértil y Palestina, que son parte integrante del mismo, dejaron de desempeñar su papel milenario de mezcla de las civilizaciones y de los hombres, desde Mesopotamia a Egipto, desde el Océano Indico al Mediterráneo, desde Asia a África. Palestina, bajo el reinado del sionismo, se ha convertido no en una tierra de intercambios, sino en una muralla, en una frontera entre los dos «bloques» del Este y del Oeste, muralla y frontera también entre Occidente, del que Israel es el bastión, y el Tercer Mundo quien lo desafía.

Cuando Jerusalén vuelva a ser ese lugar de encuentro y de intercambio, todos los pueblos podrán decir de la Jerusalén nueva, con el profeta Isaías, que iluminada por Dios, ilumina al mundo; que es, en medio de las tinieblas, la esperanza de la resurrección:

«Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz...

 La gentes andarán en tu luz.»

                                               (LX, 13)

“… Porque he aquí que voy  a crear unos cielos nuevos,

y una tierra nueva,

y ya no se recordará lo pasado.”

                                               (LXV, 17)

“… De sus espadas harán rejas de arado,

y de sus lanzas, hoces.”

“Una nación no bloandirá  ya sus armas contra otra,

Y nuestros hijos ya no aprenderán a guerrear.”

                                               (II, 4)


 

 

[1] Archivos del Gobierno británico, «Report of the Commission on the
Palestine disturbances», agosto de 1929, Cmd. 3.530, p. 150.

[2] Ibídem, Comisión Shaw de investigación, 1937.

[3] La población árabe en Israel (en hebreo), en «Arakhim» (1971-73), p. 10

[4] Véase el informe Fullbright y el libro de Alfred Lilienthal: Zionisl connection y What Price Israel? Ed. Henry Regnery Cfi, Chicago, 1946. (Publi­cado en 1983).

[5] Yasser Arafat, discurso ante las Naciones Unidas, 13 de noviembre de 1974

[6] Véase más arriba, el plan estratégico sionista (1982) de desintegración de todos los Estados árabes

[7] La expresión «cristiano del Líbano», tan a menudo utilizada en la prensa occidental es totalmente errónea: da a entender que se trata de un colec­tivo religioso opuesto a otro colectivo musulmán. Todo sucede, de creer a esta prensa, como sí, en el Líbano, todos los cristianos fuesen maronitas, y todos los maronitas falangistas; es decir, mercenarios de Israel para las tareas más bajas.

[8] Véase las precisiones aportadas sobre este punto por las Memorias de Moisés Sharett (del 14 de mayo de 1954).

[9] John Bullock, Death of a country, p. 180.

[10] Le Monde, del viernes 22 de febrero de 1985, al corresponsal en el Libano, Jean-Pierre Langellier