PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    II.   Los hebreos

 

1)  Primera aparición histórica de los hebreos

¿Cómo se produjo, pues, la instalación de los hebreos en Palestina, habida cuenta de que la historia no nos dice nada de su pasado antes de su llegada? Porque exégetas y arqueólogos, en contra de la tradición, están de acuerdo en este punto: «La instalación pacífica en las regiones poco pobladas, y la transición del seminomadismo a la vida agrícola, se realizaron sin acontecimientos espectaculares y no dejaron huellas profundas[1].

El padre De Vaux subraya: «El "pueblo de Israel" no parece construido, a los ojos de un historiador moderno, sino después de su instalación en Canaán»[2].

North llega a las mismas conclusiones: «Israel... la existencia de una federación de doce tribus... sólo apareció como un fenómeno vivo a partir del momento en que ocupa el país de cultura palestina... su historia sólo comienza en el suelo palestino»[3].

«Todo cuanto a partir de entonces ha sido comprobado, nos permite llegar ya la conclusión de que cada una de las tribus tiene una prehistoria particular... antes de formar una unión sólida y duradera en el país, bajo el nombre común de Israel»: Es después de la fijación en Palestina cuando «se ha desarrollado la idea de que Israel tenía una historia común antes de su fijación»[4].

¿Cuál es, entonces, esta «prehistoria» de las tribus, y cómo se construyó el esquema histórico unitario?

Para responder, contamos con algunos puntos de referencia en la Biblia y en la historia. Para empezar, los hebreos forman parte de la gran migración aramea. Luego, en todo el recorrido donde se desbordó la oleada, algunos de estos árameos, durante largo tiempo, no encontraron tierra: ni en Mesopotamia, ni en Siria, ni en Palestina, ni en Egipto. Existen huellas de estas gentes sin tierra, marginadas, dispuestas a desempeñar cualquier clase de trabajo remunerado, constituyendo en ocasiones contingentes de soldados mercenarios al servicio de príncipes, o incluso bandas de saqueadores que sembraban el terror entre los hacendados. Se trata de los habiru, palabra de la misma raíz que hebreo, e identificada con éste por la mayoría de los exégetas y de los historiadores. Se les nombra en las tablillas de Mari, en Mesopotamia: «Los habiru han efectuado una razzia de Luhaiaki»... En Egipto, Ramsés II (1301-1234) habla del papel de los habiru en los trabajos pesados: «Avitualla a las gentes del ejército y a los habiru que han acarreado piedras para el gran pilón». En las cartas de El Amarna, un príncipe palestino, amenazado, se queja al faraón: «Que el rey se entere de que el jefe de los habiru se ha levantado contra el país»[5].

Un texto de Alalakhi nos dice que el rey «concluyó un acuerdo con los habiru para enrolarlos en su ejército. En Nuzi, al este del Tigris, algunos textos mencionan a habirus que reciben raciones y vestiduras del Estado, en tanto que otros prestan sus servicios a particulares. En las cartas de Amarna, se habla de los habiru tanto en calidad de mercenarios como de rebeldes. Un edicto del rey hitita Hattusil III declara que no acogerá a los habiru fugitivos del reino de Ougarit. En los textos de Ras Shamra se habla de los habiru ocupados en desempeñar los mismos menesteres[6].

Los especialistas han entablado discusiones para saber si hubiera designa una etnia o una categoría social. Tal vez se trate de un falso problema: los habiru pertenecen, sin ningún género de duda, a las «etnias» semitas, que no han cesado de recorrer, como nómadas, todo el Creciente Fértil, desde los amorreos a los árameos, pero pertenecen a esa capa social de gentes que, al no haber podido encontrar tierra, se han visto obligados a contratar sus servicios en los terrenos agrícolas de los particulares, en los grandes trabajos del Estado, en las tropas mercenarias de los príncipes, y, cuando no encuentran otra cosa, a formar bandas que viven del pillaje.

Los más cruelmente explotados fueron, al parecer, los que tomaban parte en las grandes obras de Ramsés II en Egipto. Pequeños grupos de rebeldes o fugitivos pasaban de Egipto a Canaán, y, sirviendo de detonador a una rebelión más generalizada, no cabe duda de que se les sumaron rebeldes y proscritos de todos los orígenes. Este «alzamiento de los bribones», este motín, o esta «guerra de los campesinos», halló un terreno excepcional en Palestina, en el momento en que Egipto había perdido el control que otrora ejercía en la región, donde los hititas, en conflictos con los «Pueblos del mar», no habían podido imponer su denominación, y donde las riva­lidades de los príncipes habían conducido al país a la anarquía y a la impotencia.

Los habiru, procedentes de todos los horizontes del Creciente Fértil, no consiguieron apoderarse de las grandes ciudades protegidas por gruesas murallas (Números 13, 28-31), armadas con sus carros de metal: no era posible desalojar a los habitantes de la llanura, porque tenían «carros de hierro» (Josué 17, 16). Los Jueces dicen, por ejemplo, que no tomaron Megido, ni Guezer, ni Sidón, ni tantas otras ciudades (Jueces I 27-35). Jerusalén sólo será conquistada, dos siglos más tarde, por David. El Libro de los Jueces nos hace saber que los habitantes de Jerusalén, «los jebuseos, habitaron en Jerusalén con los hijos de Benjamín» (1, 21). El propio David, cuando tomó la ciudad, no los expulsó. Pero los habiru, los hebreos, consiguieron infiltrarse en las ciudades, sobre todo en las regiones montañosas, y asimismo lograron establecer com­promisos con ciertas ciudades y conquistar otras (como Hazor) por la lucha armada, en la cual estaban entrenados los que habían sido soldados mercenarios. Los cananeos no fueron exterminados, como pretende el Libro de Josué. El Libro de los Jueces subraya, por el contrario, que «los cananeos conti­nuaron viviendo en este país. Pero, cuando Israel se hizo fuerte, impuso cargas a los cananeos» (I, 27-28).

 Esta penetración duró largo tiempo: un siglo, quizá dos. Lo que confirma la hipótesis de la convergencia de los habiru para apoderarse de Palestina es que no se vuelve a hablar de ellos, en ningún texto, cuando la instalación de los hebreos en Palestina se llevó a cabo. Mendenhall avanza la idea de que «hubo una rebelión de los campesinos contra los Estados —ciudades cananeos» [7].

Tal vez, haría faltar precisar que fue una «guerra de los campesinos» sin tierra, seminómadas y errantes en el «Cre­ciente Fértil para poder sobrevivir. Es posible que también fuera necesario no negar que hubo elementos exteriores en número bastante grande: el grupo de los cautivos procedentes de Egipto, pero también de los sin tierra, procedentes de todas los sectores del Creciente Fértil.

Forzando un poco las cosas, nosotros diríamos que se trataba menos de una conquista militar que de una revolución social.

El elemento de cohesión (como, veintiocho siglos después, en ocasión de la «guerra de los campesinos» Alemania, dirigida por Thomas Munzer) fue una visión religiosa mesiánica de todos estos «condenados de la tierra,», oponiendo el dios de las tribus, el dios del desierto, a los ritos agrarios de los latifun­distas, y a la religión aristocrática de las ciudades opulentas, donde reina Baal, dios de la exuberancia de la vida.

Los habiru, los hebreos, y cuantos, cualesquiera que sean sus orígenes, se han unido a ellos, son hombres rudos, procedentes del desierto o de la estepa: no se sublevan so­lamente contra la opresión de los ricos, sino contra su manera de vivir y su concepción de la vida.

No poseemos los elementos necesarios para describir, por orden cronológico, todas las etapas de la religión de los hebreos, puesto que la compilación de las tradiciones orales y su redacción sólo comenzará en el siglo x, y a la sazón se daría una forma sistemática a la profesión de fe, según un orden y unos criterios nacidos de las exigencias políticas y espirituales de la época.

No obstante, la dominante mesiánica, escatológica, la concepción del Reino y de la Salvación, cuyos resurgimientos serán numerosos (bajo nuevas formas), en los profetas, a partir de Amos, y en Jesucristo, constituye la principal aportación de la religión de Israel. Está arraigada en esta experiencia de la resistencia, de la liberación y de la rebelión de los habiru, como lo demuestra el papel desempeñado por el comienzo del éxodo, en la definición misma de Yahvé: «Yo soy Thavé, que te ha hecho salir de Egipto», dice Yahvé a Moisés; y recuerda que los patriarcas no le han conocido por este nombre (Éxodo 6, 3-7); Yahvé sólo se da a conocer con este nombre en el acto liberador de la salida de Egipto. Toda la «historia santa» de Israel, desde entonces, se organizará a partir de este atributo fundamental de Yahvé: Aquel que ha negado el poder del Faraón, que ha arrancado a los esclavos de la servidumbre.

Sólo a él se le debe el culto: «Aquel que ofreciese sacrificios a otros dioses, y no exclusivamente a Yahvé, está condenado a la exterminación» (Éxodo 22, 20).

Tal es la intransigencia del Dios del desierto, del Dios liberador.

La experiencia fundamental de la tribu de José (que se desdoblará en Efraím y Manases), la que ha vivido la salida de Egipto, corresponde a la experiencia de todas las otras, procedentes de otras estepas en la linde de las tierras de cultivo, pero es la prueba ejemplar de la liberación, y por eso el Dios que la ha dirigido, Yahvé, va a imponerse a todas las demás tribus.

Esta ruptura, en nombre de la revelación de Dios, en esta intervención histórica de la liberación, se convertirá en el acto de fe primordial de todas las tribus. Este es sin duda el sentido de la asamblea de Siquem, narrada en Josué 24, 1-28, donde se realizó una primera unificación de las tribus. Josué, después de haber recordado el beneficio principal concedido por Yahvé, es decir, la liberación de Egipto «de la casa de la esclavitud», plantea a todas las tribus, comprendidas aquellas que no habían vivido la experiencia decisiva del Éxodo, la pregunta crucial: «Hoy tenéis que escoger aquién queréis servir» (24, 15): ¿a Yahvé, el Dios del Éxodo, o bien a los dioses de Canaán?

Después de que todas las hubieran optado por Yahvé, «aquel día, Josué selló el pacto con el pueblo y le dio leyes y mandatos» (24, 25). Eran las mismas cláusulas impuestas por Moisés en el desierto (Éxodo 25, 25), con la exclusión de cualquier otro dios.

Cualquiera que sea la parte de la realidad histórica y la de su «estilización» posterior cuando la tradición oral, varios siglos después, fue registrada por escrito, permanece aquí el recuerdo del pacto inicial de unificación de las tribus en torno de un culto común: el de Yahvé.

Sean cuales fueren las transgresiones ulteriores (innu­merables) de este culto exclusivo, en adelante el acto de fe exigido a todos es la creencia en Yahvé, el Señor que «nos sacó de Egipto» (Deuíeronomio 26, 8).

Tal es el acto que sirvió de base para que fuese constituido Israel, porque como escribe Von Rad: «La investigación histórica ha demostrado que «Israel es el nombre de la sacra confederación de tribus que se constituyó en Palestina, después de la penetración en este país»[8].


 

[1] Padre De Vaux, op. cit., p. 447.

[2] lbidem. p. 151.

[3] North, Hisloire d'/srael. pp. 64-65.

[4] North, Hisloire d'/srael, pp. 14-87.

[5] Pasajes citados en Textes de la Bible el de VAnexen Orienl. Ed. Delachaux el Nestlé, Neuchatel, 1961, pp. 33 a 30.

[6] Véase: R. De Vaux. op. cit., pp. 106 a 112

[7] G. E. Mendenhall. The Hebrew conquest of Palestine. (en «Archives Bibliques, n° 25, 1962), pp. 66-87

[8] Von Rad, Teología del Antiguo Testamento, Ed. Labor et Fides, Ginebra, 1871, p. 17. Véase más arriba (p. 59) las conclusiones análogas del padre De Vaux, de North y de la mayoría de los historiadores y exégetas