PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

        TERCERA PARTE: Historia de una invasión

            I.   COMO NACE Y SE MANTIENE EL ESTADO DE ISRAEL

 

 

     1)  La «partición» y la política del «hecho consumado»

 

El proceso de Nuremberg, en donde se juzgó a los crimina­les de guerra nazis, a comienzos de 1946, esclarece los crímenes contra la humanidad cometidos por los hitlerianos.

La propaganda sionista se esforzó por vincular este mo­mento trágico de la historia a la historia judía: «todo esto no era más que el progrom más horroroso de la historia»[1].

«Olvidando» que la guerra de Hitler había costado al mundo 60 millones de muertos, tan sólo se retiene la cifra de 6 millones de judíos [2]. Y se llega a proclamar que era «el mayor genocidio de la historia».

Era un asunto que concernía a todo el mundo: a los ameri­canos, que habían cometido un genocidio mucho mayor con más de 20 millones de indios; a los rusos, cuyas «purgas» estalinianas habían costado más de 10 millones de muertos; a los colonialistas europeos (franceses, ingleses y otros) cuya «trata de negros» (de 10 a 20 millones de esclavos deportados a Amé­rica, y diez asesinados por cada cautivo) había costado de 100 a 200 millones de muertos. El «mayor genocidio de la historia» permitía relegar al olvido todos los precedentes. Para los sionis­tas, era un argumento mascado para legitimar no sólo la exis­tencia del Estado de Israel, sino también cualquiera de sus posteriores brutalidades: se trataba de un acontecimiento mesiánico, y de la coronación de la historia de Israel. La misma palabra Holocausto había sido magistralmente escogida por su connotación mística: se denomina «holocausto» a un sacrificio religioso que consiste en inmolar a la divinidad una o varías víctimas. De este modo, el Estado sionista era intocable, como momento sagrado de la economía divina de la historia. Como, magistralmente lo resume Herschel en una reveladora fórmula: «El Estado de Israel, es la respuesta de Dios a Auschwitz»[3].

La historia, no la historia sionista o la historia mística, demuestra, en realidad, que el Estado sionista de Israel no ha nacido de una promesa o de una donación de Dios, ni siquiera de una «decisión» de la ONU, sino, al igual que los demás estados del mundo, de un «hecho consumado».

La resolución de Partición de Palestina es adoptada por la Asamblea General de la ONU, el 29 de noviembre de 1947: en este momento, los judíos constituían el 32 por 100 de la pobla­ción, y poseían el 5,6 por 100 de las tierras. El Estado sionista recibe el 56 por 100 del territorio, con las tierras más fértiles.

El voto de este plan de partición dio lugar a maniobras sor­das. El 18 de diciembre de 1947, Lawrence H. Smith, miembro del Congreso americano, las evocó ante la cámara: «Veamos lo que sucedió en la Asamblea de Naciones Unidas durante la reunión que precedió al voto sobre la partición. Los dos tercios de los votos se necesitaban para que la resolución fuera apro­bada... El voto fue remitido dos veces..., durante este tiempo, se ejerció una fuerte presión sobre los delegados de tres pequeñas naciones... Los votos decisivos fueron los de Haití, Liberia y Filipinas. Estos votos bastaron para que se consiguiera una mayoría de dos tercios. Estos países se habían opuesto ante­riormente a la partición... Las presiones ejercidas por nuestros delegados sobre ellos, por nuestros oficiales y ciudadanos americanos, constituyeron un acto reprobable»[4] .

Drew Pearson, en el Chicago Daily del 9 de febrero de 1948, ofrece algunas precisiones al escribir: «Harvey Firestone, pro­pietario de las plantaciones de caucho de Liberia, intervino ante el gobierno liberiano...».

El presidente Truman ejerció presiones sin precedentes sobre el Departamento de Estado. El subsecretario de Estado, Summer Welles, escribe: «Por orden directa de la Casa Blanca los funcionarios americanos tenían que ejercer presiones direc­tas o indirectas... con el fin de asegurar la mayoría necesaria para el voto final»[5]. El ministro de Defensa de aquel entonces, James Forrestal, confirma: «Los métodos utilizados para ejercer presiones y obligar a las otras naciones de la ONU, rayaban en el escándalo»[6].

Sobre el mecanismo de las «presiones» del «lobby» sionistas y del «voto judío», el presidente Truman mismo confesaba, ante un grupo de diplomáticos, en 1946: «Lo siento, señores, pero tengo que responder a centenares de miles de gentes que esperan la victoria del sionismo. Yo no tengo centenares de miles de árabes entre mis electores»[7].

El antiguo primer ministro inglés, Earl Clement Attlee, en sus Memorias, aporta el siguiente testimonio: «La política de Estados Unidos en Palestina estaba modelada por el voto judío y por las subvenciones de muchas grandes firmas judías».[8]

Entre la decisión de la participación, el 29 de noviembre de 1947, y el final efectivo del Mandato inglés sobre Palestina, el 15 de mayo de 1948, las tropas sionistas se apoderan de te­rritorios pertenecientes a los árabes, en Jaffa y San Juan de Acre, por ejemplo.

En tales condiciones, ¿quién puede reprochar a los palesti­nos y a los países árabes vecinos que no aceptaran la mons­truosa injusticia del «hecho consumado», y haber rechazado «reconocer» al Estado sionista?

Pero, al Estado sionista no le bastaba con la tierra: había que vaciarla de sus habitantes para convertirla no en una co­lonia tradicional de explotación de la mano de obra autóctona, sino en una colonia de población, sustituyendo a los autóc­tonos por los inmigrantes.

Para alcanzar este objetivo, el Estado sionista instituyó un verdadero terrorismo de Estado, es decir, unos auténticos «progroms» contra la población palestina.

El ejemplo mas esclarecedor fue el de Deir Yassin, el 9 de abril de 1948, llevado a cabo con métodos idénticos a los utilizados por los nazis en Oradour, y cuyos 254 habitantes (hom­bres, mujeres, niños y ancianos) fueron asesinados por las tropas del «Irgun», cuyo jefe era Menahem Begin[9].

En su libro La Révolte: historia de l'Irgoun, Begin escribe que no habría existido un Estado de Israel sin la «victoria» de Deir Yassin. Y nade: «La Hagana efectuaba ataques victoriosos en otros frentes... Presos de pánico, los árabes huían gritando: Deir Yassin». (ídem, p. 162, recogido por la edición francesa, página 200).

Fue el 15 de mayo de 1948 cuando el Secretario General de la Liga Árabe informó al Secretario General de Naciones Unidas diciéndole que los Estados árabes estaban obligados a intervenir en favor de la seguridad de la población palestina.

En 1949, después de esta primera guerra israelo-árabe, los sionistas controlaban el 80 por 100 del país, y 700.000 palestinos habían sido expulsados.

La Naciones Unidas habían nombrado a un mediador, el Conde Folke Bernadotte. En su último informe, el conde Bernadotte escribe: «Sería cometer una ofensa a los principios elementales impedir a estas víctimas inocentes volver a sus hogares, mientras que los inmigrantes judíos afluyen a Palestina y, además, amenazan permanentemente con reemplazar a los refugiados árabes enraizados en esta tierra desde hace siglos». Describe «el pillaje sionista a gran escala y la destrucción de pueblos sin tener que recurrir a la ayuda militar, al menos en apariencia». Este informe (U. N. Document A. 648, p. 14) fue depositado el 16 de septiembre de 1948. El 17 de septiembre de 1948, el conde Bernadotte y su ayudante francés, el coronel Serot, caían asesinados en la zona de Jerusalén ocupada por sionistas.

Ante la indignación internacional, el gobierno israelí hizo arrestar al jefe del grupo Stern, Nathan Friedman-Yellin. Este fue condenado a cinco años de cárcel, amnistiado... y elegido diputado al Knesset en 1950. El honor de haber dado la orden del asesinato fue reivindicado, en julio de 1971, por Baruch Nadel, uno de los dirigentes en 1948, del grupo Stern[10].

Los dirigentes sionistas del estado de Israel podían mofarse con toda tranquilidad de la Naciones Unidas, por cuanto la mayoría de sus miembros había sido cómplice de la usurpación sionista de Palestina.

En 1948, antes de la descolonización, la ONU estaba am­pliamente dominada por los occidentales. Y violó su propia Carta al rechazar a los árabes, que por aquel entonces formaban las dos terceras partes de la población palestina, el derecho a decidir su propio destino.

Incluso desde un punto de vista jurídico, se plantean varias cuestiones[11]:

La decisión sobre la partición adoptada por la Asamblea General, y no por el Consejo de Seguridad, y que por lo tanto, tenía valor de recomendación, y no de decisión ejecutiva;

Los palestinos no fueron los únicos en rechazar la par­ticipación: el Irgun (de Menahem Begin) declaraba entonces que la misma era ilegal, y que nunca sería reconocida. Hacía un llamamiento a los judíos «a que no solamente expulsaran a los árabes, sino a que se adueñasen de toda Palestina»[12]. El mismo Ben Gurión escribió: «Hasta la salida de los británicos, ninguna colonia judía, por alejada que estuviera, fue penetrada o tomada por los árabes, mientras que la Haganah, por fuertes y frecuentes ataques, se apoderó de muchas posiciones árabes y liberó Tiberíades, Haifa, Jaffa y Safed»[13].

De este modo, el territorio entregado a los sionistas por la ONU (57%) se fue extendiendo hasta lograr casi el 80 por 100 de Palestina.

En resumen, es falso decir que el estado de Israel fue «crea­do» por Naciones Unidas: fue «creado» por una serie de «hechos consumados», por la violencia de la Haganah y del grupo Stern.

Así se acaba la historia de los «derechos históricos». Con un balance de mentiras y de sangre. No podía ser de otra manera.

Primero, porque la noción misma de «derechos históricos», cuando se pretende aplicarla a períodos extensos, conduce al absurdo y al caos de la guerra.

Si se generalizase este tipo «sionista» de «reivindicaciones», basadas en tales «derechos históricos», todo el planeta se vería inmerso en el caos: ¿Por qué los italianos no reivindicarían unos «derechos históricos» sobre Francia, en donde, desde los tiempos de Julio César, reinaron los romanos sobre la Galia mucho más tiempo que los reyes de Israel sobre Palestina? ¿Por qué los suecos no reivindicarían Normandía, Inglaterra y Sicilia en nombre de sus «antepasados» normandos? ¿Y qué sería de África, si los antiguos conquistadores reivindicaran la reconstitución del Imperio Mandigo o de las hegemonías Peulhs?

Incluso si nos atenemos a Europa, imaginemos que los Estados europeos se pongan actualmente a invocar «derechos históricos» sobre los territorios en los que reinaron o cons­tituyeron, en determinadas épocas, la mayoría de la población. Incluso si nos remontamos a los Tratados de Wesfalia que, en 1648 (hace menos de tres siglos y medio) marcaron un «comienzo de los tiempos» en Europa: el de la dislocación definitiva de la «cristiandad» y el nacimiento de «naciones», Europa se vería envuelta en sangre y fuego por las pretensiones «históricas» contradictorias de cada Estado: desde Suecia a Italia y Austria, desde Alsacia a los Balcanes, sería un volcán. ¡Y qué pasaría si nos remontásemos a la caída del Imperio romano, hace quince siglos!, cuando todas las «naciones» y sus fronteras han sido el resultado de enfrentamientos, equilibrio de fuerzas, de estos «hechos consumado» que forman la historia. Blaise Pascal señalaba con toda lucidez que: «No habiendo podido hacer más que lo que era justo, aunque fuerte, se ha hecho de tal manera que lo que era fuerte se convirtió en justo».

Un ejemplo extremo de este absurdo lo podemos encontrar en América. Como escribe el teólogo Albert de Pury, de la Universidad de Ginebra: «La colonización de América reposa en el hecho de la desposesión ignominiosa de las tribus indias, pero hoy no se podría basar en este hecho para poner en tela de juicio la legitimidad de los Estados que se crearon en este continente» [14].

Y, sin embargo, los «derechos históricos» de los indios son infinitamente más creíbles que los de los sionistas: los indios son no sólo los primeros, sino también los únicos que vivían en América desde hacía miles de años cuando los españoles, por­tugueses e ingleses, y luego todas las demás naciones de Europa, acabaron con ellos y les robaron sus tierras. Si hoy tienen el derecho imprescriptible de exigir la posibilidad de vivir, ¿quién pensaría como algo ilegítimo el que se consideren los únicos dueños de América para expulsar u oprimir a las etnias europeas?

Es decir, ¿qué es necesario, en cada instante de la historia, resignarse y entregarse, «como el perro muerto al lado del agua», a la fuerza y a los «hechos consumados»? En modo alguno. La duración de una injusticia no crea un derecho. La desaparición de Polonia del mapa de Europa, durante siglo y medio (1764-1914), no condujo a la muerte histórica de este país, y el renacimiento sólo fue posible gracias al rechazo feroz, por parte de su pueblo, de la opresión extranjera. Lo mismo resulta hoy día con el pueblo palestino, desposeído, desde hace más de un tercio de siglo, de una tierra para ser expulsado o para vivir como extranjero sobre su propia tierra. Su resistencia no es la reivindicación de un «derecho histórico» abstracto lejano, sino el rechazo vital, irrecusable, de una violencia permanente contra las raíces mismas de su vida.


 

[1] Hannah Arendt, op. cil., p. 294.

[2] Esta cifra no es constatabte. Hannah Arendt (op. cil., p. 141) dice: «de cuatro millones y medio a seis». El libro, casi exhaustivo en la materia, La solution flnale, de Reitlinger, define otros márgenes de incertidumbre. El centro de la cuestión no reside ahí: el crimen no es menor ni mayor, sino el haber asesinado a 4, 6 u 8 millones de seres humanos con la voluntad deliberada de hacerlo.

[3] Abraham Herschel, Israel: An echo of eternity. Double day. New York, 1969, p. 115.

[4] U.S. Congressional record, 18 de febrero de 1947, p. 1.176.

[5] Sumner Welles, We neednot fail, Boston, Hupghton Mifflin, 1948, página 63.

[6] Les Mémoires de Forrestal, New York, The Viking Press, 1951, p. 363

[7] Willima Eddy, F. D. Roosevelt meets Ibn Saud, N.Y. American friends of the Middle East, 1954, p. 37.

[8] Clement Attlee, A Prime Minister Remembers, Francés William. Ed. Heinemann, Londres, 1961, p. 181.

[9] Sobre la masacre de Deir Yassin es interesante comparar las dos versiones ofrecidas por Begin en su libro La Révolte, y el testimonio de Jacques de Reyners, jefe de la delegación de la Cruz Roja Internacional en Jerusalén, en su libro 1984 a Jérusalem (Ed. de la Baconniere, Neuchatel, 1950, pp. 69 a 78).

[10] Sobre el asesinato del Conde Bernadotte, ver el Informe del gene­ral A. Lundstrom (que estaba sentado en el coche de Bernadotte); informe dirigido el mismo día del atentado (17 de septiembre de 1948) a Naciones Uni­das. Además el libro publicado por este general con motivo del 20s aniversario del crimen: L'assassinat du Comte Bernadotte, impreso en Roma (ed. East. A. Fa-nelli)en 1970, con el título: Un tributo ala memoria del Comte Bernadotte. El libro de Ralph Hewins: Count Bernadotte, his Ufe and work (Hutchinson, 1948). Y, en el semanario milanés Europa, las confesiones de Baruch Nadel (citadas por Le Monde, 4 y 5 de julio de 1971)

[11] Sobre el aspecto jurídico de esta cuestión, ver: Henri Cattan: Palesti-ne, the Arabas and Israel, ed. Longmans, Londres, 1969

[12] Menahem Begin: The Revolt, Story of the Irgun, p. 335 s., p. 386 de ■a edición francesa (La Table Ronde, 1971).

[13] David Ben Gurion: Rebirth and Destiny of Israel, p. 530

[14] Coloquio Euro-Arabe, París, septiembre 1977. Publicado en 1978, en France-Pays Árabes, p. 136-140