PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

SEGUNDA PARTE: Historia de un mito

 

        II.   DEL JUDAÍSMO AL NACIONALISMO SIONISTA

3.   La oposición religiosa al sionismo político denunciado como herejía judía

De esta orientación nació un violento conflicto entre la fe divina y el nacionalismo del sionismo político.

Contra esta lectura tribal de la Biblia, que ha servido para disfrazar de pretextos religiosos el nacionalismo y el colo­nialismo del sionismo político de Teodoro Herzl, y, más tar­de, del Estado de Israel, se han levantado los judíos que veían en esta empresa política una tradición de la fe judía. En el momento mismo en que era fundado, en el Congreso de Basilia, bajo el impulso de Herzl, el sionismo político, en 1897, la conferencia de Montreal (1897), a propuesta del Rabino Isaac Meyer Wise (1819-1900), la personalidad judía más representativa de las Américas a la sazón, votaba esta moción, que marcaba la oposición radical entre las dos lecturas, tribal o universalista, de la Biblia: «Desaprobamos totalmente toda iniciativa tendente a la creación de un Estado judío. Intentos de este género ponen de relieve una concepción errónea de la misión de Israel que, de un campo político y nacional estricto, ha sido ampliada para la promoción, en la humanidad entera, de la religión liberal y universalista que los profetas judíos fueron los primeros en proclamar...

«Nosotros afirmamos que el objetivo del judaísmo no es ni político ni nacional, sino espiritual, y que se encarga de acrecentar la paz, la justicia y amor a los hombres. Aspira a una época mesiánica en la que todos los hombres reconozcan pertenecer a una sola y grande comunidad para el estableci­miento del Reino de Dios en la Tierra»[1].

Esta oposición no ha cesado con la creación del Estado de Israel, cuya política no ha hecho sino justiciar con creces los temores de los judíos fieles a la fe profética.

Resumiendo esta crítica teológica fundamental, el Rabino Hirsch decía con vehemencia, en el Washington Post del 3 de octubre de 1978:

«El sionismo es diametralmente opuesto al judaísmo. El sionismo quiere definir al pueblo judío como una entidad nacional... Esto es una herejía. Los judíos han recibido de Dios la misión, que no es la de forzar su retorno a la Tierra Santa contra la voluntad de quienes la habitan. Si lo hacen, asumen sus consecuencias. El Talmud dice que esta violencia hará de vuestra carne presa de los gamos en el bosque... El Holocausto es una consecuencia del sionismo»[2].

Para comprender esta cólera es necesario recordar hasta qué punto, durante casi veinte siglos, la fe judía ha rechazado, para cumplir su misión universal, identificarse con cualquier tipo de poder político.

Ahora bien, el sionismo político, a partir del auge que tomó en el camino abierto por Teodoro Herzl, no es un movimiento religioso derivado del judaísmo, sino un movimiento político como las otras corrientes nacionalistas del siglo XIX.

Que se trata de un movimiento político lo confirma la Encyclopedia of Sionism and Israel, publicada en Nueva York por la Herzl Press, en 1971.

El prefacio de esta Enciclopedia señala que ha sido preparada «bajo el eminente patrocinio del señor Salman Shazar, presidente de Israel. No cabría, pues, una definición más oficial del sionismo. En el artículo «sionismo» (p. 1.252 del vo­lumen II) se encuentra esta definición: «Término forjado en 1890 por el movimiento que tiene como meta el retorno del pueblo judío a la tierra de Israel (Palestina). Desde 1896, sionismo se refiere al movimiento político fundado por Teodoro Herzl»[3].

Cuando Teodoro Herzl funda este movimiento político, tropieza con la oposición de la inmensa mayoría de los judíos y de sus rabinos.

Existen pruebas: la mayor parte del primer volumen de los Zionist Writing de Teodoro Herzl, abarcado el período 1896-1898, está dedicada a las respuestas dadas a declaraciones y ensayos de rabinos dirigentes de la época, como el doctor Gudeman, Gran Rabino de Viena; el Dr. Maybum, Presidente de la Asociación Rabínica Alemana; el Dr. Volgelstein, Fundador y Presidente de la Asociación de los Rabinos li­berales y de los Rabinos de Pilsen y de Stettin; el Gran Rabino Adíen, de Londres, y el Rabino Bloch, de Bruselas. Un gran espacio está dedicado igualmente a una respuesta a Claude Montefiore, Presidente del Movimiento Liberal judío en Inglaterra y Presidente de la Asociación Anglojudía. Figura también una respuesta a una declaración del Comité ejecutivo de la Asociación de Rabinos de Alemania y firmada por los Rabinos de Berlín, Francfort, Berslau, Halberstadt y Munich, que discute las «nociones erróneas» sobre los principios del judaísmo y los objetivos de sus creyentes». Esta respuesta figura, en parte, en la convocatoria del primer Congreso sionista y en su orden del día. Hay, finalmente, comentarios sobre la oposición de la Comunidad Religiosa Judía de Munich a la convocatoria del Primer Congreso Sionista, lo que obligó a los organizadores a cambiar el lugar donde iba a celebrarse el Congreso, dejando Munich por Basilea[4].

Rufus Learsi resume la primera reacción de las organiza­ciones judías europeas al mensaje de Herzl: «Las importantes organizaciones judías de Europa Occidental —la Alianza Is­raelita Universal de Francia, su rama austríaca, la Israelitische Allianz, la Asociación para la Colonización judía de Londres— se opusieron... Los Macabeos, una sociedad de intelectuales judíos de Londres, escucharon a Herzl cortésmente, pero con frialdad». Mientras que ciertos Rabinos ortodoxos manifes­taban su oposición, «los que se oponían con mayor ardor eran rabinos reformados todos ellos». Los judíos, afirmaban, no son una nación y no deben tratar de serlo[5].

Es oposición al sionismo político y a su nacionalismo se fundaba en lo esencial de la tradición judía.

«El exilio en Babilonia (en el siglo vi antes de nuestra era) hace época, no solamente en la historia de los judíos, sino en la de la civilización... Una gran comunidad disociaba el culto de su Dios del sol ancestral... Era el punto de partida de una con­cepción de la fraternidad humana, y la ruptura con el prejuicio que transforma el amor de su pueblo y de su país en odio a todos los demás. Por fin se establecía este principio: Dios no está en un lugar particular de la tierra, sino en todos los países, y todos los pueblos son iguales ante El»[6].

Una minoría de los desterrados regresó a Palestina, para crear allí, bajo la tutela del rey de los persas, una sociedad cerrada, a la que Esdrás y Nehemías impusieron la segregación racial y una teocracia clerical.

La mayoría, que permanecía en Babilonia, considera en adelante el Libro como su patria. Ellos eran «las gentes del Libro». Allí, la religión judía creará el primer Talmud, y surgirán los grandes exégetas, como el rabí Hillel.

En Palestina, como hemos visto, después del movimiento de resistencia en pro de la libertad religiosa contra la invasión del helenismo, de Matatías Hashmonai y de su hijo Judas Macabeo, la dinastía surgida de su movimiento de resistencia religioso, la de los hasmoneos, degenera rápidamente en un nacionalismo tiránico y sectario, que agonizará con la conquista romana.

Otros dos ramalazos del nacionalismo, con las insurrec­ciones celotes, de 70 y de 135 después de J. C, condujeron a Palestina al desastre, y pusieron fin a la dominación de los saduceos, así como al nacionalismo de los celotes. La dirección espiritual de la Sinagoga queda exclusivamente en manos de los fariseos.

El precursor de este cambio radical del nacionalismo hebreo en religión judaica, sin vínculo con una nación, fue el rabí Yohanan ben Zakkai, que, en 70 (d. de J.C.), durante la primera insurrección celóte, se hizo transportar clandestina­mente, mientras tenía lugar el sitio de Jerusalén, al campamen­to de los romanos, donde obtuvo del Emperador la autorización para fundar una Academia judía en Yabné (cerca de la actual ciudad de Jaffa). En 80, el rabí Gamaliel fue reconocido por los romanos como patriarca de la comunidad espiritual de los judíos.

El judaísmo ya no se identificaba con un pueblo o con una tierra. Su irradiación, como fuerza espiritual, se incrementó. Como escribía el rabí babilonio Eleazar ben Pedat, en el siglo III (d. de J.C): «El santo, bendito sea, no ha desterrado a Israel en medio de las naciones sino con el propósito de conseguir conversos. Desde el día en que el Templo fue destruido, de­sapareció un muro de hierro entre Israel y su Padre que está en los cielos»[7].

La irradiación de la fe judía, cuando el judaísmo no es confinado a los límites de una nación, fue tal que el proselitis-mo judío conoció su apogeo: cuando el patriarcado judío fue abolido por Teodosio II, en 425, para poner coto a este proseli-tismo, el Imperio romano contaba millones de judíos. En oca­sión del censo de los subditos judíos del Imperio romano, ordenado por el emperador romano Claudio, en 43 (d. de Jesu­cristo), y cuyo resultado registró el escritor sirio Bar el Hebreo, ya fueron inscritos 6.944.000 judíos. En su monumental Historia de Israel, S. W. Barón estima la cifra total en 8 mi­llones, de los cuales dos millones en Siria y Palestina, dos en Babilonia y cuatro en el resto de este Imperio, de 60 a 70 millo­nes de habitantes, de tal suerte que, de cada diez súbditos de Roma, uno era judío.

El centro de la irradiación de la fe judía, en su apogeo, desde el siglo VII a] siglo XI, fue Babilonia, luego Bagdad (a partir del siglo IX), en tiempos de los califas musulmanes: «El Exilarca», virrey de los judíos, «ocupaba un lugar en la Corte de los Califas y tenía precedencia sobre los dignatarios cristia­nos: era instalado en sus funciones por el Califa en persona; él nombraba a los dignatarios judíos del Imperio»[8].

Este período de esplendor de la fe judía, bajo el Califato árabe, llamado época de los «gahous» (hebreos «por excelen­cia»), fue ilustrada por judíos de Babilonia (el actual Irak) y también por el sabio judío egipcio, el rabí Saadyah ben Joseph el Fayoumi (882-942), tan cierto es que la historia de Palestina no puede ser separada del conjunto del Creciente Fértil y de sus dos polos: Mesopotamia y Egipto. La lengua de Saadyah, como la de todos los judíos de la época, era el árabe. Por eso tradujo la Biblia al árabe.

El declinar de la cultura judía siguió el destino del Imperio árabe en el cual había florecido: su apogeo fue roto por la do­minación, en Bagdad, de los turcos seldjúcidas (1055), y por la invasión de los Cruzados en Jerusalén (1099).

El centro de irradiación del judaísmo fue en adelante la España del Califato musulmán.

Los «príncipes» de la Comunidad judía fueron allí, entre otros, Hasdai ibn Saprout, ministro del Califa de Córdoba, o Samuel Hannaguid, ministro del Sultán de Granada. Filósofos, teólogos y poetas, como Salomón ibn Gabirol (1020-1050), Judah Halévy (1085-1141), y sobre todo Moisés Maimónides (1135-1204) florecieron en lo que André Chouraqui llama «las horas de oro» del judaísmo en la España musulmana, donde «la simbiosis judeo-árabe logró sus más bellos frutos»[9].

En Córdoba nació y se formó el más ilustre de los filósofos judíos. Tras haber huido de la España dominada por los purita­nos almohades, se convertiría, en El Cairo, en el médico y amigo de Salah ed din (Saladino), que expulsó a los Cruzados de Jerusalén y, con la ayuda de su amigo Maimónides, abrió de nuevo las sinagogas. Maimónides, que dio, en su «Guía de des­carriados», suma teológica del judaísmo escrita en árabe, la formulación más rigurosa y más bella de los principios de la fe judía, sabía preservar la fe de sus tentaciones políticas: «La Ley», decía, «no puede ser utilizada como corona o como espada».

Después de haber aportado, en todos los campos, una rica contribución al desarrollo de la civilización árabe en su apogeo, los grandes creadores inspirados por la fe judía aportaron tam­bién, en todos los terrenos, una rica contribución al desarrollo de la civilización occidental, desde Spinoza a Kafka y a Einstein.

Los judíos que deseaban permanecer fieles a la vocación universal de su fe, y que luchaban a finales del siglo XIX para terminar, en cualquier país, con las antiguas discriminaciones, no podían, por tanto, ver en el sionismo político sino una traición de su ideal y de su más alta tradición.


 

[1] Confederación Central de los rabinos americanos. Yearbook. V. II, 1897, p. 12. El rabino Wise había creado, en 1876, «La Unión de las comu­nidades hebreas de América», y el «Colegio de la Unión Hebraica». Sobre su biografía, véase: Irael Knox Rabbin in America: The Story of Isaac W. Wise. Ed. Little, Brown and Co., Boston, 1957

[2] Más adelante hablaremos de la responsabilidad de los dirigentes sionistas en las matanzas de judíos perpetradas por los nazis

[3] Subrayado del autor

[4] La edición original, en alemán, Zionistische Schriften, fue publi­cada por León Kellner (dos volúmenes, Berlín, 1905). Las referencias, relati­vas a las polémicas arriba mencionadas, figuran en la edición inglesa, pági­nas 62-70; 89-97; 119-124; 148 y 232-239

[5] Rufus Learsi, Israel: A History of the Jewish People, Cleveland. World Publishíngs Co., 1966, pp. 521-522

[6] Luis Finkelstein, The Pharisees. Jewish Publication Society of Ame­rica, Filadelfia, 1946, t. II, p. 443

[7] Citado por André Chouraqui, Historia del Judaísmo (Op. Cit., pag. 25)

[8] André Chouraqui, Historia del Judaísmo, op. cit., p. 54

[9] Op. cit.. p. 61