PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

SEGUNDA PARTE: Historia de un mito

 

        II.   DEL JUDAÍSMO AL NACIONALISMO SIONISTA

2)  Nacionalismo europeo y nacionalismo sionista

            a)  El mito de la raza

El concepto de «raza» es una invención del siglo xix euro­peo, pasando arbitrariamente, para justificar la hegemonía colonial de Occidente, de la distinción entre grupos lingüísticos a la idea de diferencia biológica, y sobre todo de jerarquía entre las grandes etnias humanas.

Según las tesis del Conde de Gobineau, en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855), las razas, al mezclarse, degeneran.

En el Génesis (9, 18-19), se dice que «toda la tierra fue poblada» a partir de los tres hijos de Noé: Sem, Cam y Jafet.

La Edad Media feudal reconoció en Cam el antepasado de los siervos, en Jafet al de los señores, y en Cam al de los sacerdotes[1]. Gobineau, valiéndose de esta concepción arcaica de la jerarquía de las razas, escribe una auténtica epopeya román­tica de los arios, la más noble de las razas, surgida del Asia central, y perdiéndose, en el curso de sus migraciones, en las oleadas impuras de los negros y de los amarillos, condenándo­se así a la decadencia por el determinismo de la sangre.

La humanidad, según Gobineau, está dividida, por tanto, en tres razas. En el punto más bajo de la escala, la raza negra, predestinada a la servidumbre; después la raza amarilla, apenas superior, y, en la cumbre, la raza superior, la raza blanca, dotada de las más altas virtudes humanas: la acción pensada, el sentido del orden, la inteligencia.

En consecuencia, según Gobineau, «toda civilización es el producto de la raza blanca, ninguna civilización podría existir sin la ayuda de esta raza...[2]. «Al proclamar la superioridad fundamental y eterna de la raza blanca sobre las otras, y al pretender que las razas de color no tienen capacidad de evolu­cionar, da un "fundamento" al antagonismo racial y a la domi­nación racial. Marx calificó a Gobineau de "caballero de la barbarie". Marx subraya también que, a través de sus inven­ciones racistas, Gobineau se esforzaba por demostrar que "los representantes" de "la raza blanca" son semejantes a dioses entre los otros pueblos, y que naturalmente las familias "nobles" en el seno de la "raza blanca" son a su vez la uténtica crema de los elegidos»[3].

Antes de que se desarrollase este mito trágico, especial­mente a través de las interpretaciones delirantes de Gobineau, la idea más próxima a la de raza era la concepción tribal de la comunidad de la sangre «justificada», en todas las civilizacio­nes, por la proyección mítica de un antepasado común, héroe «epónimo» de la tribu, y de genealogías legendarias que se da tanto en los pieles rojas americanos, o en la Eneida, como en el Antiguo Testamento. Mas no se trata de «raza», en el sentido adquirido por esta palabra en la Europa del siglo xix, es decir, de algunos grandes grupos humanos, sino de descendientes de un mismo linaje en pequeñas comunidades tribales o en ciertas capas sociales. En la lengua francesa del siglo xvi, se considera, por ejemplo, que una dinastía real constituye una «raza», y, en el siglo XVIII, se opone la nobleza «de raza» a la de nuevo cuño y no de «cuna».

Sería solamente en el siglo XVIII, con Buffon, por ejemplo, cuando se planteó un modelo original de humanidad, el de la raza blanca, que «degeneraba» a medida que se alejaba de la zona templada. Después, en nombre de un «evolucionismo» muy etnocéntrico, cuyo pivote es, como siempre, Europa, se considera «primitivos» a los no occidentales, coartada funda­mental para «justificar» las conquistas coloniales mediante la misión del hombre blanco de aportar el «progreso». La noción actual de «subdesarrollo» perpetúa esta visión jerárquica según la cual la trayectoria ejemplar de la humanidad es la de Occi­dente: un pueblo está más o menos «desarrollado» según se aproxime más o menos a este ideal. Lévy-Strauss, en Raza y religión, ha denunciado enérgicamente este etnocentrismo, de­mostrando hasta qué extremo era empobrecedor, porque excluía el diálogo de las culturas: «La única tara que puede afligir a un grupo humano e impedirle realizar plenamente su naturaleza, es la de estar solo» (p. 37).

La seudoteoría de la raza siempre ha servido de justifica­ción para las dominaciones y las violencias. El ejemplo culmi­nante es el del nazismo. Hitler, en Mein Kampf, acusa a los judíos de «querer destruir, por la bastardía resultante del mestizaje, a esta raza blanca a la que odian». «El judío», añade, «envenena la sangre de los demás, pero preserva la suya».

El racismo carece de todo fundamento científico. Desde el punto de vista biológico, la vieja teoría del «indicador cranea­no» para distinguir a los «dolicocéfalos» de los «braquicéfa-los», se ha revelado impracticable. La genética moderna, según la cual ciertos «genes» ordenan las propiedades serológicas de la sangre, ha demostrado la inanidad del concepto biológico de raza.

El especialista más eminente en la materia, el profesor Jean Bernard, destruyendo un «mito de la sangre», que postula la desigualdad de las sangres y el valor desigual de las sangres de hombres diferentes, escribe: «Es admitida, postulada, una relación entre el valor de la sangre de una parte, y de otra parte

el valor del hombre, su inteligencia, su fuerza, su valor, sus virtudes físicas y morales. Este tema es muy antiguo. Gozó de gran favor en el siglo XIX, favor que se extendería al siglo XX, desde Galton, cercano a Darwin, a Hitler, pasando por Vacher de Lapouge y Gobineau. Recientemente todavía inspira ciertas tendencias de las nuevas sociobiologías. Todo a lo largo de esta peligrosa historia, características de la sangre y cualidades de la inteligencia no cesan de entrelazarse, acentuando tan pronto las unas como las otras.

«Estas afirmaciones falaces y peligrosas no se basan en nada»[4].

Las leyes hitlerianas de Nuremberg tenían como objeto «proteger la sangre alemana» acosando a la sangre judía. Su aplicación tropieza con el mismo falso problema que es, hoy día, el del Estado de Israel con su «Ley de retorno»: ¿quién es judío? Porque no existe más «raza judía» que «raza aria».

En el origen, como hemos visto, los hebreos fueron tribus semíticas entre otras varias, que en calidad de nómadas iban desde la Península arábiga a Mesopotamia, a Siria, a Palestina, a Egipto.

Los relatos bíblicos llevan la marca de aquella comunidad original y de aquella mezcla de gentes:

Abraham no es el único que no es hebreo, sino arameo (Deuteronomio 26, 5); Ezequiel dice de Jerusalén: «Por tus orígenes y por tu nacimiento, tú eres de la tierra de Canaán: tu padre era el amorreo, y tu madre una hitita» (16, 3).

Lo que es característico, en el sionismo político actual y en su utilización política del judaísmo, es que eligiese para este uso, en la tradición judía, lo que es a la vez lo más arcaico (tribal) y lo más destructivo (el exclusivismo).

El rechazo sionista de «la asimilación» se apoya en la escala de valores establecida por la casta sacerdotal que encierra a la historia judía en este esquema: la Edad de Oro es la del aisla­miento tribal, considerado como pureza; la decadencia es la apertura a todo lo demás, el diálogo para la fecundación recíproca, «la asimilación» de todo cuanto existe de más noble en los otros. Esto es renegar del mensaje más profundo del Creciente Fértil: aquel del que el más grande pensador judío del siglo xix, Martin Buber, será magnífico portador[5].

Al instalarse en Canaán, los hebreos, según el propio testimonio de la Biblia, como hemos recordado anteriormente, se mezclaron, mediante la sangre y la cultura, con las pobla­ciones locales; cuando Esdrás y Nehemías promulgaron las pri­meras leyes para la protección de la sangre, hacía ya más de cinco siglos que duraba aquel mestizaje. Nehemías precisa (13, 23-25): «Vi judíos que habían tomado mujeres de Azoto, de Ammón y de Moab, la mitad de cuyos hijos hablaban azoteo».

Que los matrimonios mixtos continuaron siendo numero­sos en la «diáspora» es indudable, como lo demuestran los esfuerzos de los Concilios para ponerles coto: prohibición por parte del Concilio de Toledo en 589; por el Concilio de Roma en 743; por los dos Concilios de Letrán, en 1123 y 1139).

Es cierto que la política de los «ghettos» frenó este movimiento, pero en cuanto cayeron sus muros, en Europa Occidental el índice de matrimonios mixtos no cesó de elevarse. En Alemania, entre 1921 y 1925, de cada 100 matrimonios concernientes a judíos, 42 eran matrimonios mixtos[6].

En 1926, en Berlín, se celebraron 861 matrimonios entre judíos, y 554 matrimonios mixtos.

En los Estados Unidos, el Times Magazine del 10 de marzo de 1975 confirma que los judíos americanos «tienden a casarse fuera de su comunidad: casi una tercera parte de los matrimonios son mixtos[7].

Aparte de los matrimonios mixtos —y con frecuencia, por otro lado, en conexión con éstos—, la mezcla se ha producido por vía de conversión.

Ya durante el cautiverio de Babilonia, cuando el rey de Persia, Asuero, concedió grandes poderes al jefe de la Co­munidad judía, Mardoqueo, «muchos, entre las gentes del país, se hicieron judíos porque el temor a los judíos había hecho presa en ellos»[8]. Según el testimonio del historiador judío Flavio Josefo, los judíos, al otro lado del Eufrates, eran «miríadas infinitas cuyo número no podía ser determinado».

Resultaba difícil imaginar que las decenas de millares de notables deportados, un buen número de los cuales había regresado a Palestina después de la gracia concedida por Ciro, pudiesen haber engendrado una comunidad tan ingente, salvo por un gran número de conversiones. El rey de Abiadena, al norte de la antigua Asina, se convirtió al judaísmo, y fue imitado por un gran número de sus súbditos.

La dinastía asmonea, de 135 a 63 antes de nuestra era, en el curso de sus conquistas, impuso la conversión a los pueblos vencidos, en particular a los edomitas (o idumeos), que entraron en la familia judía por la fe. Demostraron ser tan fieles que dieron a Israel un último gran rey y desempeñaron un papel de primer plano en la guerra contra los romanos.

Durante los tres primeros siglos del cristianismo, antes de que en Nicea la Iglesia se convirtiera en perseguidora de los judíos como «heréticos», el proselitismo judío alcanzó grandes éxitos. Filón el judío escribía: «Nuestras costumbres atrajeron y convirtieron a los barbaron y los helenos, el continente y las islas, el Oriente y el Occidente, Europa y Asia, la tierra entera desde el uno al otro confín»[9]. La ciudad de Alejandría, en Egipto, contaba 200.000 judíos.

Esto es lo que confirma el empadronamiento de los judíos organizado por el Emperador Claudio (en 43 d. de J. C), demostrando que, en el Imperio romano, más del 10 por 100 de los súbditos eran judíos.

Este movimiento de conversión proseguía en las regiones que escapaban al control de la Iglesia romana: a principios del siglo VI, el rey del Yemen, Dhu Nuwas, y una gran parte de la población árabe, eran convertidos al judaísmo.

En el siglo vn, el pueblo de los khazars, de origen turco, ruso y magiar, constituía un gran reino en el territorio de la Ucrania actual. Alrededor de 740, el rey de los khazars, Bulan, que pretendía no depender de los bizantinos cristianos ni de los persas musulmanes, se convirtió al judaísmo, y arrastró con él a gran parte de su pueblo. Aproximadamente un tercio, si hemos de juzgar por la composición del Tribunal supremo del reino, donde tenían escaños dos judíos, dos cristianos, dos musulma­nes y un gentil.

Entre los siglos xi-xiii, este reino se desmoronó bajo los asaltos de los rusos y de los bizantinos, y sobre todo de los mogoles de Gengis Khan. Los khazars se vieron rechazados así hacia Polonia, Hungría y Transilvania, donde, con correli­gionarios procedentes de Alemania y de los Balcanes, formaron las grandes comunidades judías de Europa Central y Oriental.

La conclusión es simple. Rafael Patai comienza el artícu­lo Judíos de la Enciclopedia Británica con esta sentencia lapidaria: «Los descubrimientos de la antropología física demuestran que, contrariamente a la opinión del vulgo, no existe una raza judía»[10].

Resumiendo las investigaciones sobre los tipos sanguíneos, indica: «Los grupos judíos presentan diferencias considerables entre ellos y similitudes asombrosas con los de los no judíos del mismo país». Refiriéndose a la escala bioquímica de Hirszfeld, observa que en los dos extremos de la escala, los índices entre un judío alemán y un alemán no judío, marcan una diferencia mínima: 2,74 para los unos, 2,63 para los otros, lo mismo que entre un judío de Turquía y un turco no judío 0,97 para los unos y 0,99 para los otros. El índice varía, pues, entre 2 y 4 entre los judíos y sus compatriotas de sus respectivos países en tanto que difiere en casi un 300 por 100 entre judíos de países diversos. De una manera general, la estructura sanguínea es poco más o menos idéntica entre judíos y no judíos de un mis­mo país: 1,54 para los judíos rumanos, 1,53 para los no judíos. En Marruecos, 1,63 cualquiera que sea la comunidad[11].

Sería ocioso detenerse en una demostración semejante si los sionistas no hubiesen fundado el mito del «retorno» en el mito de la continuidad racial e histórica entre los hebreos bíblicos y los judíos actuales, y tratando de hacer creer que todo judío, en cualquier lugar del mundo donde se encuentre, cuando acude a Israel, «regresa a la tierra de sus antepasados», mientras que en realidad, mediante el juego de las conversiones y de los matrimonios mixtos en el curso de los siglos, en lo que concierne al 99 por 100 por lo menos de los judíos actuales, ningún antepasado suyo ha puesto jamás los pies en Palestina..

Máximo concluye serenamente: «Es muy probable y la antropología tiende a demostrarlo, que habitantes llamados árabes de Palestina (en su mayoría, por otro parte, arabizados) tengan mucha más sangre de los antiguos hebreos que la mayoría de los judíos de la diáspora cuyo exclusivismo religioso no impedía en absoluto la absorción de los conversos de orígenes diversos»[12].

Así se viene abajo el mito del «retorno». Los dirigentes sionistas israelíes han recurrido a esta mitología para tapar su invasión colonial bajo la máscara de «retorno» de judíos que, en su inmensa mayoría, no posee ningún antepasado oriundo de este país. El balance más claro de esta mixtificación ha sido formulada por Thomas Kierman: Los sionistas eran europeos. No existe absolutamente ningún vínculo biológico o antro­pológicos entre los antepasados de los judíos de Europa y las antiguas tribus de los hebreos»[13].


 

[1] León Poliakov, en su libro El mito griego, 1971, subraya que, según la tradición hebraica (o más exactamente, rabínica), aunque no haga explíci­tamente referencia a la «raza», la barrera que debía separar al pueblo elegido de las naciones estaba destinada a perpetuar su función de «pueblo sacerdote”

[2] Conde A. de Gobineau. Introducción al ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, París, 1963, p. 376

[3] Carlos Marx, Obras, vol. XXXII. P. 546

[4] Jean Bernard, La sangre y la historia, Ed. Buchet-Castel, París, 1983, página 17

[5] Martin Buber, Je et tu, Ed. Aubier-Montaigue, París, 1969

[6] J. Comas, The race question in modern science (Unesco, París, p. 31). Véase también: Arthur Koestler: The Thirteenth Tribe. Ed. Huchinson Londres, 1975, p. 188

[7] Sobre los matrimonios mixtos en los Estados Unidos, un estudio de síntesis efectuado por Eric Rosenthal en American Jewish Yearbook de 1963.

[8] Flavio Josefo, Historia antigua de los judíos. Ed. Lidis, 1981, p. 357

[9] Bemard Lazare, El antisemitismo. París, 1982, p. 27

[10] Encyclopaedia Britannica. vol., XII, p. 1.054

[11] Rafael Patai. lbídem

[12] Máximo Robinson: Israel, hecho colonial. Ensayo reproducido en el libro: Pueblo judío o problema judío. Ed. Maspéro, París, 1981. p. 218

[13] Thomas Kierman: TheArabs. Ed. Little, Brown and Co, Boston, 1975, página 253