PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

SEGUNDA PARTE: Historia de un mito

 

        II.   DEL JUDAÍSMO AL NACIONALISMO SIONISTA

2)  Nacionalismo europeo y nacionalismo sionista

Ya con el rabí Livia ben Belayel, de Praga (1550-1609), en la época del desmembramiento de la cristiandad y del nacimiento de las «naciones», se había esbozado el primer intento de reinterpretar el destino judío en términos occidentales: el judaísmo ya no es definido como una religión, sino como un «pueblo». Europa, a partir del Renacimiento, no concibe otra forma de organización social que la de la «nación» y del «Esta­do». Para el rabí Livia ben Belayel, la tarea primordial de los judíos es la de constituirse en «nación», y crear un Estado, con su territorio propio.

El nacionalismo judío, en el momento mismo en que Spinoza abría el judaísmo a lo universal, reapareció con un irrisorio «mesías» de Esmirna, Sabbetai Levi (1627-1676): Desde Marruecos a Dinamarca, desde Turquía a Francia, el entusiasmo era general. La pequeña comunidad judía del Condado Venaissin se preparó para partir al Reino de Judá, en la primavera de 1966; y Bossuet ni siquiera se dignó mencionar el acontecimiento[1] (11).

Sabbetai Levi, detenido primero a su llegada a los Darda-nelos, recibió luego una pensión del Sultán y se convirtió al Islam. El movimiento mesiánico y nacionalista desencadenado por él no cesó con su apostasía. Más de un siglo después de su muerte, un judío de Podolía, Jacobo Frank (fallecido en 1791) se hizo pasar por la reencarnación de Sabbetai Zevi y consi­guió adeptos en toda Europa. Excomulgado por una conferencia rabínica, se declaró convertido al cristianismo.

Aparte de estos impostores que, periódicamente, movilizaron a multitudes presentándose como los «mesías» de una res­tauración «nacional», la tradición principal del judaísmo mantenía la significación espiritual de la fe judía, considerada como testimonio, en todas las naciones, del anuncio del Reino de Dios.

Pero, en Europa, desde comienzos del siglo XIX, todas las corrientes de pensamiento, e incluso las de la más alta espiri­tualidad judía, fueron desviadas por este nacionalismo. Así ocurrió, por ejemplo, con el movimiento místico judío, el «hassidismo»[2]. De su fundador, Israel ben Eliezer (1700-1760), llamado el Baal Shem Tov, Martin Buber escribe que con él «reapareció» la imagen maravilloso del «loco de Dios», que nos dieron a conocer las leyendas de la China budista, de los sufies y de los discípulos de San Francisco de Asís»[3].

Esta gran visión universalista se transformó, con el nieto de Baal Shem Tov, el rabí Nahman de Breslau (1771-1810), en un mesianismo que vinculaba la mística de la tierra con una colo­nización de Palestina.

No es ésta, empero, la corriente más característica de la evolución hacia el nacionalismo judío.

El sionismo político se caracteriza por el hecho de que no define el judaísmo como una religión, sino ante todo como una nacionalidad.

Esta laicización del judaísmo, en ruptura con la tradición religiosa, se funda en un elemento capital tomado de otra tradi­ción, la del nacionalismo occidental del siglo XIX, el «siglo de las nacionalidades».

El sionismo político tiende así a crear un tipo de comuni­dad radicalmente distinto de la comunidad religiosa judía, para imitar la concepción occidental de la nación y del Estado.

El Estado judío, en efecto, está calcado del modelo de los Estados europeos de los «Goim» (no judíos), basando su actividad (militarista, por ejemplo) en un nacionalismo copiado del chauvinismo del siglo XIX europeo.

Esta imitación es perfectamente consciente y delibera­damente escogida.

El primer «modelo» en el cual se inspiraron los intelectuales y hombres de negocios judíos de Europa Oriental, de Polonia y de Rusia, fue el del «paneslavismo» de los años 60 a 70, doctrina racista fundada en el mito de dos tipos humanos irreconciliables: el «germano» y el «eslavo».

El rabí Yehuda Alkalai (1789-1878), nacido en Sarajevo, y que ocupó una posición religiosa eminente en Servia, inspi­rándose en las luchas nacionales de los pueblos balcánicos contra la dominación turca, veía en la colonización de Palestina la clave de la «redención» judía. El rabí Zvi Krish Kalisba (1795-1874) exhorta a los judíos a imitara los naciona­listas europeos: «Penetrémonos de los ejemplos de los italianos, de los polacos y de los húgaros»[4].

En Alemania, donde predominaba el ambiente nacionalis­ta, el precursor de este nacionalismo fue Moisés Hess (1812-1875). Después de su ruptura con Marx y Engels, bosquejó una filosofía judía de la historia, mezcla de ideas hegelianas y nacionalistas, en su libro Roma y Jerusalén (1862), en el que sugería un paralelo entre las reivindicaciones del nacionalismo italiano sobre Roma y las del nacionalismo judío sobre Jeru­salén.

Como todos los nacionalistas europeos, en cuya ideología romántica de la nación se inspiraban, si bien detestando su antisemitismo, los nacionalistas judíos, precursores del sionis­mo político, trataron de fundar su nacionalismo en una mística de la raza y de la tierra.

Un ejemplo característico es el de Ahad Ha-am (1856-1927) que, en su ensayo titulado «El judaísmo y Nietzsche», aunque rechazando el racismo «ario» de Nietzsche, exaltaba, igual que él, al «superhombre». Considera, como Nietzsche, que «el pro­pósito moral más elevado no es el progreso de toda la humani­dad, sino la realización de un género humano más perfecto (¡!) entre los elegidos»[5].

«He aquí la idea fundamental de la doctrina de la trans­formación de los valores, tal como la recibimos de fuente alemana»[6].

Para él, los «elegidos» no son los arios, como en Nietzsche,

sino los hebreos.

«Si reconocemos que el propósito de toda existencia es la aparición de un superhombre, entonces una parte esencial de este propósito es la aparición de una supernación. Semejante nación debería de existir, una nación que por su carácter inte­lectual sea más capaz que las otras naciones, más propensa a promover una enseñanza moral y un estilo de vida completo, fundados en normas morales más elevadas que todas las demás»[7].

Ahad Ha'am, en la prolongación del «darwinismo social» del siglo xix, precisa: «Todo el mundo sabe naturalmente que existen diferentes grados en la escala de la creación: la apari­ción de la materia orgánica, las plantas, el reino animal, luego los seres dotados de la palabra, y, por encima de todo, los judíos»[8].

Max Nordau, el compañero más adicto de Teodoro Herzl, proclamaba a su vez: «Los judíos tienen un espíritu de empresa más desarrollado y facultades más grandes que el europeo medio, sin hablar de todos esos asiáticos y africanos»[9].

Este mimetismo con respecto a los nacionalismos y a los ra­cismos de Europa, con una coloración «hebraica», se expresa aún más crudamente con Bardychewski que proclama: «Israel precede a la Torah»[10]. Esta transmutación del judaísmo, de religión en nacionalismo, se acompaña de una exaltación del militarismo y de la violencia, como en el «pangermanismo»: «Existe un tiempo para los hombres y las naciones que viven por la espada, por su poder y la fuerza de sus brazos, por su tenacidad vital. Ese tiempo es el de la violencia, de cuanto la vida encierra de más esencial... La espada es la materializa­ción de la vida en lo que ésta contiene de más audaz, en su realidad esencial y concreta»[11].

Se comprendería mal la política de Israel en Palestina sin sacar así a la luz la ascendencia «espiritual» del sionismo a la cual recurre.

El romanticismo del siglo XIX lleva al cenit esta corriente literaria, desde las Hebrews melodies de Lord Byron, para cul­minar, en 1874, con la novela de Jorge Eliot titulada Daniel Deronda, auténtica «suma» del sionismo no judío, orquestación romántica de los temas de la raza, de la religión, de la tradición, de la nostalgia del pasado, para conducir al tema del «retorno», siendo considerada la presencia de los judíos en Palestina como una necesidad de la historia.

Como todos los nacionalismos, el nacionalismo judío se basa en una mitología. Ya se trate del nacionalismo eslavo, alemán, francés, italiano o de cualquiera otro, se trata siempre de hallar unas «fuentes», un origen común, para justificar una política: comunidad de sangre, de epopeya histórica, de víncu­lo carnal con una tierra:

El nacionalismo sionista, como todos los demás, ha recurri­do a esta mitología:

mito de la raza;

mito de la tierra;

a lo que se suma, en el caso particular del sionismo, un mito «bíblico».

Todo esto para responder al problema lancinante de la identidad judía: desde el momento en que ser judío ya no signi­fica ser de religión judía, ¿qué es un judío?


 

[1] André Chouraqui, Historia de Israel, op. cit

[2] Véase el libro clásico de Gershom G. Scholem, Las grandes corrientes de la mística judia. Ed. Payot, París, 1968

[3] Martin Buber, les récits hassidiques. 1949; traducción francesa de las Editions du Rocher, París, 1978, p. 27

[4] Arthur Hertzberg: The Zionisl Idea: A Histórica! Analysis, Nueva York: Atheneum, 1973, pp. 103-114

[5] Ahad Ha-Am, Essays, Letters, Mémoirs. traducción inglesa de León Simón, Londres, East & West Library, 1946, pp. 76-82.

[6] Ahab Ha-Am, Au carrefour. Librairie Lipschutz, París, 1938 (prólo­go de Nahum Goldmann, p. 158)

[7] In: «Fuentes del pensamiento judío contemporáneo (Jerusalén, 1970), página 42; «Au Carrefour», op. cit., p. 165

[8] Ibidem, p. 49

[9] Max Nordau lo his people, Nueva York, 1941, p. 73

[10] Citado por Hertzberg, op. cil.. p. 294

[11] Hertzberg, op. cit.. p. 295