PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    I.   La civilización cananea

 

2)  La formación

 

La civilización cananea —como por otra parte todas las grandes civilizaciones de la historia— nació de una mezcla de numerosas etnias que, en el transcurso de los siglos convergie­ron hacia el Creciente Fértil; algunas de las cuales, sin duda alguna, llegaron hasta su extremo occidental, Canaán, para ins­talarse allí.

No obstante, podemos hablar de una Civilización Cananea puesto que, a través de la diversidad de las aportaciones étnicas, se expresa la continuidad de un mismo desarrollo enriquecido precisamente por estas aportaciones ya sean semi­tas con, entre otras, las amorreas, las arameas, las hebreas, las nabateas, o indo-arias, con los hurritas, o procedentes de Creta y del Mediterráneo, como los filisteos.

«El inicio de la (una i versal) Edad de bronce (3100 a. de J. C.)», escribe el padre De Vaux[1], «significaría la primera instalación de los semitas en Palestina. Ya se les puede llamar cananeos, si­guiendo la costumbre d ela Biblia, que da este nombre a los habi­tantes semitas de Palestina antes de la llegada de los israelitas; mas hay que tener en cuenta que este nombre es convencional: Canaán no aparece mencionada en los textos antes del segundo milenio».

Durante el período que los arqueólogos llaman la «antigua Edad del bronce» (3100-2200), Palestina estaba en la zona de influencia de los Imperios mesopotámicos, ya se tratase del de Lugalzaggisi, que se hacía llamar «el rey del mundo», de Sargón de Akad de Naram-Sin, o, en el siglo xx, de Ham­murabi.

Palestina era a la sazón un país floreciente que un texto sin­gular —la novela de un príncipe egipcio emigrado, Sinouhit, hacia el año 2000— describe con glotonería: «Había higos y uvas, y el vino era allí más abundante que el agua. Había miel en cantidad, abundancia de olivos, y toda clase de frutos crecían en los árboles» [2].

Era la época en que, a raíz de la invasión hitita procedente de Anatolia, Babilonia iba a ser conquistada en 1926, y en que nómadas oriundos de Asia Central, los kasitas, se apoderarían de Babilonia entera. Palestina ya no dependía de Mesopotamia, ni tampoco de Egipto, aunque éste ejerciera ya su influencia.

La prosperidad agrícola, evocada por Sinouhit, demuestra que la población estaba constituida por agricultores y ganade­ros sedentarios, y también por mercaderes, puesto que en las excavaciones arqueológicas se han descubierto utensilios y armas de bronce en los que el cobre procedía de Anatolia.

La característica de esta época es la existencia de fortalezas poderosas pero exiguas (Gézer, entre las más grandes, sólo tiene un perímetro de 1.200 metros, y Jericó de 778 metros), que constituían más verosímilmente una reserva de alimentos y un refugio en caso de ataque antes que un habitat permanente. El abastecimiento de agua estaba asegurado por medio de canalizaciones hidráulicas subterráneas (a unos 30 metros de profundidad de Gézer, con una longitud de 70 metros para captar la fuente más próxima).

La civilización cananea era entonces lo bastante fuerte para absorber e integrar a inmigrantes tales como los que llegaron hacia 2600, de Transcaucasia, como lo atestiguan las cerámicas de nuevo cuño de Khirbet Kerak. Los mencionados inmigran­tes fueron rápidamente asimilados.

Por el contrario, la situación cambió cuando todo el Cre­ciente Fértil se vio afectado, desde Mesopotamia a Egipto, por múltiples invasiones que se prolongaron varios siglos.

La oleada más poderosa fue la de los amorreos que, proce­dentes del desierto sirio, se enfrentaban incluso a las mayores potencias. Por su causa, el penúltimo rey de la tercera dinastía de Ur, Shu-Sin (2048-2039) había hecho construir una línea de defensa; una carta dirigida a su sucesor, Ibbi Sin (2039-2015), comunica que «los amorreos (Mar-tu), en su totalidad, han penetrado en el interior del país, tomando las grandes fortale­zas una tras otra».

Los textos de la época dejan traslucir este terror ante gentes que no conocían el trigo, las casas, ni las ciudades. El «mito de las bodas de Amurru» (dios que da su nombre a los amorreos), nos describe a ese «hombre que desentierra las trufas al pie de las montañas, que no sabe doblar las rodillas (para cultivar la tierra), que come carne cruda, que nunca tiene una casa en vida, y que no es sepultado cuando muere».

La angustia no es menor en el extremo opuesto del Crecien­te Fértil, en Egipto. El faraón Ammenemes I (1991-1962) manda construir una línea de fortalezas: «El muro del prínci­pe», del que habla la novela de Sinouhit.

Otro faraón, en sus «instrucciones para Merikaré», su hijo, lo pone en guardia contra «el malvado asiático... que no habita en ningún lugar, cuyas piernas están siempre en movimiento. Ha estado en guerra desde los tiempos de Horus; no conquista, ni es conquistado. No anuncia el día de la batalla; como un ladrón... puede despojar a una persona sola, pero no ataca una ciudad bien poblada»[3].

Las infiltraciones fueron controladas en Egipto, pero Pales­tina fue asolada por el maremoto. La vida urbana fue barrida, la fortalezas destruidas: Hazor, Megiddo, Beisán, Jericó, Ay, Khirbet Kerak. La civilización de la antigua Edad del bronce fue desmantelada. Los supervivientes acampaban sobre las ruinas.

Aquella civilización, empero, era tan vigorosa que asi­miló a sus invasores. La vida urbana floreció de nuevo.

Las estructuras sociales parecen haber cambiado en la tor­menta: en los textos más antiguos de «execración», los de Luksor (1850), las ciudades-Estado designadas llevan varios nombres de jefes, como si existiesen en estas circunstancias los vestigios de una antigua «democracia tribal». En tanto que, en las más recientes, los de Saqqara (1800), cada ciudad tiene un solo príncipe, y esta estructura «feudal» es confirmada por la arqueología ya que las excavaciones han sacado a la luz espaciosos y ricos palacios de «nobles», y barrios de casas de exiguas proporciones. Los últimos «textos de execración» reve­lan igualmente que los dioses a la sazón honrados en Palestina (y cuya evolución ulterior seguiremos con las tablillas de Ras-Shamra) son esencialmente dioses agrícolas, como Hadad, otro nombre de Baal, dios de la tempestad y del huracán, pero al propio tiempo dios de las nubes y de la lluvia que fertiliza la tierra. Esto marca una nueva etapa del asentamiento definitivo, y de la economía de cultivo.

Ganaán levanta otra vez murallas en torno de sus ciudades, y durante el período medio de la Edad del bronce (de 1800 a 1550), conoce un auténtico renacimiento.

Su expansión es tal que, en su desbordamiento llega, sin combate, hasta Egipto: parece ser que los hyksos, quienes reinaron en Egipto durante siglo y medio (1700-1550) adoptan­do el sistema de gobierno centralizado, procedían de Canaán.

En la época en que los hyksos fueron expulsados de Egipto, una nueva tempestad azotó el este del Creciente Fértil, y sus repercusiones afectarían a Palestina.

En 1595, los hititas, oriundos de Anatolia, conquistaron y saquearon Babilonia, pero, al retirarse después de su razzia, Babilonia entera fue invadida por los kasitas que, desde hacía un siglo, procedentes de las montañas del este, recorrían las fronteras del país de los dos ríos, el Tigris y el Eúfrates. La dinastía de Hammurabi (que había conocido su Edad de Oro en el siglo xvm, como lo demuestran las tablillas de Mari, archivos de Zimri-Lin), el último rey de Mari (1730-1700), cuyo esplendor había brillado hasta entonces desde el Eúfrates hasta el Mediterráneo, fue destruida, y unos recién llegados surgieron en la escena de la historia del Próximo Oriente, los hurritas y el reino de Mitanni, que fundaron en la alta Mesopotamia, en la segunda mitad del siglo xvi. Hacia 1500, los dominios del reino de Mitanni se extendían desde el Tigris al Mediterráneo. La identidad de los nombres de los hurritas y de sus dioses con los de la India, como lo demuestran los textos de Nuzi (cerca de Kirkuk) en el siglo xv, confirma que su grupo lingüístico era ario: «Fue la primera entrada de los arios en el Próximo Oriente» [4].

La primera consecuencia de la llegada de los hurritas del reino de Mitanni a Palestina, a comienzos del siglo xv, fue el reforzamiento del régimen feudal: los jinetes hurritas, con sus corazas de escamas de bronce y sus carros de combate, no impusieron su lengua ni su religión, puesto que eran una minoría, sino su soberanía.

Las cartas de Amarna, entre los nombres de príncipes pales­tinos incluyen a tantos hurritas como cananeos, mientras que en el plano menos elevado de la jerarquía los nombres hurritas son cada vez menos numerosos.

Una vez más los conquistadores, a pesar de constituir la clase dominante, fueron asimilados por la civilización cananea.

En Palestina, la hegemonía hurrita fue de corta duración: el faraón Thutmés III (desde su advenimiento al trono en 1469) marchó sobre Gaza y derrotó, en Meggido, a los príncipes palestinos coaligados.

Después de numerosas campañas ganó, en 1457, el Eúfrates, en las proximidades de Karkemich. El reino de Mitanni, obliga­do a retroceder hasta su frontera del Eufrates, había perdido su hegemonía en el Oriente Medio donde Egipto reinaba en adelante.

Palestina se había convertido en una provincia de Egipto, y, por consiguiente, sus príncipes eran vasallos del Faraón.

Sobre esta nueva página de su historia política, los textos de Amarna (del siglo xiv) proporcionan abundante información.

Se trata de 320 tablillas de arcilla cocida, cubiertas, en len­gua babilónica, de caracteres cuneiformes. Fueron descubier­tas en 1887, cerca del actual pueblo de Tell el Amarna, 130 ki­lómetros al sur de El Cairo, en las ruinas de la antigua capital creada por el faraón Amenofis IV (1402-1364) cuando quiso escapar al dominio de la teocracia de los grandes sacerdotes del dios Amón, en Tebas. Este extraordinario reformador religio­so, rompiendo con el politeísmo tradicional, ordenó suprimir en todas partes el plural de la palabra dios, convirtiéndose en el profeta de un Dios único, creador del cielo y de la tierra, y de la vida toda, guía de la conducta justa de los hombres. El símbo­lo de este Dios era el disco solar (Atón), cuyos rayos estaban rematados por manos que daban la vida.

Amenofis resumió su profesión de fe en uno de los poemas más hermosos de la historia, el «Himno al sol», del cual nos ocuparemos más adelante, comparándolo con el Salmo 104 de David, cosa que nos permitirá apreciar la contribución que aportó a la espiritualidad palestina y a la humanidad en­tera [5].

Este faraón cambió su propio nombre por el «Akhenaton» (el que es fiel a Atón), y llamó a su nueva capital Akhetaton («el horizonte de Atón»).

Allí hizo transportar los archivos reales de su padre y tam­bién los suyos. En ellos se conserva medio siglo aproximada­mente (1402-1347) de correspondencia diplomática con los soberanos de Mesopotamia y los príncipes de Canaán.

Se encuentran en ellos elementos que permiten reconstruir las estructuras de la sociedad cananea: su aristocracia cananea y hurrita, los mercaderes de sus ciudades fortificadas, su pueblo de agricultores, y también los inclasificables, los marginados, los sin tierra, y sus horda* amenazadoras, los «habiru» o «apiru», sobre cuyo papel nos detendremos más adelante, y contra los cuales los príncipes de Canaán solicitan al Faraón fuerzas de represión: no ejércitos precisamente, puesto que no se trata de invasores, sino antes bien una policía (las peticiones no van más allá de una cincuentena de hombres armados), de una escolta cuando el señor feudal sale de su fortaleza. El rey de Jerusalén, Abdhi Khiba, envía al Faraón llamamientos angustiosos: «Las provincias del rey son devastadas, pero tú no me escuchas. Todos los gobernadores son exterminados... Si las tropas vinieran este año, las provincias del rey podrían ser protegidas, pero si no vienen... el país entero caerá en manos de los habiru» [6](16).

El caos resulta aún más insuperable, puesto que estos prín­cipes se denuncian mutuamente, y contratan a los habiru como mercenarios para luchar contra sus vecinos. El rey de los hititas, Suppiluliuma (que accede al trono en 1370), incita desde Siria las querellas de los príncipes palestinos, y las mantiene para que su tutela sustituya a la de Egipto. Después de sus victorias contra el reino de Mitanni, es el único rival de los faraones cuyos vasallos trata de. atraerse. Incluso cuando los faraones Seti I (1303-1290) y Ramsés II (1290-1224) intenta­ron recuperar el control de Palestina, a pesar de la victoria obtenida en Qadeshi (1281) por Ramsés II, que cubrió con el relato de sus hazañas aquella batalla, los muros de sus templos de Egipto y de Nubia, fue concluida una paz bastarda con los hititas, una especie de pacto de no agresión, mediante el cual los hititas se comprometían a no intervenir más en Palestina. No por eso dejó de aumentar la anarquía, y llegó al punto culminante cuando los «Pueblos del mar» (los filisteos) procedentes de Creta y del mar Egeo a raíz de las invasiones dorias, a finales del siglo xm y a principios del xu, desembarca­ron en la costa y conquistaron las tierras del interior.

En este período de desintegración política en Palestina, una nueva oleada de nómadas semitas, de la misma proceden­cia que antaño los amorreos y los cananeos, se presentó a su vez en busca de tierras en el conjunto del Creciente Fértil, y siguieron los mismos itinerarios: desde los desiertos de Arabia y las llanuras del este, trataron de establecerse en el delta del Tigris y del Eufrates en la alta Mesopotamia (alrededor de Harran), en Siria, en Palestina. Es la gran emigración aramea, en la que los hebreos son un grupo más entre los otros.

Este movimiento arrastró a los habiru (los sin tierra) cualquiera que fuese su origen. Se llama arameos a aquellos que no pasaron de Siria y que echaron raíces allí (con éxito, por otra parte, puesto que su lengua, el arameo, que era también la de sus compañeros hebreos, pasó a ser, a partir del siglo v, la lengua hablada en todo el Próximo Oriente. Será la lengua, por ejemplo, de Jesucristo).

Los hebreos se infiltraron en Palestina; algunos de ellos, con otros habiru, penetraron en Egipto.

Antes de abordar esta nueva etapa de la historia de Palesti­na es necesario, para poner de relieve lo que será la aportación histórica de esta nueva migración, hacer el balance de la civili­zación cananea.

Los hebreos, como sus predecesores de las migraciones nómadas anteriores, oriundos de la misma fuente, se instalaron en Palestina, se beneficiaron de esta civilización y, en el curso de estos tres siglos, la enriquecieron con sus aportaciones sin romper su continuidad fundamental.


 

[1] Op. cit., p. 57

[2] A. H. Gardiner, Notes on the story of Sinuhe (1916).

[3] Textos citados por el padre De Vaux, op. cit.. pp. 64-67

[4] Pere de Vaux, op. cit.. p. 87.

[5] Es extraño que, cediendo a las fascinaciones arcaicas de la historia militar, incluso el padre De Vaux, en su bello libro Hisloire ancienne d¡ Israel, pueda escribir: «El Faraón de la conquista fue Tutmés III (1468-1436), el más grande soberano que Egipto haya tenido jamás... A su muerte, dejó a su hijo un imperio organizado que se extendía desde el Sudán hasta el Eufrates» (pági­nas 92-93). El «Dios de los ejércitos» del Antiguo Testamento debió impedirle ver que de este imperio no queda nada, y que no desempeña ningún papel en nuestras vidas de nombres. Un historiador menos influenciado por la historia tradicional, obsesionado por poner siempre en primer plano reyes y guerras, podría muy bien haber escrito refiriéndose a Akhenaton: A su muerte dejó a los hijos de todos los hombres la primera imagen profética de un monoteísmo que, transcurridos treinta y tres siglos, no ha cesado de ser, en el corazón de los vivos, un fermento de eternidad.

[6] Citado por Rappoport, Histoire de la Palestine. p. 73