PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

SEGUNDA PARTE: Historia de un mito

 

        II.   DEL JUDAÍSMO AL NACIONALISMO SIONISTA

1)  El Renacimiento europeo y las mutaciones del judaísmo

¿Cómo ha podido nacer con el sionismo político —despre­ciando las más elevadas tradiciones universalistas de la fe judía— un nacionalismo que constituye una ruptura radical con esta vocación?

La génesis del sionismo político nos permite comprender esta paradoja.

Durante siglos, después de la «dispersión» de los hebreos expulsados de Palestina por los romanos, es decir, después de las insurrecciones del 63 y, sobre todo, del 65 de nuestra era (la de Bar Kochba), era judía toda persona que profesase la fe judaica. Ser judío era ser adepto de una religión.

Ahora bien, a partir del Renacimiento del siglo XVI, se pro­dujo, en Europa, un retroceso de todas las religiones. Las so­ciedades occidentales entran en una fase de secularización. El cristianismo es el más afectado puesto que era, hasta entonces, la religión predominante. El judaísmo, no obstante, conoció la misma evolución.

Este movimiento alcanzaría su apogeo en el siglo XVII, con Baruch Spinoza (1632-1677). Hijo de una familia de «marra­nos» (Judíos españoles que escaparon a la Inquisión de los Reyes Católicos), Spinoza expresa en su patria de adopción, Holanda, la forma más grandiosa del universalismo judío.

Este gigante del pensamiento occidental, en quien la inspi­ración judía se integró por entero con el racionalismo de Descartes, construyó un sistema desarrollando hasta sus últimas consecuencias (cosa que el propio Descartes no había osado hacer) los principios cartesianos: somete la totalidad de lo real, desde Dios hasta la materia sensible, a las leyes de la razón geométrica. El mundo y la libertad del hombre son, en su «Etica», perfectamente transparentes a la razón. En su «Tra­tado teológico-político» se despliegan las consecuencias políti­cas, sociales y religiosas de esta concepción de la libertad: un Estado democrático y laico.

Excomulgado, por hereje, por los maestros de la Sinagoga de Amsterdam, que incluso intentaron asesinarle, no fue «reha­bilitado» incidentalmente, y no oficialmente, hasta 1927, en ocasión del 250° aniversario de su muerte. El doctor Klausner, de la Universidad hebraica de Jerusalén, proclamó: «Baruch Spinoza, eres nuestro hermano ¡y yo te declaro libre!»[1].

Con Spinoza, figura destacada del pensamiento occidental, y excluido por su comunidad religiosa, se plantea, en toda su fuerza, el problema de identidad de un judío: ¿qué es un judío, aparte de la confesión religiosa que le definía hasta entonces?

La exhortación de Spinoza al universalismo y a la toleran­cia resonó en toda Europa, sobre todo a partir del siglo XVIII, que se consideraba como «el siglo de las luces», por oposición a los oscurantismos religiosos. El racionalismo socava la tra­dición.

Esta apertura al mundo exterior, después de siglos de «ghetto», hace que el judaísmo sea capaz de reformarse a sí mismo, de despojarse de un ritualismo arcaico, y del integrismo que había perpetuado —como en toda comunidad oprimida, en estado de sitio— el régimen de segregación.

El Lutero del judaísmo, anunciador de los nuevos tiempos, fue Moisés Mendelssohn (1729-1786). El sería el inspirador de la «Haskalah», del judaísmo reformado, que se difundió por toda Europa y América.

Moisés Mendelssohn, nacido en Dassau, Alemania, fue for­mado en la lectura de la Torah y del Talmud, pero adquirió por sí mismo una inmensa cultura: no solamente el conocimiento de los pensadores judíos del pasado, en particular de Maimónides, en cuya tesis principal se inspiró y, según la cual no existe contradicción entre la fe religiosa y la razón crítica, sino tam­il) bien de Spinoza y de Leibniz, de la filosofía y de la cultura europeas. Tradujo al alemán la Torah y desarrolló un conoci­miento sobre ésta. Al propio tiempo, quiere liberar al judaísmo de su formalismo arcaico. El Talmud, según él, con toda su riqueza para el conocimiento del judaísmo, y toda su enseñan­za moral, es una tradición eminentemente respetable del pasado, pero tiene un valor histórico. Aunque Mendelssohn quiere hacer que permanezca vivo el mensaje de los profetas, exhorta a la apertura a la cultura de los demás, y al amor. En «La salvación del judío» escribe:

«Por desgracia, hermanos míos, habéis padecido el yugo de la intolerancia. Hasta aquí, todos los pueblos se han equivoca­do con la idea de que la religión puede ser mantenida con mano de hierro. Bastante habéis sufrido vosotros por esta causa para no sentiros inclinados a pensar así. ¡Oh, hermanos- míos! Seguid el camino del amor, lo mismo que habéis conocido hasta aquí el camino del odio».

La exhortación a una manera nueva de vivir la fe judía fue llamada apostasía por los rabinos integristas. Estos prohibie­ron a los judíos, bajo pena de excomunión, leer la traducción alemana de la Torah, y la tuvieron por «herética».

Apenas cinco años después de la muerte de Moisés Men­delssohn, la Revolución francesa proclama lo que había sido la aspiración de toda su vida: la abolición de toda discriminación con respecto a los judíos.

El 21 de septiembre de 1791, en la Asamblea que daba este paso decisivo, poniendo fin a siglos de apartheid, el conde de Clermont-Tonnerre resumía así el pensamiento del legislador inspirado por el principio de una nación «única e indivisible»: «Es preciso negárselo todo a los judíos en cuanto nación; es preciso concedérselo todo en cuanto individuos»[2].

Este ejemplo, dado por la Revolución francesa, generó, en Francia y en toda Europa occidental[3], una corriente favora­ble a «la asimilación» de los judíos; esta corriente se hizo dominante, en toda Europa, entre los judíos, que reivindicaban el respeto a su religión y a su forma de vida.

Cuando Napoleón convocó, en 1807, el gran «Sanedrín», los delegados de la comunidad judía le aseguraron que «los ju­díos de Francia no constituyen una nación»[4].

A excepción del período de la contrarrevolución en Fran­cia, y de la Santa Alianza en Europa (28 de septiembre de 1815), marcando una recaída en el pasado, el movimiento resultó ser, durante un siglo, irreversible, tanto para los gobiernos de Europa Occidental como para las comunidades judías.

El historiador alemán Treischke escribía a finales de siglo: «En territorio alemán no hay espacio para una doble naciona­lidad... Si los judíos reivindican... el reconocimiento de su nacionalidad, el fundamento legal de la emancipación desa­parecería»[5].

Las comunidades judías reconocían la lógica de semejante actitud: o bien se les considera como ciudadanos de pleno derecho de una nación, y pueden exigir, entonces, como cual­quiera otra comunidad religiosa, el respeto de su fe y de su especifidad, o bien se les considera como pertenecientes a una «nación» diferente, y, al definirse a sí mismos como «extranje­ros», han de aceptar, por tanto, todas las consecuencias de este estatuto[6].

Considerados en adelante, en Europa Occidental y Central, como ciudadanos de pleno derecho, los judíos de cualesquiera orígenes se integraron en la vida social, económica y política de su país, y contribuyeron al desarrollo de la cultura occidental en todos los campos: en filosofía, por ejemplo, lo mismo que Spinoza había aportado una grandiosa y original contribución a la corriente cartesiana, pensadores judíos alemanes ilustraron las tradiciones postkantianas; otro tanto ocurrió desde la poesía de Heine a la música de Mendelssohn, o a la física de Einstein.

Todas estas obras extraordinarias forman parte del acervo cultural de Occidente en su conjunto, sin nada específicamente judío, al igual que tampoco existe una biología católica con Pasteur, o una física protestante con Newton.

Las comunidades judías, conscientes de que sólo sus enemi­gos les habían impuesto ser una “raza” o una “nación”, tuvieron durante largo tiempo la cordura de rechazar tal segre­gación. En 1919, oponiéndose a las provocaciones sionistas, el «Centralverein», mayoritario entre los judíos alemanes, procla­maba: «Nosotros somos alemanes de fe judía. La germanidad significa para nosotros nación y pueblo, el judaísmo significa fe y origen... No somos una nación judía, sino una comunidad religiosa judía»[7].

Esta fe judía no pretendía encerrarse en sí misma, sino dar testimonio, en el mundo moderno, de la fe abrahámica y del mensaje de los profetas.

Este «judaísmo reformado» rechaza los aspectos «folkló­ricos» de la tradición. Exhorta a la interiorización de la fe judía y a su desarrollo creador. Colocando a la Biblia, con sus profetas, antes que el Talmud, los reformistas hicieron hin­capié en el papel universal, como testimonio del Dios vivo. Opuesto a la idea de una reconstitución de un Estado nacional en Palestina, definieron a Israel como una comunidad religiosa, y no como una nación. La espera mesiánica es interpretada como esperanza de la redención de la humanidad. La primera sinagoga reformada fue inaugurada en Hamburgo, en 1818.

Mas el nacionalismo del siglo xix europeo, con su exalta­ción romántica del pasado como ideología de justificación del chauvinismo, no permitía esta liberación. Así pues, el judaísmo reforzado pasó de Alemania a América. En América, el nacionalismo europeo de la tierra y de los muertos, como decía Barres, no podía echar raíces: no existía para los americanos, pueblo de inmigrantes, un pasado con el cual relacionar las victorias militares, las dominaciones o las culturas.

Las figuras más notables de la América adolescente subra­yaron tal orientación. Jefferson, el 1 de agosto de 1816, decla­raba: «Amo más a los sueños del futuro que la historia del pasado» [8].

Aproximadamente medio siglo después, será Abraham Lincoln quien afirme: «No me preocupa lo que fueron nuestros abuelos, sino lo que serán nuestros nietos»[9].

Este cambio radical, similar al que pusieron en obra los profetas, permite un gran desarrollo del judaísmo reformado, escapando al ambiente deletéreo del nacionalismo europeo.

La conferencia central de los rabinos americanos, en Filadelfia, en 1869, adoptó la resolución siguiente: «El propósito mesiánico de Israel no es el restablecimiento del antiguo Estado judío... lo que implicaría una segunda separación con respecto a las otras naciones, sino la unión de todos los hijos de Dios que creen en el Dios único, a fin de que se realice la unidad de todas las criaturas dotadas de razón, así como sus aspiraciones a la santificación moral».

La conferencia rabínica de Pittsburg, en 1885, proclamaba: «Nosotros ya no nos consideramos como una nación, sino como una comunidad religiosa. Nosotros, por tanto, no estamos a la espera de un retorno a Palestina, ni de un culto sacrificatorio bajo la administración de los hijos de Aarón, ni de una restauración de ninguna de las leyes relativas a un Estado judío».

La idea rectora del judaísmo reformado estriba en poner en primer plano, contra la idea de nacionalidad judía y de restau­ración política en Palestina, la «elección» de Israel, investido de la misión de dar al hombre, a todos los hombres, en todas las naciones, conciencia de lo inconcluso de su destino hasta el adve­nimiento del Reino de Dios.

Este desarrollo espiritual de la religión judía podía, y puede todavía, en su unidad abrahámica con la fe cristiana y la fe musulmana, contribuir a aportar al mundo lo que éste necesita en la actualidad para su supervivencia: el recuerdo de la dimen­sión trascendente del hombre, es decir, la conciencia de que el destino del hombre no puede reducirse a un crecimiento cuanti­tativo de los medios de afirmar su voluntad de poder y su voluntad de desarrollo, al despertar a lo que sobrepasa nuestras lógicas provisionales y nuestras políticas irrisorias, la lucha contra las pretensiones prometeicas o faustianas de la «sufi­ciencia» del hombre y de sus falsos infinitos.

En 1918, kaufmann Kohler, durante largo tiempo presiden­te del «Hebrew Union College», en los Estados Unidos, escribe: «La Torah, en cuanto expresión del judaísmo, no estuvo limitada jamás a un puro sistema de leyes. Desde el principio, sirvió de libro de enseñanza concerniente a Dios y al mundo, enriqueciéndose al propio tiempo en cuanto fuente de conoci­miento y de especulación, puesto que nuevos modos de inter­pretación le permitieron entrar en relación con cualquier cono­cimiento que proviniese de otras fuentes»[10].


 

[1] New York Times, del 28 de octubre de 1928

[2] A. E. Halphen, Recopilación de leyes, decretos... concernientes a los israelíes. París, 1851, p. 185

[3] Sólo en Europa Oriental subsisten los «ghettos» y el acoso a las comu­nidades judías

[4] A. E. Halphen, op. cit., p. 121

[5] H. von Treischke, Ein Wort über unser Judenthum. 2.' edición, Ber­lín, 1880, p. 15

[6] Más adelante veremos cómo este problema, después de la creación del Estado sionista en Palestina, se planteó con especial agudeza, incluso en los Estados Unidos

[7] «Im Deutschen Reich. Zeitschrift des Centralvereins deutschen Staá'ts-bürger judischen Glaubens», 1919, XXV, p. 188

[8] Hans Kohn, American Nationalism. Macmillan Company, 1957, p. 150

[9] Ibídem

[10] Kaufmann Kohler, Jewish Theology. Syslemalically & Wstorically considered, N. Y., MacMillan, 1918, pp. 45-46