PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

SEGUNDA PARTE: Historia de un mito

 

        I. EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL NACIMIENTO DEL SIONISMO CRISTIANO

1)  Esta lectura de la Biblia es para un cristiano, sacrílega

La lectura del Evangelio, que ha nutrido un antisemitismo específicamente cristiano, sólo fue explícitamente desautorizada en 1965, en el Concilio Vaticano II, reconociendo (¡al fin!) que: «Aunque las autoridades jurídicas, con sus partidarios, incitaran a la muerte de Cristo, todo cuanto se cometió, durante su Pasión, no puede ser imputado indistintamente ni a los judíos que vivían a la sazón, ni a los judíos de nuestro tiempo. Si bien es cierto que la Iglesia es el nuevo pueblo de Dios, los judíos no deben, por ello, ser presentados como re­probados por Dios, ni malditos, como si esto resultara de la Santa Escritura... La Iglesia deplora los odios, las persecuciones, y todas las manifestaciones de antisemitismo que, cualesquiera que sean sus épocas, y sus autores, hayan sido perpetradas contra los judíos»[1].

Autocrítica excesivamente tardía, después de dos mil años de crímenes, de los que esta Iglesia fue con tanta frecuencia la principal instigadora y «autora», tan púdicamente evocada en el texto; y sobre todo demasiado insuficiente: si se pasa finalmente la página sobre el antisemitismo específica­mente cristiano, se mantiene no obstante la idea de que «la Iglesia es el pueblo de Dios», destacando así un nuevo «pueblo elegido».

Ya San Pedro aplicaba a la Iglesia lo que se había dicho de la Antigua Alianza: «Vosotros, vosotros sois la raza elegida, la comunidad sacerdotal del Rey, la nación santa» (I Pedro 2, 9), pero esto era ante todo para recordar a los cristianos sus res­ponsabilidades como portadores del mensaje de Cristo, y para ayudarles a mantenerse en pie en un mundo que les era hostil.

San Agustín, aprovechando las lecciones del derrumbamien­to del Imperio, después de la conquista de Roma en 410, cuando evocaba la «Ciudad de Dios», entendía sobre todo subrayar que una sociedad humana no puede fundarse en su único poder ni considerarse como un fin en sí, en lugar de ser creada para fines más nobles. Algunos de sus discípulos, en el curso de los siglos, han procedido a una asimilación triunfalista entre la Iglesia y la Ciudad de Dios, o por lo menos la prefiguración de la Ciudad de Dios.

Este resurgir de la idea de «elección» engendró nuevas y falsas «teocracias». En cuanto los hombres, sean cuales fueren, en el curso de la historia, se consideraron funcionarios de lo absoluto, esta pretensión engendró crímenes, cruzadas, inquisiciones, colonialismos, discriminaciones. El documento conciliar[2] condena esta discriminación, pero mantiene ine­vitablemente su germen al perpetuar la idea maldita del «Pueblo elegido», tan radicalmente excluido por el mensaje evangélico cuando éste es abordado en su totalidad y no a partir de fórmulas literales sacadas de su contexto.

¿Cómo podría un cristiano sostener la tesis «materialista» según la cual la promesa sería la de una tierra a un pueblo, cuando el Evangelio no cesa de proclamar que la Promesa se ha cumplido en Jesucristo, y para la humanidad entera? (Roma­nos 15, 8).

La ruptura entre el tribalismo y el universalismo es ine­quívoca.

Marción de Sinope (en Asia Menor), hacia el año 114, en Roma, reprochaba, a los cristianos procedentes del judaísmo, haber falsificado el texto primitivo de Mateo (5, 17): No creáis que he venido a abrogar la Ley o los Profetas: no he venido a abolir, sino a cumplir». Según él, Mateo dijo: «No he venido a cumplir la Ley, sino a aboliría».

La acusación de Marción, apoyándose exclusivamente en el Evangelio de San Lucas y en las Epístolas de San Pablo, invocaba el texto de San Lucas (16, 16): «La Ley y los Profetas llegaron hasta Juan (San Juan Bautista): desde entonces se anuncia el Reino de Dios». Marción concluye que la Ley mosaica había sido reemplazada por el Evangelio[3]. Incluso rechazando esta tesis en la «Sinopsis de los cuatro Evangelios», el padre Boismard, de la Escuela Bíblica de Jerusalén, añade: «Esta concepción es verdadera en un cierto sentido: si se restringe la Ley al Decálogo, y si se ve en el Evangelio una pre­dicación centrada en el mandamiento del amor»[4].

Cualquiera que sea esta continuidad o esta discontinuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, lo que permanece es que, para un cristiano, la «promesa» realizada a Jesucristo no puede ser la de una tierra.

Como subraya O. Cullmann en Jesucristo y los revolucio­narios de su tiempo[5], Jesucristo no se ha asociado a los «celotes» que tenían un doble objetivo: la reforma del culto de sus perversiones sacerdotales, y la liberación de Palestina de la ocupación de los romanos (con los cuales colaboran los gran­des sacerdotes saduceos).

Por consiguiente, los dos objetivos de reforma religiosa y de liberación política de la tierra estaban unidos entre sí.

Jesucristo anuncia, como ellos, «el reino de Dios», pero este anuncio no está ligado, para él, a la reivindicación simplemente nacional de una tierra.

Jesucristo no reconocía ningún derecho divino al Empe­rador romano, ni a Herodes.

Por tres veces, en los Evangelios, Jesucristo rechaza ca­tegóricamente unir su mensaje a la posesión de una tierra o de poder. Cuando el diablo, desde lo alto de una montaña, le muestra los reinos del mundo y se los ofrece, «Jesucristo le dice: Retírate, Satanás» (Mateo 4, 10).

Rechaza ser llamado el «Mesías» porque, en la tradición judía, este nombre tiene una connotación política. Por tanto, impone silencio a quienes le dan este título, a Pedro, por ejemplo (Marcos 8, 30). Ante el gran sacerdote Caifas, que le pregunta si él es el Mesías, Jesucristo, sabedor de que, en la tradición, este término está asociado a la idea de un poder, no acepta la expresión y responde: «Eres tú quien lo dice» (Mateo 26, 64; y Lucas 22, 68).

Cuando Pilato le pregunta: «¿Eres tú el Rey de los judíos?», Jesucristo evita la trampa, y, en lugar de contestar con un sí o un no, dice: «Mi reino no es de este mundo» (Juan 17, 14).

Su mesianismo va al encuentro del mesianismo tradicional de los judíos, que esperaban de un Mesías la restauración del Reino de David.

¿En qué teología podían fundarse las «Orientaciones pas­torales sobre la actitud de los cristianos con respecto al Judaísmo», publicadas, el 16 de abril de 1973, por el «Comité episcopal francés para las relaciones con el judaismo», cuando dicen: «En la actualidad es más difícil que nunca emitir un juicio teológico sereno sobre el movimiento de retorno del pueblo judío a su tierra. A este respecto, no podemos ante todo olvidar, en cuanto cristianos, el don hecho antaño por Dios al pueblo de Israel de una tierra en la cual fue llamado a reunirse»?

Desde el punto de vista teológico, semejante posición es insostenible para un cristiano, puesto que implica que nada ha cambiado con la venida de Cristo: la «promesa» sigue siendo la de la «tierra» a un pueblo, y no de la salvación para la humanidad entera.

Continúa siendo cierto, contra lo que pensaba Marción, que judíos y cristianos (como más tarde los musulmanes) tienen el mismo Dios Creador, y la misma fe: la fe incondicional de Abraham, testimoniada por su sacrificio.

Pero, para un cristiano, el objeto de la promesa ha cambiado, y también sus destinatarios: Cristo está en el centro de la historia. El marca la «ruptura» entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

La Epístola de los Hebreos, define con claridad esta sustitución de la Nueva Alianza por la Antigua, rota por la apostasía. Estableciendo la diferencia radical entre Cristo y un Gran Sacerdote, precisa: «Mas ahora a él le ha correspondido un ministerio tanto más excelente, cuanto mejor es la alianza de la que es mediador, una alianza basada en promesas mejores. En efecto, si la primera hubiera sido perfecta, no habría que reemplazarla por una segunda» (Hebreos 8,6-7). Refiriéndose a la nueva Alianza, profetizada por Jeremías (31, 31-34), la Epístola añade: «Al decir Alianza Nueva, dejó anticuada la primera; y lo que está anticuado y se hace viejo está a punto de desaparecer» (Hebreos 8, 13). Y concluye: «Por esa razón es mediador de una Alianza Nueva, de un Testamento Nuevo[6] (15): en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza, y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna» (Hebreos9,15).

De una manera aún más incisiva: «El (Cristo) niega lo primero, para afirmar lo segundo» (Hebreos 10, 9).

Así pues, la Nueva Alianza, la que promete la salvación eterna, y que se extiende a todos los hombres, deja sin vigencia la Antigua: la que prometía una tierra a un pueblo concreto.

En el capítulo XI de su Epístola a los Romanos, San Pablo señala muy claramente tanto la continuidad como la ruptura entre la Antigua y la Nueva Alianza.

«Entonces me pregunto: ¿habrá rechazado Dios a su pueblo? ¡De ningún modo!» (11, 1). Recuerda que él mismo es judío (como, por otro lado, todos los apóstoles), y vuelve sobre el tema de los profetas: el del «respeto», los «elegidos» que permanecen dignos de la elección. Para San Pablo, este «res­to» (11, 5) son evidentemente aquellos que han reconocido a Jesucristo en su Mesías (es decir, que ya no esperan a un «Me­sías» que les dé una tierra para restaurar en ella el Reino de David, sino que, no en la gloria real, sino en el desinterés y el sacrificio de la Cruz, les anuncia otro Reino que no es el de David: el Reino de Dios). «Lo que Israel buscaba, no lo consiguió; pero los "elegidos" lo han conseguido. En cuanto a los demás, se han encallecido» (11, 7). Esto no es, por otra parte, una «caída definitiva» (11,11). San Pablo desarrolla esto en una imagen: la del olivo desgajado. Por medio de ella señala cómo los paganos han sido desgajados del árbol de la Promesa por la Nueva Alianza, y exhorta a todos aquellos judíos que todavía no han reconocido en Jesucristo a su Mesías, a unirse «al Israel de Dios» (Gálatas 6, 16), junto a los judíos que han reconocido en Jesucristo a su Mesías, y de los gentiles que se han convertido por su fe (11, 20) en herederos de la Promesa.

El régimen de la Ley es abolido: «La ley fue nuestro pe­dagogo hasta que llegara Cristo, al objeto de que fuéramos justificados por la fe. Mas una vez llegada la fe, ya no estamos sometidos a ese pedagogo» (Gálatas 3, 24-25). La traducción ecuménica de la Biblia (TOB), en una nota a este pasaje (Nuevo Testamento, p. 557, nota e) indica: «Se trata aquí del régimen de la fe que comienza con la llegada de Cristo; en este régimen, que pone fin al de la ley, es revelada la fe, es decir, no solamente una doctrina sobre el designio de Dios que sería plenamente revelado y propuesto como objeto de creencia, sino una actitud de apertura al don de Dios, al Espíritu de Dios, por Cristo y en

él». San Pablo marca la diferencia radical: «Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero» (Gá­latas 4, 7).

San Pablo recuerda su ascendencia judía: «Circuncidado a los ocho días de nacer, israelita de nación, de la tribu de Ben­jamín, hebreo, hijo de hebreos, y, por lo que toca a la Ley, Fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia que se encuentra en la ley, un hombre irreprochable» (Filipenses 3, 5-6). Señala el alejamiento: todos estos privilegios del nacimiento y de la educación, «todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo, y existir en El, no con una justicia mía —la de la Ley—, sino con la que viene de la fe de Cristo» (Fi­lipenses 3, 8-9).

No se trata aquí de sutilezas teológicas. Los que está en juego es la esencia misma del cristianismo: ¿Es o no es Jesucristo el Mesías prometido a Israel?

Si lo es, la Nueva Alianza deja atrás a ía Antigua. En el objeto de la promesa: no ya la tierra y un reino terrestre, sino la salvación y el Reino de Dios. Y en su destinatario: no ya un pueblo determinado, sino la humanidad entera.

Si no lo es, nada ha cambiado con su llegada, y la antigua Alianza mosaica continúa: Dios ha concluido la Alianza no con la humanidad entera anunciándole el Reino de Dios, sino con las tribus para darles una tierra.

La Declaración episcopal de 1973 se compromete de manera extraña en esta segunda vía.

La significación política de semejante posición no puede escapar a nadie: concede al Estado de Israel un fundamento teológico: el Estado de Israel será el cumplimiento de promesas divinas.

El 18 de abril de 1973 (dos días después) el Rabino Grunewald, en el periódico Le Monde, registra el hecho de que la existencia política de Israel estaba justificada bíblicamente.

Por el contrario, los obispos de África del Norte subrayaron que no se puede justificar con promesas bíblicas la atribución de una tierra determinada a un pueblo determinado: «Graves ambigüedades de orden exegético acarrean», dicen, «una confusión nefasta entre judaísmo y sionismo».

La consecuencia de esta confusión, añaden, es que la Declaración parece exigir «la aceptación del hecho consumado de la ocupación violenta de una tierra, sin tener en cuenta los imperativos de la justicia».

Es significativo que la Santa Sede no haya reconocido jamás al Estado de Israel, y que el Papa Pablo VI, en su discurso del 22 de diciembre de 1972, ante el Sacro Colegio, reconociese la injusticia cometida con los «hijos del pueblo de Israel, que aguardan desde hace tantos años y que reivindican el justo reconocimiento de sus aspiraciones». Lejos de dar una justificación religiosa al Estado de Israel, el Papa declara, a propósito de la implantación de colonias sionistas en los territorios ocupados: «El refortalecimiento progresivo de si­tuaciones carentes de un fundamento jurídico claro, inter-nacionalmente reconocido, y garantizado, no podrá dificultar por consiguiente, en lugar de facilitarlo, un compromiso equitativo que tenga debidamente en cuenta los intereses de todos».

Otro indicio de esta toma de conciencia de la realidad del problema por parte de los cristianos se da en la postura adop­tada por el Consejo Ecuménico de las Iglesias, en su VI Asamblea Mundial, en Vancouver (del 24 de julio al 10 de agosto de 1983): «Ciertas interpretaciones teológicas han impedido a los cristianos de otras regiones apreciar de manera correcta la evolución de la situación religiosa política en el Oriente Medio». «La política israelí de colonización de Cisjordania ha conducido a una anexión de hecho, que ha venido a rematar una política discriminatoria del desarrollo de los pueblos y constituye una violación flagrante de los derechos fundamentales del pueblo palestino».

Al margen de la cuestión de la continuidad biológica e his­tórica entre los hebreos bíblicos y los sionistas de hoy (problema sobre el cual insistiremos cuando abordemos el problema his­tórico), lo que está en tela de juicio es toda la significación del mensaje: ¿Quién es el hijo de Abraham? ¿Quién es el hijo de la Promesa? ¿Se es hijo de Abraham por la carne o por la fe?

La respuesta de los Evangelios, empero, no deja lugar a dudas. A los fariseos y a los saduceos que se creían propietarios de la promesa lo mismo que se hereda de los padres una tierra o una casa, Jesucristo les dice: «Raza de víboras... No digáis en vuestro interior: Tenemos por padre a Abraham; porque yo os digo que de las piedras que hay aquí, ríos pueden sacar hijos de Abraham» (Mateo 23, 33).

Son hijos de Abraham no aquellos que pertenecen por la sangre a su linaje, sino aquellos que están dispuestos al mismo sacrificio incondicional, del que Cristo ha dado ejemplo. A los judíos que habían creído en él y que le decían: «Abraham es nuestro padre», Jesucristo les dijo: «Si fuerais hijos de Abraham, haríais lo que hizo Abraham» (Juan 8, 39). Y, exhor­tándolos a Su palabra, añadió con mayor énfasis: «Antes de que Abraham fuese, Yo soy» (Juan 8, 58).

«Ya no hay distinción entre judíos y griegos... y si vosotros pertenecéis a Cristo es porque sois la descendencia de Abraham: según la promesa, sois los herederos» (Gálatas 3, 28-29), pues «lo que cuenta no es la circuncisión o la incircuncisión, sino la nueva creación» (Gálatas 6, 15). Puesto que tal es «el Israel de Dios» (Gálatas 6, 16), «los hijos de Abraham son los creyentes. Además, la Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, le adelantó a Abraham la buena noticia: Por ti serán benditas todas las naciones»[7] (Gálatas 3, 6-8). La misma Epístola precisa: «La bendición de Abraham alcanza a los gentiles por medio de Jesucristo. Así nosotros recibimos la Fe, el Espíritu, objeto de la promesa» (Gálatas 3, 14). En una palabra, para un cristiano es imposible dar una significación teológica al Estado de Israel. El respeto de la fe judía no implica en absoluto la confusión entre judaísmo y sionismo, que conduce a sacralizar los objetivos históricos de un mo­vimiento político.


 

[1] Los dieciséis documentos conciliares. (Ed. Fides, París, 1967). De­claración sobre «La Iglesia y las religiones no cristianas», pp. 552-553.

[2] Ibídem. p. 553

[3] Habría podido añadir, Juan 1, 17: «Si la ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad nos han sido dadas por Jesucristo». Y también Mateo 11,11

[4] «Sinopsis...», tomo II, p. 137 (Ed. du Cerf. 1977)

[5] Cullann, Jesucristo y tos revolucionarios de su tiempo, p. 62. Ed. De-lachaux et Niestlé, Neuchatel, 1971)

[6] «Testamento» y «Alianza» traducen la misma palabra griega: diathéké. Por tanto sería equivalente traducir «Antiguo Testamento» y «Nuevo Testamento» por «Antigua Alianza» y «Nueva Alianza».

[7] Génesis 15, 6