PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

SEGUNDA PARTE: Historia de un mito

 

        I. EL ANTIGUO TESTAMENTO Y EL NACIMIENTO DEL SIONISMO CRISTIANO

 La postura tradicional de la Iglesia Católica con respecto a los judíos, durante casi dos milenios (hasta el Concilio Vaticano II, y sus “Constituciones” de 1964), se basaba en tres tesis:

1.- Habiendo dado muerte los judíos a Jesús, mataron a Dios. Es un pueblo “deicida”.

2.- En adelante, la Iglesia es el “pueblo elegido” de Dios.

3.- El Antiguo Testamento es la prefiguración “alegórica” del Nuevo.

La Interpretación tradicional conducía, pues a considerar que al negarse a reconocer en Jesucristo al mensajero de Dios, los judíos no conversos se habían escindido ellos mismos de la comunidad abrahámica, y que, lejos de ser el pueblo elegido, estaban condenados a ser malditos por sus pecados: ya Dios los había castigado al expulsarlos de Palestina para desterrarlos en Babilonia. No obstante, la promesa hecha a Abraham había sido mantenida: a pesar de sus pecados, y después del castigo del destierro, en el siglo VII antes de nuestra era, el Edicto de Ciro los había devuelto a Palestina. Cuando pecaron de nuevo y más gravemente, al negarse a reconocer en Jesucristo el Mesías que cumplía la promesa, Dios los había castigado, con mayor dureza todavía, destruyéndolos como nación y dispersándolos a través del mundo. En adelante no existía para ellos otra salvación que la individual, mediante la conversión al cristianismo.

La importancia misma de Jerusalén (el obispado de Santiago, hermano de Jesucristo) no cesaba de decrecer en la Iglesia, y más aún después de 590, cuando el papa Gregorio (el Grande), la sede del Papado, el centro de la autoridad cristiana, dio definitivamente a Roma la primacía. Jerusalén ya no desem­peñaba un papel de dirección espiritual, ni era tampoco un lugar de peregrinación. Tan sólo volvió a ser un foco de preocupa­ciones cuando fue conquistada por los turcos seldjúcidas, y nació entonces la idea de la Cruzada.

Tal fue la doctrina oficial de la Iglesia católica durante dos milenios.

Esto dio lugar a dos consecuencias principales:

a)  Hizo surgir un antisemitismo específicamente cristiano. La Iglesia católica consideraba, hasta mediados del si­glo XX, que los judíos eran el pueblo deicida, asesino de Dios en Jesucristo, tesis monstruosa que hacía a un pueblo entero, y durante siglos, responsable del crimen cometido, hace dos mil años, por su jerarquía sacer­dotal.

b)  Desde el punto de vista dogmático y exegético, la doctri­na oficial, sobre todo después de La Ciudad de Dios, de San Agustín, era leer el Antiguo Testamento de manera alegórica, viendo, en los episodios que en él son presen­tados como acontecimientos históricos, y en las profecías, prefiguraciones simbólicas del cristianismo.

Esta tendencia a creer que la historia comienza por sí misma, y a no concebir el pasado sino en términos de preparación y de expectación de este advenimiento de sí, no es por desgracia patrimonio exclusivo del cristianismo.

Con una concepción semejante de la historia, escrita en futuro perfecto, cada cual se considera a la vez como el resultado de toda la epopeya humana, un fin de la historia, y una especie de acontecimiento o de advenimiento absoluto. A partir de este término de referencia, todo el pasado se convierte en primitivismo, y toda creación nueva en decadencia o sacrilegio.

Los hebreos, atribuyéndose el privilegio exclusivo de la promesa y de la elección divinas, los griegos con su desprecio altanero por los bárbaros (es decir, por cualesquiera que no fuesen ellos); los romanos, con el complejo de su superioridad, de su excepcionalismo (y la Iglesia que los sucederá apropiándose lo universal como «católico»); aquellos musulmanes que se encierran en su peculiaridad e interpretan el versículo del Corán sobre «la mejor comunidad» no como una exhortación y una exigencia, sino como un privilegio adquirido, en un espíritu de suficiencia triunfalista, todos se consideran el centro del mundo (tan ingenuamente que los Emperadores chinos pretendían reinar en el «Imperio de en medio»). Los occidentales han hipertrofiado esta tendencia dando carácter laico a la antiguas «providencias» con el nombre de «progreso», y situándose, naturalmente, en su término, con Cordorcet, luego, bajo la forma soberbia con la filosofía de la historia de Hegel, y, bajo la forma caricaturesca, con la «ley de los tres Estados», de Augusto Comte.

En lo concerniente al caso particular de la Iglesia cristiana, y su relación con sus «prehistoria judía», el «retorno a Sión» era interpretado simbólicamente como el retorno de los cristianos a la pureza de su fe.

Se prolongaba así el movimiento que, ya en los Evangelios, sobre todo en el de San Mateo, tendía a mostrar en la vida de Cristo el cumplimiento de las predicciones del Antiguo Tes­tamento.

El antisemitismo específicamente cristiano se manifestó con un estallido particularmente brutal durante las Cruzadas. Los primeros grandes programas contra los judíos, fueron los de los guerreros cristianos en ruta hacia Palestina. Con ocasión de la toma de Jerusalén, Godofredo de Bouillon y su ejército no se contentaron con asesinar o expulsar a los musulmanes; encerraron a la comunidad judía en la sinagoga y la aniquilaron incendiando el templo.

En Europa fueron los reyes cruzados los que desterraron a los judíos: Eduardo I de Inglaterra los expulsó en 1290, el rey de Francia, Felipe de Bel, en 1306. En los dos extremos de la Europa cristiana, en España los judíos fueron expulsados o asesinados por sus «Muy Católicas Majestades», cuando destruyeron, en 1492, el último reino musulmán, el de Granada. La «Santa Rusia» fue teatro, en 1648, de los grandes pogroms de los cosacos Bogdan Kmielnitzky.

La lectura «alegórica» del Antiguo Testamento fue re­emplazada por la lectura «literal» a partir de la época en que Lutero tradujo la Biblia en alemán, y en la que, en los países protestantes, se convirtió, en la lengua «vulgar», la de cada pueblo, en accesible por otras personas que no fuesen clérigos, quienes hasta entonces ostentaban el monopolio de la inter­pretación. El problema judío no se planteó primero en términos humanistas, que habrían exigido poner fin a toda discriminación y a todo destierro, sino en términos «teológicos»: el lugar de los judíos en el propósito de Dios.

El papel de los judíos en el cumplimiento de las promesas bíblicas, con los temas de la Alianza, de la promesa de la tierra, de la Elección y del «retorno», adquirió un lugar de primer plano en la teología y la escatología protestantes[1].

Estos temas teológicos fueron orquestados por grandes obras literarias del Occidente cristiano: En Inglaterra, desde El Paraíso perdido, de Milton, a la Jerusalén de Blake; en Francia, desde el Discurso sobre la historia universal áe Bossuet, haciendo de Israel la piedra angular de la historia mundial, a las tragedias bíblicas de Racine: Ester y Atalia; en Alemania, desde el idealismo de Nathan el Prudente, a Fichte, uniendo, como antaño Lutero, a los dos hermanos gemelos: sionismo y antisemitismo, y escribiendo que, para resolver el problema judío, «no hay otra solución que recobrar para ellos su Tierra Santa y enviarlos allí a todos».

Esta perspectiva ha tergiversado, hasta nuestros días, una historia de Palestina, reducida a los episodios de la presencia judía (dos períodos de existencia autónoma: 70 años bajo los reinados de David y de Salomón, luego la decadencia de los reinados de Judá y de Galilea, y su destrucción, hasta su restauración como Estados vasallos, y menos de un siglo bajo los Macabeos... para cuatro mil años de historia)[2].

El postulado oculto de todas estas «historias de Palestina», es que nada ha pasado en este país fuera de lo que se cuenta en el Antiguo Testamento.

Habiéndose convertido la Biblia en la autoridad suprema en lugar de la Iglesia, su lectura literal, en lengua popular, alimentaba los sueños y los mitos milenarios que combatían, no obstante, Lutero y Calvino.

Las ideas fundamentales del sionismo: la de la existencia de un pueblo judío (distinto de la comunidad religiosa judía) y de su «retorno» a Palestina que sería un don divino a un grupo étnico determinado, apareció en la literatura inglesa por vez primera en el libro de Brightman: Apocalypsis Apocalipseos, que, si bien reconociendo el que el culto a Dios podía practicarse en otro sitio, reclamaba para los judíos, en cuanto nación, el retorno a Palestina, «tierra de sus antepasados».

En 1621, un jurista célebre, miembro del Parlamento, Sir Henry Finch, publica una obra titulada: El gran Renacimiento del Mundo o Exhortación a los judíos y (con ellos) a todas las naciones y a todos los reinos de la tierra, a la fe de Cristo. Finch rechaza las interpretaciones alegóricas-del Antiguo Testamento, que eran tradicionales en la Iglesia católica, sobre todo después de San Agustín, y recomienza una lectura literal: Cuando Israel, Judea, Sión y Jerusalén son citados (en la Biblia), el Espíritu Santo no designa a un Israel espiritual ni a la Iglesia de Dios agrupando a los gentiles, o, a la vez, a los judíos y a los gentiles... sino a Israel, aquél que desciende de la sangre de Jacob. Otro tanto sucede con respecto al retorno a su tierra, a su conquista contra los enemigos... No se trata aquí de alegoría o de liberación para Cristo: esto significa real y literalmente los judíos.

En la visión de Finch, este Israel restaurado realizaría una teocracia perfecta.

En su época, este milenarismo fue condenado por el Par­lamento, y considerado peligroso por el rey Jacobo I (1603-1625), pero aún así se convirtió en la piedra angular del sionismo cristiano: el retorno de los judíos a Palestina (convertidos al cristianismo según algunos, como el propio Finch, o sin este requisitos previo según otros[3], debía preceder al fin de los tiempos (el millenium) marcado por el regreso de Cristo.

En el siglo XIII, en Inglaterra, este movimiento adquirió particular auge con los puritanos, que se consideraban el pueblo de Dios.

Para ellos, los héroes del Antiguo Testamento ocuparon el sitio de los santos de la Iglesia católica. Dieron de buen grado a sus hijos nombres de Abraham, Isaac o Jacob. Pidieron que la Torah se convirtiera en el código de la ley inglesa. Cuando después de la disolución del Gran Parlamento, en 1653, llegó al poder el Pequeño Parlamento, dominado por los puritanos fue designado un Consejo de Estado, compuesto de 70 miembros, a la manera del Sanedrín de la Biblia.

Esta ideología y esta mitología se manifestaron todavía con mayor fuerza entre los puritanos emigrados a América, que se identificaron con los hebreos bíblicos del exilio: habían escapado a la esclavitud del faraón (Jacobo I) y escapaban de la tierra de Egipto (Inglaterra) para llegar a la nueva Canaán: América.

En su caza a los indios, para apoderarse de las tierras de América, invocaron a Josué y a las exterminaciones sagradas (hérem) del Antiguo Testamento: «Es evidente», escribe uno de ellos) que Dios exhorta a los colonos a la guerra. Los narro-hai-haigansetts (indios pieles rojas) y tribus confederadas se valen de su número, de sus armas, para hacer el mal siempre que se les presenta la ocasión, como probablemente lo hicieron las tribus de los amalacitas y de los filisteos que se unieron con otros en contra de Israel»[4].

Para los puritanos de América, lo mismo que para los de Inglaterra, la lectura de la Biblia tiene que ser literal, y, con una teología extraña para un cristiano, la promesa no se realiza en Jesucristo con el advenimiento del Reino de Dios. Todas las promesas del Antiguo Testamento conciernen a los judíos como raza, unida a Jacob por lazos de sangre, y no al Israel de Dios, es decir, la comunidad espiritual surgida de Abraham no por la continuidad de la sangre, sino por la comunidad de la fe.

Las consecuencias políticas de semejante concepción son evidentes y duraderas, especialmente en lo concerniente a la actitud de los protestantes americanos con respecto al actual Estado de Israel.

En 1918, el presidente Wilson, criado en esta tradición, escribe al Rabino Stephen Wise (carta del 31 de agosto de 1918) para confirmarle su aceptación de la Declaración Balfour, fundándose en la mitología sionista.

En 1948, ya no se trata de la promesa de un «hogar nacional judío», como en la Declaración Balfour, sino de las fronteras muy concretas de un Estado, y entonces se escribe: «las fronteras de la tierra prometida a Abraham deben de ser restituidas durante el milenio. Cristo regresará a la tierra en un reino, en sentido literal, teocrático, con un gobierno estruc­turado según el gobierno nacional existente»[5].

Cuando, por primera vez desde la^ereación del Estado de Israel, un presidente americano hace uso de la palabra en el Knesset, Jimmy Cárter, en marzo de 1979, declara: «Israel y los Estados Unidos han sido formados por pioneros. Mi país es también una nación de inmigrantes y de refugiados, formado por los pueblos procedentes de varios países... Nosotros com-Voartimos la herencia de la Biblia»[6].

Esta última comparación ya había sido concretada por Cárter: «El establecimiento de la nación de Israel es el cum­plimiento de la profecía bíblica»[7].

El papel desempeñado por la mitología sionista en la imaginación de los pueblos es, pues, inmenso, y no se podría explicar la eficacia, a escala mundial, del «lobby» sionista, sólo por la potencia de su organización y los enormes medios políticos y económicos de que dispone, sobre todo gracias al apoyo internacional e ilimitado del Estado americano. Esta fuerza desempeña indiscutiblemente (lo demostraremos con detalle) un papel capital, pero la aceptación, casi siempre de buena fe, de esta burda mitología y de sus más sangrientas consecuencias políticas sería imposible de comprender si no se recordase, como acabamos de hacerlo, una manipulación ideológica de tantos siglos, por lo cual las Iglesias cristianas han creado este «sionismo cristiano» que constituye un terreno muy fácil de explotar por la propaganda del sionismo político y del Estado de Israel.

Antes de abordar el problema del sionismo político, que deriva del nacionalismo, del colonialismo y del antisemitismo europeos del siglo XIX, y cuyas auténticas fuentes no tienen por tanto nada que ver con los textos bíblicos, es conveniente subrayar que esta visión mítica de Palestina, en el sionismo cristiano, deriva de una teología cristiana primitiva (anterior a toda crítica de la exégesis bíblica moderna) y pervertida (haciendo del Antiguo Testamento un texto a la vez histórico y normativo, y desplazando el centro mismo de la teología cristiana al poner en primer plano el Antiguo Testamento en lugar del mensaje evangélico de Jesucristo.

Esta falsa perspectiva teológica, producto de una lectura selectiva de la Escritura, en cuanto ha sido desarrollada, desde hace cuatro siglos, por cristianos, ha sido rechazada, hasta comienzos del siglo XX, por los judíos.

En cambio, ha sido políticamente explotada desde el principio (es decir, desde Lutero) ora con fines antisemitas (desembarazándose de los judíos y enviándolos a Palestina como a una especie de ghetto mundial), ora imperialistas (control colonial, por judíos de formación occidental, del Oriente Medio y de los accesos hacia Asia), o bien para los fines del sionismo político apoyándose a la vez en los imperialismos ruso, alemán, inglés, y finalmente americano, para sustentar su empresa, y en el antisemitismo para convencer a la «diáspora» de rechazar la asimilación y venir a crear un Estado fuerte en Palestina.

Predicar el retorno de los judíos a Palestina fue, durante siglos, desde Lutero a Balfour, un medio de apartarlos del país donde vivían hasta entonces.

Aquél cuyo movimiento, rompiendo la tradición católica, dio origen al «sionismo cristiano», Martín Lutero, tiene, a este respecto, una actitud significativa. Al mismo tiempo que su traducción de la Biblia hacía pasar a primer plano la epopeya de los hebreos, tal como se desprende de una lectura literal, y sin examen crítico e histórico, del Antiguo Testamento, ex­presaba claramente su segunda intención antisemita: en sus primeros escritos, por ejemplo «Este Cristo nacido judío», después de haber exaltado a los judíos como herederos de la promesa, sus obras posteriores expresan ya una tendencia que será una constante desde entonces: la vinculación entre el sionismo (el «retorno» a Palestina) y el antisemitismo (expulsar a los judíos de su propio país). En 1544 escribía: «¿Quién impide a los judíos regresar a su tierra de Judea? Nadie. Nosotros les proporcionaremos todo cuanto necesiten para su viaje, con tal de librarnos de ellos. Son para nosotros una pesada carga, la calamidad de nuestra existencia...»[8].

La misma segunda intención de Lutero, que fue el origen del «sionismo cristiano», se da en aquel que dio al «sionismo político» su primera victoria: Balfour. Arthur Balfour, cuando era primer ministro de Inglaterra, defendió, en 1905, la Alien Act para limitar la inmigración judía a Inglaterra. El séptimo congreso sionista lo acusa entonces de «antisemitismo contra todo el pueblo judío»[9]. Este antisemitismo innato armoniza perfectamente bien, en él, toda su vida, antes y después de 1905, con la idea sionista de dar una tierra a los judíos (precisamen­te para apartarlos de Inglaterra). Balfour, en 1903, había propuesto darles Uganda, y, en 1917, en razón de sus objetivos de guerra contra Alemania, escribía, a Lord Rothschild, su «Declaración en favor de un hogar nacional judío en Palestina».

La historia actual de Palestina y la influencia mundial del sionismo político que ha conducido a los Estados occidentales, y, en primer lugar al soberano de todos ellos, los Estados Unidos, a aportar su apoyo incondicional e ilimitado a la invasión del sionismo político en Palestina, a la exacciones, a las expoliaciones y las matanzas por medio de las cuales el Estado sionista de Israel ejerce su dominación colonial sobre el país, a sus agresiones al Oriente Medio, a su desprecio de las leyes internacionales y de las decisiones de la O.N.U., y la aceptación de esta política por parte de los países occidentales —aceptación que es complicidad—, nada de todo esto podría entenderse si no se describiese la historia del mito sionista que ha moldeado, desde hace cuatro siglos, la mentalidad de los países occidentales.

Esta lectura de la Biblia es sacrílega para los cristianos; implica, para los judíos, el retorno a una concepción tribal de su fe, reemplazando al Dios de Israel por el Estado de Israel. Para los historiadores y los exégetas tiene mucho de mito. Y para todos, este mito sirve para encubrir una política nacionalista y colonialista de discriminación racial y de expansión sin fin.


 

[1] Se llama «escatalogía» a la parte de la teología que trata de las «últimas cosas»: la muerte y la inmortalidad, el fin del mundo, la resurrección de los muertos, el juicio final

[2] Ya hemos visto, en la primera parte de esta obra, que la primera iniciativa de investigaciones científicas sobre la historia de Palestina fue, en 1965, el «Palestine exploration Fund» cuyo objetivo residía, expresado con toda claridad, en probar, por la ciencia moderna, la veracidad de los relatos bíblicos

[3] Tal era la postura, en Francia, del hugonote Isaac de la Pereyre (1594-1676), que preconizaba, en su libro Recuerdo de los judíos, el regreso de los judíos a Palestina, aunque no se hubieran convertido

[4] Citado en: Truman Nelson: The Puritans of Massachusset: From Egypt lo the Promised Land, Judaism. Vol. xvl Num. 2, Primavera de 1967.

[5] Clarens Bass, Backgrounds lo Dispensationalism. (Grand Rapids Mi­chigan). 1960, p. 150

[6] Jerusalem Posl, marzo 1979

[7] Jimmy Cárter, 1 de mayo de 1978, Department of State Bulletin. Vol. 78, No. 2.015, p. 4

[8] Martín Lutero, Saemlliche Werke. Vo!. 32, pp. 99 y 358

[9] Protocolo del 7" Congreso Sionista, Verlag Eretz Israel. Viena, 1905