PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    IV.   La Palestina islamizada

 

1)  El período árabe (siglos VIII-X)

En 638, cuando los musulmanes entraron en Palestina, resultó, como escribe Al Baladhuri (historiador musulmán del siglo XI) «una conquista fácil»[1].

En realidad ni siquiera fue una conquista, una victoria mili­tar, sino una liberación.

Ante todo porque en 638 no son los árabes los que llegan, sino el Islam. Los árabes estaban allí desde hacía más de tres milenios, desde las primeras migraciones semitas, procedentes de Arabia, en calidad de nómadas que recorrían de un extremo a otro el Creciente Fértil: amorreos, cananeos y hebreos, que poseían el mismo origen étnico y pertenecían al mismo grupo lingüístico.

Las inscripciones griegas descubiertas en TransJordania prueban que en tiempos de los romanos la mayoría de los habi­tantes eran árabes. Otros emigrantes, llegados, como todas las oleadas anteriores, desde hacía tres mil años, de Arabia, habían creado en el siglo IV(d. de J.C.) el reino de los nabateos, al sur de Palestina.

Lo que llegaba, en 638, con la nueva oleada de emigrantes oriundos de Arabia, era el Islam.

Un Islam que no se consideraba una religión entre otras, sino como el cumplimiento de los mensajes divinos ya revelados en el Creciente Fértil.

«Dios», dice el Corán, «ha instituido para todos una reli­gión..., es ésta la que te revelamos, la que hemos recomendado a Abraham, a Moisés, a Jesucristo... no hagas de ella un motivo de división» (XLII, 13).

«Decís: Creemos en Dios, en cuanto nos ha revelado, y en lo que ha sido revelado a Abraham, a Ismael, a Isaac, a Jacob, y a las tribus. Creemos en lo que ha sido dado a Moisés, a Jesucristo, y en lo que ha sido dado a los Profetas por parte de su Señor. No establecemos diferencias entre ellos, y nos some­temos a Dios» (II, 136 y III, 84).

Para los palestinos judíos, pues, el Islam aparecía como el heredero de Abraham y de Moisés, y para los cristianos honra­ba a Jesucristo no como a Dios (como lo había proclamado el Concilio de Nicea en la ininteligible jerga de la especulación griega), sino como mensajero de Dios, como profeta, apóstol y mesías:

«El Mesías, Jesucristo, hijo de María, es el apóstol de Dios. El es su "Verbo" depositado por Dios en María. Es el Espíritu que emana de El» (IV, 171).

El Corán reconoce así la concepción virginal de María.

En contraste con la intolerancia de los emperadores bizanti­nos, la llegada del Islam resultó una liberación para los judíos y para los cristianos llamados heréticos; es decir, para la casi totalidad de la población de la región, a excepción del ocupan­te griego, bizantino.

Los cristianos del Yemen eran monofisitas[2]; más tarde, después de la conquista persa, en 597, pasaron a ser nestorianos[3], como los cristianos de Siria. Los ghasánidas del norte eran monofísistas. Los lakhmidas, nestorianos en su mayoría. El arrianismo[4] se había difundido por toda Palestina. La Iglesia calcedonia, es decir, la Iglesia oficial, representando la ortodoxia, tal como había sido definida en los Concilios de Nicea y de Calcedonia, dirigida por los obispos de Antioquía para Siria, y de Jerusalén para Palestina, sólo se mantenía en el poder merced al emperador bizantino que ponía a su disposi­ción su fuerza represiva.

Por esta razón, cuando los musulmanes llegaron a Siria y Palestina, fueron acogidos como liberadores por la masa de la población, árabe como ellos, y, desde el punto de vista religio­so, dispuesta a reconocerse en el monoteísmo riguroso del Islam, de un Islam que acogía a Abraham, Moisés y Jesucristo como mensajeros de Dios, profetas precursores de Mahoma.

Bar-hebraeur (Bar, el hebreo) escribe: «El Dios de las venganzas envió a los árabes para liberarnos de los romanos. Nuestras iglesias no nos fueron devueltas, ya que cada cual conservó lo que poseía, pero al menos fuimos arrancados a la crueldad de los griegos, y a su odio hacia nosotros»[5].

El fanatismo represivo de los emperadores bizantinos nos permite comprender por qué el destino de Siria y Palestina se jugó en una sola batalla, la de Yarmuk[6], el 20 de agosto de 636, y por qué el ejército de Bizancio fue aplastado en ella. Incluso antes de la batalla, estalló una revuelta de los cristianos armenios del ejército imperial. En plena lucha, los cristianos árabes de Siria se retiraron del ejército bizantino. El ocupante griego se encontró solo, abandonado de toda la población, y fue derrotado. Los ejércitos musulmanes llegaron sin combate hasta Damasco.

En Damasco, después de la retirada de la guarnición bizan­tina, los habitantes decidieron capitular[7]. Un alto funciona­rio del Imperio, árabe cristiano, Mansour ibn Serjoun[8], go­bernador de la ciudad a raíz de la partida de los imperiales, negoció la rendición de la ciudad, obteniendo la protección de la vida y de los bienes de todos los habitantes.

En Jerusalén, el patriarca cristiano Sofronio solicitó la paz, a condición de que el Califa en persona acudiera a Jerusalén para garantizar los Artículos de seguridad. El Califa aceptó. El historiador Rappoport hace un relato pintoresco de su llegada:

«Para los habitantes de Jerusalén, habituados a la fastuosi­dad y a las vestiduras recamadas en oro de los emperadores bizantinos, la aparición del Califa constituyó un espectáculo sor­prendente. El sucesor del Profeta, ataviado con una humilde capa de pelo de camello, penetró en Jerusalén a lomos de un camello que llevaba todo su bagaje y su provisión de dátiles para la jornada. El contraste entre esta sencillez rústica del ven­dedor y la extravagancia de costumbre desplegada no sólo por los emperadores de Bizancio, sino también por sus representan­tes provinciales, era pasmoso. No podía dejar de producir una impresión favorable en una población amargada, resentida contra un gobierno que se había mostrado tan tiránico y ta rapaz»[9].

Los cronistas árabes señalan que el Califa Ornar no aceptó la invitación que le hizo el patriarca cristiano para que rezara su plegaria en una de las Iglesias de Jerusalén, por temor a que los musulmanes demasiado celosos aprovechasen la circunstan­cia como pretexto para reemplazar, en recuerdo de su visita, la iglesia por una mezquita.

Los únicos que emigraron de Palestina fueron los antiguos colonos y ocupantes griegos.

La proclama del Califa, exhortando a la unión de todas las «gentes del Libro» (judíos, cristianos y musulmanes), garanti­zaba la seguridad de las personas y de los bienes, y exigía que fueran respetados los monjes cristianos: «No molestéis a los que viven retirados del mundo, con el fin de que puedan conti­nuar cumpliendo sus votos». Aquí también, Rappoport, al escribir su Historia de Palestina, según la visión judía, señala: «Fuerza es reconocer que, para los comienzos de la Edad Media, semejante proclama (generalmente observada por las tropas musulmanas) estaba llena de moderación. Respiraba justicia y tolerancia. Ni los Emperadores de Bizancio, ni los obispos de la Iglesia, habían expresado jamás tales sentimien­tos en nombre de Aquel que había predicado una religión de amor». Un documento como la proclama del Califa debió de producir una impresión profunda en el ánimo no solamente de los judíos, sino también de los cristianos de Siria y de Palestina. Los unos sufrían los efectos de la opresión, mientras que los otros era perseguidos por la Iglesia de Estado en razón de sus diversas opiniones religiosas. Todos padecían el yugo de los funcionarios, y la carga de onerosos impuestos.

La política de los primeros califas omeyas fue tan liberal que, cristianos como Mansour ibn Sarjoun, después su hijo y, más tarde, su nieto, a quien hoy conocemos como San Juan Damasceno, ejercieron las funciones de inspector general de hacienda, es decir, eran el segundo personaje del Estado mu­sulmán.

Sólo cuando Ornar II, en 720, decidió que un cristiano no podía tener acceso a los altos cargos del gobierno, salvo aposta-sía, San Juan Damasceno presentó la dimisión y se retiró en el monasterio de San Sabas, cerca de Jerusalén, donde no cono­ció, hasta su muerte, represión alguna por parte de los musul­manes.

El contraste es enorme con el fanatismo de los emperadores cristianos de Bizancio. Cuando San Juan de Damasco, en plena crisis del iconoclasticismo (destrucción de las imágenes) escri­bía una admirable teología de los iconos[10] fundada en la Encarnación, el emperador bizantino Constantino Copronimo reunía en 754 un Concilio de 338 obispos, para pronunciar contra San Juan de Damasco (Mansour Ibn Sarjoun) una condena brutal: «Anatema a Mansour, que ha traicionado a Cristo... y que profesa sentimientos mahometanos[11]. Ana­tema al enemigo del Imperio, al doctor de la impiedad, al adorador de las imágenes. La Trinidad los ha depuesto a los tres»»[12].

En cambio, en su monasterio de San Sabas, en la Palestina convertida en musulmana, San Juan de Damasco pudo pole­mizar libremente contra los principios mismos del Islam, y defender las tesis cristianas oficiales sobre la Trinidad, la divi­nidad de Jesucristo, y la negativa a reconocer en Mahoma a un profeta. En su tratado de las herejías De Haeresibus, podía escribir: «Un falso profeta, llamado Mahoma, teniendo conoci­miento del Antiguo y del Nuevo Testamento, y habiendo topado, sin duda, con un monje arriano, creó su propia herejía»[13]. A continuación, formulaba una «refutación» de los fundamentos del Islam[14].

Uno de sus discípulos, Teodoro Abu Kurra (nacido ha­cia 760) podía incluso escribir opúsculos violentamente polé­micos: «Contra la misión de Mahoma», o bien: «Mahoma, poseído por el demonio», y, según las enseñanzas orales de San Juan Damasceno, una: «Controversia entre un sarraceno y un cristiano», atacando los problemas centrales de la teología musulmana, sin ser molestado en lo más mínimo por el Califato, en tanto que, según el testimonio de Miguel el Si­rio[15], siendo obispo de Harran, es depuesto por el patriarca Teodoro de Antioquía, y se retira en Jerusalén, en 813, al lado del patriarca Tomás.

Palestina, bajo el reinado de los Califas árabes, conoció cuatro siglos de paz y de prosperidad.

Jesuralén (Al Qods) es la ciudad santa de los musulmanes, al igual que de los judíos y de los cristianos.

Después de la muerte del califa Alí, esposo de Fátima y yerno del profeta, es en Jerusalén, en 660, donde se reunieron los jefes árabes para proclamar rey a Mou'awiya, fundador de la dinastía de los omeyas, que, inmediatamente, dicen los ana­listas árabes, acudió a rezar al Gólgota, y luego a Getsemaní. Después de su hijo Yazid (680-683), cuando Abd el Malik se convirtió en Califa hizo construir, en Jerusalén, la Mezquita de el Aksa, y la Catedral de la Roca, símbolo de la unidad de las tres religiones abrahámicas: judía, cristiana y musulmana.

La primera obra maestra musulmana, la Catedral de la Roca fue, en efecto, construida en 687, aproximadamente medio siglo después de la muerte del Profeta. Una atenta «lec­tura» del monumento, para captar su significado interno, espi­ritual, revela que éste lleva en germen el tema principal de lo que es llamado «el arte islámico», que es, fundamentalmente, la expresión de la fe coránica.

Este arte sólo es descifrable a partir de las exigencias de la fe.

La Catedral de la Roca nos ofrece el primer ejemplo palma­rio, el sitio mismo donde fue emplazado, la estructura del edi­ficio, sus dimensiones y sus proporciones, las formas que lo habitan, los colores que lo animan, su silueta exterior lo mismo que la sinfonía de colores de su espacio interior, todo ello deriva de la fe que inspiró su construcción.

Sería fácil, pero inútil, partir del exterior, investigar las fuentes bizantinas, sirias, persas, o helénicas y romanas, de un elemento determinado o de una concreta técnica arquitectóni­ca, de un cierto motivo de decoración o de tal o cual armonía matemática de la disposición.

Todo esto sería cierto. Historiadores, arqueólogos, críticos de arte, arquitectos, han realizado con frecuencia, a la perfección, pero de forma perfectamente inútil, este trabajo de análisis, confirmando que los albañiles, los artesanos, los artis­tas que trabajaban el mosaico y todos cuantos participaron en la creación del edificio procedían de todas las regiones de este nuevo «Imperio árabe», y habían aportado sus técnicas e incluso su estilo de trabajo.

Mas detenerse en este análisis sin partir del interior, del impulso central a partir del cual se operará la síntesis nueva, sería omitir lo esencial: el principio organizador de todo, transfigurando las aportaciones para proporcionarles una vida nueva en un conjunto inédito, y para expresar una fe única en la diversidad de las culturas que hacía renacer y cuyo lenguaje utilizaba.

Ante todo la elección del emplazamiento y la importancia de los medios utilizados (el Califa decidió destinar a esta cons­trucción la totalidad del tributo entregado por Egipto durante siete años).

Sería irrisorio prestar atención a lo anecdótico, o incluso a la explicación histórica coyuntural: el deseo del Califa de «desafiar al mundo» construyendo un monumento islámico más hermoso que el de las regiones rivales, su intento de desviar el tropel de los peregrinos de la Meca, donde un rebel­de, Abdullah Ibn Al Zubayr, se había hecho con el poder. Sin duda alguna tales consideraciones y semejantes cálculos no dejarían de pesar en la decisión de Abd El Malik, pero la for­mación, desde el primer ensayo, de una nueva forma de la

belleza, que orientará, durante mil años, la arquitectura y el arte de los musulmanes, y de las creaciones artísticas de tres continentes, no podría ser «explicado» a partir de vanidades ridículas, de las ambiciones, o de los ardides, de un soberano efímero.

El profeta Mahoma jamás pretendió crear una religión nueva, sino exhortar a todos los hombres a la religión primor­dial, contemporánea del despertar del primer hombre, y de la que el sacrificio de Abraham, por su respuesta incondicional a la llamada de Dios, constituye el modelo ejemplar.

Así pues, no se debe en absoluto a un azar de la historia o al capricho de un déspota que el punto de partida del arte musul­mán coincida con el punto de partida de la vida espiritual de la tradición abrahámica, la de los judíos, de los cristianos, de los musulmanes, en Jerusalén, donde la tradición judía y cristiana sitúa el lugar del sacrificio de Abraham, la aparición y el marti­rio de Jesucristo, y, según el Corán, la roca desde la cual el Profeta se elevó de la tierra al cielo para contemplar, seis siglos antes de la Divina Comedia de Dante, la ordenación divina.

La Catedral de la Roca se alza en la cima de la que el relato bíblico llama la montaña de Morija, donde Abraham se apres­taba a consumar el supremo sacrificio de la fe inmolando a su único hijo cuando el propio Dios detuvo su mano. En este lugar, Salomón hizo construir el Templo que se encargó de des­truir Nabucodonosor, que reconstruyó Herodes, y que arrasaron los romanos. Sobre la plataforma donde se amonto­naban los escombros, el Califa Ornar Ibn Khattab, cuando entró en Jerusalén, en 637, ordenó construir una austera mezquita de madera. Es ahí donde el omeya Abdel Malik hizo erigir la Catedral, muy cerca de la Iglesia cristiana del Santo Sepulcro, y parecida a ésta en muchos aspectos.

La Catedral de la Roca era, pues, el símbolo de la unidad y de la continuidad de la fe abrahámica, judía, cristiana y musul­mana.

La silueta exterior del monumento expresa ya el mensaje esencial de esta fe: en la transición del cuadrado repetido que constituye el octógono de base a la cúpula esférica se traduce el paso de la tierra al cielo, como en las cosmogonías más antiguas del Oriente Medio, y en especial de Mesopotamia.

La cúpula, cuyo diámetro y altura son iguales (algo menos de 25 metros), tiene una elevación más acusada que la de las iglesias bizantinas, ya que, por ser de madera, su peso no exige, como las bóvedas de piedra, los puntales o las cúpulas anejas que recargan las siluetas exteriores de Santa Sofía o de los mo­numentos inspirados por ella.

Esta cúpula, revestida de oro desde el principio, gracias a la piedad de los maestros de obras Rija Ibn Haya y Yasid Ibn Sallam, que destinaron a este lujoso revestimiento el sobrante de las riquezas que les habían sido confiadas para realizar el monumento, ha sido comparada, por peregrinos y viajeros, a una montaña hecha de luz sobrenatural, o a un sol, cuando los oros de la cúpula resplandecen con toda la intensidad de las mañanas, de los mediodías o de los crepúsculos de Palestina, con todos los infinitos cambios de matices de su claridad.

Al principio, antes de las sucesivas restauraciones, la curva era algo más pronunciada, lo que debía acentuar el movimiento ascensional, evocando el «viaje nocturno» (el Mir'haj) del Profeta a las esferas celestes.

Este domo descansa sobre un tambor, y, asimismo, sobre la base octogonal que representa a la tierra, como un cristal perfec­to. El primer revestimiento estaba formado por mosaicos de cristal, ensalzando la belleza de la tierra creada por Dios, pero los actuales azulejos, en los que predomina el azul, cada vez más denso y oscuro a medida que pasan del tambor al suelo, recuerdan, sin duda, la transición de una superficie casi desmaterializada y como transparente, desde esta corona en el cielo, que constituye el tambor, a los muros de la base octogo­nal, con el fino encaje de sus escaques de lapislázuli, con espacios dorados, cada vez más raros, descendiendo desde el tambor de la tierra, sin que jamás cese completamente de filtrar­se la luz dorada del cielo y de la cúpula que es su mensajera. Las baldosas de mármol veteado de la hilada inferior parecen temblar todavía bajo los últimos resplandores de esa claridad celeste.

Sobre el enjambre de los azulejos dorados donde no dejan de jugar el sol y la sombra, las arquerías de curvas idénticas y dibujos que varían de un arco al otro, danzan su ronda en derredor del octógono, apenas interrumpidas por las puertas, en los cuatro puntos cardinales, que designan este lugar como centro del mundo. Encima de los arcos, rodeando el mausoleo, la caligrafía nakshi, de sutiles inflexiones, último canto de la

tierra a la gloria de Dios, ante la corona del tambor y la irradia­ción de eternidad de la cúpula.

Entramos ahora en la Ciudad de Dios: o antes bien en un mundo del que la belleza nos da su metáfora terrestre.

La roca, ante todo, donde, según la tradición judía y cristia­na, iba a cumplirse el sacrificio de Abraham, y desde la cual el profeta Mahoma se elevó hacia el cielo. El lugar donde el hombre adquiere conciencia de su dimensión trascendente.

El origen del monumento comienza con esta roca. No existe una sola de sus formas que no pueda ser tirada a cordel.

Primero un círculo, para circunscribir el afloramiento de la roca, en la cima de montaña de Morija. Esta será la circunfe­rencia de la rotonda, con unos cuantos metros más de altura. Un simple giro sobre su eje del cordel. Luego, dos cuadrados situados en este círculo, con un desplazamiento de 90 grados para formar un octógeno en forma de estrella. La prolongación de los lados de estos dos cuadrados que componen el octógeno determinan el emplazamiento de los soportes y las dimensiones de las facetas, las cuales, a su vez, definen la alineación de los muros exteriores del octógono final.

Entonces comienza la metamorfosis.

Entramos en otro mundo.

Otro mundo de formas: todo desciende del cielo, como la revelación. En el Mir'haj nameh de Mir Haydar se dice que, al llegar al séptimo cielo, el profeta Mahoma vio una bóveda ce­leste con los colores de la luz. Esta es la que intenta evocar la bóveda del Domo de la Roca, con sus follajes ornamentales, sus almocárabes, sus arabescos, sus mosaicos entre la púrpura y el oro, realzados por la franja negra con letras de oro en cursiva, evocando el mensaje.

Debajo, las dieciséis ventanas por donde, filtrada por las vidrieras, penetra la luz de Dios, color perla. En su descenso hacia el hombre, dibuja, con relieves y sombras, a través de los arcos, los pilares, las columnas que articulan el espacio, el arabesco que enlaza a los hombres y su universo, para inducir­los a seguir los pasos de Dios, siempre vivo, siempre creador.

Su palabra caligrafiada se revela en los lugares que más atraen la mirada: en el borde de la cúpula, en el hueco del mirhab, en el encuadre del pórtico; pero también en los frisos de la muralla, bajo los capiteles de las columnas, allí donde una forma cualquiera ofrezca a los ojos una pista de despegue hacia

el infinito y les recuerde, al partir, la interpelación de Dios.

En el Corán se dice que los hombres de fe conocerán el Paraíso, su residencia eterna. La atmósfera de belleza de la Catedral de la Roca es una especie de lejano anuncio de ese Paraíso.

Atrapado en la red misteriosa de los arabescos, de la cadena infinita de los arcos y de las columnas que articulan el espacio, de todas las formas y de los colores de la belleza que espirituali­zan la materia sin disfrazar las líneas de fuerza de la construc­ción, el hombre se sitúa, en su limitación, en el corazón mismo de la belleza y de la vida de Dios, cuya parábola es este mausoleo. Todo, aquí, desde la estructura a la luz, integra al hombre en una vida más elevada que la cotidiana. Esta parábo­la de piedra le dice que otro mundo es posible; lo libera de la presión de las cosas para invitarle a otra llamada, a otra promesa que no es el deseo. Le enseña la unidad y la infinidad de Dios. Cuando su mirada desciende de nuevo a la tierra, cuando contempla la roca del sacrificio de Abraham, según los profetas cristianos, y de la ascensión del Profeta, según los musulmanes, se siente regresar al barro de su creación, como si ya no fuese, en manos de Dios, más que una fibra viviente de esta roca color de miel, de oro y de ámbar, en la luz infinita­mente dulce y penetrante de Dios, que lo ha creado con el mismo gesto con que creo esta montaña, estas estrellas, el cristal del mundo y su bóveda, y este templo, hecho por la mano del hombre obediente a la exhortación de Dios.

Esta unidad, expresada por el Domo de Roca, no era solamente un símbolo.

El historiador Rappoport subraya que «después de haber conquistado Palestina los musulmanes, la situación de los judíos mejoró mucho allí y su actividad intelectual se incre­mentó. Una academia judía había sido fundada en Tiberíades, inmediatamente después de la ocupación romana, por el sabio y piadoso rabino Jochanan ben Zakkaí. Este había visto con lucidez que, tras la pérdida de su propia vida nacional, la unidad y la pureza de la fe era la única vía nueva en la cual debía comprometerse la comunidad judía. El trabajo de exégesis de las Escrituras efectuado por estos rabinos constituyó la base de este nuevo fenómeno histórico: el judaísmo».

Jochanan ben Zakkaí, discípulo del célebre rabino Hillel, desarrolló la escuela de «tannaim» (instructores) de su maestro.

Cuando Tito destruyó el Templo de Jerusalén. Jochanan ben Zakkaí obtuvo permiso del Emperador para crear una escuela en Yabné (la Yamnia de los griegos) para proseguir allí los estudios sobre la Torah.

Después de Akiba ben Joseph, a quien los romanos martiri­zaron en 132, Judá llevó a término la compilación de la Torah oral que completaba la Torah escrita (los cinco primeros libros de la Biblia, que los cristianos llaman el Pentateuco). Esta codi­ficación de la tradición oral lleva el nombre de «Michna». Este manual tomó su forma definitiva en el siglo IV[16], con el nombre de Talmud, que quiere decir: estudio (de la Torah). El Talmud palestino, constituido en la Academia de Tiberíades, fue el punto de reunión de los judíos durante más de un milenio: el judaismo tomaba el relevo del Estado nacional.

Sólo con la llegada de los califas pudo ser transferida a Jerusalén la Academia de Tiberíades, y convertirse en un centro intelectual de primer orden donde quedó establecido el texto hebraico del Antiguo Testamento (la llamada versión masorética)[17]. Fue en Palestina donde se compusieron a la sazón los más bellos poemas lingüísticos (piyyutim).

Bajo el califa fatimí El Aziz (975-996), un cristiano, Isa ben Nestorius, se convirtió en primer ministro (Visir). Nombró gobernador de Damasco a un judío, Manases Ibn Hazra, de suerte que cristianos y judíos gobernaron el Estado. Una reac­ción se produjo bajo el califa El Hakim. No se trata, pues, de idealizar la situación de Palestina bajo el reinado de los fatimíes de El Cairo. En 967, el patriarca Juan fue quemado por los musulmanes (apoyados por los judíos). El califa El Hakim ordenó, en 1009, desmantelar el Santo Sepulcro. Sea como fuere, conviene tener presente que tales episodios fueron aislados, y que jamás judíos o cristianos sufrieron, en tierra del Islam, persecuciones y matanzas de la vastedad de las de Occidente, ya se trate de las sanguinarias orgías de los Cruza­dos al conquistar Jerusalén; de la exterminación de los cataros en el siglo xm; de la Inquisición católica que siguió a la Recon­quista de España, entre los siglos XV y XVI, contra los musul­manes, los judíos y los cristianos heréticos, los pogroms de la «Santa Rusia», desde Ucrania a Kichinev, y finalmente de la Alemania hitleriana contra los comunistas, los cristianos de la Iglesia Confesante y los judíos.


 

[1] Baladhuri, Futh al buldan. Ed. de Coeje, Leyden, 1866, CXVI, 126, pá­gina 132

[2] Los monofisitas rechazaron la doble naturaleza de Cristo, conside­rándolo como puramente divino

[3] Los nestorianos rechazaban la doble naturaleza de Cristo, y lo consi­deraban como puramente humano

[4] Los arríanos consideraban a Cristo como el Verbo increado de Dios

[5] Bar-hebraeus, Chronicon Ecclesiasticum. edición en latín Abbeloos et Lamy, 3 volúmenes, L, 1872-1877, T.L., col. 276. Idéntico juicio es formulado por Miguel el Sirio, en Crónica universal, trad. francesa J. B. Chabot, 4 volú­menes, 1899-1910, tomo II, pp. 431-432

[6] El río Yarmuk es un afluente del Jordán

[7] «Rudamente sojuzgados por Bizancio, aspiraban a cualquier régimen que les desembarazara de la odiosa opresión griega», escribe monseñor Nas-rallah, Saint-Jean de Damas. Ed. Harissa, París, 1950, p. 19

[8] Mansour ibn Serjoun es el abuelo de San Juan de Damasco

[9] Angelo S. Rappoport, op. cit., p. 177

[10] San Juan Damasceno, La fe ortodoxa, seguido de Defensa de los iconos: publicación del Institut orthodoxe franjáis de théologie, París, 1966

[11] La acusación resulta todavía más absurda ya que, precisamente, los musulmanes prohibían también las imágenes

[12] Con San Juan de Damasco habían atemorizado a Jorge de Chipre y Germán de Constantinopla

[13] Historia de los Concilios, III, 703-705

[14] Ciertos historiadores consideran este capítulo 101 de De Haeresibus como perteneciente a una fecha más tardía. Sea como fuese, esto no afecta en nada el hecho de que un cristiano, bajo el reinado de los Califas, pudiese poner en tela de juicio los fundamentos del Islam, mientras que una discusión sobre los iconos le valía el anatema de un Concilio

[15] Miguel el Sirio, Crónica, Ed. Chabot, París, 1899-1910, tomo III, pá­ginas 32, 34

[16] Véase el erudito análisis del Rabino A. Cohén, Le Talmud, Ed. Payot, París, 1983, pp. 25-28

[17] De massorah: transmisión