PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    III.   La Palestina cristiana

 

2)  El cristianismo palestino

Este mensaje fulgurante, menos de tres siglos después de la muerte de Jesús de Nazaret, es desnaturalizado cuando en el Concilio de Nicea (326) el emperador Constantino restaura la tradicional concepción real de Dios: el ajusticiado, cuyo recuerdo es recuperado para la organización imperial romana y la filosofía griega, aparece, sobre el fondo dorado de las cúpulas orgullosas de Bizancio, con el aspecto imperioso del «Pantocrátor», del soberano todopoderoso, y no con el del mensajero errante de Palestina, cuando no es representado, como en un mosaico de Rávena, con el uniforme de un general bizantino.

¿Qué ocurre entonces en Palestina, bajo esta dominación en la que reina el César, en la que la Iglesia edifica sus estructuras según el modelo de la jerarquía imperial, y formula sus dogmas en la lengua de la cultura griega, tan profundamente extraña al mensaje de Jesucristo, el palestino?

Las iglesias se multiplicaron: Elena, madre de Constantino, las hizo construir en Belén y en el Monte de los Olivos. Cons­tantino levantó la del Santo Sepulcro en Jerusalén, donde había creado un obispado.

Tal era la obra de los constructores romanos de las iglesias de piedra.

Pero si bien el obispo de Jerusalén, Macario, fue felicitado en el Concilio de Nicea, por su defensa de la ortodoxia, desde el edicto de Milán, que había transformado un cristianismo perse­guido en una Iglesia perseguidora, la «herejía» se propagaba en Palestina.

Un sacerdote de Alejandría, Arrio, nacido hacia 256 y fallecido en 336, probablemente de origen libio, pero imbuido, en Alejandría (el centro más activo de la cultura helenística, judía y cristiana) por el pensamiento de Filón el judío y de Plotino, fue condenado, en el Concilio de Nicea, por no haber aceptado el dogma a la sazón proclamado de que Jesucristo era «con­substancial» (omoousios, en griego) al Padre. Esta expresión no existe en ningún pasaje del Evangelio, y sólo tenía sentido en razón de la filosofía griega (ajena a la concepción semítica, y al Evangelio de la esencia, de la substancia y de las «hipóstasis»).

La casi totalidad de los sacerdotes y de la población cristia­na de Palestina siguió a Arrio, a pesar de las protestas del obispo de Jerusalén, y a pesar de la condena a muerte decretada por el Emperador contra cualquiera que hubiera escondido un escrito de Arrio en lugar de arrojarlo a la ho­guera.

El cristianismo palestino de los orígenes se resistía a la ortodoxia de una Iglesia transformada en grecorromana. Y esto sobre un punto fundamental: ¿Es Jesucristo Dios, de la misma substancia de Dios, y su único Hijo?, ¿o bien es un mensajero de Dios, Hijo de Dios como todos los que obedecen al Padre?: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados Hijos de Dios» (Mateo 5, 9); o también los hombres de fe «son Hijos de Dios, puesto que son Hijos de la resurrec­ción» (Lucas 20 36).

Según Arrio[1], «se nos persigue por haber dicho: el Hijo es un comienzo, Dios no tiene comienzo». Recuerda que la pala­bra de Dios no tiene antes ni después, que, por tanto, no se puede hablar de engendramiento con respecto a su mensajero.

Arrio concreta, en su profesión de fe dirigida a Alejandro de Alejandría: «Nosotros reconocemos un solo Dios, único y no engendrado, único sin principio... Dios de la Ley y de los Profetas y de la Nueva Alianza, que ha engendrado a su unigé­nito antes de los tiempos eternos..., que lo ha hecho existir no como a una de las criaturas... no como a uno de los seres producidos. Este producto del Padre no es una emisión... ni una parte consubstancial del Padre... Ha sido creado antes de los tiempos, antes de los siglos... fuera del tiempo»[2].

San Hilario de Poitiers trata a Arrio de «víbora con la boca llena de veneno». Considerando las declaraciones de Arrio como una hipocresía, subraya: «Confiesa que únicamente exis­te un solo Dios, y que es el único verdadero, para no dejar verdadera y propiamente que el Hijo de Dios sea Dios»[3].

Este debate teológico sólo permite comprender por qué, cuando aparezca el Islam, cuyo rechazo de la divinidad de Je­sucristo es el punto central de la controversia con la Iglesia, lo mismo en Palestina que en todos los países donde subsistía el arrianismo o alguna de sus variantes (nestorianos, priscilianos, etcétera), su vinculación al Islam fue tan rápida para estos arríanos, que se reconocían en él.

Para el Islam, igual que para los arríanos, el monoteísmo excluye la Trinidad tal como fue formulada, en el lenguaje de la cultura griega, en Nicea[4].

El cristianismo ortodoxo se desarrollaba sobre todo en las ermitas y los conventos.

Rappoport, en su Historia de Palestina escribe: «Palestina se convirtió en la tierra de los santos y de los anacoretas, de los monjes y de los monasterios, de las monjas y de los conventos, de las basílicas y de las reliquias»[5].

El ejemplo más célebre de este desarrollo espiritual cristia­no es el del monasterio de San Sabas, en las inmediaciones de Jerusalén, en la orilla izquierda del Cedrón.

En 478, un eremita, que durante cinco años había vagado por el desierto de Judea, y que se convertirá en San Sabas, se instaló en una gruta, enfrente del convento cuyos restos subsis­ten hoy día. Los discípulos afluyeron y, en 501, se acabó la construcción del monasterio, uno de los más ilustres de Oriente.

Grandes santos pasaron por allí o vivieron en él, tales como Juan el Silencioso o San Teodoro, y, más tarde, San Cirilo de Escitópolis, Esteban el Músico, San Teodoro de Edesa, y, sobre todo en el siglo vil, la preclara figura de San Juan de Damasco (675-753), que vivió en el monasterio un tercio de siglo (de 720 a 753) y escribió allí toda su obra, que constituye en forma de polémica el punto de partida para el diálogo entre cristianos y musulmanes.

En Palestina, la vida cristiana era intensa. Los monjes de Palestina se dividían en cenobitas, que vivían en comunidad, como el convento de San Teodosio, con hospicios y escuelas en torno de los edificios destinados a los religiosos, y en anaco­retas, que vivían aislados en sus ermitas, en la montaña o el desierto. Finalmente, en las lauras se combinaban estas dos formas de vida religiosa: los monjes vivían en la soledad de las ermitas o de celdas aisladas. Sus jornadas transcurrían reparti­das entre el trabajo manual (en general el trenzado de canastas con los juntos que crecían a orillas del Jordán), la salmodia de los salmos, y la meditación; la trascripción de las Escrituras o de los textos de los Padres. El sábado por la tarde todos regre­saban a la laura, que se componía de una iglesia y un refectorio, para celebrar juntos el culto del domingo.

En el conjunto de Palestina, la dominación bizantina, des­pués de los Concilios de Nicea (325) y de Calcedonia (451), dirigidos, el primero contra la herejía arriana, y el segundo contra los nestorianos, se caracterizó por el fanatismo de los emperadores bizantinos, que organizaron constantes persecu­ciones contra los judíos y los samaritanos, y también contra los cristianos heréticos (arríanos, nestorianos, monofisitas, que tenían como denominador común el no aceptar las definiciones (ininteligibles para los que fuesen griegos) de la Trinidad erigida en dogma.

Es significativo que cuando Cosroes II, emperador sasánida de Persia, invade Palestina, en 614, los judíos, dirigidos por Benjamín de Tiberíades, se unan a los persas.

Quince años después, en 629, cuando el Emperador bizan­tino Heraclio reconquista Palestina, se reanudan las persecu­ciones contra los judíos y los heréticos.
 


 

[1] Carta de Arrio a Eusebio de Nicomedia. Citada (con el original griego) en L'hérésie d'Arius el la Foi de Nicée. por el padre Efrem Boularand  S.J.), Edición Letouzey et Ané, París, 1972, p. 44.

[2] Ibídem, p. 50

[3] San Hilario de Poitiers ha proporcionado de estos textos capitales una traducción latina en su libro La Trinidad; Libro IV, capítulo 12 a 14. Edi­ción Desclée de Brou Wer 1981, tomo I,pp. 135 a 137, paralacartadeEusebio.y Libro VI, capítulos 5 a 7, para la profesión de fe a Alejandro, tomo II, pp. 14 a 17, con su refutación

[4] Un místico musulmán de Persia, Ruzbehan de Chiraz (1128-1209) escribe, desentendiéndose del vocabulario y de la sensibilidad griegos: «Desde antes de que existieran los mundos y el devenir de los mundos, el Ser Divino es en sí mismo el amor, el amante y el amado». Le Jasmin des Fideles a"amour. VII, p. 97. Ed. Maisonneuve, París, 1958, p. 111

[5] Angelo S. Rappoport, Historia de Palestina. Ed. Payot, 1932, p. 160