PALESTINA

 TIERRA DE LOS

MENSAJES DIVINOS

 

ROGER GARAUDY

ÍNDICE

 

PRIMERA PARTE: Historia de una tierra

    III.   La Palestina cristiana

 

1)   La «aparición» de Jesucristo

Durante el reinado de este borroso personaje, y en la época en que Tiberio era emperador de Roma, en Palestina surgió un nuevo portador del mensaje divino: Jesús de Nazaret.

Puede parecer singular que esta revelación no haya sido registrada por los historiadores de la época, ni romanos, ni judíos.

Sólo el historiador romano Tácito, a comienzos del siglo n, explica así el origen de la palabra «cristiano»: «Este nombre viene de Cristo, a quien el procurado Poncio Pilato condenó a muerte bajo el reinado de Tiberio. Esta superstición detestable, reprimida durante algún tiempo, volvió a difundirse, no sólo en Judea, donde el mal había nacido, sino también en Roma, a donde confluye todo lo que el mundo produce de horrible y deshonroso, y donde encontró numerosos adeptos»[1].

Suetonio, biógrafo de los emperadores, igualmente en el si­glo II, hace una alusión ambigua a los mismos fenómenos: «Claudio, expulsó a los judíos de Roma, porque no cesaban, a instigación de Chrestos, de provocar molestias»[2]. Jesucristo, por tanto, no era para Suetonio sino un agitador judío entre otros.

Siempre en el siglo n (en 110), en una carta al emperador Trajano, Plinio el Joven, en calidad de gobernador de Asia Menor, informa sobre el tosco culto de los cristianos y señala que un día fijo «cantan un himno en honor de Cristo como si éste fuese Dios»[3].

En cuanto al único historiador judío que hubiese podido informarnos ampliamente, Flavio Josefo, que escribió la Historia antigua de los judíos, noventa años después de Jesucris­to, y que narra detalladamente todos los acontecimientos de la época, evoca la decisión del gran sacerdote Ananías de hacer que fuera lapidado «Santiago, hermano de Jesucristo, llamado Cristo»[4].

Las otras alusiones a Cristo, contenidas en el libro de Flavio Josefo (por ejemplo, XVIII, 4, p. 561), son invenciones piadosas, intercaladas en el texto.

Cómo explicar que el acontecimiento sólo fuese percibido por los historiadores romanos en el siglo n, y que los judíos no hubieran descubierto el anuncio mesiánico y lo rechazasen, como escribe Noth, por no haber «reconocido en él la meta hacia la cual se dirigía misteriosamente toda la historia de Israel»[5].

Esto se debe a la naturaleza misma del mensaje.

Jesucristo anuncia la inminencia del Reino de Dios, situán­dose así «más allá de la alternativa, orden establecido o revo­lución»[6]. En consecuencia, para los romanos carece de importancia política. Es un agitador perjudical entre otros muchos; pero no constituye una fuerza política como Matatías y los Macabeos, o como los celotes, o Bar Kochba, capaces de organizar insurrecciones armadas contra Roma.

En cuanto a los judíos, no podían percibir el mensaje como mesiánico, puesto que Jesús de Nazaret no coincidía en nada con la imagen que ellos se hacían del Mesías. Para comprender hasta qué punto Jesucristo frustraba sus expectaciones, es importante situar su paso en el contexto del judaísmo de su época.

El Dios de la fe judía es creador y soberano. Es él quien hace la historia: Israel y su pueblo; él le ha revelado su volun­tad, y la Ley de su vida. El lo ha «elegido», ha hecho con él una «alianza», pero no incondicional: lo juzga a tenor de su obediencia o de su desobediencia. La elección, la alianza, la promesa y la Ley, rigen su historia.

Ya hemos visto cómo esta grandiosa fe primera se ha fosili­zado y limitado, sobre todo después del destierro «El, dueño y señor de los pueblos, se había convertido en el jefe supremo del partido de los defensores de la Ley, la obediencia con respecto al que rige la historia ya no era sino una técnica piadosa con numerosas ramificaciones»[7].

Este formalismo y esta estrechez de miras, este etnocentrismo también, se manifiestan en todos los componentes de la comunidad judía en tiempos de Jesucristo.

En la cima, la casta sacerdotal de los saduceos (cuyo antepasado era Saddok, gran sacerdote de la época de Salomón), que rechaza todo lo que no está literalmente escrito en la Ley, toda interpretación, y sobre todo cualquier innova­ción. Sus privilegios clericales son hereditarios. Han «colabo­rado», desde que Palestina perdió su independencia, con el ocupante, sea quien sea: persa, egipcio, griego o romano. Esta aristocracia sacerdotal, con la aristocracia laica y los fariseos, constituyen, bajo la presidencia del Gran Sacerdote, el Sane­drín, consejo supremo de Jerusalén y máxima autoridad reli­giosa y jurídica que subsistirá hasta la destrucción de Jerusalén por los romanos en 69 después de Jesucristo.

Los fariseos, primero conocidos como los piadosos (has-sidim); después los separados (pharisaíoí, en griego), aparecen en la época de los macabeos, cuando rehúsan proseguir una lucha política tras de haber obtenido la libertad de vivir estric­tamente según las prescripciones de la Torah. Para ellos se trata de conservar la Ley, en su interpretación literal, pero sin com­promisos, aplicándola a todos los actos de la vida cotidiana, mediante una interpretación casuística coactiva, ritualizando meticulosamente la vida cotidiana. El futuro judaísmo talmú­dico tiene sus fuentes en la tradición farisea.

Aparte de este judaísmo oficial, acerca de los cuales el des­cubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto (los textos de Qumrán), en 1947, aporta, como archivos de un «convento esenio», una documentación de primera mano, remontándo­se al siglo i antes de Jesucristo, constituyen una secta que se aparta del mundo para llevar una existencia monástica, con una comunidad de bienes, un noviciado, exigencias morales rigurosas basadas en una interpretación dualista (sin duda de origen iranio) que exige esa ruptura con el mundo para consti­tuir el auténtico «pueblo de Dios», y vivir en la esperanza apocalíptica de la venida del «Señor de justicia».

Esta esperanza mesiánica, muy viva en el pueblo de Palesti­na, en ocasión de la aparición en escena de Jesucristo, se mani­festó igualmente, como hemos visto, en tiempos de los Maca­beos, en el anuncio, hecho por Daniel, de la venida del «Hijo del hombre».

Este mesianismo anima también a los celotes, pero de una manera radicalmente distinta a la de los esenios. Constituyen un movimiento de liberación nacional, organizando acciones armadas contra los ocupantes romanos.

Jesucristo aparece en ruptura con todos estos grupos.

El único al que se adhiere es el de Juan el Bautista, cuya aparición nos permite establecer el Evangelio de Lucas: «el año quince del gobierno de Tiberio César» (3, 1), es decir, el año 28 o 29 (d. de J.C.).

Juan el Bautista profetiza la venida del Reino, como lo hará Jesucristo. Exhorta a todos los hombres a prepararse para el acontecimiento, y no solamente a los judíos: «No os hagáis ilusiones pensando: Abraham es nuestro padre, pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abraham de estas piedras» (Mateo 3, 9).

Esto no es una ruptura con la elección, la alianza, la prome­sa, sino la negativa de identificar el pueblo de Dios con un pueblo en particular que todo lo debería a su herencia. Esta transición del etnocentrismo al universalismo anuncia el men­saje de Jesucristo.

Los relatos de Mateo y de Lucas, impregnados en la tradi­ción judía, se esfuerzan por inscribir la misión de Jesucristo en el cuadro de las esperanzas mesiánicas de Israel. Ambos esta­blecen una «genealogía» de Jesucristo para tratar de convertir­lo en descendiente de David, remontándose tanto a Abraham (Mateo 1,1) como al propio Adán (Lucas 3, 37). Estas «genea­logías», por otro lado, no son las mismas en los dos autores, uno de ellos (Mateo) insiste en la filiación real, mientras que el otro (Lucas) lo hace en la filiación profética. Lucas añade que era hijo, según se creía, de José (3, 23) para contradecir el naci­miento virginal (que hace ilusoria toda descendencia davídica).

Jesucristo comienza su actividad pública hacia los treinta años de edad, según Lucas (3, 23), al pedir el bautismo a Juan el Bautista, al que considera como un profeta «y más que un profeta» (Mateo 11, 7-11), como su precursor.

A diferencia de los «rabbis», Jesucristo no predica en las sina­gogas, es un predicador ambulante, que se dirige a todos y no a una comunidad definida. No utiliza jamás el argumento de autoridad refiriéndose a textos sagrados o a una tradición. «No enseñaba como los escribas, sino con autoridad» (Marcos 1,22, y Mateo 7, 29).

Cuando habla de la Ley, incluso cuando declara no haber venido para aboliría, habla de ella como un hombre que rompe con la tradición fosilizada: «Vosotros habéis anulado la palabra de Dios en nombre de vuestra tradición» (Mateo 15,6 y Marcos 7, 13) responde a los fariseos y a los escribas que le reprochaban haber transgredido esta tradición.

Se opone incluso a la Ley. Viola deliberadamente el sabbat y proclama: «El sabbat está hecho para el hombre y no el hom­bre para el sabbat» (Marcos 2, 27). No tiene en cuenta las pres­cripciones de pureza ritual (Marcos 7, 2).

En el Sermón de la Montaña pone en tela de juicio la Ley de Moisés, no solamente para ir de la letra al espíritu de la Ley, para interiorizarla. Jesucristo recuerda la Ley de Moisés: «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo... si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra» (Mateo 5,38). Resultaba difícil considerar esta ley de amor simplemente como «la interiorización de la ley del talión». No es su «cumplimiento», sino rigurosamente todo lo contrario.

«Habéis oído que fue dicho... Pero yo os digo», es este leit­motiv del Sermón de la Montaña lo que había de irreconcilia­ble, en el mensaje de Jesucristo, con la Ley mosaica.

Jesucristo libera la expresión de la voluntad de Dios, de su petrificación en las Tablas de la Ley; la libera de todo formalis­mo, de todo literalismo, de todo ritualismo.

Cuando un doctor de la Ley pregunta a Jesucristo: «¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley?, Jesucristo responde: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es similar: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas"» (Mateo 22, 36^0).

Este amor es la ruptura radical tanto con la concepción griega como con la concepción judía del amor.

El «héroe» de los griegos, en Platón, por ejemplo, que ofrece su imagen más bella en Fedra y el Banquete, no es amor al otro, sino amor del amor: es el paso del amor a la belleza de las formas al del bien en sí. Está en plena exaltación y floreci­miento de sí mismo, sin referencia al otro, salvo como etapa, como medio de transición.

El amor, según el mensaje de Jesucristo, no establece dife­rencias entre el extranjero y el hombre de la ciudad o de la tribu, ni siquiera entre el amigo y el enemigo.

Este amor es descrito, en toda su humanidad y también con toda su carga divina, en la parábola del Buen Samaritano (Lu­cas 10, 30-37).

Jesucristo elige el ejemplo de un samaritano, el más despre­ciado y el más aborrecido por el judío piadoso de Jerusalén. No se trata aquí de un acto de amor realizado solamente «por el amor de Dios», y, en el que el otro desaparecería en su humanidad; tampoco es un conjunto de gestos en los que Dios estaría ausente.

Es la manifestación de la presencia de Dios en lo que este amor tiene de incondicional de trascendente con respecto a todas las relaciones humanas; y es al mismo tiempo la relación humana fundamental: amar es preferir el prójimo a sí mismo, hasta entregarle su propia vida; es tener conciencia de que el centro de mí mismo no está en mí, sino inseparablemente, en el otro y en todos los demás; tener conciencia de ser personalmen­te responsable del destino de todos los demás, y actuar según esta ley fundamental de la unidad de la vida. Todo hombre es mi «prójimo»: la humanidad es una, porque Dios, su creador, es uno. Nos hallamos aquí en las antípodas del escriba que pregunta: «¿Quién es mi prójimo?»

Este amor es el comienzo de una humanidad nueva: la que se prepara para un próximo advenimiento del Reino de Dios.

Esta inminencia de la venida del Reino de Dios, que ya está en nuestro interior, como un fermento para la creación del fu­turo, explica la ausencia, en la enseñanza de Jesucristo, de referencia a toda regla política. Cuando los escribas y los fariseos le plantean la pregunta capciosa: «¿Es lícito pagar impuesto al César o no?» (Marcos 12,14). Jesucristo desenmas­cara su hipocresía al inquirir: de quién es la esfinge que apare­ce en el denario que ha pedido que le muestren: «Del César», le responden. De forma que comercian con esta moneda sin preocuparse de la efigie que lleva, y sus escrúpulos sólo salen a relucir cuando se trata de pagar el impuesto.

La moneda lleva la cara de César, y nuestros corazones la imagen de Dios. De ahí la réplica de Jesucristo: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».

Esto no significa que Jesucristo separe la fe de la política. Puesto que César, el emperador, era, para los romanos, un dios que pretendía reinar tanto sobre las almas como sobre los cuerpos, nada más subversivo, pues, a los ojos de un funciona­rio del imperio, que atreverse a negar al César un alma que perteneciera a otro Dios.

A partir de una concepción infiel al mensaje de Cristo fue elaborada, por consiguiente, la pretendida doctrina de «los dos reinos», separando lo religioso y la política hasta el punto de dejar el campo libre al poder de Estado, y de confinar la fe a la pura interioridad de la conciencia, sin incidir en la vida política.

Por tanto, sería igualmente falso ver en Jesucristo a un conservador que hacía de la fe un «asunto privado», abste­niéndose de toda política hasta el extremo de aceptar con indi­ferencia todo orden establecido (como solían hacerlo los saduceos, colaboradores de todos los poderes y de todos los ocupantes), o ver en él a un «revolucionario», en el sentido en que lo entendían los celotes en la organización de sus conspira­ciones armadas contra los romanos.

La vida, las enseñanzas y la muerte de Jesucristo demues­tran por el contrario su crítica intransigente del desorden establecido, ya se trate de la Ley y de las tradiciones religiosas, de la economía y de la justicia social contra los propietarios acaudalados, o de las pretensiones totalitarias del poder romano.

Pero no circunscribe su acción a la resistencia contra una opresión limitada a un país o a una época. Jesucristo no es en absoluto indiferente a lo que sucede en el mundo, pero, como escribe Cullmann: «No hay que distinguir entre el mundo considerado como lugar de nuestra acción, y el mundo considerado como la norma de nuestra acción»[8].

Jesucristo, como los celotes, actúa en este mundo, pero no como ellos, según las leyes de este mundo, insertándose en el encadenamiento de sus violencias, donde las guerras, y hasta las revoluciones, después de su período de florecimiento y de liberación, conducen invariablemente a un fortalecimiento de la autoridad del Estado, y al comienzo de un nuevo ciclo de opresiones, de rebeliones y de represión. Jesús de Nazaret, enseña a romper esta cadena.

Por eso, entre otras cosas, los judíos no reconocieron en él al Mesías que esperaban.

Los judíos esperaban a un liberador que creara de nuevo el Reino de David (con todas las ilusiones creadas, desde hacía siglos, en la imaginación del pueblo, para esta construcción política).

Y he aquí que, en lugar del rey triunfante, la trascendencia emerge en la historia bajo los rasgos del más pobre, del más débil.

Era una mutación radical de la idea misma de Dios: su grandeza se manifestaba hasta entonces en el poder de un rey; se manifiesta, con Jesucristo, en la pobreza, en la indigencia de toda fuerza material, y, para los ojos humanos, en el fracaso de Aquel a quien en la hora decisiva traicionan sus mismos dis­cípulos, lo niegan, o al menos se alejan, para callarse en la muerte, y bajo la forma más infamante, la del suplicio de los esclavos rebeldes: la crucifixión.

¿Cómo hubieran podido reconocer los judíos, bajo estos rasgos, a su Mesías y heredero de David? «Nosotros esperába­mos que El salvaría a Israel», dicen los peregrinos de Emaús (Lucas 24, 21).

El mensaje sólo podía ser percibido por otras miradas: las de aquellos cuya fe se inspiraba en la resurrección, y que comprendieron entonces el auténtico sentido de la Buena Nueva: todo es posible. En el lenguaje y los relatos de los narradores populares, esto se traducía en milagros; ciegos que de pronto veían, paralíticos que echaban a andar, muertos que resucitaban, todas las metáforas convergían hacia el milagro único: el de una vida nueva, rompiendo con todas las zozobras de poder, de goce y de violencia que son la ley de este mundo. «El que no nazca de nuevo, no puede ver el Reino de Dios» (Juan 3, 3).

Cuando Jesucristo declara: «Mi reino no es de este mundo» (Juan 17, 14), esto no significa que abdique ante estas zozobras, sus leyes y sus consecuencias, para evadirse a otro mundo, sino para anunciar por el contrario que es posible otro mundo que ya no obedezca a estas zozobras, a estas leyes y a sus conse­cuencias.


 

[1] Tácito, Anales XV, 44

[2] Suetonio: Vida de Claudio, XXV, 4

[3] Plinio el Joven (Carlas, X, 96)

[4] Flavio Josefo, op. cit„ XX, 8, p. 627

[5] Noth, hisloire d'Israet, p. 429

[6] Osear Cullmann, Jesús y los revolucionarios de su tiempo, Ed. Dela-chaux et Niestlé, Neuchatel 1971, p. 26

[7] Dibelius, Jesús. Berlín, 1960, p. 34

[8] Cullmann, Jesús y los revolucionarios de su época, op. cit., p. 73